ÆTAT. 64
1773: ÆTAT. 64.] En 1773 su única publicación fue una edición en folio de su Diccionario, corregida y ampliada; en la medida en que sabemos, tampoco proporcionó ningún producto de su fértil pluma a ninguno de sus numerosos amigos y personas afines, con la excepción del prefacio[64] que antepuso al Diccionario de geografía antigua de Macbean, su amanuense de antaño. Su Shakespeare, recibido con unánime aprobación del público y ya varias veces reeditado, volvió a gozar de una edición que estuvo a cargo de George Steevens, caballero provisto no sólo de una profunda destreza y versado en la cultura antigua, y dotado de amplias lecturas de literatura inglesa, sobre todo de los autores antiguos, sino también de un agudo discernimiento y un gusto elegante. Casi resulta innecesario decir que por sus grandes y valiosas adiciones a la obra de Johnson adquirió con justicia una reputación muy considerable:
Divisum imperium cum Jove Caesar habet,[c178]
A James Boswell
Londres, 22 de febrero de 1773
Querido señor,
más he leído su amable carta, mucho más, que el elegante volumen de Píndaro que la acompañaba. Siempre me alegrará ver que no se me olvida; si usted me olvidara, me invadiría una gran zozobra. Mis amigos del norte nunca han dejado de tratarme con amabilidad: dispongo gracias a usted, querido señor, de testimonios de un afecto que no muchas veces he tenido la fortuna de disfrutar, y el doctor Beattie valora el testimonio que yo estaba deseoso de rendirle por su mérito muy por encima de lo que se me habría antojado razonable suponer.
He oído hablar de su mascarada.[65] ¿Qué opina su sínodo de tales innovaciones? No es que sea yo estudiosamente escrupuloso, ni pienso tampoco que una mascarada sea un mal en sí misma, ni que con toda probabilidad sea una ocasión propicia al mal; ahora bien, como el mundo considera que es una muy licenciosa relajación de las costumbres, no habría sido yo uno de los primeros enmascarados en un país en el que nunca hasta ahora se celebraron mascaradas.
Se ha impreso una nueva tirada de mi Diccionario a partir de un ejemplar cuya revisión me persuadieron de llevar a cabo, aunque como apenas realicé trabajos previos es muy poco lo que he corregido. He suprimido algunas superficialidades; he enmendado algunas faltas; aquí y allá he añadido algún comentario, pero el tejido esencial de la obra sigue siendo el que era. Apenas lo he examinado desde que lo escribí, y la verdad es que me ha parecido mejor y algunas veces peor de lo que me esperaba encontrar.
Baretti y Davies han sostenido una furiosa trifulca, una desavenencia creo yo que irreconciliable.[c179] El doctor Goldsmith tiene lista una nueva comedia cuyo estreno se espera para la primavera. Aún no le ha puesto título.[c180] El principal motivo de comicidad estriba en que un hombre próximo a contraer matrimonio se ve llevado a confundir, por una estratagema, la casa de su futuro suegro con una posada. Ya se ve que la cosa frisa el terreno de la farsa. El diálogo es vivaz, jocoso, y los incidentes se preparan de modo que no resulten improbables.
Lamento que perdiera el litigio por intromisión, pues sigo pensando que los argumentos que le asistían eran incontestables. Ahora bien, de sus palabras parece desprenderse que a pesar de su derrota ha aumentado su buena reputación; habrá de ir a más, a diario, si tiene siempre a la vista el precepto de lord Auchinleck y se esfuerza por consolidar en su fuero interno las leyes en un sistema firme y regular, en vez de contentarse con examinar fragmentos ocasionales.
Mi salud parece haber mejorado en general, aunque he pasado varias semanas con un molesto catarro, lo cual es a veces bastante inquietante. No he hallado grandes mejoras a raíz de las sangrías y demás atenciones médicas; me temo que no me queda más remedio que esperar ayuda cuando mejore el tiempo y los días se templen.
Escríbame de vez en cuando; siempre que le suceda algo de provecho, hágamelo saber cuanto antes, pues nadie se regocijará tanto, querido señor, como su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Sigue gozando usted de una altísima estima por parte de la señora Thrale.
Mientras estaba en prensa una edición anterior de la obra que tiene el lector en sus manos, recibí un inesperado favor en forma de paquete que me envió desde Filadelfia el señor James Abercrombie, caballero afincado en aquellas tierras, que se complació en honrarme con un desmedido elogio de mi Vida del doctor Johnson. Que de la fama de mi ilustre amigo, así como de su fiel biógrafo, me llegue eco desde el Nuevo Mundo, es sumamente halagador; mi agradecido reconocimiento ha de cruzar también el Atlántico. El señor Abercrombie ha tenido la deferencia de conferirme una obligación adicional de bastante consideración, al enviarme copias de sendas cartas del doctor Johnson a dos caballeros americanos. «De buena gana, señor —me dice—, le habría enviado los originales, pero al tratarse de las únicas reliquias de su especie que se conservan en América, sus propietarios las tienen en un valor incalculable, tanto que ninguna posible consideración sirvió para inducirles a prescindir de ellas. En alguna futura publicación suya relativa a tan gran y tan buen hombre tal vez hallen lugar digno de inserción».
Al señor B———d[66]
Londres, Johnson’s Court, Fleet Street,
4 de marzo de 1773
Señor,
que con la premura del súbito viaje que emprende aún encuentre tiempo para consultar lo que más conveniente me resulte demuestra un grado de bondad y una señal de respeto no sólo muy por encima de mis apetencias, sino también muy superior a mis expectativas. No se equivoca al suponer que tengo en gran estima a mis amigos de América, y que me habrá de hacer un favor muy valioso al darme la oportunidad de permanecer en su recuerdo.
Me he tomado la libertad de importunarle con un pequeño paquete, al cual deseo una entrega rápida y sin contratiempos, porque deseo un viaje rápido y sin contratiempos a quien lo entrega. Soy, señor, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Al reverendo señor White[67]
Londres, Johnson’s Court, Fleet Street,
4 de marzo de 1773
Estimado señor,
su atenta amabilidad con sus amigos lo acompaña al otro lado del Atlántico. Mucho ha pasado desde que observara Horacio que no puede zarpar un barco dejando cuitas en puerto.[c181] Le han asistido en su viaje otras cualidades, la benevolencia y la constancia, en cuya compañía espero que las cuitas no asomaran a menudo.
Recibí el ejemplar de Rasselas. No es que me haya causado una magnífica impresión, aunque adula a su autor la convicción del impresor, quien parece seguro de que se distribuirá bien entre los lectores. El librito ha sido bien recibido, traducido también al italiano, francés,[c182] alemán y holandés. Ahora disfruta de un honor añadido con su edición americana.
No tengo noticia de que hayan sucedido grandes cosas desde que partió, al menos si de llamar su curiosidad se trata. De todas las posibles transacciones, ahora tiene el mundo información cumplida gracias a los periódicos. La oposición parece desalentada; los disidentes de la autoridad eclesiástica, aunque se han aprovechado de estos tiempos revueltos y de un gobierno muy debilitado, no parece que vayan a obtener ninguna inmunidad.[c183]
El doctor Goldsmith tiene una nueva comedia, que ya ensaya en Covent Garden, a la que el director del teatro no augura un gran éxito. Espero que esté en un error. Entiendo que se merece una buena acogida.
Pronto publicaré una nueva edición de mi Diccionario. Me he dejado convencer para llevar a cabo una revisión y he enmendado algunos defectos, aunque poco de utilidad he añadido a la que pueda tener.
Desde que marchó, no se ha publicado ningún libro que haya dado mucho que hablar. Los facciosos sólo inundan la ciudad de panfletos; las cuestiones de mayor envergadura parecen olvidadas bajo el ruido de la discordia.
Así pues, le escribo para contarle lo poco que tengo que contar. Acerca de mí, sólo debo añadir que llevo varias semanas aquejado por un catarro muy molesto, aunque ya me he recuperado.
Me tomo la libertad de importunarle con una carta, a la que le ruego ponga la dirección que corresponde. Soy, señor, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
El sábado 3 de abril, al día siguiente de mi llegada a Londres en este año, fui a su casa a última hora de la tarde y esperé con la señora Williams su regreso. Vi en el London Chronicle la pública disculpa[c184] del doctor Goldsmith por haber dado una buena tunda a Evans, un librero, debido a un párrafo aparecido en un periódico que publicaba él y que a Goldsmith se le antojó impertinencia intolerable para con su persona y la de una dama conocida suya.[c185] La disculpa estaba escrita tan al modo del doctor Johnson que tanto la señora Williams como yo dimos por descontado que era de su puño y letra, aunque cuando volvió a casa no tardó en sacarnos del error. Cuando dijo la señora Williams que «en fin, parece que el manifiesto del doctor Goldsmith se ha colado en su periódico», le pregunté si realmente era obra de Goldsmith, y lo hice dando a entender mi sospecha sobre su autoría. JOHNSON: «Señor, Goldsmith nunca me habría pedido que escribiera una cosa así en su nombre, tal como no me pediría que le diese de comer a la boca o que hiciera ninguna otra cosa que pusiera de relieve su imbecilidad. Tan seguro estoy de que ha escrito él la nota como si le hubiera visto hacerlo con mis propios ojos. Si hubiese tenido la decencia de mostrársela a algún amigo, éste no le habría permitido publicarla. Lo ha hecho muy bien, no cabe duda, pero es de todo punto una estupidez, por bien hecha que esté. Supongo que se le ha subido tanto a la cabeza el éxito de su nueva comedia que ha llegado a pensar que cuanto le incumba es de importancia crucial para el público». BOSWELL: «Imagino que debe de ser la primera vez que se ve envuelto en una aventura». JOHNSON: «Yo diría que bien puede ser la primera vez que haya golpeado, porque bien puede haber sido golpeado con anterioridad. Se trata de una nueva pluma de la cual vanagloriarse».
Comenté las Memorias de Gran Bretaña e Irlanda de sir John Dalrymple y hablé de sus descubrimientos en detrimento de lord Russell y Algernon Sydney. JOHNSON: «Todo el que defienda un justo concepto del gobierno ya los tenía por un par de sinvergüenzas de cuidado. Bien está que toda la humanidad los vea como realmente son». BOSWELL: «¿Y no podía darse el caso de que esos descubrimientos sean ciertos sin que sean ellos dos sinvergüenzas?». JOHNSON: «Sopese, señor, si alguno de los dos pudo estar deseoso de que se conocieran las intrigas y tejemanejes que urdieron contra Francia. Puede tener absoluta certeza de que quien algo teme que se sepa, algo podrido tiene dentro. Ese tal Dalrymple parece ser un hombre honrado, pues refiere por igual lo que es contrario a los intereses de ambas partes. Eso sí, nada tan pobre como su estilo, que parece mero brincar de un chiquillo en la escuela. ¡Grandioso fue él, pero más grandiosa fuera ella!, y monsergas por el estilo».[c186]
No pude estar de acuerdo con él en esta crítica, pues si bien el estilo de sir John Dalrymple carece de regularidad en todos los sentidos, y no puede uno evitar el sonreírse a veces con su afectada grandilocuencia, hay en su escrito una vivacidad punzante y un acusado espíritu de caballero brioso.
Durante la velada, en casa del señor Thrale, repitió su paradójica declamación de costumbre contra la acción que se pregona en público: «La acción no puede surtir efecto en un ánimo razonable. Podrá hacer más ruido, pero no dará más fuerza a ningún argumento. Si uno habla a un perro, recurre a la acción, alza la mano, porque se trata de un animal, y en la medida en que esté el hombre alejado del animal, menos habrá de influirle la acción». SEÑORA THRALE: «Entonces, señor, ¿qué es lo que dijo Demóstenes? “¡Acción, acción, acción!”». JOHNSON: «Demóstenes, señora mía, hablaba ante una asamblea de animales, ante un pueblo de bárbaros».
Me pareció extraordinario que negase el poder que tiene la acción retórica sobre la naturaleza de los hombres, cuando es algo que demuestran innumerables hechos en todas las etapas que atraviesa la sociedad. Los seres racionales no son exclusivamente racionales, ya que tienen caprichos que se pueden complacer, pasiones que se pueden excitar.
Como alguien se refiriese a lord Chesterfield, Johnson señaló que casi la totalidad de los dichos ingeniosos del célebre aristócrata eran meros juegos de palabras. Sin embargo, no negó el mérito de aquello que Su Señoría dijo con tan afilado ingenio acerca de lord Tyrawley y de sí mismo cuando ambos ya eran muy viejos e inválidos: «Tyrawley y yo llevamos ya dos años muertos, aunque preferimos no darnos por enterados».[c187]
Habló con encomio de la edición anotada que se preparaba del Spectator, dos de cuyos volúmenes ya tenía listos un ilustre caballero del mundo literario. Los materiales que había reunido sobre el resto de la publicación habían sido puestos en manos de otro responsable. Observó que todas las obras que describen las costumbres de una sociedad requieren notas en un plazo de sesenta o setenta años, e incluso menos, y nos dijo que había comunicado todo cuanto sabía del Spectator, todo cuanto pudiera arrojar alguna luz sobre sus páginas. «Addison —dijo— hizo de su sir Andrew Freeport un whig de los pies a la cabeza; arguye en contra de dar limosna a los mendigos y lo despoja de otros sentimientos corteses, sólo que al final se lo piensa mejor y arregla el desaguisado al hacerle fundador de un asilo para granjeros decrépitos». Pidió que le trajeran el volumen del Spectator que contiene ese relato y nos lo leyó en voz alta. Tan bien lo leyó que la cosa adquirió peso adicional y elegancia mayor en su dicción.
Al centrarse la conversación en las modernas imitaciones de las baladas antiguas, como alguien ensalzara su sencillez, las trató con el grado de ridiculización que desplegaba siempre que ese asunto salía a relucir.
Desaconsejó la introducción de frases tomadas de las Escrituras en los discursos de carácter laico. A mí, ésta me pareció una cuestión peliaguda. Siempre se puede recurrir a una expresión de las Escrituras, como si fuese una acuñación clásica y requintada, para producir en el acto una fuerte impresión, y puede hacerse sin que resulte impropio o indecoroso. Reconozco sin embargo que se corre peligro de que al aplicar el lenguaje de los libros sagrados a los asuntos ordinarios tal vez mengüe el respeto que se les debe. Por consiguiente, si han de introducirse tales frases, que sea con la mayor de las cautelas.
El jueves 8 de abril pasé con él gran parte de la velada, aunque estuvo muy callado. «La historia de su época, de Burnet —dijo—, es muy entretenida. Su estilo, qué duda cabe, es mera cháchara. No creo que Burnet mintiera a propósito, aunque arrastraba tantos prejuicios que se las vio y se las deseó para averiguar la verdad de lo que cuenta. Es como el hombre que decide regular su tiempo según indique un determinado reloj, pero sin preguntar nunca si ese reloj adelanta o atrasa».
Aunque no estaba con ánimo de hablar, tampoco estaba deseoso de que yo me despidiera; cuando miré el reloj y vi que eran las doce, exclamó: «¿Y qué nos importa a usted y a mí?». Acto seguido, ordenó a Frank que dijera a la señora Williams que bajaríamos a tomar el té con ella, como hicimos. Se dispuso que al día siguiente fuéramos juntos a la iglesia.
El 9 de abril, Viernes Santo, desayuné con él té y bollos de cruz.[c188] El doctor Levett, como lo llamaba Frank, fue quien preparó y sirvió el té. Me llevó consigo a la iglesia de St. Clement Danes, donde tenía asiento y reclinatorio propios, y su conducta en el templo, como yo había imaginado, fue de solemne devoción. Nunca olvidaré la trémula gravedad con que pronunció la terrible petición de la letanía: «En el día de nuestra muerte y en el día del Juicio, sálvanos, Señor».
Fuimos a la iglesia por la mañana y también al oficio vespertino. En el intervalo entre los dos oficios no comimos nada. Él leyó el Nuevo Testamento en griego, y yo estuve ojeando varios de sus libros.
En el Diario del arzobispo Laud encontré el siguiente pasaje, que leí al doctor Johnson:
1623. 1 de febrero, domingo. Durante el almuerzo estuve junto al ilustrísimo príncipe Carlos.[68] Estaba sumamente alegre, habló ocasionalmente con su séquito de muchas cosas. Entre otras, dijo que si se viera en la necesidad de tomar alguna profesión en la vida, no podría ser abogado, para lo cual adujo estas razones: «No puedo —dijo— defender una mala causa, tal como no puedo transigir en una buena».
JOHNSON: «Señor, ése es un falso razonamiento, porque todo tiene una faceta mala, y un abogado no da su brazo a torcer ni se abruma aun cuando la causa que se haya esforzado por defender quede sentenciada en su contra».
Le dije que Goldsmith me había dicho pocos días antes que «así como le encargo los zapatos al zapatero, y la levita al sastre, la religión la tomo yo del sacerdote». Lamenté esta manera tan laxa de hablar. JOHNSON: «Señor, Goldsmith nada sabe. Nunca ha tomado una resolución sobre nada».
Con gran sorpresa por mi parte me invitó a almorzar el Domingo de Resurrección. Nunca supuse que almorzara en su casa, ya que ninguno de sus amigos había sido nunca invitado a su mesa. «Por lo común —me dijo—, como pastel de carne los domingos; se cuece en un horno público, lo cual es muy apropiado, ya que hay un propio que se encarga de vigilarlo, y así se tiene la ventaja de no robar siervos a los oficios de la iglesia para que nos atiendan en la comida».
El 11 de abril, Domingo de Pascua, luego de asistir al oficio en St. Paul fui a visitar al doctor Johnson. Había satisfecho yo una gran curiosidad cuando almorcé con Jean Jacques Rousseau, cuando vivía en Neuchatel; idéntica era mi curiosidad por almorzar con el doctor Samuel Johnson en la penumbra de su retiro, en un patio retranqueado de Fleet Street. Supuse que apenas dispondríamos de cubiertos, y que se nos serviría sólo un plato extraño, tosco, mal aliñado, pero lo hallé todo en perfecto orden. No tuvimos más compañía que la señora Williams y una joven a la que yo no conocía.[c189] Como un almuerzo allí estaba considerado un hecho singular, y como con frecuencia fui interrogado al respecto, acaso tengan mis lectores el deseo de conocer el menú. Recuerdo que Foote, a propósito de Francis, el negro, quiso dar en suponer que nuestro condumio fue un jigote negro. Lo cierto es que se nos sirvió una buena sopa, una pierna de cordero cocida con espinacas, pastel de ternera y un pudín de arroz.
Del doctor John Campbell, el escritor, dijo Johnson: «Es un hombre muy inquisitivo y muy capaz, un hombre de sólidos principios religiosos, aunque mucho me temo que deficiente en la práctica. Campbell está radicalmente en lo cierto; es de esperar que con el tiempo mejore en la práctica».
Reconoció que, a su juicio, Hawkesworth era uno de sus imitadores. No creía que Goldsmith lo fuera. Goldsmith, según dijo, tenía mucho mérito. BOSWELL: «Sin embargo, señor, está muy en deuda con usted por haber llegado a tan alto en la estima del público». JOHNSON: «¿Por qué lo dice? Tal vez gracias a la intimidad que conmigo tiene sólo ha llegado antes a donde iba a llegar de todos modos».
Aunque su vanidad a veces excitaba en él un afán competitivo, Goldsmith tenía un grandísimo respeto por Johnson, que recientemente había expresado con gran vehemencia en la dedicatoria[a nota 252, Vol. IV] de su comedia titulada Ella se rebaja para la conquista.[69]
Johnson observó que habían sido muy pocos los libros impresos en Escocia antes de la unión. Había visto una colección completa en poder del honorable Archibald Campbell, uno de los obispos que no juraron su lealtad.[70] Ojalá se hubiera mantenido intacta esa colección. Muchos de esos volúmenes hoy se encuentran depositados en la Facultad de Derecho de Edimburgo. Dije al doctor Johnson que tenía intención de escribir la vida del muy culto y muy digno Thomas Ruddiman. Repuso que «de buena gana le prestaría ayuda para honrarle como merece. Ahora bien, su carta de despedida a la Facultad de Derecho, cuando renunció a su cargo de bibliotecario, debiera haberla escrito en latín».
Le expuse una pregunta sobre un hecho de la vida cotidiana que no me supo responder. Tampoco he encontrado a nadie capaz de contestarla. ¿Por qué motivo las mujeres que sirven, aunque estén obligadas a correr con los gastos de su vestuario, reciben un salario muy inferior al de los criados, a quienes por lo común se les proporciona en gran medida ese artículo, cuando además se da el caso de que nuestras criadas domésticas trabajan mucho más que los criados?
Me contó que en doce o tal vez catorce ocasiones había intentado llevar un diario, pero que nunca pudo perseverar lo suficiente. Me aconsejó que lo hiciera: «Lo que más importa recoger por escrito —aseguró— es su estado de ánimo; le conviene anotar también todo cuanto recuerde, ya que a primera vista no podrá juzgar qué es bueno y qué es malo; escriba de inmediato, cuando aún tenga fresca la impresión, pues ya no será igual al cabo de una semana».[c190]
De nuevo le pedí que me diera detalles de su juventud. «Los tendrá todos por dos peniques —dijo—. Espero que llegue a saber mucho más de mí antes de escribir mi vida». Ese día me contó muchas cosas que puse por escrito cuando llegué a casa, y que he entretejido en partes anteriores de esta narración.
El martes 13 de abril, el doctor Goldsmith, él y yo almorzamos en casa del general Oglethorpe. Goldsmith se explayó sobre el socorrido tema de que nuestro pueblo había degenerado de manera considerable, lo cual era achacable al lujo y la molicie. JOHNSON: «En primer lugar, lo pongo en duda. Creo que hay hoy en Inglaterra tantos hombres altos como hubo siempre. Pero es que, en segundo lugar, aun suponiendo que haya menguado la estatura de nuestros compatriotas, eso nada tiene que ver con el lujo y la molicie, pues hay que tener en cuenta la muy exigua proporción de habitantes que se dan al disfrute, porque pueden, de una vida regalada. Nuestra soldadesca con certeza no puede vivir con lujos si se cuentan los seis peniques al día que percibe el soldado, y la misma observación cabe aplicarse a casi todas las demás clases. El lujo, en la medida en que llegue a los pobres, les ha de beneficiar. Les fortalecerá, les multiplicará. Ninguna nación ha sido jamás dañada por el lujo, pues, como acabo de señalar, sólo pueden disfrutarlo unos cuantos. Admito que el gran incremento del comercio y de las manufacturas perjudica al espíritu militar de un pueblo, porque suscita la competencia por la riqueza. También perjudica a la constitución física de las gentes, pues se observará que no hay nadie que se dedique a un oficio cualquiera y que por su aspecto no pueda decirse qué trabajo desempeña. Como una parte u otra del cuerpo se emplea más que las restantes, el individuo se deforma en alguna medida. Ahora bien, señor mío, eso no es lujo ni molicie. Un sastre se sienta con las piernas cruzadas, lo cual no es un lujo». GOLDSMITH: «Vamos, vamos: va usted al mismo sitio por otro camino». JOHNSON: «No, señor: afirmo que eso no es un lujo. Demos un paseo desde Charing Cross hasta Whitechapel, atravesando seguramente la mayor acumulación de comercios del mundo entero. ¿Qué tienen de malo cualquiera de esos comercios, si exceptuamos las tabernas en las que se vende ginebra? ¿En qué pueden perjudicar a un ser humano?». GOLDSMITH: «Sea, señor: acepto el reto. La tienda más próxima a Northumberland Road es una de encurtidos». JOHNSON: «Bien, señor: ¿no sabemos con certeza que una criada puede preparar en una sola tarde pepinillos encurtidos en cantidad suficiente para que los consuma toda una familia a lo largo de todo un año? Qué digo: sabemos que cinco tiendas de encurtidos pueden surtir a todo el reino. Además, a nadie se perjudica por preparar encurtidos, ni por comerlos».
Tomamos el té con las señoras y Goldsmith entonó la canción de Tony Lumpkin en su comedia Ella se rebaja para conquistar, así como otra muy bonita, una melodía irlandesa, que había pensado para la señorita Hardcastle, pero como la señorita Bulkeley, que interpretaba el papel, no sabía cantar bien, fue suprimida. Después me la escribió, amabilidad por la cual la conservo, y figura ahora en sus poemas. El doctor Johnson, de camino a su casa, se detuvo en los aposentos que tenía yo en Piccadilly, donde tomó el té por segunda vez, hasta que se hizo tarde.
Le dije que al decir de Macaulay no se sabía cómo era capaz de reconciliar sus principios políticos con su moral, esto es, sus conceptos sobre la desigualdad y la subordinación con su deseo de felicidad y bienestar para todos los hombres, que podrían vivir tan ricamente si tuviera cada cual su porción de tierra y ninguno dominara a los demás. JOHNSON: «Pues reconcilio yo muy bien mis principios, porque los hombres son más felices en un estado de subordinación y desigualdad. Si llegaran a verse en ese estado de igualdad que se pregona a los cuatro vientos, pronto degenerarían en bestias. Se convertirían en la nación de Monboddo; les crecería un rabo. Señor mío, todos serían perdedores si tuvieran que trabajar todos para todos, y no habría ningún progreso intelectual. Todo progreso intelectual brota del ocio; todo el ocio brota del que unos trabajen para otros».
Hablando de la familia Estuardo, comentó: «Puede parecer que la familia que actualmente ocupa el trono haya establecido un derecho al mismo tan sólido como la anterior, debido al consenso general del pueblo; puede parecer que trastocar ese derecho sea motivo de culpa. Al mismo tiempo, reconozco que es una cuestión muy delicada cuando se considera respecto a la casa de los Estuardo. Obligar al pueblo a prestar juramento en cuanto a un derecho en liza es un error. Yo no sé si podría prestarlo. Pero no culpo a quien lo haga». Así de consciente y delicado se mostraba sobre esta espinosa cuestión, que tanto clamor ha ocasionado en su contra.
Hablamos de casos legales. «Las actas procesales que recogen los ingleses —señaló— son muy parcas, pues sólo se toma nota de la mitad de lo que se ha dicho, y de esa mitad gran parte es confusa o errónea. En cambio, en Escocia se recogen puntillosamente por escrito los argumentos de ambas partes en litigio, con la finalidad de que los sopese el tribunal. Creo que una recopilación de los casos que usted ha defendido, junto con la opinión de los jueces, tendría un gran valor».
El jueves 15 de abril almorcé con él y el doctor Goldsmith en la residencia del general Paoli. Allí encontramos al signor Martinelli, de Florencia, autor de una Historia de Inglaterra en italiano, impresa en Londres.
Hablé de Allan Ramsay y su obra El pastorcillo gentil, escrita en dialecto escocés, de la que dije que era la mejor composición bucólica que nunca se hubiera escrito, pues no sólo abundaba la bella imaginería rural, los sentimientos justos y placenteros, sino que también era un auténtico cuadro de costumbres, y me ofrecí a enseñar al doctor Johnson lo imprescindible para entenderla. «No —dijo—, no aprenderé. Conservará usted su superioridad gracias a mi desconocimiento».[c191]
Esto trajo consigo una cuestión, a saber, si un hombre se deprecia cuando otro adquiere idéntico grado de saber. Johnson respondió afirmativamente. Yo sostuve que así podría ser cuando se trata de saberes que engendran sabiduría verdadera, poder y fuerza, hasta el punto de permitir que un hombre detente el gobierno de los demás, si bien un hombre en modo alguno se deprecia cuando los demás llegan a conocer tan bien como él lo que terminan por ser meros placeres: «Comer buenos frutos, beber vinos deliciosos, leer poesía exquisita».
El general comentó que Martinelli era un whig. JOHNSON: «Lo lamento. Ello muestra cuál es el espíritu de los tiempos que corren. Se ve obligado a contemporizar». BOSWELL: «Yo más bien diría, señor, que es el toryismo lo que tiene preponderancia en este reinado». JOHNSON: «No veo por qué no iba a pensarlo y a decirlo, señor. Ya ve que su amigo, lord Lyttelton, un noble de pura cepa, se ve obligado en su Historia a escribir con el espíritu whig más vulgar que existe».
Esto suscitó un animado debate sobre si Martinelli debería proseguir su Historia de Inglaterra hasta la época actual. GOLDSMITH: «Desde luego que debería». JOHNSON: «No, señor. Causaría graves ofensas. Tendría que contar acerca de todos los notables todavía vivos lo que ni siquiera ellos desean saber». GOLDSMITH: «Tal vez un nativo tendría que obrar con más cautela e incluso con reserva en su relato, mientras que un extranjero que habita entre nosotros sin prejuicios puede ser considerado como si ocupara el sillón del juez, y puede por tanto decir cuanto piensa con entera libertad». JOHNSON: «Señor, cuando un extranjero da una obra a la estampa, ha de ponerse en guardia y no revelar el yerro ni suscitar el entusiasmo erróneo del pueblo en medio del cual reside». GOLDSMITH: «Él sólo aspira a vender bien su historia y a decir la verdad: el uno es un motivo honesto, el otro es laudatorio». JOHNSON: «Ambos son laudatorios. Es laudatorio que un hombre aspire a vivir de su trabajo, pero ha de escribir para poder vivir de ello, no para que le den en todo el cogote. Yo le aconsejaría llegarse al menos hasta Calais antes de publicar una historia de la época actual. El extranjero que se adhiere a un partido político en este país se encuentra en la peor situación que se puede imaginar: se le tendrá por un mero entrometido. Un nativo al menos puede hacer lo mismo, pero por su propio interés». BOSWELL: «O por principio». GOLDSMITH: «Hay personas que a diario dicen un centenar de mentiras políticas sin que ello les perjudique. Así las cosas, no cabe duda de que uno puede decir la verdad y seguir sano y salvo». JOHNSON: «Veamos. En primer lugar, quien dice un ciento de mentiras ha desarmado la fuerza que las mentiras puedan tener. Por otra parte, un hombre siempre preferirá que se digan cien mentiras de él, antes que consentir que se conozca una sola verdad que prefiere guardar en secreto». GOLDSMITH: «Yo por mi parte diría la verdad, y que se avergüence el diablo si quiere». JOHNSON: «Sí, señor, pero es que el diablo se irritará. Yo quisiera cubrir de vergüenza al diablo igual que usted, pero de lejos preferiría que no me acercara sus zarpas». GOLDSMITH: «Sus zarpas no podrán hacerle daño si cuenta usted con la verdad por escudo».
Se observó que en Londres escaseaba la hospitalidad. JOHNSON: «Ni mucho menos. Cualquiera que tenga nombre, o cierta capacidad de complacer, recibirá abundantes invitaciones en Londres. Tengo entendido que Sterne tenía la agenda llena de compromisos hasta con tres meses de antelación». GOLDSMITH: «Y eso que es un individuo muy aburrido de trato». JOHNSON: «Yo no lo creo».[c192]
Martinelli nos contó que había convivido muchos años con Charles Townshend, y que un día se aventuró a decirle que era un pésimo contador de chistes. JOHNSON: «Desde luego, señor, eso mismo también puedo asegurarlo yo. Un día, él y unos cuantos convinieron almorzar en el campo; cada uno debía llevar a un amigo en su coche. Charles Townshend pidió a Fitzherbert que lo acompañase, aunque le avisó: “Tendrá que buscarse a alguien que lo traiga de vuelta, pues yo sólo podré llevarlo a la ida”. A Fitzherbert no le hizo mucha gracia el plan, a pesar de lo cual se avino, no sin comentar con sarcasmo: “En el fondo es buena idea, ya que así podrá contar los mismos chistes a la ida que a la vuelta”».
Se habló de un insigne personaje público.[c193] JOHNSON: «Recuerdo haber estado presente cuando demostró que era tan corrupto, o al menos tan distinto de lo que yo tengo por un hombre recto, que defendió que un parlamentario se plegara a la disciplina de partido tanto si buena como si mala. Esto, señor, es algo tan lejano de la virtud innata, de la virtud de los escolásticos, que un hombre bueno habrá experimentado un cambio radical antes de poder reconciliar su parecer con semejante doctrina. Equivale a defender la mentira en público, ya que uno miente cuando afirma que es bueno lo que considera malo, y a la inversa. Un amigo nuestro que demasiado eco se hace de ese caballero observó que quien no se somete siempre a su partido es que espera que alguien compre sus servicios. En ese caso, le dije, es que sólo espera ser lo que ya es un caballero».
Hablamos de la posibilidad de que el Rey fuese a ver la nueva comedia de GOLDSMITH. «Ojalá fuera —dijo éste—. Y no porque a mí —añadió con afectada indiferencia— fuese a hacerme el menor bien». JOHNSON: «En tal caso, digamos que a él sí le podría sentar bien —rió—. No, señor. No consiento esa afectación. Es una solemne tontería. En una tesitura como la nuestra, ¿quién no querría complacer al Supremo Magistrado?». GOLDSMITH: «Ojalá pudiera yo complacerle. Me viene a la memoria un verso de Dryden que dice: “y todo poeta es del monarca amigo”. Habría que darle la vuelta». JOHNSON: «Quite, quite. Hay mejores versos de Dryden sobre este particular:
Pues dependen las universidades de un rey generoso
y nunca fue un rebelde con las artes amistoso».[c194]
El general Paoli observó que «los rebeldes que triunfan pueden serlo». MARTINELLI: «Felices rebeliones». GOLDSMITH: «No tenemos nosotros esa expresión». GENERAL PAOLI: «Pero ¿y no tienen lo que significa?». GOLDSMITH: «Sí, claro, todas nuestras felices revoluciones. Han dañado nuestra constitución, y seguirán dañándola, hasta que la reparemos con otra feliz revolución». Hasta entonces, no había descubierto yo que mi amigo Goldsmith tuviera a tal extremo los prejuicios de antaño.
El general Paoli, hablando de la nueva comedia de Goldsmith, dijo: «Il a fait un compliment très gracieux à une certaine grande dame», refiriéndose a una duquesa de primerísima fila.[c195]
Expresé mis dudas sobre si Goldsmith realmente tuvo esa intención, con el objeto de saber la verdad de sus propios labios. Tal vez no fuera justo por mi parte el intentar arrancarle esa confesión, pues tal vez no deseara reconocer con toda claridad que hubiera tomado parte en una estratagema contra la corte. Sonrió y vaciló. El general alivió su predicamento enseguida con esta bella imagen: «Monsieur Goldsmith est comme la mer, qui jette des perles et beaucoup d’autres belles choses, sans s’en appercevoir». GOLDSMITH: «Très bien dit, et tres élégamment».
Se habló de alguien que por lo visto era capaz de anotar taquigráficamente con toda exactitud los discursos pronunciados en el Parlamento. JOHNSON: «Eso es imposible. Recuerdo a un tal Angel que vino a pedirme que le escribiera un prefacio o una dedicatoria a un libro suyo sobre taquigrafía, y alardeó de que podía escribir a la misma velocidad a la que hablaba un hombre. Con intención de ponerle a prueba, tomé un libro y comencé a leer mientras él ponía mis palabras por escrito, e incluso le hice el favor de leer más despacio que de costumbre. Había avanzado un poco cuando me rogó que desistiera, pues no podía seguirme». Como era la primera vez que oí hablar de ese prefacio o dedicatoria, le dije: «Es de ver, señor, el gasto a que nos obliga al tener que comprar todos los libros a los que ha escrito usted prefacios o dedicatorias». JOHNSON: «Desde luego, he escrito dedicatorias para toda la familia real, quiero decir para toda la última generación de la familia real». GOLDSMITH: «Y es posible que no haya una sola frase de verdadero ingenio en toda una dedicatoria». JOHNSON: «Es posible que no». BOSWELL: «Entonces, ¿por qué razón se pide a una persona determinada lo que cualquier otra podría hacer igual de bien?». JOHNSON: «Es sencillo: unos tienen mayor facilidad y presteza que otros».
Me referí al señor Harris, de Salisbury, un hombre de gran cultura y, en concreto, ilustre conocedor del griego. JOHNSON: «De eso no estoy yo tan seguro. Así nos lo presentan sus amigos, pero no sé yo si sus amigos son quiénes para juzgarlo». GOLDSMITH: «Es aún mucho más; es un dignísimo humanista». JOHNSON: «Bah. Eso no hace al asunto que nos ocupa: eso como mucho demuestra que sabe tocar el violín igual de bien que Giardini, lo cual ni quita ni pone nada a que sea un ilustre conocedor del griego». GOLDSMITH: «Los más grandes instrumentistas perciben muy reducidos emolumentos. Giardini, según tengo entendido, no gana más de setecientas al año». JOHNSON: «Eso desde luego es muy poca cosa para un hombre que hace mejor que nadie aquello en lo que tantos se empeñan. No hay nada, creo yo, en lo que tan a las claras se vea el arte, nada, como tocar el violín. En cualquier otra actividad, siempre se consigue algo, por poco que sea, desde el principio. Cualquiera sabrá forjar una barra de hierro con sólo tener un martillo. Quizá no lo haga tan bien como un herrero, pero lo hará de manera pasable. Un hombre cualquiera puede serrar un tablón y construir una caja, por desmañada que sea. En cambio, démosle un violín y un arco, que no podrá hacer nada con ellos».
El lunes, 19 de abril, vino a verme acompañado por la señora Williams en el coche de punto del señor Strahan y me llevó a cenar con el señor Elphinstone a su academia de Kensington. Que un impresor hubiera amasado una fortuna suficiente para disponer de coche propio era buena muestra de la credibilidad de que gozaba la literatura. La señora Williams dijo que el señor Hamilton, otro impresor, no había tenido que esperar tanto como Strahan, pues disponía de coche propio desde hacía años. JOHNSON: «Hizo bien. La vida es breve. Cuanto antes empiece un hombre a disfrutar de su riqueza, mejor que mejor».
Elphinstone habló de un libro reciente que había causado gran revuelo y admiración, y preguntó al doctor Johnson si lo había leído. JOHNSON: «Lo he mirado». ELPHINSTONE: «¿Cómo? ¿No lo ha leído de cabo a rabo?».
Johnson, ofendido ante semejante insistencia, y obligado a reconocer su manera más bien somera de leer, respondió de un modo cortante: «No, señor. ¿O es que usted lee los libros de cabo a rabo?».
Ese día de nuevo defendió el duelo, con un argumento que siempre me ha parecido el más sólido, y es que si la guerra de carácter público se tiene por coherente con la moralidad, igual ha de suceder con lo que no es sino guerra privada. En efecto, es posible detenerse en los tirantes argumentos que se emplean para reconciliar la guerra con la religión cristiana. En mi opinión está sumamente claro que, como el duelo tiene mejores razones para fundamentar su bárbara violencia, es más justificable que la guerra misma, en la que son millares los que participan sin tener causa personal para un enfrentamiento en el que se masacran unos a otros.
El viernes 21 cené con él en casa del señor Thrale. Un caballero arremetió contra Garrick por su envanecimiento. JOHNSON: «No es de extrañar, señor, que se envanezca; es un hombre que recibe perpetuas adulaciones de todas las maneras que se pueda concebir la adulación. Son tantos los fuelles que han azuzado el fuego que a uno más bien le extraña que a estas alturas no esté ya carbonizado». BOSWELL: «Y es de ver qué fuelles. Lord Mansfield con los carrillos a reventar, lord Chatham más hinchado que Eolo. He leído tales billetes de estos nobles señores dirigidos al actor que bien podría no caber en sí de orgullo». JOHNSON: «Cierto. Cuando aquel a quien todos adulan me adula a mí, soy feliz de veras». SEÑORA THRALE: «Ese sentimiento está en Congreve, me parece». JOHNSON: «Sí, señora. En Así es el mundo:
Si hay deleite en el amor, es cuando
veo que quien otros desean hasta sangrar
por mí se desangra de deseo.
»No, señor: no me extrañaría a mí que Garrick encadenase el océano y amarrase los vientos». BOSWELL: «¿No debiera ser al revés, que amarrase el océano y encadenase los vientos?». JOHNSON: «No, señor: recuerde el original, que dice:
In Corum atque Eurum solitus saevire flagellis
Barbarus, Aeolio nunquam hoc in carcere passos,
Ipsum compedibus qui vinxerat Ennosigaeum.[c196]
»Esto funciona muy bien, cuando los vientos y el mar se personifican y se les llama por sus nombres mitológicos, como en Juvenal; ahora bien, cuando se les llama en lenguaje llano, la aplicación de los epítetos que propongo es tanto más evidente; de ahí que mi amigo, en su imitación del pasaje en que se describe a Jerjes, dice: “Las olas que amarra, y encadena el viento”».
Como se habló de los distintos modos de vida propios de los distintos países, y de las perspectivas diversas con que viajan los hombres en busca de escenarios nuevos, un caballero culto[c197] que tiene un cargo de importancia en la justicia se explayó sobre la felicidad de la vida salvaje, y comentó un caso de un oficial del ejército que había vivido algún tiempo en las regiones deshabitadas de América, del cual, cuando se hallaba en tal situación, citó esta reflexión con admiración manifiesta, como si fuera algo profundamente filosófico: «Aquí estoy yo, libre y sin cortapisas, en medio de la ruda magnificencia de la Naturaleza, con esta india a mi lado y esta escopeta, con la que puedo procurarme alimentos cuando lo necesite. ¿Qué más podría desearse para la felicidad humana?». No se precisa una gran sagacidad para prever que tal sentimiento no se dejaría pasar por alto sin la debida ojeriza. JOHNSON: «No se deje usted, señor, dominar por tan grosero absurdo. Es una triste estupidez; es una brutalidad. Si un buey pudiera hablar, podría exclamar del mismo modo: aquí estoy yo, con esta vaca y este pasto. ¿Qué ser vivo podría disfrutar de mayor felicidad?».
Hablamos del triste final de un caballero[c198] que se había quitado la vida. JOHNSON: «Fue debido a ciertos problemas imaginarios en sus quehaceres. Si lo hubiera hablado con algún amigo, se habrían disipado de inmediato». BOSWELL: «¿Usted cree, señor, que todo suicida está loco?». JOHNSON: «No es que todos sin excepción padezcan trastornos graves del entendimiento, pero es cierto que una pasión única les acucia de tal modo que terminan por ceder, y se suicidan, tal como un hombre cegado por la pasión da en acuchillar a otro». Y añadió: «A menudo he pensado que cuando un hombre toma la resolución de quitarse la vida, no es la valentía lo que le impulsa a hacer algo, por desesperado que sea, pues ya no tiene nada que temer». GOLDSMITH: «No lo veo yo así». JOHNSON: «No, claro, pero…, mi querido señor, ¿por qué iba usted a ver las cosas como las ven todos los demás?». GOLDSMITH: «Si ha decidido quitarse la vida es por miedo a algo, luego ¿no bastará esa tímida disposición para que se retraiga?». JOHNSON: «Eso no significa que el miedo le haga tomar la resolución; yo me refiero a su estado de ánimo después de tomada la resolución. Suponga que un hombre decide suicidarse, ya sea por miedo, por orgullo, por conciencia o por lo que sea; una vez tomada la resolución ya no tiene nada que temer. Puede ir entonces y matar al Rey de Prusia en presencia de su ejército. Quien está resuelto a matarse no puede temer ni siquiera el potro de tortura. Cuando Eustace Budgel[c199] se encaminaba hacia la orilla del Támesis decidido a perecer ahogado, bien pudo, sin ninguna aprensión ni respeto por el peligro, dar un rodeo y antes pegarle fuego al palacio de St. James».
El martes 27 de abril, Beauclerk y yo fuimos a visitarle por la mañana. Al adentrarnos por Johnson’s Court le dije: «Tengo verdadera veneración por esta plazoleta». Y me alegró comprobar que Beauclerk sentía lo mismo. Lo encontramos solo. Hablamos de las elegantes y muy convincentes[a nota c376, Vol. II] Cartas a lord Mansfield de sir Andrew Stuart,[c200] un ejemplar de las cuales había hecho llegar su autor al doctor Johnson. «No han respondido a su finalidad —dijo—. No se ha hablado de ellas; yo no he oído comentar nada a nadie. Ello se debe a que no se han vendido. La gente rara vez lee un libro que se le regala, y son pocos los que se regalan. La única manera de dar difusión a una obra consiste en venderla a bajo precio. Nadie saldrá a comprar algo que cueste siquiera seis peniques si no es con la intención firme de leerlo». BOSWELL: «¿Y no cabe dudar, señor, de que sea sensato e incluso apropiado publicar cartas, poniendo en entredicho la decisión definitiva sobre un caso importante por parte de la suprema judicatura de la nación?». JOHNSON: «Pues no, señor; no veo yo que fuera un disparate la publicación de dichas cartas. Si se considera que son perjudiciales, ¿por qué no contestarlas? Pero no perjudican a nada ni a nadie. Si el señor Douglas es en efecto hijo de lady Jane, no se le puede perjudicar de esta forma; si no lo es, y tiene sin embargo en propiedad la gran hacienda de los Douglas, bien puede prestarse a que Andrew Stuart publique contra él un panfleto. Yo más bien entiendo, señor, que esa publicación es provechosa, ya que nos muestra las posibilidades que encierra la vida del ser humano. Asimismo, señor, no irá a decir que el caso de Douglas fue fácil de resolver con una decisión sencilla, si dividió al tribunal tanto como fue posible dividirlo cuando debía pronunciarse. Cuando los jueces están siete a siete, el voto del presidente del tribunal, decisorio, ha de caer de uno u otro lado; de cara a lo que argumento, poco importa de cuál caiga; es preciso que uno u otro salga vencedor en el litigio, igual que, cuando he de moverme, no importa cuál de las dos piernas adelante. Y en este caso, señor, fue el caso decidido a la inversa. Desde luego que no, señor: no cabe imaginar una decisión más dudosa de una cuestión pendiente».[71]
«Goldsmith —afirmó— tendría que dejar de desvivirse por brillar siempre en las conversaciones. Carece del temperamento indicado, se mortifica demasiado cuando fracasa. Una justa de chanzas se compone, señor, de una parte de destreza y otra de azar; en ocasiones, a un hombre lo vence otro que no posee ni la décima parte de ingenio que él. Goldsmith se empeña en oponerse a quien sea, y lo hace como quien apuesta cien contra uno sin tener siquiera los cien. Es un empeño tal que a nadie puede valerle la pena. No debe uno apostar cien contra uno si no puede permitirse el lujo de perder los cien, por más que tenga cien posibilidades a su favor: a lo sumo ganará una guinea, pero corre el riesgo de perder cien. Ése es el estado en que se encuentra Goldsmith. Cuando contiende, si se sale con la suya, es bien poco lo que gana un hombre con una reputación como la suya en el mundo literario; si no se sale con la suya, se siente miserable, afrentado, hundido».
El poder superlativo que desplegaba Johnson con su ingenio lo situaba muy por encima del riesgo de caer en tal desasosiego. Hablando de él, Goldsmith me había comentado pocos días antes que «Rabelais y todos los demás ingenios no son nadie a su lado. Con ellos, uno se puede divertir; Johnson en cambio es como si diera un abrazo con toda su fuerza a uno y lo dejara sin resuello y sin ganas de reír, tanto si quiere como si no».
Sin embargo, Goldsmith tenía muy a menudo una gran fortuna en sus pulsos de ingenio, incluso si se los echaba con el propio Johnson. Sir Joshua Reynolds se encontraba con ambos el día en que Goldsmith aseguró que bien podría escribir una buena fábula; señaló la sencillez que requiere esa clase de composición y añadió que en la mayoría de las fábulas rara vez hablan los animales de acuerdo con el carácter que poseen. «Por ejemplo —dijo—, la fábula de los pececillos que vieron a los pájaros volar por encima de ellos y, muertos de envidia, pidieron a Júpiter que los convirtiera en pájaros. El quid de la cuestión —añadió— estriba, claro está, en hacerles hablar como pececillos». Mientras se consentía esta caprichosa ensoñación y parecía darse de lleno a ella, observó que Johnson se sujetaba los costados hasta no poder contener la risa. Ante lo cual anduvo listo y remachó diciendo: «Caramba, doctor Johnson, pues no es tan fácil como puede parecer, pues si tuviera usted que hacer hablar a los pececillos, hablarían con un vozarrón de ballena».
Aunque notable por la gran variedad de géneros que cultivó, Johnson nunca ejerció su talento en el terreno de la fábula, a no ser que admitamos que sea de esa especie el bello cuento[c201] suyo recogido en la Miscelánea de la señora Williams. Sin embargo, en su colección de manuscritos he encontrado este otro esbozo:
Una luciérnaga en el jardín vio una vela prendida en un palacio vecino… y se quejó de la pequeñez de su luz; vino otra a contestarle… aguarda un poco, que pronto se apaga… He durado más que muchas de esas luces deslumbrantes que sólo brillan de veras si se consumen hasta quedar en nada.
El jueves 29 de abril almorcé con él en casa del general Oglethorpe, donde estaban sir Joshua Reynolds, el señor Langton, el doctor Goldsmith y el señor Thrale. Estaba yo muy deseoso de conseguir que el doctor Johnson manifestara absoluta firmeza en su resolución de ir conmigo a las Hébridas en el transcurso de este año, y le dije que sobre este particular había recibido una carta del doctor Robertson, el historiador, con la cual se mostró muy complacido, y habló de tal manera del viaje, desde hacía tanto tiempo previsto, que me di por satisfecho de que realmente se propusiera cumplir el compromiso.
Como alguien comentara la costumbre que tienen en Otaheité de comer carne de perro, Goldsmith apuntó que la misma costumbre existe en China; que allí los carniceros de perros son tan corrientes como los de otros animales, y que cuando van al extranjero, todos los perros se les echan encima. JOHNSON: «Eso no se debe a que sea un mataperros. Recuerdo yo a un carnicero de Lichfield al que siempre atacaba un perro de la casa en que vivía yo. Es el olor de la carnicería lo que lo provoca, igual da de qué animales se haya ocupado el matarife». GOLDSMITH: «Sí, es grande el aborrecimiento que tienen los animales ante las señales de una masacre. Si se introduce un barreño lleno de sangre en un establo los caballos enloquecen». JOHNSON: «Lo dudo». GOLDSMITH: «Le aseguro, señor, que es un hecho comprobado». THRALE: «Más valdrá que lo verifique por sí mismo antes de incluirlo en su libro de Historia natural. Si lo desea, puede hacerlo en mi propio establo». JOHNSON: «No, señor; no consentiré que lo demuestre. Si se da por satisfecho cuando toma de otros su información, podrá dar por terminado su libro sin demasiadas complicaciones y sin poner demasiado en peligro su propia reputación. Ahora bien, si se pone a realizar experimentos para un libro tan exhaustivo como el suyo, no terminará nunca; sus afirmaciones erróneas le caerán encima como la peste, y le echarán en cara que no haya demostrado mediante experimentos todos y cada uno de los particulares que contenga».
Alguien habló del carácter de Mallet, a quien Goldsmith se refirió en un tono despectivo. JOHNSON: «Señor, tengo la certeza de que Mallet poseía talento más que suficiente para mantener viva su reputación literaria durante todo el tiempo que le fuera dado vivir, y tenga por seguro que vivió mucho tiempo». GOLDSMITH: «En eso no puedo yo estar de acuerdo. Su reputación literaria estaba muerta y bien muerta mucho antes de que muriese él de muerte natural. Considero que la reputación literaria de un escritor está viva sólo mientras su nombre sea garantía de que los libreros le paguen buenos dineros por sus derechos. A usted —dijo a Johnson— le consigo yo cien guineas por cualquier cosa que escriba, siempre y cuando me la firme con su nombre».
Salió a relucir la última obra teatral de Goldsmith, Ella se rebaja para la conquista. JOHNSON: «Hacía ya muchos años que ninguna comedia regocijaba tanto al público. La suya ha cumplido con creces la gran finalidad del género: que el público se divierta y se regocije».
Goldsmith afirmó que el cumplido que rindió Garrick a la Reina, y que introdujo en el diálogo de Las casualidades, que había revisado y modificado durante este año, pecó de ser adulación mezquina y grosera.[c202] JOHNSON: «Señor, no escribiría yo, no daría solemnemente de mi mano un personaje que fuera más allá de lo que yo considerase verdaderamente real; ahora bien, un discurso en escena, por extravagante que pueda ser la adulación que contenga, es puramente formulario. Siempre ha sido formulario adular a reyes y reinas; tan es así que incluso en nuestros servicios religiosos se emplea el remoquete de “nuestro religiosísimo Rey”, que se usa de manera indiscriminada, al margen de quién sea el rey. Si hasta ellos mismos se adulan sin rebozo: “hemos tenido la graciosa complacencia de otorgar…”. Ahora bien, no hay adulación moderna tan grosera como la de la época de Augusto, en la que al emperador se le deificaba: “Praesens Divus habebitur Augustus”.[c203] En cuanto a la mezquindad a que se refiere —añadió acalorándose—, ¿cómo es posible que sea mezquino en un actor, en un hombre del espectáculo, un individuo que se exhibe por un chelín, adular a su Reina? El empeño sin duda entrañaba riesgos, pues de no haber dado en la diana, ¿qué habría sido de Garrick, qué habría sido de la Reina? Como dice sir William Temple de un gran general, es necesario no sólo que sus planes estén forjados de manera magistral, sino también que sean coronados por el éxito. Señor, es perfectamente idóneo que en una época en la que la familia real no goza de un amplio cariño popular se deje ver que al menos se estima a uno de sus miembros». SIR JOSHUA REYNOLDS: «No veo yo por qué motivo se ha de despreciar la profesión de actor, ya que la gran y definitiva finalidad de todos los empeños del ser humano es propiciar entretenimiento. Garrick propicia más entretenimiento que nadie». BOSWELL: «Dice usted, doctor Johnson, que Garrick se exhibe por un chelín. A este respecto, está en pie de igualdad con un abogado, que se exhibe por el coste de su minuta, e incluso se atreverá a defender cualquier estupidez, cualquier absurdo, si la defensa del caso lo requiere. Garrick en cambio rehúsa una comedia o un papel que no le agrade, mientras que un abogado nunca rechaza un caso». JOHNSON: «¿Y eso qué demuestra? Sólo que el abogado es mucho peor. Boswell ahora mismo es como Jack en el Cuento de una cuba: cuando le desconcierta una discusión, se ahorca.[c204] Cree que lo voy a hacer pedazos, pero lo dejaré en suspenso». Y rió a carcajadas. SIR JOSHUA REYNOLDS: «El señor Boswell opina que, como la profesión de abogado es incuestionablemente honrada, si de hecho es capaz de mostrar que la profesión de actor aún lo es más demuestra sin duda su argumento».[c205]
El viernes 30 de abril almorcé con él en casa de Beauclerk, donde se encontraban lord Charlemont, sir Joshua Reynolds y otros miembros del Club Literario, a quienes había tenido la amabilidad de invitar a reunirse conmigo, ya que esa tarde se iba a votar mi candidatura de ingreso en tan distinguida sociedad. Johnson me había hecho el honor de avalarla, y Beauclerk me apoyaba con todo su entusiasmo.
Se habló de Goldsmith. JOHNSON: «Es asombroso lo poco que sabe Goldsmith. Pocas veces aparece en un sitio donde no sea más ignorante que todos los presentes». REYNOLDS: «Y, sin embargo, no hay otro cuya compañía sea más apreciada». JOHNSON: «Sin duda. Cuando se ve a un hombre que tiene las dotes más sobresalientes en su condición de escritor, y que es inferior en carne y hueso, tiene que resultar muy gratificante. Eso que Goldsmith dice cómicamente de sí mismo es muy cierto: siempre se sale con la suya cuando razona consigo a solas, dando a entender que es dueño de un tema en su gabinete, tema sobre el cual puede escribir muy bien; cuando se reúne con alguien, se confunde, se trabuca, no da una a derechas. Como poeta, su Viajero es de una gran belleza, desde luego, y también lo es su Aldea desierta, de no ser porque muy a menudo es demasiado eco de su Viajero. En efecto, ya lo tomemos como poeta, como autor de comedias o como historiador, descuella entre los demás y está en primera fila». BOSWELL: «¡Historiador! Mi querido señor, ¿no pondrá usted su compilación de la historia de Roma a la altura de otros historiadores de su tiempo?». JOHNSON: «¿Por qué no? ¿Quién está por delante de él?».[c206] BOSWELL: «Hume… Robertson… Lord Lyttelton». JOHNSON (comenzaba a aflorar su antipatía hacia el escocés): «No he leído a Hume, pero no me cabe duda de que la Historia de Goldsmith es mucho mejor que la verborrea de Robertson o el aire de petimetre que se da Dalrymple». BOSWELL: «¿No está dispuesto a reconocer la superioridad de Robertson, en cuya Historia hallamos tal penetración en los hechos, tal… pintura de los mismos?». JOHNSON: «Preciso es considerar cómo se emplean esa penetración y esa pintura. No es historia lo que escribe, sino producto de la imaginación. Quien describe lo que nunca vio, se inspira en la fantasía. Robertson pinta el intelecto como pinta sir Joshua las caras en una pieza histórica: imagina un semblante heroico. Hay que considerar la obra de Robertson simple romance, y hay que juzgarla por ese rasero. Historia no es. Además, señor, es gran excelencia de un escritor que ponga en su libro todo lo que en su libro quepa. Eso lo ha hecho Goldsmith en su Historia. Robertson quizá haya metido el doble en el suyo. Robertson es como el hombre que envuelve el oro con lana: la lana ocupa mucho más espacio que el oro. No, señor; siempre he creído que Robertson terminaría aplastado con su propio peso, que terminaría enterrado bajo sus propios ornamentos. Goldsmith dice sucintamente cuanto uno aspira a saber; Robertson nos detiene más de la cuenta. Nadie leerá los estorbos y detalles de Robertson por segunda vez; en cambio, la narración sencilla de Goldsmith complacerá siempre, una y mil veces. Yo a Robertson le diría lo que un antiguo preceptor de la universidad dijo a sus discípulos: “Leed vuestras composiciones, y siempre que topéis con un pasaje que os parezca especialmente bueno, suprimidlo”. La concisión de Goldsmith es mejor incluso que la de Lucius Florus o la de Eutropius; yo incluso diría que, si se le compara con Vertot,[c207] el suyo es un arte de la compilación, de decir cuanto desea decir de manera placentera y llana. Ahora está escribiendo una Historia natural. Seguro que le sale tan entretenida como un cuento persa».
No puedo dar por zanjado el tema que me ocupa sin observar que es probable que el doctor Johnson, quien reconocía que a menudo «hablaba para ganar», más bien puso objeciones convincentes a las excelentes obras históricas del doctor Robertson, en el fragor de la discusión, y no expresó una opinión verdadera y decidida, pues no es fácil suponer que difiriese de manera tan abierta con el resto del mundo literario.
JOHNSON: «Recuerdo haber estado una vez con Goldsmith en la abadía de Westminster. Mientras contemplábamos el Rincón de los Poetas», le dije: «Forsitan et nostrum nomen miscebitur istis»[72].
Cuando llegamos a Temple Bar, me detuvo y me señaló las cabezas que había encima,[c208] y me susurró ladinamente: «Forsitan et nostrum nomen miscebitur istis»[73].
Johnson hizo un gran elogio de John Bunyan. «Su Progreso del peregrino tiene gran valor por la invención, la imaginación, la manera de conducir el relato; ha tenido la mejor prueba de su mérito, que es la aprobación general y constante por parte de la humanidad. Creo que muy pocos libros han tenido tan grandes ventas. Es notable que tenga un comienzo tan semejante al poema de Dante. Sin embargo, no existía traducción ninguna de Dante cuando escribió Bunyan. Hay motivo para pensar que había leído a Spenser».[c209]
Se comentó una propuesta que se había ventilado recientemente, a saber, que en lo sucesivo se erigieran monumentos a las personas de más eminencia tanto en la catedral de St. Paul como en la abadía de Westminster, y alguien preguntó quién debiera tener el honor de que su monumento fuera el primero en erigirse allí. Alguien sugirió que fuese Pope. JOHNSON: «Señor, Pope era católico, no lo pondría yo el primero. Creo que es Milton quien debiera tener prioridad.[74] Ahora aún le tengo en mayor estima que a los veinte años. Contienen sus obras y las de Butler mayor pensamiento que las de nuestros demás poetas».
Alguno de los presentes expresó su pasmo e inquirió por qué el autor de un libro tan excelente como Todo el deber del hombre insistía en ocultarse.[75] JOHNSON: «Pueden existir varias razones, cualquiera de las cuales pudiera ser suficiente por sí sola. Puede tratarse de un clérigo, que ha entendido que sus consejos en materia de religión tal vez tuvieran menos peso si se supiera que proceden de un hombre cuya profesión es la de teólogo. Puede tratarse de un hombre cuya práctica no se adecue a los principios que predica, de modo que su reputación tal vez perjudicase el efecto de su libro, que habría escrito durante una temporada de penitencia. Puede tratarse asimismo de un hombre sumamente acendrado en la abnegación, seguro de no obtener compensación por sus píos desvelos en este mundo, prefiriendo referirlo todo a un estado futuro».
Los caballeros presentes se marcharon a su club, y me dejaron en casa de Beauclerk hasta que me fuera anunciado el resultado de la votación. Estuve sentado, sumido en un estado de gran ansiedad, que ni siquiera la encantadora conversación de lady Di Beauclerk pudo disipar del todo. En breve recibí la agradable comunicación de que había sido elegido miembro. Me apresuré a comparecer en el lugar de la reunión, y fui presentado ante una sociedad como rara vez se encuentra: Edmund Burke, a quien vi entonces por vez primera, y cuyo espléndido talento me había hecho ardientemente deseoso de conocerlo desde tiempo atrás; el doctor Nugent, el señor Garrick, el señor Goldsmith, el señor (después sir) William Jones, además de las personas con las que había compartido la cena. Cuando entré, Johnson se situó tras una silla, sobre cuyo respaldo se apoyó como si fuera un atril o un púlpito, y con humorística formalidad me hizo una encomienda, indicando la conducta que de mí se esperaba en condición de buen miembro del club.
Goldsmith expuso unos versos sumamente absurdos, que se habían recitado públicamente a cambio de dinero. JOHNSON: «Puedo yo igualar esos desatinos. Había un poema titulado Eugenio, que salió hace unos años, y que concluye así:
Y ahora, elfos inanes, ruines e ínfimos,
rebosantes de nada, de orgullo, de vosotros mismos,
ved a Eugenio, contemplad despacio su faz
y hundios en vosotros mismos, y no seáis más.[76]
»Νο, qué digo; Dryden, en su poema a la Royal Society, tiene estos versos:
Hemos de llegar al último confín del globo,
y ver el océano en el cielo tendido;
conocer a nuestros vecinos más remotos,
y el mundo lunar espiar tranquilos».
Hablando de retruécanos y juegos de palabras, Johnson, quien tenía un gran desprecio por esa manifestación del ingenio,[a nota c108, Vol. I] se dignó reconocer que había un buen retruécano en la Menagiana, creo que sobre el vocablo corps.[77]
Hubo muchas y muy placenteras conversaciones, que Johnson disfrutó con grandísimo buen humor. Ahora bien, por sí sola, su conversación, o bien lo que a ella conducía, o se entretejía con ella, es la materia de la que este libro se ocupa.[c210]
El sábado, primero de mayo, almorzamos solos en nuestro antro de costumbre, la Taberna de la Mitra. Estaba plácido, aunque poco predispuesto a hablar. Comentó que «los irlandeses se llevan con los ingleses mejor que los escoceses; su lengua está más próxima al inglés; prueba de ello es que muchos triunfan en la profesión de actor, cosa que no sucede entre los escoceses. Por otra parte, carecen de ese acendrado sentir nacional que se encuentra en los escoceses. Le haré justicia a usted, Boswell, si afirmo que es el más desescotizado de sus compatriotas. Es usted casi el único ejemplo de escocés, que yo conozca, que en cada una de sus frases no saca a relucir a algún otro escocés».
Tomamos el té con la señora Williams. Introduje un asunto que había causado gran agitación en el seno de la Iglesia de Escocia: si tiene o no fundamento la aspiración de los patronos laicos, que afirman estar investidos del derecho de nombrar a los presbíteros de las parroquias que son de su patrocinio, y, en el supuesto de que tenga fundamento, si ha de ejercerse tal designación sin el concurso de los feligreses. La Iglesia se compone de una serie de judicaturas: el Presbiterio, el Sínodo y, por último, la Asamblea General; ante todas ellas es posible defender esta cuestión; en algunos casos, como el Presbiterio rehúsa promover o acomodar, como lo llaman, a la persona recomendada por el patrono, se ha estimado necesario apelar a la Asamblea General. Johnson dijo que podría encontrar un buen tratamiento de la cuestión en la Defensa de las pluralidades,[c211] y si bien consideraba que un patrono debiera ejercer su derecho con la debida sensatez y sensibilidad por las inclinaciones de los feligreses de la parroquia, entendió con toda claridad el fundamento de su derecho. Suponiendo que la cuestión hubiera de ser argüida ante la Asamblea General, me dictó cuanto sigue:
En las judicaturas inferiores suele oponerse por lo común al derecho de los patrones la alegación de conciencia. Es la conciencia la que dicta a los feligreses que ellos mismos deben escoger a su pastor; la conciencia señala que no se debe imponer a una congregación un pastor ingrato e inaceptable para sus fieles. La conciencia no es más que esa convicción que sentimos en nuestro fuero interno de que algo ha de hacerse o evitarse; en cuestiones de moralidad simple y que no causen perplejidad, la conciencia es muy a menudo una guía en la que se puede confiar plenamente. Ahora bien, antes de que la conciencia lo determine, el estado de la cuestión es completamente conocido. En los temas que atañen a la ley, o a los hechos, la conciencia muy a menudo se confunde con la opinión. A nadie puede dictarle su conciencia cuáles son los derechos de otra persona; es preciso conocerlos mediante indagación racional o investigación histórica. La opinión, sin perder de vista que quien la tiene puede llamarla conciencia, tal vez enseñe a algunos que la religión puede experimentar mejoras, amén de ser preservada en paz, otorgando universalmente a todos la libre elección de sus pastores y vicarios. Sin embargo, muy mal formada está la conciencia que viola los derechos de un solo hombre por pura conveniencia de otro. No ha de mejorar la religión mediante la injusticia; nunca se ha demostrado tampoco que una elección popular se llevase a cabo muy en paz.
Que habrá violación de la justicia mediante la transferencia al pueblo del derecho de patrocinio es algo evidente para todo el que sepa dónde tiene su origen ese derecho. El derecho de patrocinio no fue en principio un privilegio que el poder arrancase a unos pobres indefensos que no ofrecieron resistencia. No se trata de una autoridad en principio usurpada en tiempos de ignorancia, y establecida sólo por sucesión y por precedentes. No es una concesión que caprichosamente haga un tirano a otro que es su subalterno. Es un derecho adquirido a muy alto precio por quienes primero lo tuvieron, y en justicia heredado por quienes les han sucedido. Cuando se implantó el cristianismo en esta isla, se prescribió una forma regular de adoración en público; los propietarios de las tierras, a medida que se fueron convirtiendo, construyeron iglesias para el uso y disfrute de sus familias y sus vasallos. Para la manutención de los pastores y vicarios de la iglesia asignaron una determinada porción de sus tierras; delimitaron un distrito en el que a cada pastor y vicario se le exigía administrar sus cuidados, y esa circunscripción fue lo que constituyó una parroquia. Ésta es una situación tan admitida en Inglaterra que la extensión de las fincas que corresponden a una casa solariega y la de una parroquia suelen estar en reciprocidad equivalente. Las iglesias que los propietarios de esas tierras así construyeron y dotaron son las que con justicia se consideraron autorizados a proveer de pastores y vicarios; allí donde prevalece el gobierno episcopal, el Obispo no tiene el derecho de rechazar a un hombre designado por el patrono, salvo si hubiera cometido un delito que pudiera excluirlo del sacerdocio. Como la dotación de la iglesia era dádiva del terrateniente, éste gozaba en consecuencia de libertad para dársela según su elección a un hombre capaz de desempeñar los sagrados oficios y que fuera de su entera confianza. No era el pueblo quien lo elegía, ya que el pueblo no pagaba.
A veces hemos oído decir premiosamente que de ese derecho original ya no queda ni memoria, que ha sido obliterado del todo por las muchas transmisiones de la propiedad y por los cambios de gobierno; que apenas queda una sola iglesia en manos de los legítimos herederos de quienes la construyeron; que quienes hoy afirman tener ese derecho se han apropiado subsiguientemente del mismo por mil causas tan accidentales como desconocidas. Es posible que gran parte de ello sea verdad. Ahora bien, ¿de qué manera se extingue el derecho de patrocinio? Si el derecho está unido indisolublemente a las tierras, su propiedad se rige por la misma equidad patrimonial que rige la propiedad de las tierras. Es, en efecto, parte de la casa solariega, y goza de la misma protección, por las mismas leyes, de que goza cualquier otro privilegio. Supongamos que una finca se confisca por delito de traición, y que la Corona la otorga a una nueva familia. Con las tierras se han confiscado todos los derechos concurrentes a las mismas; en aras de ese mismo poder que otorga las tierras, también se otorgan los derechos. El derecho que el patrono ha perdido no recae en el pueblo, sino que o bien lo conserva la Corona o bien, cosa que para el pueblo es lo mismo, la Corona lo otorga a quien fuera. Aun cuando cambie de manos con gran frecuencia, es poseído por quien lo recibe concurrentemente con el mismo derecho con que fue transmitido. Al igual que todas nuestras demás posesiones, bien puede ser expropiado por la fuerza u obtenido de manera fraudulenta. Pero sigue sin causarse perjuicio alguno al pueblo, pues lo que nunca tuvo no lo puede perder jamás. Cayo puede usurpar el derecho de Ticio, pero ni Cayo ni Ticio perjudican con ello al pueblo, y a nadie le incita la conciencia, por sensible o activa que pueda tenerla, a la recuperación de algo que, según se puede demostrar, jamás le fue arrebatado. Suponiendo algo que entiendo que no se puede demostrar, a saber, que una elección popular de pastores o vicarios fuera deseable, ese poder sólo debería estar en manos de los misericordiosos, y las riquezas en posesión de los generosos, si bien las leyes están obligadas a dejar tanto la riqueza como el poder allí donde lo encuentran, por lo que a menudo quedan las riquezas en manos de los codiciosos y el poder en manos de los crueles. La conveniencia puede ser la regla en las cosas de menor envergadura, allí donde no se ha establecido otra regla. Pero como la finalidad última del gobierno es dar a cada cual lo suyo, no habrá mayor inconveniencia que la de dar incertidumbre al propio derecho. Tampoco hay nadie que tanto se enemiste con la paz y el orden público como quien inculca en el sentir de los débiles imaginarias reclamaciones, y tronza la serie natural de la subordinación civil incitando a las clases bajas de la raza humana a usurpar las pertenencias de la clase alta.
Habiendo así mostrado que el derecho de patrocinio originalmente adquirido puede ser objeto de una transferencia legal, y que ahora se encuentra en poder de sus legítimos propietarios, al menos con la misma certeza que cualquier otro derecho, no hemos dejado a los abogados del pueblo otro recurso que el de la conveniencia. Por consiguiente, sopesemos ahora qué ganaría en realidad el pueblo con una abolición general del derecho de patrocinio. Lo más deseable de semejante transformación sería sin duda que el país contara con mejores pastores, vicarios y presbíteros. Ahora bien, ¿por qué íbamos a suponer que la parroquia haya de tomar una decisión más sabia que su patrono? Si suponemos que la humanidad actúa según su interés, es más probable que el patrono escoja con cautela, pues será quien más se resienta de una mala elección. Las deficiencias de su pastor e incluso los vicios de éste le ofenden por igual que al resto de la congregación, pero siempre tendrá una razón más para lamentarlos, y es que serán imputados a su absurdidad o a sus corruptelas. Es bien sabido que las cualidades de un pastor y de un vicario han de ser ante todo la erudición y la piedad. De su grado de erudición, probablemente el patrono sea el único juez apto en toda la parroquia; su piedad no la juzgará peor que los demás; es asimismo más lógico que haga una investigación minuciosa y diligente de su carácter antes de presentarlo a la congregación y designarlo titular de la parroquia, más en todo caso que cualquiera de los pertenecientes a la chusma parroquiana, que no podrá sino dar su voto. Tal vez se afirme que si bien la parroquia tal vez no elija al mejor de los vicarios, al menos elegirá al vicario que más le agrade, y que por tanto oficiará con la mayor eficacia. Nunca se ha tenido por finalidad del buen gobierno que la ignorancia y la maldad obtengan siempre lo que quieran; el gran beneficio del buen gobierno, el que perdura y sobresale, consiste en que los sabios decidan por los simples y que los constantes actúen por los veleidosos. Ahora bien, que este argumento suponga al pueblo capaz de juzgar y de resolver actuar según el criterio más apropiado, aun siendo suficientemente absurdo, no es todo el absurdo que contiene. Supone no sólo sabiduría, sino también unanimidad en quienes en cualquier otra ocasión no han sido unánimes ni sabios. Si debido a una anómala concurrencia todas las voces de una parroquia se unieran en la elección de un solo hombre, aunque no podría yo acusar al patrono de injusticia en caso de que presentara a su pastor o vicario sí lo censuraría por falto de amabilidad y por imprudencia. Ahora bien, es evidente que, como en cualquier otra elección popular, existirá contrariedad en el juicio y acrimonia en las pasiones, de modo que ante una vacante en el puesto de vicario la parroquia se fragmente en facciones encontradas, y la competencia por la elección del nuevo pastor siembre la discordia entre los vecinos y las desavenencias en el seno de las familias. Al vicario se le enseñarán todas las artes del candidato: a unos los adulará, sobornará a otros; los electores, como en cualquier otro caso, pedirán días feriados y cerveza, y se romperán unos a otros la crisma durante el jolgorio propio de la campaña. No obstante, al final tendrá que llegar la hora en que una de las facciones se imponga a las demás, y en que uno de los vicarios tome posesión de la iglesia. ¿En qué términos ingresa en su condición de vicario, si no es enemistado con la mitad de sus feligreses? ¿Por medio de qué prudencia o diligencia puede aspirar a conciliar los afectos del partido gracias a cuya derrota ha obtenido una forma de ganarse la vida? Todo el que haya votado en su contra entrará en la iglesia cabizbajo, con el ceño fruncido, temeroso de toparse con el vecino cuyo voto e influencia han podido más que los suyos. Odiará a su vecino porque se le ha opuesto, y a su vicario por haber prosperado gracias a la oposición; nunca lo verá si no es con rencor; nunca lo mirará si no es con odio. Del vicario que el patrono presente a la parroquia, rara vez tendrá nada malo que decir, al margen de que no lo conoce bien. Del vicario elegido por suscripción popular, los que no estuvieron a su favor habrán incubado en su seno el encono y el rechazo. La ira la excita sobre todo el orgullo. El orgullo de un hombre corriente se exaspera poco ante la presunta usurpación de un superior al que se reconoce como tal. Soporta solamente una pequeña participación en el mal de todos, y lo aguanta de consuno con el resto de la parroquia; ahora bien, cuando la contienda se dirime entre iguales, la derrota entraña muchos agravantes, y quien sale derrotado por el vecino de al lado rara vez se da por satisfecho sin tomarse cumplida venganza. Es difícil decir qué grado de amargura, de malignidad, no prevalecerá en la parroquia cuando tales elecciones se celebren con frecuencia y la enemistad y la inquina de la oposición se reaviven antes de haberse enfriado.
Aunque expongo ante mis lectores los magistrales pensamientos del doctor Johnson sobre la materia, me parece de rigor declarar que no obstante mi condición de patrono laico no suscribo por entero su opinión.
El viernes 7 de mayo desayuné con él en casa del señor Thrale, en el Borough. Mientras estábamos solos, me desviví por disculpar a una dama[c212] que se había divorciado de su marido mediante decreto parlamentario. Dije que él la había maltratado, que había tenido con ella un comportamiento brutal, y que ya no podía seguir viviendo bajo el mismo techo que su marido sin que su delicadeza se contaminara; que todo el afecto que por él tuviera se había destruido; que desaparecida la esencia de la unión conyugal sólo quedaba la frialdad formal del trato, una mera obligación civil; que ella estaba aún en la flor de la vida, dotada de abundantes cualidades para dar y experimentar la felicidad; que todo eso no debía echarse a perder, y que el caballero a cuenta del cual había solicitado y obtenido el divorcio había conquistado su corazón pese a la desdichada situación en que se hallaba. Seducido quizá por los encantos de la dama en cuestión, traté así de paliar lo que en mi fuero interno sabía que carecía de justificación posible, pues cuando terminé mi enardecido discurso mi venerable amigo me cortó por lo sano: «Mi querido señor, no acostumbre a mezclar en su ánimo el vicio y la virtud. La mujer es una puta, y punto redondo».
Describió de esta forma al padre de uno de sus amigos:[c213] «Era un orador tan exuberante en las reuniones públicas que los caballeros de su tierra le tenían miedo. Debido a sus declamaciones, era imposible cerrar ningún trato con él».
No me creyó del todo cuando le comenté que había mantenido una conversación por señas con unos esquimales que por entonces se hallaban en Londres, en particular con uno de ellos, que era sacerdote. Pensó que me habría sido imposible hacerme entender. No había hombre más incrédulo en cuanto a un hecho particular, que por otra parte nada tenía de extraordinario; por consiguiente, no había hombre más escrupulosamente inquisitivo, animado siempre por el fin de averiguar la verdad.
Ese día almorcé con él en casa de mis amigos Edward y Charles Dilly, libreros del Poultry; estuvieron presentes también el señor Dilly del condado de Bedford, hermano de ambos; el doctor Goldsmith; el señor Langton; el señor Claxton; el reverendo doctor Mayo, presbítero disconforme; el reverendo señor Toplady, y mi buen amigo el reverendo señor Temple.
Se mencionó la compilación de los viajes por los Mares del Sur que había compuesto Hawkesworth.[a nota c130, Vol. I] JOHNSON: «Señor, si de ello se habla por ser asunto de comercio, será provechoso; ahora bien, si se considera un libro llamado a incrementar la cultura de los hombres, me temo que es bien poca cosa. Hawkesworth sólo puede contar lo que los viajeros le hayan contado, y es bien poco lo que han descubierto; tengo entendido que sólo han hallado un animal nuevo». BOSWELL: «Pero muchos insectos». JOHNSON: «Señor, en lo referente a los insectos calcula Ray que en Gran Bretaña hay veinte mil especies. Siendo así, podrían haberse quedado aquí y haber descubierto más que suficientes».
Hablando de aves, comenté el ingenioso ensayo de Daines Barrington en contra de la idea más admitida sobre las migraciones. JOHNSON: «Creo que tenemos de la migración de las becadas todas las pruebas que cabría desear. Vemos que desaparecen en determinada estación del año; algunas, cuando se fatigan de tanto volar, se posan como es sabido en la arboladura de los navíos que avistan en alta mar». Uno de los presentes señaló que tenía pruebas de que algunas se encontraban en verano en tierras de Essex. JOHNSON: «Eso, señor, refuerza nuestro argumento. Exceptio probat regulam. Que algunas se hayan encontrado demuestra que, si se quedasen todas, se encontrarían mucha». GOLDSMITH: «Las golondrinas emprenden una migración parcial: las más fuertes emigran, pero las otras no».
BOSWELL: «Tengo garantías de que los habitantes de Otaheité, que tienen a su alcance el árbol del pan, cuyo fruto les sirve como el pan a nosotros, se echaron a reír a carcajadas cuando se les informó del tedioso procedimiento que necesitamos nosotros para hacer el pan: arar el campo, sembrar, escarificar, segar la mies, trillarla, moler el grano, cocerlo…». JOHNSON: «Todos los salvajes ignorantes se reirán a carcajadas cuando se les comuniquen las ventajas de las vida civilizada. Si uno tuviera que contar a los hombres que viven sin casas cómo apilamos un ladrillo tras otro, cómo tendemos viga tras viga, y que cuando se levanta una casa hasta cierta altura un hombre cae de un andamio y se parte la crisma, se reirían a mandíbula batiente de nuestra malsana forma de construir casas, pero no se sigue de ello que los hombres vivan mejor sin casas. No, señor —añadió levantando en alto una barra de buen pan blanco—: esto es infinitamente mejor que el árbol del pan».
Repitió un argumento que se encuentra en su Rambler[c214] contra la idea de que la creación, por parte de los animales, esté provista de la facultad del razonamiento: «Las aves construyen sus nidos por instinto; nunca progresan; construyen su primer nido igual de bien que todos los que construirán en su vida». GOLDSMITH: «Sin embargo, si uno se lleva un nido lleno de huevos, el ave construye otro más ligero y vuelve a poner». JOHNSON: «Señor, eso es porque la primera vez tiene todo el tiempo que necesita, y hace el nido a conciencia. En el caso que señala, el ave está apremiada para poner, y por eso arma el nido deprisa, por lo cual es más ligero». GOLDSMITH: «La nidificación de las aves es una de las cosas que peor conocemos en la Historia natural, a pesar de ser una de las más curiosas».
Introduje la cuestión de la tolerancia. JOHNSON: «Todas las sociedades tienen derecho a preservar la paz y el orden público; por consiguiente, tienen derecho a prohibir la propagación de opiniones que muestren una tendencia negativa. Afirmar que el magistrado tenga ese derecho equivale a emplear mal el vocablo: lo tiene la sociedad, de la que el magistrado es un agente. Moral o teológicamente puede equivocarse al restringir la propagación de aquellas opiniones que considere peligrosas, pero políticamente hace bien». MAYO: «Yo, señor, soy de la opinión de que todos los hombres tienen derecho a la libertad de conciencia en lo religioso, y entiendo que el magistrado no es quien para restringir ese derecho». JOHNSON: «Estoy de acuerdo con usted. Todos los hombres tienen derecho a la libertad de conciencia, en lo cual no puede interferir el magistrado. Se suele confundir la libertad de pensamiento con la libertad de expresión; qué digo, con la libertad de prédica. Todos los hombres tienen el derecho físico a pensar como les plazca, ya que no es posible descubrir cómo piensa cada cual. No se trata de un derecho moral, pues su deber es informarse y pensar con justicia. Sin embargo, señor, ningún miembro de una sociedad tiene derecho a enseñar ninguna doctrina que sea contraria a la que esa sociedad tiene por verdadera. El magistrado, digo yo, puede equivocarse en lo que piense, pero mientras piense que tiene razón puede y debe aplicar lo que piensa y hacer que se cumpla». MAYO: «De ser así, señor, persistiremos siempre en el error, y nunca se impondrá la verdad, y el magistrado acertó al decretar la persecución de los primeros cristianos». JOHNSON: «El único método por el cual puede establecerse sin margen de error la verdad en materia de religión es el martirio. El magistrado tiene pleno derecho de aplicar lo que piense y la obligación de hacer que se cumpla, y quien posea plena conciencia de la verdad tiene todo el derecho a sufrir persecución y martirio. Mucho me temo que no exista otra forma de precisar la verdad, si no es mediante la persecución de una parte y el sufrimiento de la otra». GOLDSMITH: «¿Y cómo ha de actuar el hombre, digo yo? Si bien convencido firmemente de la verdad de su doctrina, ¿no es posible que considere un error exponerse a la persecución? ¿Tiene derecho a ello? ¿No equivaldría eso, por así decir, a un suicidio voluntario?». JOHNSON: «Señor, en cuanto al suicidio voluntario, como lo llama usted, hay en un ejército veinte mil hombres que no tendrán reparo en dejarse pegar un tiro, y que están en la brecha por cinco peniques al día». GOLDSMITH: «¿Y tienen derecho moral de hacer tal cosa?». JOHNSON: «No, señor; si no admite usted la opinión universal de la humanidad, no tengo más que añadir. Si la humanidad no sabe defender su propia forma de pensar, no puedo defenderla yo. Señor mío, si un hombre está en duda y no sabe si lo mejor es exponerse al martirio o no, es preferible que no lo haga. Ha de estar convencido de que es un delegado que sólo cumple órdenes del Cielo». GOLDSMITH: «Yo sopesaría si en conjunto existe una mayor posibilidad de obrar bien o de obrar mal. Si veo a un hombre que ha caído en un pozo, mi deseo será ayudarle a salir, pero si la posibilidad de que él me arrastre al pozo es mayor que la posibilidad de que yo pueda sacarle, me abstendré de intentarlo. Si tuviera yo que ir a Turquía, tal vez tuviera el deseo de convertir al Gran Signor a la fe cristiana, pero cuando considerase que muy probablemente me dieran muerte sin haber logrado mi propósito en la menor medida, entendería que sería preferible quedarme mano sobre mano». JOHNSON: «Señor, debe usted reparar en que tenemos obligaciones perfectas e imperfectas. Las obligaciones perfectas, que por lo común consisten en el imperativo de no hacer algo, son claras e indudables; por ejemplo, “no matarás”. En cambio, la caridad, por ejemplo, no tiene límites definibles. Es un deber dar a los pobres, pero no hay quien pueda afirmar cuánto debe dar otro a los pobres, ni cuándo ha dado un hombre con tanta racanería que no salvará su alma. Del mismo modo, es un deber enseñar al que no sabe, y es en consecuencia natural convertir a los infieles al cristianismo, pero no hay nadie, en el decurso natural de las cosas, que esté obligado a llevarlo a cabo hasta el extremo de incurrir en el riesgo del martirio, tal como nadie está obligado a despojarse incluso de la camisa para dársela a los pobres en una obra de caridad. He dicho antes que el hombre debe estar persuadido de que tiene una delegación particular decretada por el Cielo». GOLDSMITH: «¿Y eso cómo se sabe? Nuestros primeros reformadores, que fueron quemados en la hoguera por no creer que el pan y el vino eran Cristo Nuestro Señor…». JOHNSON (interrumpiéndole): «Señor, no fueron quemados en la hoguera por no creer que el pan y el vino sean Cristo, sino por insultar a quienes creían que lo son. Y, por cierto, señor mío, cuando los primeros reformadores emprendieron su tarea, no tenían la intención de ser martirizados: fueron muchos los que se dieron a la fuga como mejor pudieron». BOSWELL: «Pero, señor, está asimismo su paisano Elwal, quien según me dijo usted mismo desafió al rey Jorge y a sus mil esbirros y a sus mil guardias rojos». JOHNSON: «A mi paisano Elwal tendrían que haberle puesto en el cepo: un púlpito apropiado para él, desde el que habría gozado de una bien nutrida concurrencia. Un hombre que predique desde el cepo siempre tendrá oyentes en abundancia». BOSWELL: «Pero Elwal consideraba que estaba en lo cierto». JOHNSON: «Aquí no proveemos a los dementes; ya tienen sitios adecuados en los alrededores» (refiriéndose a Moorfields). MAYO: «De todos modos, señor, ¿no es excesivamente duro que no se me permita enseñar a mis hijos lo que yo de veras creo que es la verdad?». JOHNSON: «Señor, usted se las ingenia para enseñar a sus hijos extra scandalum; sin embargo, el magistrado, si se entera, tiene el derecho de imponerle restricciones. ¿Y si enseñara usted a sus hijos a ser ladrones?». MAYO: «Eso es burlarse del asunto». JOHNSON: «Ni mucho menos, señor; tómeselo de este modo: usted les enseña la comunidad de los bienes, noción a favor de la cual hay tantos argumentos convincentes como los hay de las doctrinas más desencaminadas. Usted les enseña que, al principio, todas las cosas eran propiedad del común, y que ningún hombre tenía derecho a poseer nada más que aquello que tuviera entre las manos, y que ésta sigue siendo, o debiera ser, una regla de oro para la humanidad. Así, señor, socava uno de los grandes principios de la sociedad: la propiedad privada. ¿No le parece que en tal caso el magistrado tendría derecho a impedírselo? Suponga, si no, que usted enseñase a sus hijos la idea de los adamitas: que deban ir desnudos por las calles. ¿No tendría el magistrado derecho a azotarlos para que vistieran sus jubones?». MAYO: «A mi juicio, el magistrado no tiene ningún derecho a interferir mientras no se produzca un acto flagrante». BOSWELL: «Así pues, aun cuando vea a un enemigo del Estado armado con un trabuco, no ha de interferir mientras no lo dispare». MAYO: «Ha de estar seguro de que lo dirige contra el Estado». JOHNSON: «Es el magistrado quien ha de juzgar eso. No tiene derecho a restringir su pensamiento, porque el mal que de él pueda desprenderse se centra en usted mismo. Si un hombre estuviera sentado ante esta mesa y estuviera tronzándose los dedos, el magistrado, en calidad de custodio de la comunidad, no tendría autoridad para impedírselo, pero podría hacerlo por amabilidad, como un padre. Aunque ciertamente, si lo sopesara más despacio, creo que sí tendría autoridad para impedírselo, pues se diría que quien se corta los dedos de un tajo es probable que pronto se ponga a cortar los de los demás. Si a mí me parece correcto robarle el plato al señor Dilly, soy un mal hombre, pero él no me podrá decir nada. Si hago una declaración abierta y anuncio que me propongo hacerlo, me impedirá la entrada en su casa. Bastará con que alargue la mano para que me envíe a la cárcel de Newgate. Así se da la gradación entre pensar, predicar y actuar: si un hombre piensa de un modo erróneo, puede guardar sus pensamientos para sí, y nadie le molestará; si predica una doctrina errónea, la sociedad puede expulsarlo de su seno; si actúa en consecuencia de lo que piensa y predica, la ley ha de intervenir y ha de ajusticiarlo».[c215] MAYO: «Sin embargo, señor, ¿no tendrían que disponer los cristianos de libertad de conciencia?». JOHNSON: «Ya se lo he dicho, señor. Vuelve usted al punto de partida». BOSWELL: «El doctor Mayo siempre toma una posta de regreso, y siempre vuelve a la escena de origen. Dispone de ella por la mitad del precio». JOHNSON: «El doctor Mayo, como otros adalides de la tolerancia ilimitada, dispone de un conjunto finito de palabras.[78] Señor, políticamente es lo de menos que el magistrado tenga razón o no, que obre bien o no. Supongamos que se formase un club donde se brindase por la confusión del rey Jorge III, y por una feliz restauración al trono de Carlos III;[c216] esto sería pésimo para el Estado, pero todos los miembros de ese club han de conformarse a sus reglas, o bien serán expulsados de su seno. El viejo Baxter, ahora que recuerdo, sostiene que el magistrado debe “tolerar todo lo que sea tolerable”. No es una buena definición de la tolerancia bajo ningún principio, pero demuestra que bien entendía que ciertas cosas no eran tolerables». TOPLADY: «Señor, ha desenmarañado usted este difícil asunto con grandísima destreza».
Durante toda esta conversación, Goldsmith estuvo intranquilo y agitado por su deseo de meter baza y brillar. Al sentirse excluido, había tomado su sombrero y se disponía a marcharse, pero permaneció allí de pie con el sombrero en la mano, como el tahúr que, al término de una larga noche, aún aguarda un poco más junto a la mesa, por ver de hallar una apertura favorable con la que redondear el éxito de la noche. Una vez, cuando a punto estaba de decir algo, se vio abrumado por la voz tonante de Johnson, que ocupaba la cabecera opuesta de la mesa, y ni siquiera reparó en el intento de Goldsmith. Desilusionado, truncado su deseo de recabar la atención de los presentes, se dejó llevar por un arranque de ira y arrojó el sombrero mirando a Johnson con enojo, y exclamó con amargura: «Tómelo». Iba Toplady a decir algo, y Johnson emitió un sonido, lo cual llevó a Goldsmith a pensar que iba a comenzar de nuevo, quitándole la palabra a Toplady, con lo cual aprovechó la ocasión y dio rienda suelta a su envidia y malestar, so pretexto de acudir en auxilio de un tercero: «Señor —dijo a Johnson—, el caballero lleva una hora escuchándole pacientemente; le ruego nos permita oír lo que desea decir». JOHNSON: «Señor —dijo con severidad—, no iba yo a interrumpirle. Tan sólo le he dado señal de que cuenta con toda mi atención. Es usted un impertinente». Goldsmith no dijo nada. Siguió allí durante un rato.
Uno de los presentes[c217] se aventuró a preguntar al doctor Johnson si no existía una diferencia material entre la tolerancia de las opiniones que llevan a la acción y la tolerancia de las opiniones meramente especulativas; por ejemplo, ¿sería un error que el magistrado tolerase a quienes predican en contra de la doctrina de la Trinidad? Johnson se sintió sumamente ofendido. «Me pregunto, señor, cómo es posible que un caballero tan piadoso como usted pueda introducir esta cuestión ante una concurrencia mixta en sus creencias sobre la materia». Después me comentó que lo impropio del asunto era debido a que tal vez parte de los presentes hablase de ello en términos que podrían haberle herido, o que se hubiera visto conminado a presentarse ante la concurrencia como un hombre estrecho de miras. Con deferencia y sumisión, el caballero dijo que sólo había insinuado la cuestión por mero deseo de conocer la opinión del doctor Johnson. «Es sencillo —repuso—. Creo que permitir a los hombres que prediquen cualquier opinión contraria a la doctrina de la Iglesia establecida tiende en cierto grado a reducir la autoridad de la Iglesia y, en consecuencia, a disminuir la influencia de la religión». «Podría considerarse —dijo el caballero— si no sería políticamente aconsejable tolerarlo en tal caso». JOHNSON: «Señor mío, hemos hablado de derechos, de lo que es justo. Ésa es otra cuestión. Creo que no es políticamente aconsejable tolerarlo en tal caso».
Aunque no le pareciera adecuado que se tratara un tema tan peliagudo ante una concurrencia mixta en cuanto a tal materia, y aunque por consiguiente descartó en esta ocasión la cuestión teológica, su propia creencia en el sagrado misterio de la Trinidad está fuera de toda duda, como bien se ve en este pasaje de su devocionario particular: «Oh, Señor, escucha mis oraciones por Jesucristo tu Hijo, a quien contigo y con el Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, sea rendido todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos, amén».[79]
BOSWELL: «Díganos por favor, señor Dilly, qué tal se vende la Historia de Irlanda del doctor Leland». JOHNSON (en un generoso estallido de indignación): «Los irlandeses viven en un estado sumamente antinatural, pues bien se ve que allí una minoría se impone a la mayoría.[c218] No hay un solo ejemplo, ni siquiera en las diez persecuciones,[c219] de una severidad tal como la que han ejercido los protestantes contra los católicos. De haberles dicho que los hemos conquistado y sometido, habría sido puro desatino: castigarlos mediante la confiscación de sus bienes y otras penalidades, como a los rebeldes, fue una injusticia monstruosa. El rey Guillermo nunca fue su legítimo soberano; no lo habría reconocido como tal el Parlamento de Irlanda cuando se alzaron en armas contra él».
Hice una sugerencia favorable a los católicos, TOPLADY: «Su invocación a los santos, ¿no presupone la omnisciencia por parte de éstos?». JOHNSON: «De ninguna manera; sólo presupone pluripresencia, y cuando los espíritus están desgajados de la materia parece probable que vean con mayor alcance que en estado corpóreo. Por tanto, en la invocación a los santos no hay riesgo siquiera lejano de usurpación de los atributos divinos. Pero sí creo que es adoración voluntaria, y presunción. No veo que la prescriba ningún mandamiento, y creo que por tanto es más seguro no practicarla».
Langton, él y yo fuimos juntos al club, donde nos encontramos a Burke, Garrick y otros miembros, entre ellos nuestro amigo Goldsmith, que permaneció en silencio, meditabundo y malhumorado, dándole vueltas a la reprimenda que le endilgó Johnson después del almuerzo. Johnson se percató de ello, e hizo un aparte con nosotros: «Lograré que Goldsmith me perdone». Lo llamó en voz alta: «Doctor Goldsmith, algo ha pasado hoy donde almorzamos usted y yo, por lo cual le pido perdón». Goldsmith respondió plácidamente: «Mucho ha de significar para usted, señor, que yo me lo tome a mal». Y de ese modo se zanjó la diferencia y volvieron a tratarse en términos tan amistosos como siempre, y Goldsmith habló por los codos, como de costumbre.
Esa noche, yendo de camino al club, cuando lamenté que Goldsmith se esforzase tanto por brillar a la primera de cambio, con lo que a menudo quedaba en evidencia, Langton observó que en nada se parecía a Addison, quien siempre se dio por contento con la fama de sus escritos, sin querer acaparar también la excelencia de la conversación, para la cual se consideraba él mismo mal pertrechado; a una dama que se le quejó de que «apenas hubiese hablado en compañía de los demás» dijo así: «Señora, ahora mismo sólo llevo nueve peniques encima, pero me pueden fiar por miles de libras».[c220] Apunté que Goldsmith tenía oro en abundancia en su gabinete, pero que, no contento con ello, siempre andaba sacando el monedero. JOHNSON: «Así, es, señor, ¡y cuántas veces no resulta que lo tiene vacío!».
El deseo insaciable de Goldsmith por sobresalir en público fue con frecuencia ocasión de que pareciera tan en desventaja que uno a duras penas lograba suponer siquiera por asomo que fueran posibles tales patinazos en un hombre de genio.[c221] Cuando su reputación de literato había subido merecidamente como la espuma, y por todas partes se le cortejaba y se requería su compañía, dio en ponerse muy celoso de la atención que por doquiera se prestaba a Johnson. Una noche, estando en un círculo de ingenios, se molestó conmigo por haber dicho yo que Johnson tenía derecho a gozar de una superioridad incuestionable. «Señor —me dijo—, está usted a favor de crear una monarquía en lo que debiera ser república».
Aún se vio más mortificado una vez en que, hablando ante varias personas con gran fluidez y vivacidad, y felicitándose incluso al reseñar la admiración que le rendían todos los presentes, un alemán que estaba sentado a su lado reparó en que Johnson cambiaba ostensiblemente de postura, cual si fuese a decir algo, de modo que le hizo callar en seco, diciéndole: «Chitón, chitón, que el Toctorr Shonson fa a decirr algo». Fue sin duda una gran provocación, en especial para una persona tan irritable como Goldsmith, quien a menudo recordó el incidente con grandes aspavientos de indignación.
También es de observar que Goldsmith a veces disfrutaba cuando se le trataba con llaneza y familiaridad, aunque en ocasiones se daba unos aires de importancia completamente improcedentes. Buena muestra de ello la tenemos en un caso de poca relevancia. Johnson tenía la afición de contraer los nombres de sus amigos, y así Beauclerk era Beau; Boswell, Bozzy; Langton, Lanky; Murphy, Mur; Sheridan, Sherry. Recuerdo un día en que Tom Davies refería que el doctor Johnson dijo que «estamos todos devanándonos los sesos para poner título a la obra teatral de Goldy»; Goldsmith pareció enojado de que alguien se tomara tales libertades con su nombre, y dijo: «A menudo he deseado que no me llame Goldy». Tom era notablemente atento a las circunstancias más nimias que rodeaban a Johnson. Recuerdo que una vez me dijo, nada más llegar yo a Londres, «señor, nuestro gran amigo ha mejorado más si cabe el apelativo que da al viejo señor Sheridan. Ahora lo llama Sherry derry».
Al reverendo señor Bagshaw, en Bromley[80]
8 de mayo de 1773
Señor,
le transmito mi más sincero agradecimiento por las adiciones que aporta a mi Diccionario, pero la nueva edición ya se ha publicado hace algún tiempo, de manera que no podré incluirlas. Desconozco si alguna vez volveré a revisarlo. Si muchos lectores hubieran sido tan juiciosos, diligentes y comunicativos como usted, mi obra habría sido mucho mejor. El mundo ha de contentarse con ella tal como es. Soy, señor, su más agradecido y más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
El domingo 8 de mayo[c222] almorcé con Johnson en casa de Langton con el doctor Beattie y otros invitados. Peroró sobre el tema de la propiedad intelectual: «Parece haber en los escritores —señaló— un derecho de propiedad más fuerte incluso que el de quien se acoge al derecho de ocupación; se trata de un derecho metafísico,[c223] un derecho, por así decir, inherente a la creación, que por su propia naturaleza debiera ser perpetuo; sin embargo, el consenso de las naciones es contrario a ello y, en efecto, la razón, y los propios intereses de la cultura, están en contra de que así sea, ya que si fuera perpetuo ningún libro, por grande que pudiera ser su utilidad, gozaría nunca de difusión universal entre la humanidad entera, siempre que a su propietario se le metiera entre ceja y ceja el restringir su circulación. Ningún libro gozaría de la ventaja de una edición anotada, por más necesarias que fueran las notas para su elucidación, si su dueño se opusiera perversamente a ello. Por lo tanto, por el bien general del mundo, toda obra de verdadero valor que haya creado un autor, puesta en circulación por él, ha de tenerse como algo que ya no obra en su poder, sino como algo que es propiedad del público; al mismo tiempo, su autor ha de tener pleno derecho a gozar de una recompensa adecuada. Y es preciso que se le garantice mediante el derecho exclusivo sobre su obra durante un considerable número de años».
Vituperó la extraña especulación de lord Monboddo sobre el estado primitivo de la naturaleza humana, observando que «es mera conjetura, señor, sobre algo baladí, aun cuando se demostrase que es verdad. El saber siempre es bueno, sea de la especie que sea; las conjeturas, sobre aquello que tenga utilidad, son buenas. Ahora bien, una conjetura acerca de algo cuyo conocimiento es baladí, como es que los hombres anduvieran alguna vez a cuatro patas, es de todo punto inservible».
El lunes 9 de mayo, como mi previsión era emprender viaje de regreso a Escocia a la mañana siguiente, tuve deseos de estar con el doctor Johnson todo el tiempo que pudiera, pero antes fui a ver a Goldsmith para despedirme de él. Los celos y la envidia que, si bien poseía muchas cualidades sumamente admirables, francamente reconoció en más de una ocasión, estallaron violentamente durante esta entrevista. Otra vez en que Goldsmith confesó su naturaleza envidiosa discutí con Johnson y sostuve que no debíamos enojarnos con él, puesto que era sincero al reconocerlo. «De ninguna manera —dijo Johnson—. Tiene que enfurecernos que un hombre tenga en tal superabundancia una cualidad detestable, hasta el punto de no guardársela para sí, ya que rebosa por doquiera». A mi entender, Goldsmith no tenía esa cualidad en cantidad mayor que otras personas, sino que hablaba de ello con mayor desenfado.
Pareció muy molesto de que Johnson fuera a viajar; dijo que «para mí sería un peso muerto el tener que llevarlo conmigo, y reconozco que no sería capaz de llevarlo a rastras por las Tierras Altas y las Hébridas». Tampoco tuvo paciencia para dejar que me extendiera sobre las magníficas facultades de Johnson; exclamó: «¿No le parece igual que Burke, que da vueltas en torno a un tema como si fuera una serpiente?». «Ni mucho menos —dije—. Johnson es el Hércules que estrangulaba serpientes estando en la cuna».
Almorcé con Johnson en casa del general Paoli. Debido a una indisposición tuvo que ausentarse pronto; sin embargo, me dio cita para la tarde en casa del señor Chambers, ahora sir Robert, en el Temple, adonde fui por lo tanto a la hora pactada, aunque lo encontré todavía muy molesto. Chambers, como es natural en tales casos, le recetó diversos remedios. JOHNSON (roído por el dolor): «Le ruego no me irrite. Espere a que esté mejor, ya me dirá después cómo curarme». Se repuso y habló con noble entusiasmo de la conservación de la respetabilidad de las familias de mayor alcurnia. El celo y el ardor que puso en esta cuestión es circunstancia extraordinariamente digna de nota en su carácter, si se piensa que él carecía de toda pretensión de nobleza. Una vez le oí decir que «es un gran mérito en mí el entusiasmo que pongo en la subordinación y en los honores de nacimiento, pues a duras penas sé quién fue mi abuelo». Defendía la dignidad y la conveniencia de la sucesión por línea masculina, oponiéndose al criterio de uno de nuestros amigos,[c224] que aquel día había recabado los servicios del señor Chambers para la redacción de su testamento, legando su finca a sus tres hijas de preferencia a un heredero varón que era pariente lejano. Johnson las llamaba «las tres maritornes», y dijo con altivez equiparable a la del barón más audaz de los mejores tiempos del feudalismo que «una antigua heredad debería ir siempre a manos de los varones. Es necedad inmensa permitir que un desconocido se adueñe de ella por casarse con la propia hija y adoptar el propio apellido. En cuanto a las propiedades que se adquieren por compra, dense si se quiere al perro, llamado Towser, y que éste conserve el nombre que le es propio».
Le he visto a veces divertirse de una manera extraordinaria ante lo que para otros era mera minucia. Se echó a reír a carcajadas sin razón aparente, al menos sin una que nosotros pudiéramos percibir, de que nuestro amigo hiciera testamento; lo llamó testator y añadió: «Yo diría que está convencido de haber hecho una gran cosa. No parará hasta que llegue a su casa de campo y muestre a todos ese maravilloso documento; visitará al dueño de la primera posada del camino y, luego de un oportuno preámbulo sobre la muerte y la incertidumbre de la vida, le dirá que no posponga ni un instante el momento de testar; aquí, señor, le dirá con la boca llena: aquí está mi testamento, que acabo de redactar con ayuda de uno de los mejores juristas del reino, y se lo leerá de cabo a rabo —dijo sin dejar de reírse—. Cree que ha hecho testamento, pero no lo ha hecho: es usted, Chambers, quien se lo ha dado hecho. Confío que haya tenido más sensatez que para hacerle decir “en pleno uso de sus facultades”, ¡ja, ja, ja! Confío que me haya dejado algo en herencia. Le habría puesto yo el testamento en verso, cual si fuera una balada».
De esta manera tan jocosa continuó un buen rato, riéndose de sus joviales lindezas, que desde luego no fueron las que cabría esperar del autor del Rambler, pero que aquí se preservan con el fin de que mis lectores puedan tener conocimiento de las características menos corrientes y más livianas de un hombre tan ilustre.
El señor Chambers bajo ningún concepto disfrutó con esta jocosidad en un asunto del que pars magna fuit,[c225] y pareció impaciente por librarse de nosotros. Johnson no podía dejar de reír, y así continuó hasta llegar a la puerta del Temple. Allí tuvo tal ataque de risa que pareció a punto de sufrir una convulsión y, con afán de encontrar apoyo, se sujetó a uno de los postes que hay a la orilla de la acera, prorrumpiendo en risotadas tan sonoras que en el silencio de la noche parecían propagarse como campanadas estentóreas desde Temple Bar hasta Fleet Ditch.
Esta exhibición sumamente absurda de jocosidad por parte del temible, melancólico y venerable Johnson[c226] vino muy oportunamente a contrarrestar la sensación de tristeza que solía embargarme cuando de él me despedía durante un tiempo considerable. Le acompañé hasta la puerta de su casa, donde me dio su bendición.
De sí mismo anota este año: «Entre Pascua y Pentecostés, habiendo siempre considerado esa época del año propicia para el estudio, intenté aprender el bajo holandés».[81] Es de observar en este punto que reconoce la más que probable influencia de las estaciones en el ánimo del ser humano, que en cambio ha ridiculizado en sus escritos. Sus progresos, añade, se vieron truncados por unas fiebres, «que debido a un empleo imprudente de la letra pequeña le dejaron una inflamación en su ojo bueno». No podemos menos que admirar su brioso espíritu cuando tenemos presente que, en medio de una complicación de trastornos corporales y anímicos, estaba pese a todo deseoso de mejorar en lo intelectual. En distintos días aparecen en su agenda notas sobre los estudios que emprendió a lo largo del año, como, por ejemplo:
Inchoavi lectionem Pentateuchi. Finivi lectionem Conf. Fab. Burdonum. Legi primum actum Troadum. Legi Dissertationem Clerici postremam de Pent. 2 de los sermones de Clark. L. Appolonii pugnam Betriciam L. centum versus Homeri.
Sirva como muestra de las adquisiciones que en el campo de la literatura acumulaba perpetuamente, con las que acrecentaba su intelecto, al tiempo que se acusaba de acidia.
En este año falleció la señora Salusbury, madre de la señora Thrale. Por esta señora parece que tuvo un gran aprecio, y honró su memoria con un epitafio.[82]
En una carta fechada en Edimburgo el 29 de mayo le apremié a que perseverase en su resolución de realizar este año su proyectada visita a las Hébridas, de la cual habíamos hablado a lo largo de muchos años, pues seguía teniendo absoluta confianza en que nos proporcionaría grandes entretenimientos.
A James Boswell
Johnson’s Court, Fleet Street,
5 de julio de 1773
Querido señor,
cuando me llegó su carta, tan abrumado me encontraba, tan sumido en la negrura por la inflamación de un ojo, que por un tiempo ni siquiera pude leerla. Ahora ya puedo escribir sin mayores molestias, y puedo leer lo impreso en un cuerpo grande. La letra pequeña se me resiste. Poco a poco se me fortalece el ojo, y espero darle deleite en la contemplación de un loch de Caledonia.
Chambers se marcha a Bengala a ocupar el puesto de juez, con un salario de seis mil al año. Viajaremos juntos hasta Newcastle, desde donde me será fácil llegar a Escocia. Hágame saber exactamente en qué fecha se toma vacación de los tribunales. He de conformarme un poco a la disponibilidad de Chambers, igual que él a la mía. La fecha que usted señale habrá de ser el punto fijo al que de común acuerdo trataremos de acercarnos todo lo posible. Con la salvedad del ojo, me encuentro muy bien.
A Beattie lo miman, lo invitan, lo agasajan, lo cubren de obsequios y lo adulan tanto los grandes que apenas lo he visto. Tengo fundadas esperanzas de que esté de sobra bien atendido, de modo que viviremos de él en Marischal College sin compasión ni modestia.[c227]
———[c228] marchó de la ciudad sin despedirse de mí, yéndose sumamente indignada ———.[c229] ¿No le parece sumamente pueril? ¿Qué se habrá hecho de mi herencia?
Confío en que su querida esposa y su querida hijita estén bien. También las habré de ver cuando llegue. Y sostengo esa opinión tan de usted, a saber, que sospecho que cuando haya visto a la señora Boswell estaré más reacio a marcharme. Soy, señor, su afectuoso y humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Escríbame en cuanto le sea posible. Chambers está en Oxford.
Volví a escribirle para informarle de que el Tribunal Supremo de Escocia levantaba sus sesiones el 12 de agosto, con la esperanza de que llegase algunos días antes, y expresando quizá de manera harto extravagante la admiración que por él tenía, y las esperanzas de que gozase de grandes placeres con nuestro viaje previsto.
A James Boswell
3 de agosto de 1773
Querido señor,
partiré de Londres el viernes día 6. No tengo intención de haraganear por el camino. No puedo decirle con exactitud qué día he de estar en Edimburgo. Supongo que buscaré una posada y enviaré a un mozo en su busca.
Me temo que Beattie no estará en su colegio a tiempo de que lo veamos, y lamentaré no tener ocasión de hacerlo, pero no hay forma de acomodarse a todas las conveniencias. Haremos las cosas lo mejor que podamos. Soy, señor, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Al mismo
3 de agosto de 1773
Querido señor,
al no hallarme en casa del señor Thrale cuando se recibió su carta, había escrito la nota adjunta y la tenía sellada; aquí me la traje a franquear y me encontré con la suya. Si hay algo capaz de reprimir mi entusiasmo y mi ardor, es una carta como la suya. Decepcionar a un amigo es una gran ingratitud, pero quien se forma expectativas como las de usted ha de verse a la fuerza decepcionado. Piense sólo que, cuando me vea, verá a un hombre que lo quiere y que se enorgullece y se alegra de que usted lo quiera. Soy, señor, su afectuoso amigo,
SAM. JOHNSON
Al mismo
Newcastle,
11 de agosto de 1773
Querido señor,
aquí llegué anoche y espero, pero no puedo prometer, que estaré en Edimburgo el sábado. Beattie no llegará tan pronto. Soy, señor, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Su estancia en Escocia se prolongó desde el 18 de agosto, día de su llegada, hasta el 22 de noviembre, cuando emprendió su regreso a Londres. Estoy persuadido de que nadie ha pasado jamás noventa y cuatro días seguidos dedicado a tan vigoroso ejercicio.
Vino a Edimburgo por Berwick upon Tweed; en Edimburgo estuvo unos cuantos días, y luego emprendió camino por St. Andrew, Aberdeen, Inverness y Fort Augustus hasta las Hébridas, la visita a las cuales era el objetivo principal de su viaje. Visitó las islas de Sky, Rasay, Col, Mull, Inchkenneth e Icolmkill. Viajó al condado de Argyle por Inverary, y de allí, por Loch Lomond y Dunbarton, a Glasgow, y luego por Loudon a Auchinleck, en Ayrshire, solar de mi familia; después, por Hamilton, regresó a Edimburgo, donde volvió a pasar algún tiempo. De este modo vio las cuatro universidades de Escocia, sus tres ciudades principales, las Tierras Altas y la vida de las islas en la medida en que le pareció suficiente para su contemplación filosófica. Tuve el placer de acompañarle durante todo su viaje. Fue respetuosamente agasajado por los grandes, los cultos, los elegantes, donde quiera que fuese; no por ello le deleitó menos la hospitalidad que experimentó en sitios de mayor humildad.[c230]
Sus variadas aventuras, así como la fuerza y la vivacidad de su intelecto, tal como lo ejercitó a lo largo de esta peregrinación a cuenta de innumerables asuntos, las he recogido y desplegado con toda fidelidad y al máximo de mi capacidad en mi Diario de un viaje a las Hébridas, al cual, como el público lector ha tenido la deferencia de honrarlo por medio de una muy extensa circulación,[c231] ruego me sea permitido remitirme, por tratarse de una porción aparte de su vida, independiente y en sí misma muy notable,[83] que puede examinar con todo detalle en dicho volumen, pues en él se exhibe una visión pasmosa de su poderío en la conversación, tanto como lo hacen sus propias obras de su excelencia en la escritura. Tampoco puedo negarme la muy halagadora gratificación de insertar en este punto el retrato que mi amigo, el señor Courtenay, ha tenido a bien pintar de esa obra:
Igual que en la pincelada de Reynolds, vivida, fiel, osada,
ferviente lo expone Boswell a nuestra mirada.
En cada trazo vemos expandirse el intelecto,
brota de la mano del discípulo el maestro;
el escritor entusiasma, alabamos su feliz vena,
agraciada con el ingenio del sabio Montaigne, y la flema.
No sólo se despliegan las facetas alabadas,
pues hasta las máculas del carácter se plasman.
Vemos divagar al andarín con exigente sonrisa,
otear el árbol solitario, la isla de brezales vestida;
cuando el relato heroico de Flora[c232] embelese,
vestido con un kilt esgrime el escudo de un jefe:
el gaitero melodioso se arranca por compás marcial
y Samuel entona: «El rey tendrá lo que le toca en su pedestal».
Durante su estancia en Edimburgo, a su regreso de las Hébridas, se desvivió por obtener información atingente a Escocia; en cartas posteriores bien se ve que no disminuyeron sus solicitudes de nuevos datos tras su regreso a Londres.
A James Boswell
27 de noviembre de 1773
Querido señor,
llegué a casa ayer noche sin mayor incomodidad, peligro ni fatiga, y estoy listo para principiar un nuevo viaje. Iré a Oxford el lunes. Sé que la señora Boswell deseaba que me fuese;[84] sus deseos se han cumplido. La señora Williams ha recibido la carta de sir A.[85]
Transmita mis cumplidos a todos los que mis cumplidos de buena gana acojan.
Haga que la caja[86] me sea remitida con toda la celeridad que sea posible, e indíqueme para cuándo puedo esperarla.
Entérese de cuál es el orden de los clanes: Macdonald el primero, Maclean el segundo, pero no sé ir más allá. Diga al doctor Webster[87] que se dé prisa. Soy, señor, afectuosamente, su amigo
SAM. JOHNSON
Boswell al doctor Johnson
Edimburgo, 2 de diciembre de 1773
… Dispondrá de cuanta información pueda procurarle en cuanto al orden de los clanes. Un caballero que se apellida Grant me dice que no existe un orden pactado entre ellos, y señala que los Macdonald no ocuparon el ala derecha del ejército en la batalla de Culloden,[c233] sino que ésta fue encomendada a los Estuardo. Ahora bien, interrogaré a testigos de diversos apellidos, a todos los que pueda encontrar aquí. Apremiaré al doctor Webster. Me agradan sus indicaciones; son síntoma de que se ha tomado muy a pecho su libro de viajes por el norte de la isla.
La caja le será enviada la semana próxima por barco. Encontrará en ella algunos trozos de la retama que vio usted crecida en el castillo viejo de Auchinleck. La madera presenta un curioso aspecto cuando se sierra de través. Podrá encargarse con ellos una pequeña escribanía, o bien que se los sierren en tablas para ponerlas de cubiertas a un tratado sobre brujería, que seguro que son encuadernación idónea…
Boswell al doctor Johnson
Edimburgo, 18 de diciembre de 1773
… Me prometió usted una inscripción para un grabado tomado de un cuadro histórico de María Estuardo, Reina de Escocia, obligada a abdicar de su corona, que el señor Hamilton, de Roma, me ha pintado por encargo. Me han llegado estas dos:
«Maria Scotorum Regina meliori seculo digna, jus regium civibus seditiosis invita resignat».
«Cives seditiosi Mariam Scotorum Reginam sese muneri abdicare invitam cogunt».
Tenga la amabilidad de leer el pasaje en Robertson y ver si no puede darme una inscripción mejor. He de tenerla tanto en latín como en inglés, de modo que si no me diera otra en latín elija al menos la mejor de estas dos y envíeme una traducción…
Su disposición humanitaria y comprensiva fue sometida a una muy dura prueba cuando regresó a Londres, debido a la libertad que se había tomado Thomas Davies durante su ausencia, consistente en publicar dos volúmenes titulados Piezas misceláneas y fugaces, que anunció en los periódicos consignando que eran «del autor del Rambler». En esta recopilación se incluyeron varios escritos reconocidos del doctor Johnson, varias de sus publicaciones anónimas y algunas que había escrito para otros, aunque también figuraban algunas composiciones con cuya autoría nunca tuvo ninguna relación. Al principio montó en cólera, pues razones no le faltaban. Sin embargo, considerando la penuria de su pobre amigo, y el hecho de que sólo tuviera previsto un estrecho margen de beneficio, así como que no lo hizo con mala intención, pronto se sosegó y siguió tratándolo con la misma amabilidad que antes.