A MODO DE PRÓLOGO
por FRANK BRADY
La Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, «delicia y alarde del mundo de habla inglesa» según G. B. Hill, es por consenso la más grande de las biografías que se hayan escrito nunca. Más allá de este juicio, los desacuerdos en torno a su naturaleza y sus características son tan variados y profundos que aquí habremos de restringirnos a tratar cinco cuestiones: (I) la teoría y práctica de la biografía en relación con la Vida; (2) la confección de la Vida; (3) la presentación que hace de la figura de Johnson; (4) el papel de Boswell como autor y personaje; (5) las opiniones del siglo XVIII y las opiniones de la crítica moderna acerca de la Vida[1].
I
Una teoría satisfactoria de la biografía depende por completo de la suposición de que la biografía es una obra real y no ficticia. Realidad y ficción evocan planteamientos mentales fundamentalmente disímiles. Al hallarse ante una obra escrita, el lector siente una profunda intranquilidad hasta que no sabe cuál de los dos planteamientos es el apropiado. Si contamos a un niño de seis años un cuento, lo primero que pregunta es si es verdad o si es inventado. Para los adultos, que la Biblia sea una obra real o ficticia, incluso si se trata de una ficción de grandísimo significado, es una cuestión que ha despertado discusiones tan apasionadas que hasta hace pocos siglos podían costarle la vida a quien las entablase, y que aún hoy pueden costarle su trabajo. La autenticidad, cualidad de la que Boswell estaba especialmente orgulloso en lo tocante a la Vida, así como en sus otras obras, biográficas, para él significaba por encima de todo la fidelidad a lo real.
Las diferentes respuestas que suscitan realidad y ficción son en el fondo más fáciles de indicar que de definir. La ficción se ensancha en lo potencial, mientras que lo real propone la plácida resistencia de los hechos mismos. Los personajes de ficción pueden desarrollarse hasta un grado máximo de complejidad; en cambio, ¿quién puede afirmar dónde termina la resonancia de las personas de carne y hueso, como Garrick o Burke? La narrativa de ficción puede ser motivo de placer por su maravillosa inventiva, mientras la narración de lo real incita e incrementa una conciencia alerta: si esto le ha ocurrido a alguien, podría ocurrirme a mí.
El planteamiento mental de la ficción procede de la imaginación; el de lo real, de la memoria. Cierto es que ambos por fuerza se solapan: la imaginación se torna ininteligible si pierde el contacto con lo que ya conocemos, mientras que la memoria entraña una reconstrucción imaginativa. No obstante, hay diferencias esenciales entre los modos «de la imaginación», como el teatro o la novela, y los modos «de la memoria», como la biografía y la historia.
Las obras de imaginación son formas cerradas; las obras de la memoria son abiertas. Don Quijote es una novela que se contiene en sí misma: nada más podríamos saber de su héroe, porque no es una persona real. En cambio, la Vida de Johnson es por así decir permeable; la versión del Johnson que presenta puede verificarse por la información que de él tenemos gracias a otras fuentes, tal como adjudicamos a la descripción de Boswell ciertos rasgos tomados de otras obras que versan sobre él. Un personaje novelesco sólo tiene que ser verosímil; el sujeto biografiado ha de ser creíble. A lo sumo, las novelas se pueden comparar; las biografías se pueden corregir. Por norma, una biografía se halla tan llena de disonancias irresueltas, tan propias además de la vida misma, que difícilmente alcanzará la conclusión satisfactoria de una novela.
El siglo XVIII tenía en mucha mayor estima la literatura real que la de ficción. Hoy sucede a la inversa. Este desplazamiento en el prestigio que ha experimentado lo imaginario, o lo reconstruido imaginariamente, es en parte el responsable de que se hayan oscurecido para nosotros las tradiciones biográficas de las que se nutrió Boswell. Virtualmente, toda biografía seria antes de Boswell era ética; su modelo propuesto eran las Vidas de Plutarco, y su propósito no era otro que instruir y juzgar. Esta noble tradición hoy nos parece pomposa por nuestro desagrado ante lo explícitamente didáctico, pero Johnson la justifica plenamente cuando dice que «somos perpetuamente moralistas, pero geómetras sólo al azar». Johnson no da a entender que adoptemos un elevado tono moral, ni que espiemos de continuo a nuestros vecinos. Tan sólo hace hincapié en que las decisiones más importantes que tomamos a diario son de carácter ético. En lo esencial, somos seres de dimensión ética; nuestro conocimiento intelectual del mundo es, en comparación, poco importante. Y la biografía tiene una ventaja sobre la historia, que es su rival en los géneros de la memoria: ofrece modelos de pensamiento y conducta más individuales que generales. «Estimo la biografía —dijo Johnson a lord Monboddo— porque nos da lo que más cerca nos queda, lo que puede sernos de utilidad».
No obstante, el meollo y el origen de la biografía están en la anécdota, en la historia que una persona relata a una segunda a propósito de una tercera. Y la tradición de la biografía anecdótica es muy antigua, remontándose al menos a las Memorabilia de Jenofonte sobre Sócrates. Una diferencia crucial entre los dos tipos estriba en que en la biografía ética el incidente se presta a servir la humilde función de ilustrar las cuestiones morales, mientras que en la biografía anecdótica el incidente ocupa el primer plano y lo ético muy a menudo ha de valerse por sí mismo. En el siglo XVIII, aun cuando la biografía anecdótica tuviera partidarios de peso, incluido el propio Johnson, estaba abierta a la acusación de servir solamente a la curiosidad del desocupado, crítica habitual que se vertió sobre el Viaje a las Hébridas de Boswell, y de carecer de un valor moral que la redimiese.
Los dos biógrafos preboswellianos que tuvo Johnson ilustran con precisión los extremos de la biografía ética y anecdótica. La Vida de Johnson, de Hawkins, extrae los exempla morales que conviene tener presentes de toda la trayectoria de Johnson, aun cuando el propio Johnson se asome a sus páginas sólo de vez en cuando. Por el contrario, su carácter —a menudo en sus manifestaciones menos gratas de ver— emerge vívidamente en los breves y fragmentarios relatos de que constan las Anécdotas de la señora Piozzi, que es un clásico de la confusión moral.
Boswell supo crear la conexión que faltaba: su Vida de Johnson encarna un momento crucial en la historia de la biografía por cuanto que unifica las tradiciones ética y anecdótica. (En este mismo periodo, Gibbon, de manera análoga, unifica las tradiciones de la historia filosófica y la historia antigua). Y Boswell aún desarrolla un tercer elemento biográfico, el papel del análisis psicológico. Para avanzar por esta línea contaba con el ejemplo del propio Johnson en sus Vidas de los poetas. Pero además disponía de su formación de diarista impenitente, de la práctica casi compulsiva del diario, así como disponía de los modelos de la introspección que constituyen las confesiones y autobiografías de espléndidos santos y pecadores, como san Agustín y Rousseau, y las obras de los diaristas espirituales y temporales a los que uno de sus contemporáneos, un anónimo del que se hace eco en la Vida, tacha de «un sinfín de mujeres entradas en años y de fanáticos escritores de memorias y meditaciones».
La tradición general y el ejemplo concreto operan en cualquier biografía por medio de sus mayores determinantes: materiales, métodos de presentación y, sobre todo, intención. Y el propósito de la biografía de un escritor también ha cambiado con el paso de los años. En un pasado reciente, se entendía que la utilidad de una «biografía crítica», la que aspirase a poner en relación la vida y la obra de un autor, consistía sobre todo en proporcionar a la obra en cuestión un contexto que la limitara. Aunque la biografía, según este enfoque, no pueda fijar la intención en el sentido anticuado del término, es decir, «Milton quiso poner de relieve en su Lycidas que…», sí puede establecer una posible gama de interpretaciones, a la vez que les da mayor precisión. Un conocimiento elemental de la vida y carácter de Boswell, por ejemplo, basta para excluir la idea, que de hecho se ha propuesto, de que la Vida de Johnson sea esencialmente un ataque encubierto del biografiado.
No obstante, ésta es una versión mínima de las funciones que desempeña la biografía crítica, y refleja los tópicos de la crítica formal, la más antibiográfica de todas las teorías, en vez de hacerse eco de la práctica al uso. Decidido a preservar la pureza aislada de la obra literaria, y empeñado en que sólo sirviese como sede de ciertos valores estéticos y morales, el crítico formal restringía de manera ostensible su análisis al objeto en sí, al tiempo que se apoyaba de continuo —aun sin señalarlo— en lo que era prueba inadmisible en una teoría rigurosa, empezando por sus conocimientos de la trayectoria del autor y de la época que le tocó vivir.
Hoy en día, como el espectro de los enfoques críticos se ha ampliado mucho más allá de las angostas perogrulladas de la crítica formal, se nos permite utilizar una visión más amplia de la biografía crítica. Comprender cualquier obra literaria exige para empezar, un conocimiento notable de su género y de su contexto histórico. No menos esencial es el contexto personal —del cual Boswell es modélico en grado máximo— que proporciona la biografía a la hora de poner la obra del biografiado en su justa perspectiva. La obra en sí nunca proporciona información suficiente para una interpretación adecuada. Por ejemplo, para comprender del todo las Vidas de los poetas de Johnson es de gran ayuda saber algo sobre las circunstancias en que las escribió, sus sentimientos sobre los autores de que tratan, su personalidad y prejuicios.
Un moderno biógrafo podría centrarse en los escritos de su biografiado, aunque en el enfoque de Boswell los escritos de Johnson hallan su lugar dentro de una visión más panorámica del mismo, que es el denodado héroe moral de la vida cotidiana: un héroe y una vida que se presentan a la escala de la épica. En el «Aviso a la segunda edición», Boswell apunta este modelo épico cuando compara la Vida con la Odisea:
En medio de sus centenares de episodios entretenidos e instructivos, el héroe nunca deja de estar en primer plano del cuadro, pues todos los episodios se hallan en mayor o menor medida relacionados con él, y él, en todo el transcurso de la historia, queda expuesto por el autor a mayor beneficio de sus lectores.
Boswell cita entonces dos versos de Horacio:
Nos propone a Ulises como útil ejemplo
de cuánto pueden virtud y sabiduría.
Tampoco es de extrañar que Boswell pensara en una pugna moral en términos realmente épicos: ¿qué otra cosa es el Paraíso perdido, que ha repercutido sobre todas las épicas escritas en inglés posteriormente? La Vida de Johnson ocupa su lugar entre las muchas versiones dieciochescas de la épica: la traducción que hiciera Pope de la Ilíada, El expolio del rizo y su Zopenquíada; el Tom Jones de Fielding; Decadencia y caída del Imperio Romano, y las más extrañas de cuantas mutaciones se han dado, las grandes profecías de Blake. Cuando regresa la épica de un modo trastocado, aunque aún reconocible, su héroe, como es el narrador del Preludio de Wordsworth, es como Johnson: un hombre corriente que ha adquirido al menos en parte el aura de lo sublime.
Dentro del marco de la épica, Boswell quiso presentar a su héroe tanto por extenso como con exactitud. La extensión, la presentación plena, fue en su caso un logro relativamente fácil si se tienen en cuenta los materiales de que disponía. «Me aventuro a decir —señala en el arranque de la Vida— que se le verá plasmado en esta obra de un modo más completo que a cualquier otro hombre que haya hollado la faz de la Tierra». La presentación plena de un héroe sitúa a Boswell en la línea de la tradición ética.
La exactitud, por otra parte, podría parecer un ideal imposible. Como ha dicho Geoffrey Scott, «Boswell ha acuñado una imagen que bien describe su meta: una “vida” debería ser como un grabado impecable, hecho a partir de la plancha que ha repujado nuestra memoria… La biografía debiera ser nada más y nada menos que esta reduplicación de una imagen mental». Por citar directamente al propio Boswell, «he de ser preciso al máximo en cada una de las arrugas de su semblante, en cada pelo, en cada lunar». Si este afán se hallase más allá del alcance de cualquiera, cuando menos podría plasmar, según su célebre frase, «un cuadro de estilo flamenco», un retrato de Johnson que ampliase la biografía anecdótica mucho más allá de cualquier concepción previa.
La mera cantidad de materiales de que Boswell hizo acopio, empezando por su voluminosísimo diario, puso a su alcance tanto la plenitud como la exactitud. Pero la cantidad también le ayudó a forzar un nuevo enfoque biográfico. En sus Memorias de Pascal Paoli, donde partió de notas relativamente escasas y aspiraba a diluir el hecho de que su visita a Paoli había durado tan sólo una semana, Boswell suprimió las fechas e hinchó su crónica de lo que dijo e hizo Paoli entreverándola con comentarios generales sobre los corsos. Un problema inverso se le planteó en el Diario de un viaje a las Hébridas, en el cual le preocupaba que la narración quedara ahogada por los detalles. En este libro experimentó con la abreviación bajo epígrafes topográficos, hasta revertir con gran acierto a las entradas día por día de su diario original.
Pero el método que bien le sirvió para una crónica de tres meses de duración, caso del Viaje a las Hébridas, no le iba a servir para un retrato mucho más amplio y exhaustivo. Ya en 1780 Boswell había tomado la determinación de escribir la Vida de Johnson «en escenas», es decir, centrar su presentación en conversaciones que se aproximaran a las escenas sucesivas de una obra teatral. Fue una decisión clave, a tenor de la cual el propio Johnson, a quien Boswell elogia en la primera frase de la Vida diciendo que «ha sobresalido con mayor excelencia que nadie en la tarea de escribir vidas ajenas», no podía servirle de modelo adecuado. Aunque Johnson incluyera diálogos y anécdotas, el interés primordial de sus Vidas de los poetas radica en su implacable comentario, en su enjuiciamiento constante. Y esto no se adecuaba ni al propósito de Boswell ni a sus materiales.
Al principio de la Vida, Boswell anuncia en cambio que «he resuelto adoptar el excelente plan del señor Mason en sus Recuerdos de Thomas Gray». Muy conocido en su momento, el Gray de William Mason era una obra insólita por estar compuesta de largas series de cartas del propio Gray, que Mason, según sabemos hoy, condensó, abrevió, truncó, empalmó, expurgó y desfiguró, además de fecharlas erróneamente, ligándolas mediante un reguero de comedidas explicaciones y muchos miramientos. Pero es que estas versiones deturpadas de las cartas de Gray, como comentó Boswell a su amigo Temple, «nos muestran al hombre tal cual era». Presentan a Gray de una manera tan directa, y es tanto lo que de él revelan, que Mason, el memorialista, ha caído en el olvido, y es Gray quien se halla ante nosotros. Hacer que su biografiado se presentara por sí mismo, que se revelara por sí solo en la mayor de las medidas posibles: también este objetivo formó parte del plan de Boswell. Obvio es señalar que tenía un conocimiento innato del modo idóneo de emplazar a las figuras ante el público, como ya había dejado bien claro en sus anteriores estudios de Paoli y de Johnson. Sin embargo, el ejemplo de Mason tal vez sirviera de cristalización de su decisión acerca de cómo presentar a Johnson en la Vida, proporcionándole al menos un precedente oportuno.
A la amalgama de lo ético y lo anecdótico a escala épica, Boswell añade, así pues, una innovación más, de grandísima trascendencia en el género biográfico: la mímesis, el emplazamiento del sujeto ante los ojos y oídos del lector. La «presencia» era el efecto decisivo que Boswell aspiraba a lograr: conseguir que Johnson se presentara, que se revelara primero en la conversación, pero también en todos aquellos documentos que Boswell cita o resume: cartas, plegarias y meditaciones, ensayos y biografías, notas de trabajo, lecturas descartadas, panfletos políticos, definiciones, parodias, fábulas y alegorías, decisiones sobre disputas literarias, una apelación para recabar votos, poemas, opiniones sobre materias legales, una novela y las formas menores del elogio, como la dedicatoria, el obituario y el epitafio. Johnson aún ha de comparecer en lo que de él se dijo de diversas maneras, desde los diplomas hasta las opiniones memorables: así, «[con ellos, uno se puede divertir;] Johnson en cambio es como si diera un abrazo con toda su fuerza y a uno lo dejara sin resuello y sin ganas de reír, tanto si quiere como si no» (Garrick); «del oso no tiene más que la piel» (Goldsmith); «un genio robustísimo, nacido para vérselas a pecho descubierto con bibliotecas enteras» (John Boswell, tío del autor). La presencia es el más luminoso de los talentos de Boswell. Supo ser el primer biógrafo mimético, logro en el que sigue sin tener igual.
II
Si la gloria mayor del arte consiste en disimular que es arte, la Vida de Johnson es arte de primera magnitud. Por fin hemos superado la ingenua idea de que Boswell puso en práctica una forma primitiva de la taquigrafía, de modo que le bastó con copiar sus registros, aunque los siglos de pervivencia que ha tenido esta suposición testimonian el éxito de Boswell: ése fue el efecto del que dependían todos los demás. La confección de la Vida tuvo que ser una tarea infinitamente más compleja.
La materia prima de Boswell fueron las notas condensadas que tomaba en cuanto le era posible, muchas veces en el mismo día en que había vivido un episodio. Cuando las hubo expandido, seguramente su destino era desaparecer, aunque son muchas las que se han conservado junto a las que ni siquiera llegó a ampliar. A veces en fecha tardía, incluso durante la redacción misma de la Vida, ampliaba una breve anotación hasta darle la forma de un parlamento o de una escena. Así, una nota que decía escuetamente «John[son] sobre Prop[iedad] Int[electual]. Creación para el aut[or]. Consenso de las naciones en contr[a]», llegó a ser un parlamento johnsoniano de 170 palabras de extensión.
No obstante, el diario fue la fuente primordial de la mayoría de las escenas que se despliegan en la Vida. Algunas hojas arrancadas directamente del mismo sirvieron de texto entregado a la imprenta. Al igual que al revisar el texto del Viaje a las Hébridas, Boswell dramatizó la presentación tanto como le fue posible. El estilo indirecto fue rehecho en forma de diálogo, y al rememorar determinadas escenas, algunos detalles muy vívidos, a veces a modo de acotaciones escénicas, se materializaron incluso durante la corrección de pruebas. Estas indicaciones podían ser breves, un simple «sonriendo», o bien ampliarse de este modo: «poniéndose en pie ante la chimenea y moviéndose de un lado a otro, con aire solemne, serio, un tanto lúgubre». Tanto en un caso como en otro fijan una expresión, un gesto, un tono de voz.
Sabemos que las notas que Boswell tomara de las conversaciones no podían ser verbatim. Sin embargo, ya en 1762 y acerca de una sesión de hora y media de duración que había mantenido con David Hume, de la cual había conservado un resumen de 900 palabras, dijo que «he recordado los encabezamientos y las palabras mismas de buena parte de lo dicho por el señor Hume». Y bien podía alardear de ello. Lo que contiene la Vida es una selección o epítome de las conversaciones de Johnson. Una vez familiarizado con su fraseo, con su sintaxis —«cuando el entendimiento, por así decir, se me imbuyó intensamente del éter johnsoniano»—, Boswell pudo rodear las palabras clave con la dicción inconfundible de su autor. (En un concurso de imitaciones de Johnson, Hannah Moore, que hizo las veces de árbitro, tuvo que adjudicar la primera plaza a Garrick en el recitado de poemas, y a Boswell en la conversación llana, convincente testimonio de su habilidad para captar la voz de Johnson, su fraseo, su sesgo). Si Johnson no dijo con toda exactitud lo que Boswell dice que dijo, dijo sin duda algo muy semejante.
¿Y hasta qué punto es preciso en su presentación? En el «Aviso a la primera edición», que es un prodigioso elogio de sí mismo, Boswell llamó la atención sobre el trabajo que le había exigido la confección de la Vida:
El esmero y la ansiosa atención con que he recopilado y dispuesto los materiales de que constan estos volúmenes serán difíciles de concebir para quien los lea con facilidad y descuido. La amplitud del ánimo y la prontitud y diligencia con que se han preservado tantas conversaciones yo mismo las contemplo, a cierta distancia, no sin asombro; ha de permitírseme precisar que la naturaleza de la obra, por constar de infinidad de particulares aislados, de todos los cuales, incluidos los más ínfimos, no me he ahorrado ninguna molestia a la hora de calibrar escrupulosamente su autenticidad, me ha ocasionado una cantidad de complicaciones muy superiores a las que encierra una composición de cualquier otra índole.
La última aseveración de Boswell es excesiva, pero su sentimiento es fácil de comprender. Primero tuvo que lidiar con «el inmenso arenal de “particulares” que había acumulado desde 1763», el año en que conoce a Johnson, al tiempo que recopilaba y cribaba las aportaciones de otros. Como la autenticidad forma el andamiaje de la Vida, puso gran cuidado a la hora de citar a sus autoridades siempre que le pareció importante, asegurando de continuo a su lector que la narración tiene un sólido fundamento, aunque al mismo tiempo, en parte, deja sobre sus hombros la responsabilidad de valorar las pruebas.
La atención escrupulosa a la verdad era el rasgo distintivo de la escuela johnsoniana, aunque antes incluso de que Boswell conociera a Johnson su padre le había inculcado idéntico principio. Está constantemente en guardia. «El descuido en la exactitud de las circunstancias es muy peligroso —dijo—, pues así puede uno alejarse gradualmente de la realidad, hasta que todo sea ficción». Al escribir «uno ha de quitarse de la cabeza la imaginación (como quien achica el agua de un bote) con el fin de dar una narración auténtica». Cuando Boswell topaba con una cuestión en disputa, como es el caso de la persona o personas que fuera(n) responsable(s) de la pensión otorgada a Johnson por parte del gobierno, interrogaba a fondo a todos los testigos, procedimiento que el propio Johnson le había enseñado a llevar del estrado del tribunal a la vida cotidiana:
Lord Bute me dijo que el señor Wedderburne, ahora lord Loughborough, fue la persona que primero le mencionó este asunto. Lord Loughborough me dijo que la pensión fue concedida a Johnson sólo como recompensa por sus méritos literarios… El señor Thomas Sheridan y el señor Thomas Murphy, que entonces frecuentaban su trato, y el del señor Wedderburne, me dijeron que con anterioridad hablaron del asunto con Johnson… Sir Joshua Reynolds me dijo que Johnson fue a verle[2]…
Al preparar la Vida de cara a la publicación, la única ayuda constante con que contó Boswell fue la de Malone, y el extremo hasta el cual llegó esta ayuda no quedará claro hasta que no se descifre y se edite en su totalidad el manuscrito. Sin embargo, ya es manifiesto que la participación de Malone, por sustancial que fuera, fue menor que en el caso del Viaje a las Hébridas. Cuando Boswell hubo terminado la mayor parte de la primera versión, se la leyó a Malone en voz alta y éste le hizo sugerencias diversas. Luego trabajaron juntos hasta llegar a la mitad de las galeradas —este libro, como el Viaje a las Hébridas, se iba imprimiendo antes de que concluyese la revisión—, momento en que Malone viajó a Irlanda. Éste había enseñado a Boswell a repasar un manuscrito con la debida diligencia, y aún siguió dándole consejos por carta desde Irlanda:
Le ruego que ponga cuidado con los coloquialismos y vulgarismos de toda laya. Condense tanto como pueda, preserve siempre la perspicacia, no imagine que el único defecto del estilo es la repetición de las palabras[3].
Boswell, entristecido, respondió que la diferencia entre lo que habían revisado juntos y lo que había hecho él por sus propios medios era demasiado visible, si bien ningún lector ha reparado nunca en que se perciba.
La búsqueda de la exactitud entrañaba una reverencia muy detenida por los documentos, y el proceso de refacción de sus propios documentos johnsonianos lo aplicó Boswell con más rigor si cabe a las crónicas que le proporcionaron otros, sometiéndolas a «todas las formas de revisión concebibles: resumen, paráfrasis, ampliación, refundición, interpolación, etcétera». Un moderno editor de la escuela que defiende «su propia voz y su propio yo» las habría dejado como estaban, pero tales compilaciones son el material para una biografía, a la cual no suplen. La biografía no puede constar de trozos inconexos, ni ser un clamor sin mediación de voces en conflicto. Los documentos han de fundirse por medio de una narración coherente e igualada. La autenticidad depende de la exactitud, por ser ésta la base de la imagen que el biógrafo tiene de su biografiado. Con todo, «la perfecta autenticidad —como ha comentado Marshall Waingrow— se halla no en los hechos históricos discretos, sino en su representación, en el control de sus implicaciones[4]».
El método de presentación, sin embargo, sí depende en la Vida de Johnson del hecho discreto, y Boswell se encontraba mucho más seguro que al escribir el Viaje a las Hébridas, pues sabía con certeza que los particulares eran algo vital, con la selección y la disposición de estos particulares reguladas por
una concepción masivamente detallada del carácter de Johnson, que opera para dar forma y unidad a todos los elementos dispares y potencialmente discordantes de un libro sumamente largo[5].
Boswell forzosamente construye su mundo a partir de los hechos, aunque toma los hechos una vez interpretados por un poderoso y exhaustivo sentido de la realidad, comparable a lo que consideramos la imaginación de un novelista.
¿Quiere esto decir, como ha afirmado G. B. Shaw, que Boswell fuera el dramaturgo que inventó a Johnson? A Shaw no le falta razón en la medida en que todos los biógrafos inventan a sus biografiados: tal como hablamos del Scott de Lockhart y de la reina Victoria de Strachey, éste es el Johnson de Boswell. El objetivo de Boswell era la autenticidad, no la «objetividad». Nunca hubo, nunca podrá haber un Johnson «objetivo». La visión que Johnson tenía de sí mismo, aun siendo privilegiada, no es más que una entre tantas.
III
En su presentación de Johnson, Boswell pudo casar a la perfección sus materiales con su propósito. La primera parte de la Vida, que describe la trayectoria de Johnson hasta el encuentro de ambos en 1763, sirve para introducir el retrato detallado del hombre maduro. La estructura de la sección principal, que potencialmente constituía un problema delicado, se trató de manera muy sencilla. La vida de Johnson en sus años de madurez y senectud careció de grandes acontecimientos, y apenas tuvo mayores incidentes: con la excepción de los viajes a Escocia, Gales y Francia, en años sucesivos sigue un patrón de sobra conocido. Así, Boswell remacha la continuidad al dividir su material cronológicamente, año por año, sin cortes ni capítulos. Esta organización mecánica proporciona las líneas divisorias suficientes para dar al material la forma requerida sin impedir que fluya el movimiento entre las escenas, resúmenes, comentarios y citas que constituye la alternancia de la Vida entre drama y documental. Al mismo tiempo, la organización cronológica satisfizo el deseo de Boswell, en el sentido de que el lector «reviva cada escena» con el propio Johnson, «a medida que efectivamente avanzaba por las sucesivas etapas de su vida».
Al carecer de urgencia narrativa, la Vida en su plano básico de atractivo se aborda con anticipación, se deja con ecuanimidad, y se reanuda con placer. «El libro de Boswell sigue siendo, a medida que pasan los años, mi entretenimiento para las tardes de invierno», escribió Richard Cumberland. Sir Walter Scott lo consideraba «el mejor libro de ventana de salón que se haya escrito nunca». Robert Louis Stevenson dijo que «tomo un poquito de Boswell cada día, como si fuera la Biblia, y me propongo seguir leyéndolo hasta el día en que me muera». George Mallory capta parte del encanto que posee la Vida en un comentario tan simple como impresionista:
Lo cierto, lisa y llanamente, es que es imposible leer a Boswell sin sentirse mejor… Con Boswell no tiene uno ganas de salir de su mundo en busca de algo mejor; lo que deseamos es vivir en ese mundo y disfrutar al máximo de esa vida, y deseamos de manera especial amar a los demás[6].
La Vida no deja de llamar una y otra vez a sus lectores. Boswell compensa la carencia de desarrollo sostenido o de intriga por medio de los efectos locales: el paso constante de la conversación a la reflexión y la carta; el empleo de las múltiples perspectivas: Johnson tal como se ve en el pasado y en el presente, en la reminiscencia y en la entrada de un diario; Johnson tal como lo ve Boswell, y, con insólita diversidad, Johnson tal como lo ven otros coetáneos suyos. Las escenas individuales, la más famosa de las cuales es el encuentro de Johnson y Wilkes en casa de Dilly, en 1776, combinan la sorpresa, el reconocimiento, la reversión de lo previsto, técnicas todas ellas que emplean los dramaturgos, aunque estos efectos siempre nos devuelven al verdadero centro de interés, a la vida y opiniones, a las progresiones y digresiones del propio Johnson. Su «exuberante variedad de ingenio», que opera dentro de un marco de actitudes previsibles, aunque siempre con fuerza, siempre con expresión inesperada, centra y absorbe la atención del lector.
Al mismo tiempo, Boswell subraya la estabilidad de la repetición. La unidad de la Vida es sobre todo temática: los mismos temas, aunque planteados desde puntos de vista cambiantes, aparecen una y otra vez. Asimismo, las dramatis personae apenas cambian; hasta las mismas acciones son recurrentes:
BOSWELL: «Siendo así, señor, almorcemos los dos a solas en la Taberna de la Mitra, para no perder la vieja costumbre, “la costumbre de la casa”, la costumbre de la Mitra». JOHNSON: «Así sea».
También el tiempo se repite. Después de abril de 1763, con la excepción de dos interludios de otoño, siempre es primavera en la Vida. Los propios años discurren con la marcha constante de los días. Qué familiares y reconfortantes para el lector asiduo de la Vida son sus cadencias temporales: «el lunes, 6 de abril», «el martes, 9 de abril», «el viernes, 10 de abril», «el domingo, 12 de abril», y así sucesivamente. Estas marcas carecen de distinción individual, de relieve: es la secuencia lo que importa, ya que insiste en lo cotidiano, en el modo en que todos experimentamos la vida, día tras día.
La decoración es asimismo general, sin subrayados. Unas veces hay algún detalle; por lo común, Boswell se limita a indicar el lugar y prosigue:
Se congregó un nutrido círculo esa noche. El doctor Johnson estaba de muy buen humor, animado, dispuesto a conversar sobre toda clase de asuntos.
Los detalles son precisos, son suficientes para saber dónde estamos; proporcionan solidez sin especificación.
El carácter de Johnson en el centro de la Vida también es estático. El biógrafo moderno tiende a concebir a su biografiado según su desarrollo. Boswell, como sus contemporáneos, creía que el niño es el hombre en miniatura, y concebía la persona según rasgos persistentes, vitalicios. Johnson, por supuesto, tenía una carrera: había estudiado en Oxford, había pasado de ser maestro de escuela fracasado a escritor profesional en Londres, había llegado a ser la figura dominante en la literatura de su época, poeta, biógrafo, lexicógrafo, ensayista, novelista, editor y crítico. Pero desde el principio mismo se despliega su superioridad intelectual innata, su extraordinaria «potencia, vivacidad y perspicacia», sus «poderes eminentísimos». Y otras características no son menos prominentes: la «celosa independencia de espíritu, ese temple impetuoso que jamás le abandonó», «la funesta inercia de la disposición», «la mórbida melancolía». Acicateado por su férrea convicción del libre albedrío y sus hondas creencias cristianas, Johnson se esforzó por reformarse, y se vio atrapado, según una formulación boswelliana, en la «vibración que existe entre las pías resoluciones y la indolencia». Boswell insiste con empatía en sus denodados esfuerzos, en los logros y los fracasos. Pero las bases del carácter no cambian.
Aunque el carácter fuera estático, el siglo XVIII le dio amplitud al insistir en que estaba compuesto de contradicciones, y las de Johnson eran muy marcadas: resultaba tanto más difícil de plasmar su relato, como dijera Steevens, porque «sus particularidades y fragilidades» eran mucho más acusadas que sus virtudes. Boswell estaba decidido a pintarlo como «Sam, el cegatón», pero sus defectos tenían que quedar en perspectiva, y esto supuso que Boswell tuviera que contrarrestar una idea corriente y errónea, a saber, que Johnson era un pedante arisco y brutal, al tiempo que debía evitar el extremo opuesto, el del héroe como gran personaje de antaño.
Un biógrafo contemporáneo podría haberse refugiado en alguna «pasión rectora», tal como un biógrafo moderno podría haber reducido a Johnson de modo que encajase en ese patrón de lo que con bastante laxitud podríamos llamar «la personalidad autoritaria»: culpable, dominante, perfeccionista, riguroso en materia de religión y política, condenatorio consigo mismo y áspero con los demás, esto es, un gigante encadenado. Las inseguridades de su interior emergen en forma de declaraciones contundentes: «Mi querido señor, no acostumbre a mezclar en su ánimo el vicio y la virtud. La mujer es una puta, y punto redondo». Al mismo tiempo, Johnson era honesto, cálido de corazón, servicial y sumamente afectuoso. Un biógrafo podría terminar por empalarse con estas contradicciones, como le sucedió a la señora Piozzi. Su Johnson no sólo es repelente: lo llegó a ser de una manera increíble para quienes le habían conocido bien.
Boswell resolvió el problema de la presentación de manera brillante. En el Viaje a las Hébridas comenzó por un esbozo aún preliminar de Johnson. Ahora, mucho más seguro de su método y sus materiales, pudo fiarse de la acumulación de minuciosos particulares para construir «una imagen plena, justa e inequívoca» del carácter de Johnson: se trata de una imagen emergente que da al lector familiaridad con Johnson del mismo modo que, poco a poco, llega uno a conocer a un amigo.
Al amasar particulares, Boswell obtiene partido de su exigencia de «precisión auténtica». Como predispone al lector a creer en su veracidad, Boswell no tiene por qué preocuparse de la verosimilitud. Un personaje de ficción se enjuicia sobre la base de la congruencia: fiándose de su propia experiencia, ¿encuentra un lector que sus rasgos son coherentes? En cambio, una persona real coloca el peso de la explicación en quien la observa: ¿qué patrones son los que dan sentido a sus actos? Y Boswell había acumulado, a partir de sus propias notas y de las ajenas, una colección de ejemplos que ponían de manifiesto un abanico inusualmente complejo de actos y de características. Exhibió no sólo al Johnson de sobra conocido, de opiniones taxativas y respuestas bruscas, sino también a un Johnson tierno y cálido en sus sentimientos, dotado de sentido del humor —grave, robusto o taimado—, «que da una pátina especial a cualquier otra cualidad», que incluso hace gala de una «cortesía y una urbanidad» que a menudo no se le reconocieron. Al mismo tiempo, Boswell es capaz de poner en perspectiva incidentes desagradables con una explicación oportuna —«la aprensión que le provocaba su enfermedad se mostró de un modo inesperado»— o bien aducir ejemplos de la profunda simpatía de Johnson y de su presteza para prestar ayuda práctica a otros. Como señala Waingrow, Boswell presenta los puntos flacos de Johnson bajo aspectos diversos de sus virtudes.
Llegamos a saber mucho de este Johnson porque es mucho lo que hay que saber. A veces, Boswell apunta cualidades contrapuestas: el corpachón desaliñado en contraste con la agudeza mental; las contracciones, los tics y los murmullos, frente a la fuerza, la precisión y la oportunidad de sus expresiones. Tomado en conjunto, Johnson crece gradualmente por lo impresionante que resulta: hace gala de su «ingenio» (que James Thomson define como «vivaz energía de la cordura») y de su «sabiduría» (el mismo sentido común, concentrado en generalizaciones más elevadas). Ingenio y sabiduría se combinan en su perspicacia, en su capacidad de penetrar hasta el fondo de la experiencia ordinaria. Según dice Percy, «de inmediato sondeaba el corazón de los hombres, allí donde estuviera la herida».
De este modo, paulatinamente, Boswell no sólo afirma sino que establece una imagen dominante de este «hombre grande y bueno», de la generosa humanidad de Johnson, que entonces le permite reconocer casi cualquier número de limitaciones y defectos sin que en esencia se deprecie el carácter de Johnson. Aunque escribió la Vida «con admiración y reverencia» (son las palabras con que termina), en el caso de Boswell la calidez de su partidismo era compatible con la astucia de la observación y, por momentos, con un distanciamiento divertido. Boswell ve a Johnson en todas sus dimensiones. No sólo es un héroe, sino un espécimen extraordinario del carácter humano. El gran filósofo puede reprender al camarero que le sirve un cordero asado, y decirle: «Está todo lo malo que puede estar: mal alimentado, mal despachado por el matarife, mal conservado y mal adobado para asar». Puede parecer un individuo dominante, estrecho de miras, sujeto a la adulación, codicioso de la victoria, supersticioso, pagado de sí mismo, iluso. Más peligroso es que Boswell sepa darle un aire de comicidad:
Si nos es dado creer a Garrick, el gusto de su maestro de antaño en cuanto al mérito teatral no destacaba por su refinamiento. Tampoco era una elegans formarum spectator. A Garrick le gustaba contar que Johnson se había pronunciado sobre un actor que interpretó a sir Harry Wildair en Lichfield diciendo que «tiene una vivacidad de cortesano», cuando según la versión de Garrick «era el rufián más vulgar que nunca haya pisado las tablas».
Pero los defectos de Johnson le confieren humanidad, e incluso sus actos menores resultan atractivos. Escribe Boswell:
Mandó recado de que acudiera junto a su lecho y me manifestó su satisfacción ante este encuentro que nos deparó el azar, con tanta vivacidad y alegría como en sus años de juventud. «Frank —llamó con vigor a su criado—, ve a buscar café, desayunemos con esplendor».
La insistencia de Boswell en la absoluta credibilidad le permite pasar del detalle a la generalización y volver al detalle con toda facilidad. Creemos que Johnson hacía gala de «una ansiosa e incesante curiosidad por la vida del ser humano en toda su variedad», en parte por las escenas ya expuestas, en parte porque lo dice Boswell sin más. El carácter de Johnson adquiere una densidad que hace de cualquier otro retrato biográfico, entre los más espléndidos —así, los agudos y elegantes perfiles de Strachey—, una imagen tan empobrecida como la de la figura corriente en la ficción. Nadie recorrió más extensamente la totalidad del espíritu del hombre. En el modo en que lo plasma Boswell, Johnson adquiere «masa crítica», como Don Quijote o Hamlet: llega a ser capaz, dentro de los anchos límites de sus creencias y prejuicios, de hacer y decir cualquier cosa, y ese punto imprevisible, tan suyo, llega a ser un atributo apasionante. Los lectores estarán de acuerdo con John Nichols en que «es digno de preservarse cualquier fragmento de tan gran hombre». Incluso los detalles más triviales —por ejemplo, que tratase de empujar con un palo un gato muerto en un arroyo— le dan mayor visibilidad. Y cuando estos detalles se amasan, el significado de Johnson desborda toda interpretación única, por lo cual cada época ha de darle una construcción diferente. Sus contemporáneos, por simplificar, vieron al gran lexicógrafo, al moralista y al crítico; para el siglo XIX fue epítome de un acusado y vehemente sentido común, siendo éste el menos común de los sentidos; por su parte, algunos comentaristas modernos apuntan a una figura angustiada, sostenida en cada instante por la fuerza de su voluntad sobre el vacío.
El retrato de Boswell, sin embargo, no se centra en un Johnson aislado; al igual que casi todos los escritores dieciochescos, piensa en el individuo antes que nada como un ser en sociedad. Johnson tenía que tener un contexto humano. De ahí la importancia que posee el abundante tesoro de las conversaciones johnsonianas amasado por Boswell. Ése era el «valor peculiar» de la Vida, cuyo principal cometido, según Boswell, era dejar constancia de ellas. Pero también era la actividad central de la Vida en todos sus escenarios: charlas tête-à-tête, reuniones casuales y no muy concurridas, cenas formales, sesiones del Club Literario. Ahí están las grandes escenas que hacen de Johnson un retrato dramático, el aspecto individual más distintivo y más comentado de la Vida.
Aunque de vez en cuando Boswell recopila lo que llama «polvo de oro» (comentarios aislados), los dichos de Johnson tienen más peso cuando surgen en estos contextos sociales, a menudo bajo la presión de un argumento informal. Johnson consideraba que la conversación es un arte de primera magnitud, en el que se demostraba la verdadera capacidad intelectual del individuo, mientras que hablar en público era un mero truco aprendido. Para él, la conversación fluía de modo natural en la competición, y Johnson era formidable: era capaz de perorar sobre cualquier tema con gran fluidez, con verdadero impacto; la derechura de sus respuestas era famosa; en su conversación «bullían imágenes y lindezas»; cuando se quedaba sin munición sabía derribar a su adversario con sofismas o sarcasmos. Una y otra vez Boswell ilustra su «riqueza y brillantez sin parangón», con la que sólo Burke, entre sus coetáneos, era capaz de rivalizar. Al conversar, Johnson aparece en primer plano: nos encontramos en la misma estancia que él, lo encontramos sentado frente a nosotros, vemos la expresión de su rostro; nos habla, le oímos reír y gruñir, casi podríamos alargar la mano y tocarlo.
La gran telaraña de conversaciones que sirve para aglutinar la Vida es la que establece la figura pública de Johnson, el «coloso de la literatura». Detrás queda la sombra del Johnson privado, la figura que vive en la soledad, en la inquietud, cuyo cometido en la vida no era otro que huir de sus propios pensamientos, de ese intelecto que, como muchos reconocen, hacía presa en sí mismo. Johnson tenía un don insólito para el disfrute espontáneo —«¡Si sois vosotros, so perros! ¡Me iré a correrla con vosotros!», dice a Beauclerk y Langton cuando se los encuentra de parranda—, pero la melancolía recurrente, que oscilaba de la depresión a la desesperación, entenebrece a menudo su retrato. A Boswell se le ha criticado, tal vez con razón, por no haber hecho hincapié suficiente en el miedo a la locura que padecía Johnson, aunque la señora Thrale ha reconocido —y ella vio a Johnson verdaderamente convulso por la ansiedad— que nunca pudo persuadir a nadie de que creyese en sus temores. Pero en la Vida abundan las expresiones tenebrosas: «Je ne cherche rien, je n’espere rien»; «me veo muy a menudo desgajado del resto de la humanidad, convertido en una suerte de solitario errante en medio del desierto de la vida, sin rumbo fijo… un lúgubre espectador en un mundo con el que poca relación mantengo»; «de buena gana me avendría a que se me amputase una extremidad con tal de recobrar mi presencia de ánimo»; «el terror y la angustia me cercan». Lo más aterrador de todo era la proximidad de la muerte. Ahora bien, así como Johnson luchó sin descanso para demostrar su superioridad sobre sus acompañantes, bregó con denuedo para seguir siendo dueño de sí mismo. Tras citar un pasaje particularmente inquietante de sus «papeles privados», Boswell comenta así:
¡Qué heroísmo filosófico el suyo al presentarse ante el mundo investido de una gran fortaleza de espíritu, siendo tan grande su zozobra interior!
La valentía, dijo Johnson, suele considerarse la mayor de las virtudes naturales.
Si bien afirmar que Boswell consideraba a Johnson como a un padre es la más banal de las perogrulladas, en la Vida recurre a la fórmula que ya empleó en el Viaje a las Hébridas y presenta a Johnson principalmente como «maestro majestuoso de sabiduría moral y religiosa». Johnson se consideraba un hombre «investido por una cierta porción de la verdad», y estaba deseoso de impartirla. De entrada, enseñó a su congénere «la importancia ilimitada de la vida en el más allá», con todo lo que implica esta creencia fundamental. Acto seguido, la más ortodoxa de las máximas laicas del siglo XVIII: nuestro primer deber es para con la sociedad, que se basa en la jerarquía y la propiedad. La subordinación, uno de los temas predilectos de Johnson, es esencial «para el orden justo de la sociedad y para la mejora de la vida misma».
Cuando Johnson pasa de estas generalizaciones a cuestiones específicas, por ejemplo de política, sus posturas, tan atentas al tiempo en que vivió, hoy resultan un tanto inertes. Está claro que la reputación de Johnson como pensador no depende de opiniones particulares. Se podría compilar una antología con sus ideas «erradas» sobre muchas cuestiones: la expulsión de Wilkes de la Cámara de los Comunes, la revolución de las colonias americanas, la tolerancia religiosa, la prosa de Swift y la poesía de Gray, sin ir más lejos. Pero tal como se ha señalado a menudo, cuando sus posturas son vergonzosas, Johnson se basta para que valga la pena refutarlas.
Es más bien Johnson el moralista, con su visión estoica de la vida, el que sigue exigiendo atención. Sus propios logros son muestra de las posibilidades que la vida encierra, mientras que al mismo tiempo insistió sin cesar en sus limitaciones. La vida «se soporta con impaciencia y se abandona con reluctancia»: es «un progreso de carencia en carencia, no de un deleite a otro»; incluso en el mejor de los supuestos, «todos los hombres han de tomarse la existencia en los términos en que les viene dada», términos que pueden ser sumamente restrictivos. Tal como advirtió a Boswell, «no espere usted de la vida más de lo que la vida le dé».
La conversación, queda dicho, a menudo comienza por un lugar común, y suscita muchas de esas observaciones «hondas y certeras sobre la naturaleza humana» que demuestran, como dijo Boswell, que los preceptos morales de Johnson eran de orden práctico, adecuados a las preocupaciones recurrentes de la existencia diaria. Sus dicta philosophi están cargados de convicción porque se fundan en «un atentísimo y minucioso estudio de la vida misma». Llevan el peso de la razón o al menos de lo irrevocable, lo cual llevó a Boswell a su vez a proclamar que «tal vez la conversación de Johnson era más admirable incluso que sus escritos, por excelentes que fueran».
Resulta casi tonificante que Johnson concluya, cerca del final de la Vida, que la existencia es más desdichada que feliz: este juicio aporta la solidez necesaria para afrontar lo peor. En cualquier caso, la benevolencia, que Johnson definió como el principal deber de los seres sociales, es una constante en este mundo, tal como lo es nuestra esperanza de la inmortalidad en el más allá. Boswell aligera esta austeridad recalcando el fiero compromiso anglicano de Johnson —es un militante, un defensor triunfante de la fe— y sus constantes ejercicios y desvelos en la práctica, hechos en nombre de los merecedores y los indignos por igual. Y Boswell repetidas veces nos muestra al lúgubre moralista disfrutando al vuelo, con avidez, los placeres que le depara cada día.
Otros héroes afrontan lo insólito. Johnson se ve ante lo ordinario. Sus mejores consejos surgen ya avanzado su trato íntimo con Boswell; al margen de lo que la buena crianza nos obligue a decir, le aconseja de este modo: «querido amigo, limpie usted su espíritu de hipocresía». Johnson es un héroe de la conciencia, del examen de la vida propia. Y junto a su conciencia se halla intacta su integridad: Johnson nunca es el mismo, pero siempre es de una sola pieza, y siempre es el que es.
La lección más significativa que ofrece Johnson es el ejemplo que da con su propia vida, sobre todo cuando ya se acerca su fin. A un ataque de perlesía siguieron los dolores y molestias del insomnio, el asma, la hidropesía; se vio privado no sólo de la compañía de los Thrale, sino también de los acompañantes que tuvo tanto tiempo en su domicilio, Levett y la señora Williams. Otros tal vez lo tuvieran por «el sabio venerable» que se abstrae serenamente del mundo, pero él se encontró ante las realidades de la enfermedad y la soledad. Su irritabilidad era más evidente que nunca, su miedo a la muerte más inmediato cuando, como dijo, la mortalidad presentaba su ceño formidable, si bien siguió asido con todas sus fuerzas a la vida. El último retrato que le hizo Reynolds, «con el labio caído y los ojos sufrientes e indomables», capta la esencia de esa lucha final.
La muerte es la culminación de la historia del anciano, tal como el matrimonio culmina la historia del joven, y Boswell deja que sea Johnson quien relate su último verano, su último otoño, por medio de una serie de cartas en las que desbroza una y otra vez el mismo terreno de la salud en declive, de la esperanza menguada. Intelectualmente siguió alerta, emocionalmente atento: «Señor, considero que se echa a perder cualquier día en que no aprendo algo nuevo». Hasta el final mantuvo su «espíritu altivo y de buen ánimo». Concluida toda esperanza no quiso ingerir más medicamentos, ni siquiera opiáceos, para así poder rendir su alma ante su Creador sin que nada nublase su entendimiento.
Johnson es en definitiva un héroe en todas sus virtudes y flaquezas, en la luz y las sombras de la biografía de Boswell, porque combatió a brazo partido con los monstruos que a todos nos amenazan: la pobreza, la enfermedad, la soledad, la melancolía, la frustración sexual, las dudas religiosas, el miedo a la locura, el temor de la muerte inevitable. Pero su determinación de sobrevivir y su voluntad de asumir sus propias responsabilidades, de ser dueño de su ánimo y mantener el control de su vida, persistieron en él hasta el final. Éste es un retrato de Johnson al que podemos dar un uso inmejorable.
IV
Dice Boswell que «me complace sobremanera exhibir esbozos de mi ilustre amigo, pergeñados por diversas manos de gran eminencia», y estas reminiscencias, en especial las de William Maxwell y Bennet Langton, que no eran por cierto tan eminentes, constituyen valiosas adiciones a su crónica. Sin embargo, Johnson queda definido de manera más directa en el contexto de la conversación: en los agudos y variados intercambios con Garrick y Goldsmith, en la reconciliación con Wilkes, en sus diversos estados de ánimo —colérico, crítico, afectuoso— con Langton. Se le ve con menos claridad frente a frente con Burke, cuya desvaída presentación es una de las grandes decepciones de la Vida.
El principal interlocutor de Johnson, por descontado, es el propio Boswell. Aunque en la dedicatoria hace hincapié en que no incurra el lector en el error de identificar a Boswell el autor con Boswell el personaje, esta confusión siempre ha sido la vía más simple para proceder a una lectura errónea de la Vida. No cabe duda de que Boswell, el autor, manifiesta una notable inteligencia. Como ha dicho F. A. Pottle,
la llana y deleitosa comprensión que la crónica dramatizada de Boswell muestra en cada punto sólo se puede explicar si se asume que tenía una mentalidad que se extendía en paralelo a la de Johnson, a lo largo y ancho de los temas tratados en la conversación[7].
Esa inteligencia tiene correlato en una capacidad no menos notable para plasmar sobre el papel lo percibido. «Con qué mínima manchita logra un pintor dar vida a un ojo», había observado en su diario mucho antes de comenzar a escribir la Vida, ya en 1769. Ésa es la pincelada que imita en la precisión de sus detalles. No obstante, pone gran cuidado en no dejar que su fraseo llame la atención. Si, como ha dicho Ruskin, la simetría del estilo de Johnson es «como la del trueno que responde desde dos horizontes», el estilo de Boswell es tan ilimitadamente transparente como el cielo azul. El efecto, como se ha señalado a menudo, no es otro que convencer al lector de que ningún intermediario interviene entre él y la escena descrita, aunque Johnson le haya dado forma con gran esmero.
He aquí el arranque de una escena:
Garrick dio una vuelta a su alrededor con vivacidad y afecto, lo sujetó por las solapas de la levita y, mirándolo a la cara con jovialidad, pero con el ánimo travieso, lo felicitó por la buena salud de que parecía disfrutar. Mientras, el sabio, moviendo la cabeza, lo miraba con benévola complacencia.
El movimiento físico se percibe con toda claridad, el rodeo alrededor de Johnson, el modo en que Garrick lo toma por las solapas; vemos a Garrick, que era bastante bajo (no medía al parecer ni siquiera un metro sesenta), ante Johnson, un gigante de más de metro ochenta. Estos detalles recuerdan la dilatada e íntima amistad de ambos: ¿quién, si no Garrick, hubiera osado sujetar a Johnson por las solapas? La «vivacidad y afecto», así como el «ánimo travieso», nos hacen pensar en la mezcla de actitudes que se dan en Garrick: la cortesía en la felicitación, el cariño, el punto de histrionismo —es notorio que Garrick, el gran actor, actuaba en todo momento— y otros matices, como el desapego, la cohibición, un cierto deje de ironía. Por el contrario, Johnson queda abstraído —es «el sabio»— y permanece inmóvil: aunque menea la cabeza, ¿es ésa una muestra de su salud achacosa, o es indicio de que ve a las claras qué pretende Garrick a pesar de su pose? La «benévola complacencia» (en francés, complaisance son los modales de los bien educados) da a entender cuando menos una actitud afable, aunque recelosa. En este mínimo esbozo, que sólo abarca una frase, vibra la hondura de una amistad celebrada, compleja, al tiempo que añade un nuevo elemento.
Examinar incluso un pasaje tan conciso y breve como éste es como concentrarse en las pinceladas de un Cézanne, como congelar una película para examinar un fotograma aislado. Sin embargo, la facilidad y la naturalidad del estilo boswelliano nos transportan a gran velocidad; no se pretende que nos detengamos a analizar el ir y venir de las sugerencias que fluyen bajo la clara superficie verbal, ni que tengamos conciencia explícita de todas las posibilidades que contiene una sola frase. El tono casual, el movimiento fluido, ocultan las sutiles complicaciones que prestan su plenitud a la escena, tal como la derechura y la elegancia de los dísticos de Pope ocultan algunos pasajes que se cuentan entre los más difíciles que existen en la poesía en lengua inglesa.
La recreación de un intercambio tan breve exige una mentalidad atenta a los matices del comportamiento social, afinada de modo que capte el intrincado juego de las interrelaciones. Ahora bien, si Boswell despliega esta clase de perspicacia, ¿qué decir del Boswell que era capaz de aparecer como un asno en sus propias páginas? Al igual que en las Hébridas, el éxito de Boswell ha sido al menos en parte su perdición: como Boswell el personaje aparece tan clara y plenamente desarrollado, resulta difícil tener presente que Boswell, el autor, lo observa con parte del mismo distanciamiento con que observa a los demás personajes. Y algunas de las cualidades personales de Boswell, observables en el personaje retratado, fueron de gran ayuda al autor: así, la viveza con que capta las sensaciones, la apertura de su percepción, la inmediatez y la concreción de su respuesta. Como es insólitamente sincero consigo mismo, puede ver a los otros mucho mejor: los ve tal cual son. Su plasticidad, su habilidad para pulsar el tono de la compañía en que se encuentra, e incluso el ramalazo infantil con que hace caso omiso de algunas de las ideas recibidas sobre el decoro, son elementos que resaltan la escritura.
Boswell, el interrogador y el manipulador, el director de escena, también tiene vínculos evidentes con Boswell el autor, aunque al revelar estos papeles ante su público refuerza la máscara del «yo sin malicia», que estaba más que deseoso de adoptar, porque aquí, al igual que en las Hébridas, le sirve para desentrañar a Johnson a la perfección. Al comentar esta máscara que imposta por última vez, conviene recalcar que ésta era una técnica aceptada en su día, una posibilidad inherente al estilo «llano» o «sencillo» que Hugh Blair, a cuyas charlas sobre retórica asistió Boswell en la Universidad de Edimburgo, llamaba «ingenuidad»:
Esa clase de ingenuidad amistosa, de apertura sin disimulos, que parece darnos cierto grado de superioridad sobre la persona que la muestra; cierta simplicidad infantil que nos agrada en el fondo del corazón, pero que pone en evidencia ciertos rasgos de carácter que, a nuestro juicio, deberíamos tener el arte suficiente de disimular; la cual, por tanto, siempre nos conduce a sonreír ante la persona que la revela en su talante[8].
Sólo una vez, al final de la Vida, hace Boswell mención del «peculiar plan a que obedece esta empresa biográfica», y lo hace en el momento en que se disculpa por haber «reclamado en exceso y para sí la atención de sus lectores». Sin embargo, desde el principio queda claro cuál es su especial lugar en su relato: tiene conciencia de ello y está dispuesto a asumir los riesgos del malentendido que esa prominencia entraña. Al igual que en Johnson, sus defectos resultan más acusados y visibles que sus virtudes. Revela que a veces ha sido vanidoso, presuntuoso, inseguro, insaciablemente curioso (rasgo mucho más admirable en un biógrafo que en un amigo), y que ha pecado de intrusismo en demasía; él mismo nos refiere que ha bebido sin freno y se ha comportado con negligencia. La Vida también contiene abundantes pruebas de que la mayoría de las personas lo consideraban inteligente, atractivo, con buen humor, perspicaz, un acompañante excelente: como dijo Johnson, Boswell era bien recibido donde quiera que fuese.
Lo que realmente ha perjudicado la reputación de Boswell es la dirección en la cual extiende estas revelaciones sobre sí mismo. Al igual que la mayoría de nosotros, Boswell en ocasiones actuó con una rematada mentecatez, pero si bien otros escritores ocultarían tales momentos, enterrándolos tan a fondo como les fuera posible, él parece deseoso de sacarles partido siempre y cuando los pueda utilizar, y a veces es de justicia reconocer que también lo hace cuando ni puede ni debe. La ansiedad con que Boswell pone en primer plano sus fallas puede ser inquietante. Cita a Johnson, quien dijo, por lo visto, que «hay algo verdaderamente noble en publicar la verdad, aun cuando uno mismo así se condene». También puede haber algo sin duda exhibicionista. Si bien es un error de apreciación inferir que Boswell no tenía sentido de la vergüenza, es cierto que tenía menos que la mayoría.
Con todo, también es fácil exagerar hasta qué extremo Boswell se desprecia, tal como sus detractores, que tal vez como él son inseguros y cohibidos, probablemente hagan. Cuando Gray comenta que el título Memorias de Pascal Paoli debiera haber sido más bien «Diálogo entre un petimetre y un héroe», no hace sino tirar del hilo de la paradoja que Macaulay había explicitado, a saber, que Boswell había escrito un gran libro porque era un zoquete, paradoja que considerada un solo instante pone de manifiesto la contradicción inherente. Los grandes libros los escriben los grandes autores. Es así como reconocemos a un gran escritor: ha escrito un gran libro.
«Sin duda poseo el arte de escribir de manera agradable», dijo Boswell a Temple sin quedarse corto. Boswell tenía un don mucho más notable, un poder casi misterioso, del cual dice G. O. Trevelyan que es «esa extraña facultad (cuyos elementos constituyentes los críticos más distinguidos se han confesado incapaces de analizar) por la que todas las composiciones de Boswell son legibles, desde aquello a lo que quiso dar el aire de un ponderado argumento sobre una cuestión legal hasta sus versos más ramplones y sus cartas más insensatas».
Boswell posee en efecto una extraña facultad, tanto en su planteamiento general como en su capacidad de desarrollarlo. El comentario de Trevelyan apunta hacia la idea de Proust: el estilo no es cuestión de técnica, sino de visión. La interrelación de visión y técnica es en definitiva impenetrable; es imposible precisar dónde o cómo dio Boswell con esta capacidad de contemplar el mundo tal como lo hacía, aunque en su caso la técnica es a tal punto una exteriorización de la visión que uno se siente tentado de concordar con Croce y afirmar que ambas son idénticas.
Lo que cabe apreciar es el mundo que Boswell plasma en la Vida, que se abre en el tiempo y en el espacio de acuerdo con lo que promete en el subtítulo:
cuyo conjunto expone una panorámica de la literatura y de los literatos en Gran Bretaña durante casi el medio siglo en que estuvo Johnson en pleno apogeo.
Al contrario que las Hébridas, donde los movimientos y el cambio de escenario son indispensables tratándose de un viaje, aquí el escenario apenas varía: el comedor, el salón, la taberna; rara vez estamos al aire libre, rara vez entrevemos una alcoba. Sin embargo, la Vida no parece limitada: emana en ella una variedad de caracteres y de incidentes cotidianos que ninguna novela de la época es capaz de igualar.
Si el interés por ciertas cuestiones de la época (el lujo, la subordinación, la emigración, la esclavitud) hoy se ha extinguido, las figuras de la Vida aún tienen cosas memorables que decir acerca de cuestiones eternas: la política, la religión, el matrimonio, la amistad, la melancolía, la muerte y la relación entre ambos sexos. Si la Vida da amplia credibilidad a la desdicha, Boswell también la sabe llenar de alegría y disfrute, como sucede en la reunión en casa de la señora Garrick, cuando Boswell susurró a la señora Boscawen: «Creo que esto es todo cuanto puede extraerse de la vida misma». Y en el plano de la felicidad social sin duda lo es. En la Vida bulle la ronda habitual de comidas, charlas y visitas; es un estudio sobre la vitalidad de una sociedad, un lienzo en el que se apiñan las figuras animadas, sobre el trasfondo de Londres, que representa la marea llena de la existencia humana.
El mundo de la Vida está aglutinado por la sensibilidad de Boswell; cuando se considera la transformación de la vida en arte, resulta tanto más impresionante, pues a partir de una existencia caracterizada por la intranquilidad, los aplazamientos y retrasos, las actuaciones no del todo intencionadas, la mala fe y las promesas incumplidas, los placeres apresuradamente robados, el desatino de las ilusiones, los impedimentos diarios de la vanidad, la intemperancia, la lujuria y la desesperación, construye con firmeza y confianza un mundo sereno y generoso, en el que personalidad e incidente comparecen de acuerdo con una perspectiva que no se distorsiona. El poeta, como quiere Sydney, convierte el mundo broncíneo de Natura en un mundo de oro. No obstante, más que inventado, el mundo de Boswell es un mundo plenamente realizado, que resiste toda posible reducción a las construcciones más selectivas de la ficción. Y la Vida, como las Hébridas, es literatura del mundo que conocemos: Boswell disfrutaba una enormidad con la vida diaria, dejando tal cuales son los perfiles más ásperos. Era un connoisseur de lo cotidiano.
Carlyle, el más agudo y más absurdo de cuantos críticos ha tenido Boswell, atribuía su grandeza literaria a su «corazón abierto y amoroso». La expresión resulta románticamente indefinida, aunque también es muy sugerente, en especial si se expande y se traduce a términos con los que nos sentimos más cómodos. El deleite de Montaigne al explorar su propio intelecto es el que siente Boswell al explorar el mundo de la sociedad. Ambos tenían mucho en común, como dice con insistencia el propio Boswell: una curiosidad apremiante —por lo familiar y por lo extraño— combinada con el distanciamiento oportuno; astucia, tolerancia, genialidad. Pocas cosas que fueran humanas les eran ajenas a ambos. Boswell también supo asimilar a los otros, dejarles que penetrasen en él, representarlos con pleno sentido de su humanidad e individualidad. Cuando presenta a sus personajes nunca interpone su personalidad entre ellos y nosotros: los muestra a tamaño natural. Las más de las veces reserva sus comentarios moralizantes para las notas al pie.
Un amigo mío suele decir que si Dios escribiera una novela, sería sin duda Ana Karenina. Ciertos escritores —Chaucer, Shakespeare, George Eliot, Tolstoi— tienen la capacidad de sugerir que representan, con una conciencia agudizada, el mundo de la visión normal, el mundo que compartimos, porque está creado por la superposición de nuestras diversas maneras de percibir la existencia. También Boswell proyecta una visión normal, y aunque la fuerza de su invención o la hondura de su imaginación no sean comparables a las de estos magníficos escritores, se les aproxima en cuanto al poder de plasmarlas. Como dice W. K. Wimsatt, «es un visionario de lo real».
La visión que presenta Boswell de su mundo es tan convincente que se ha desbordado de sus libros para dar color a una época. Tal como tendemos a ver el mundo escocés a través de Burns o Scott, y el mundo Victoriano por medio de Dickens, el ambiente de la Vida impregna por completo el concepto que tenemos de la segunda mitad del siglo XVIII en Inglaterra. Boswell mismo dice que ha «johnsonizado» la tierra: gracias a él identificamos este periodo como la Edad de Johnson. Al mismo tiempo, Boswell es único. En pasajes sueltos, escritores de épocas posteriores son capaces de reformular de forma muy graciosa sus frases, como cuando Lamb dice que «el autor del Rambler emitía ruidos animales y desarticulados cuando se le servía su comida preferida». Sin embargo, cualquier intento por reproducir el tono y el punto de vista de Boswell en una obra extensa ha sido un fracaso. El propio Thackeray, en Los virginianos y en Henry Esmond, logró a lo sumo un pastiche, en el que lo pintoresco distancia y lo caprichoso merma el mundo dieciochesco.
Quien tenga un espíritu mezquino y pedante escribirá una biografía mezquina y pedante, al margen de quién sea el biografiado. Y el lector sabrá inferir el carácter del autor a partir de la obra. Por este mismo razonamiento, si un escritor plasma un mundo notable por su anchura espaciosa, por la plenitud de su presentación, por el acierto de sus proporciones, estas cualidades definen su más profunda manera de ver la vida. Carlyle sostuvo que la Vida de Johnson era «la mejor semejanza que se puede dar de una realidad, como la imagen misma que se ve en un espejo nítido». Varios de los amigos de Johnson eran escritores de talento; varios percibieron e incluso supieron que la suya era una figura heroica. Pero sólo Boswell, con su aguda inteligencia, su brillante técnica, su corazón abierto y amoroso, pudo plasmar totalmente esa grandeza.
V
En sus Memorias, publicadas inmediatamente después de la Vida de Johnson, Boswell afirmó con muy comprensible complacencia que la Vida «se ha recibido con extraordinaria aprobación». Fue un éxito de ventas: de los 1750 ejemplares impresos, 888 se habían vendido en sólo un mes. Y pronto dio lugar a una hilera de parodias, buen augurio del éxito por venir.
No a todos les gustó, por supuesto. En la Critical Review se puso en solfa el tedio de sus anécdotas y lo impropio que resulta dar a la imprenta conversaciones privadas. Tanto el biógrafo como el biografiado desagradaron al anónimo reseñador: Johnson por su «brutal severidad», Boswell por «su afectación de importancia» y su «insensibilidad pasiva y lisonjera». Algunos amigos de Johnson pusieron pegas una vez más a la revelación de sus flaquezas y excentricidades. En el siglo XVIII gustaba la fidelidad a los héroes; al margen de sus defectos, se les investía de togas de mármol, como sucede literalmente en el caso de la escultura de Johnson que hizo Bacon y está en la catedral de St. Paul. No obstante, y desde el principio, Boswell se mostró resuelto a escribir una vida, no un panegírico. Cuando Hannah Moore «le suplicó que mitigara algunas de sus asperezas», Boswell le dijo «bruscamente» que «no iba a recortarle las garras, ni a convertir a un tigre en gato por complacer a nadie». Como comentó después el doctor Burney, con sus modales afables de costumbre, Boswell tenía abundantes cualidades positivas, pero la delicadeza no era una de ellas: «Era descuidado por igual con lo que se decía de él y con lo que decía él de otros».
Percy habría insistido en lo mismo. No sólo aparece retratado como un feble sicofante en la crónica divertidísima y humillante de la controversia con Pennant, sino que además parece objeto de burla en otros momentos. En particular, cuando Boswell dijo a Johnson que Percy estaba escribiendo la historia del lobo en Gran Bretaña, Johnson le preguntó por qué no escribía en cambio una historia de la rata gris, o rata hanoveriana, así llamada por haber aparecido en el país a la vez que se implantó en el trono la dinastía de los Hanover. «Me encantaría ver impresa La historia de la rata gris, por Thomas Percy, doctor en Teología, capellán ordinario de Su Majestad». Y «rió con absoluta inmodestia». Tampoco se dejó apaciguar Percy por el comentario de Boswell: «De esta forma sabía darse a una imaginación exuberante, con espíritu de chanza, al hablar de un amigo al que estimaba y quería». Después de publicarse la Vida, Percy no dio su brazo a torcer y apenas volvió a hablar con Boswell. No asistió a las reuniones del Club Literario cuando Boswell estaba presente.
Y no parece de ley culpar a nadie que se diese por ofendido. Richard Hurd, Obispo de Worcester, escribe con ferocidad en su diario confesional a propósito de
un extraordinario parecido en un pedante confianzudo y pagado de sí mismo y dictatorial, bien que dotado de cultura y facultades, y un débil, superficial, sumiso admirador de tal personaje, que saca vanidad de tal admiración.
Sin embargo, Hurd supo por la obra de Boswell que a él se le tenía por el chupamedias de Warburton, y que «bien avanzada su vida» se había «lanzado a insultar con injusta acrimonia a dos hombres de mérito eminente».
El propio Wilkes, quien a priori debería haber disfrutado de la Vida con fruición, tuvo sentimientos encontrados. Dijo a Boswell que era «un libro magnífico», pero a su hija le escribió con más sinceridad (durante una temporada de sequía):
La tierra está tan sedienta como Boswell, y tan resquebrajada como él. Su libro es la obra de un demente entretenido.
Es posible que a Wilkes no le importase el comentario de que su reconciliación con Johnson recordó al Obispo de Killaloe la escena del león que yace con el cordero. Por hacerle justicia, también había puesto reparos al Viaje a las Hébridas. Es posible que sus gustos literarios, al contrario que algunos de sus escritos, fuesen más bien convencionales.
Hubo otros que culparon al propio Johnson, tirano de la literatura y hotentote, «engreído pensionado» de «fanatismo insolente», a la vez que a Boswell. Horace Walpole es portavoz de algunos cuando escribe que
con una erudición ingente y facultades muy sólidas, Johnson era un personaje odioso y mezquino… Sus modales eran sórdidos, desdeñosos, brutales; su estilo era de una rimbombancia ridícula; en resumen, con toda su pedantería tenía la gigantesca pequeñez de un maestro de escuela rural.
Y otros montaron en cólera por sus amigos. Norton Nicholls, que había sido íntimo de Gray, escribió así a Temple el 21 de julio de 1791:
He repasado la Vida de Johnson y nunca podré perdonar a Boswell el poco respeto que muestra a Gray… La verdad es que nunca me había encontrado, por emplear un término suave, una publicación tan descuidada.
Los propios amigos de Boswell se sumaron a las críticas de uno de los aspectos de la Vida, a saber, su descripción de Goldsmith como escritor de gran talento que con frecuencia era el hazmerreír de todos. Pero Boswell no hizo de Goldsmith una diana de su comicidad; fue Goldsmith quien quedó a menudo a la altura del betún. Reynolds, su mejor amigo, reconoció que Goldsmith era capaz de «cantar, hacer el pino o bailar» con tal de llamar la atención. Nadie puso en tela de juicio que Goldsmith actuase y hablase precisamente como dice Boswell. Por otra parte, Boswell podría haber incurrido en faltas más graves por sus incansables vilipendios de Hawkins y la señora Piozzi, y por aprovechar las pocas oportunidades que tuvo para lanzar ataques personales contra Gibbon, cuyo desprecio por la religión le ponía sin duda nervioso.
No obstante, al lector de a pie la Vida le resultó irresistible, al igual que a la mayoría de los reseñadores del momento. Tras dar cuenta de que el público «la había recibido con extraordinaria avidez», John Nichols, en la Gentleman’s Magazine, recoge el sentir mayoritario cuando dice que «aquí se expone un retrato literario en el que todos los que conocieron al original reconocerán al hombre en persona». Ralph Griffiths, en la Monthly Review, se mostró «pasmado ante la industria y perseverancia del señor B., por no hablar de la multiplicidad y variedad de sus específicas y muy pertinentes observaciones». Johnson aparecía en el libro «mentalmente en déshabillé… Todo es natural, espontáneo, sin reservas». Y aún añade que cualquier lector diría al «reportero»: «Dénoslo todo, no suprima nada, no sea que, al descartar lo que en su estima parezca de menor valor, por descuido se desprenda del oro con la ganga».
La Vida resultó tan entretenida, tan deleitosa, tan pronta en captar y retener la atención de los lectores, que nadie cayó en la cuenta, al menos de momento, de que constituía una aportación de primer orden a la literatura inglesa. La English Review la calificó de gran regalo para los amantes del entretenimiento ligero: «La airosa palabrería de la narración basta para recomendar estos volúmenes efectivamente a los lectores volátiles y desganados». Los más serios, presumiblemente, recurrían a otras obras publicadas en el mismo año, como la traducción que hizo Beloe de Herodoto y la de Homero que publicó Cowper. Ambas tuvieron reseñas más extensas que la Vida en la Gentlemans Magazine. Al igual que las Hébridas, la Vida no fue recibida según su verdadero valor, ya que carecía de dignidad literaria.
Sin embargo, en fecha muy temprana, en 1795, el año en que muere Boswell, Robert Anderson, con la ayuda de una carta de Malone publicada en la Gentleman’s Magazine, llegó a una estimación razonablemente exacta:
Con algunas excepciones veniales a tenor del egotismo y de la admiración indiscriminada que rezuma, su obra expone el retrato más copioso, interesante y acabado de la vida y opiniones de un hombre que jamás se haya ejecutado, y goza de justa estima por ser uno de los libros más instructivos y entretenidos que se hayan escrito en lengua inglesa.
No tiene sentido detallar las excentricidades del señor Boswell. Ya han sido objeto de ridiculización en formas y publicaciones diferentes, por parte de hombres de entendimiento superficial e imaginación absurda. [Sigue Malone]. Muchos han supuesto que es mero relator de los dichos ajenos, pero lo cierto es que poseía un considerable poder intelectual, por el cual no se le ha rendido el debido homenaje. Para cualquier lector que sepa discernir, es manifiesto que nunca podría haber recopilado semejante cúmulo de atinadas informaciones y de justas observaciones sobre la vida humana, como contiene su valiosísima obra, sin haber tenido tan gran fortaleza de entendimiento y conocimientos muy diversos. Y nunca podría haber desplegado su colección de manera tan vivaz si no poseyera una imaginación muy pintoresca o, por mejor decir, si no hubiera tenido un feliz don para la poesía, además de humor e ingenio.
Pocos años después, James Northcote reconoció que «muy pocos libros en lengua inglesa aspiran con más justicia a la inmortalidad que la Vida de Johnson, de Boswell». El pronunciamiento de Macaulay en 1831, emitido con su tajante autosuficiencia de costumbre, fijó su reputación: «Es el primero en su género, y nadie le va a la zaga». En el momento de su publicación, Boswell sin duda tuvo que agradecer mucho los versos en latín que le enviaron sus hijos, Sandy desde Eton, Jamie desde Westminster, dando la bienvenida a la esperadísima aparición de la Vida. Los de Jamie no se conservan; los de Sandy tienen un comienzo valiente, aunque pobre de sintaxis:
Adveniit tempus jamjam, ¿quae musa tacebit,
Quae non cantabit gloria magna modis[9]?
Ahora bien, ninguna muestra de pública aprobación pudo equipararse al comentario de Jorge III: «Me ha dicho el señor Burke que es el libro más entretenido que jamás haya leído».
Las objeciones de la época a la Vida se han desdibujado con los años, pero los críticos modernos han encontrado nuevas acusaciones que verter. Una es que Boswell suprimió materiales y expurgó otros. Se trata de la queja contraria a las que se dieron en su día, y demuestra una profunda ignorancia de los criterios del decoro que primaban en el siglo XVIII. En términos generales, la pregunta sobre cuánto debe contar un biógrafo no tiene relevancia: cualquier biógrafo como Boswell, que aspire a presentar a su biografiado en su totalidad, cuenta cuanto logra hallar, cuanto cree pertinente, cuanto espera que le sirva en su afán. Una segunda acusación, que Boswell peca de inexactitud, es casi ridícula cuando se compara su logro con el de sus rivales. Teniendo en cuenta la época en que vivió, Boswell hizo un esfuerzo sobrehumano por recoger hechos fidedignos. Cuantos más recogiese, más posibilidades de error existían. Ningún biógrafo plasma los hechos con toda exactitud; ninguno de los contados errores de Boswell, fácilmente corregidos, afecta ni afea el retrato que plasma de Johnson. Una tercera acusación, que Boswell ningunea el significado de la señora Thrale, tiene algo más de fundamento. Pero las circunstancias —la proximidad a los hechos que relata, la rivalidad entre ambos, la convicción general entre los amigos de Boswell de que ella había abandonado a Johnson de una manera indecente— dan su justo valor a la cuestión. Boswell asume el papel central que tuvo ella en los últimos veinte años de la vida de Johnson, en vez de precisarlo de la manera apropiada.
Un problema serio para algunos johnsonianos modernos consiste en que Johnson el conversador eclipsa a Johnson el escritor. Tal vez sea cierto que Burke afirmó que la Vida escrita por Boswell era un monumento mayor en honor de Johnson que todos sus escritos; es seguro que Macaulay y Carlyle, en esa vena decimonónica que gustaba de pensar que el poeta era más significativo que el poema, estuvieron enfáticamente de acuerdo. Pero aun cuando el propio Boswell considerase la conversación de Johnson más impresionante que sus escritos, los elogió con creces —deja dicho en su diario que eran el alimento del que se nutría su alma—, por lo cual no es responsable de que otros estuvieran o no de acuerdo con él.
En contraste con la antigua y errónea concepción de que Boswell no pasó de ser un reportero, algún lector moderno dirá que si bien el material de Boswell vale la pena, incurrió en la temeridad de añadirle un comentario. Interpreta cuanto registra. He aquí un conocido ejemplo que corresponde a 1784:
Soportó el viaje con gran entereza, y pareció sentirse elevado a medida que nos acercábamos a Oxford, espléndida y venerable cuna del saber, la ortodoxia y el toryismo.
¿No es Boswell en estado puro? ¿Cómo se aventura a manifestar qué le pasaba a Johnson por la cabeza? Sin embargo, la afirmación de Boswell es modesta: tan sólo dice que «pareció sentirse elevado». Miles de biógrafos han sondeado con mucho más aplomo el sentir de sus biografiados sin suscitar el menor reproche. Y Boswell estaba allí, mientras que sus censores no se encontraban presentes. Vio a las claras la expresión de Johnson, percibió su estado de ánimo. Tenía el derecho y tal vez también el deber de interpretar la reacción de Johnson al término del viaje.
Podrá parecer curioso que Boswell, doscientos años después de su muerte, sea a veces atacado como si sus críticos le tuvieran una inquina personal. Johnson aún ejerce una muy magnética atracción, tanto que sigue ardiendo una rivalidad fraternal en la que Boswell es el hermano mayor, envidiado y odiado. En más de un caso Boswell ha sido objeto de insultos a la vez que su material era objeto de copiosa apropiación.
La adecuación de cualquier descripción de Johnson será siempre asunto de juicio puramente individual. Sin embargo, en la valoración del retrato de Boswell entra en juego algo más que las meras reacciones subjetivas. Es preciso tener en consideración factores como el testimonio contemporáneo del poderío y la felicidad de la imagen que pinta de Johnson, testimonio que no sólo proviene de los reseñadores, sino de muchos de los que conocieron muy bien a Johnson, como Adams, Malone o Reynolds, quien dijo que «cada una de las palabras que contiene es tan fidedigna como si se hubiera prestado bajo juramento». Además, aun cuando Boswell da forma a los detalles particulares, jamás los inventa, mientras que sus máximos rivales entre los biógrafos ingleses, Lockhart y Strachey, eran de una indiferencia notoria a la realidad de los hechos. En cuanto se daña la credibilidad, nuestra confianza queda reducida de manera indefinible, a la vez que mengua el placer que pueda provocarnos la obra.
Por último, se ha objetado que Boswell no pasó más que cuatrocientos veinticinco días con Johnson, de modo que no pudo conocerle tan bien como Hawkins o la señora Thrale. Cierto es que Hawkins lo trató durante más tiempo y que la señora Thrale tuvo con él mayor intimidad, sólo que, como la mayoría de nosotros, ambos estaban demasiado absortos en sus propios, queridísimos y menudos asuntos para prestar al otro la atención prístina, meridiana y obsesiva que prestó Boswell a Johnson. La Vida refuta por sí misma tales críticas, pero esta línea de argumentación puede resultar beneficiosa. Boswell registró su trato con Johnson directa y extensamente a lo largo de veintiún años. Durante buena parte de ese tiempo supo que iba a escribir la biografía de Johnson. Durante más de tres meses, a lo largo del viaje que ambos hicieron por las Hébridas, convivieron con gran intimidad. Y aunque Boswell no llegara a tomar nota de muchos de los días que pasaron juntos, esos días sirvieron para dotar de riqueza y familiaridad a los que sí registró en todos sus pormenores. Imagínese qué valioso sería para un biógrafo moderno pasar un solo día con Johnson. Imagínese cómo sería el haberlo visto y escuchado, haber sido objeto de sus gruñidos y bendiciones, haberse abrazado a él como uno se abraza a un saco.