Capítulo 34
AL día siguiente se despertó temprano, antes de que llegara Jane con el agua caliente y el chocolate del desayuno. ¡Cuán raramente había visto el amanecer, como no fuera con ojos soñolientos, y qué desperdicio era perdérselo! Abrió de par en par la ventana para respirar el aire fresco y sonrió al sentir el canto de los pájaros y ver brillar como alhajas el rocío en las telas de araña.
Fue una auténtica delicia.
Luego se dio cuenta de que un joven la estaba mirando desde el suelo con una sonrisa. En cuanto la vio, el muchacho agachó la cabeza y se alejó apresuradamente. Georgia se apartó de la ventana, pero no pudo evitar reírse al ver la reacción del jardinero.
Atraer a los hombres…
Intentó sentirse culpable y afligida, como era su deber, pero no lo consiguió. Procuraría enmendarse. Tendría cuidado con cómo se comportaba con los hombres y coquetearía sólo de la manera más inocente, y únicamente con caballeros entrados en años. Cuando fuera la esposa de Dracy.
Lady Dracy…
Lady May dejaría de existir, y no lo lamentaba en absoluto.
Lady Dracy, la atareada esposa de un caballero rural, vestida con ropa corriente…
Casi siempre. Porque habría fiestas y reuniones, y tal vez incluso bailes de máscaras.
Habría hijos.
Puso la mano sobre su vientre, como si sintiera allí la verdad de su afirmación. Dracy no la culparía, estaba convencida de ello, pero ahora ansiaba tanto tener hijos… La hija de Winnie, primero, y luego los de Lizzie habían agitado en ella un profundo anhelo que podía quebrantar su ánimo si ella lo permitía.
Todo dependía de la voluntad de Dios, diría Lizzie, pero ¿la castigaría Dios con la esterilidad por sus pecados?
Alejó de sí aquella idea. Saldría a disfrutar de la belleza de la mañana.
Abrió los cajones buscando sus enaguas y un vestido sencillo. Se sentía de nuevo como una niña saliendo a hurtadillas para hacer alguna travesura. Al poco rato, ya vestida, bajo sin hacer ruido, con los zapatos en la mano…
Pero naturalmente también había criados en la casa, preparándose para la jornada. La saludaron con una reverencia antes de seguir con sus tareas, pero Georgia se puso los zapatos, sintiéndose una necia.
Conocía aquel mundo desde su niñez, pero durante los últimos años había vivido en aquel otro mundo que se acostaba al amanecer y se despertaba a mediodía, o más tarde incluso. Había olvidado el mundo de los sirvientes, que vivían al revés, como aquel jardinero de Thretford que nunca estaba despierto por las noches para oler las flores fragantes de la nicotiana.
Equilibrio, se dijo. Tenía que haber un equilibrio entre aquellos dos mundos.
Salió por la puerta del cuarto de estar y bajó un corto tramo de escaleras, hasta el camino que cruzaba la rosaleda, donde numerosos capullos albergaban un diamante de rocío.
La hierba estaba mojada, pero caminó por ella acordándose del baile de Winnie, y de la terraza, y de sus zapatos estropeados. Los que llevaba eran de piel, mucho más recios. Rodeó toda la casa sintiéndose libre y sin complicaciones en aquel mundo recién nacido, limpia incluso, como si hubiera recibido un nuevo bautismo.
Regresó sonriendo por el mismo camino y entró en su habitación justo a tiempo de impedir que Jane diera la voz de alarma.
—¡Señora! ¡No sabía qué le había pasado! ¡Y hay sangre!
Georgia miró el alféizar de la ventana, pintado de blanco.
—Una gotita de sangre, Jane. Queda un trocito de cristal en la ventana, eso es todo.
—¡Ah, qué susto me he dado! Con todo lo que está pasando… Le he traído agua, ¡pero ya se ha vestido!
Georgia la abrazó.
—Mi querida Jane, te pido disculpas por haberte asustado, pero no pasa nada. Me quitaré esta ropa, me lavaré y luego podrás ponerme algo más favorecedor. Pero eso será después de que desayune. Creo que el campo me abre el apetito.
Jane le lanzó una mirada, pero salió apresuradamente.
Georgia tomó un buen desayuno, pero era de otra cosa de la que tenía apetito. Ansiaba estar con Dracy. Mandó a Jane a preguntar si él estaba libre, pero recibió una respuesta insatisfactoria.
—¿Cómo se atreve a andar por ahí, mirando árboles?
Jane levantó los ojos al cielo.
—¿No hay ningún mensaje? —preguntó Georgia. Necesitaba noticias de Londres.
—Se los habría dado si los hubiera, señora.
De pronto cayó en la cuenta de que nunca había enviado una carta a Dracy (una nota garabateada a toda prisa no contaba) y se sentó a hacerlo. ¿Qué le digo?, se preguntó mientras se acariciaba la barbilla con la pluma.
Mordiéndose el labio, escribió:
Mi queridísimo Dracy:
Me asombra que prefieras los árboles a mi compañía, y te estaría bien empleado que te llamara Humphrey constantemente. Así te quitaría todo misterio, ¿no crees? Espero que en el futuro tengas más cuidado.
Por ahora voy a empeñarme en que Lizzie me enseñe a llevar una casa austeramente. Tengo entendido que las personas pueden sobrevivir comiendo sólo patatas y despojos si es necesario.
Tu aprendiz de esposa,
Georgia
Dobló la carta, pero siguiendo con el juego de la novia enamorada, dibujó un corazoncito al lado de la juntura del papel antes de verter el lacre y aplicar el sello. Miró el retrato de Dickon, porque había hecho lo mismo muchas veces durante su noviazgo, pero no sintió ningún pesar. Dickon y Dracy eran muy distintos, pero tenía la impresión de que se habrían gustado de haberse conocido porque los dos eran sinceros y bondadosos.
Dio la carta a Jane para que la pusiera en la habitación de Dracy y luego fue en busca de su amiga. La encontró en la botica de la casa, hojeando un libro.
—¿Enseñarte cómo llevar una casa con austeridad? —preguntó Lizzie—. Tú sabes cómo administrar una casa, con lujos o sin ellos.
—Pero en eso último no tengo práctica. Aparte de algunas lecciones cuando era niña, nunca me he ocupado de una botica. En mis casas de Londres no había, y en Maybury se encargaba mi suegra. ¿Qué estás haciendo?
—Buscando una cura para la nagana.
—¿Qué es eso? ¿Un veneno?
Lizzie levantó la vista.
—¿Qué? No, claro que no. Es una enfermedad de los cerdos, y hay un caso en la granja. Los cerdos duermen demasiado, sobre todo en pleno día.
—Lo mismo puede decirse de mi padre cuando está en el campo.
—¡Georgie! Imagino que tu padre no deja de comer hasta el punto de correr peligro de morir de hambre.
—Al contrario. ¿Hay alguna cura?
—Estoy segura de que aquí había algún remedio. Ah, uñas de gato. Ven, vamos a recoger algunas.
Georgia salió con su amiga, pero se fijó en que un hombre las seguía. Era uno de los hombres de su hermano. Estaba vigilándolas por si Sellerby las atacaba. En su mundo nuevo y radiante aquella idea parecía ridícula, pero aun así se alegró de que no las perdiera de vista.
Encontraron las flores amarillas en una tapia, cerca del huerto, y llenaron una cesta. Luego las llevaron a la granja.
—¿Por qué no se ocupa de esto la mujer del granjero? —preguntó Georgia—. Así era en la granja de Maybury. La botica del castillo se usaba para guardar los medicamentos de la familia.
—La señora Pennykirk está inválida, una caída trágica que la dejó impedida y melancólica, y sus hijas todavía son pequeñas. Así que echo una mano con estas cosas.
Pennykirk, el granjero, era un hombre robusto y paticorto que parecía abrumado por las preocupaciones. Les agradeció sinceramente su ayuda, al igual que su pobre mujer, que estaba sentada en un sillón junto a la chimenea, rodeada de cojines y con una manta sobre sus inservibles piernas. Se mostró ansiosa por cumplir con su parte machacando las flores en un gran cuenco y animando a sus dos hijas pequeñas a ayudarla.
Una joven criada estaba cortando carne para un estofado.
Lizzie salió con el granjero en busca de algún otro ingrediente para el remedio.
Algunas flores cayeron al suelo y Georgia la devolvió al cuenco.
—Lamento mucho lo de su caída, señora Pennykirk.
A la mujer se le saltaron las lágrimas.
—Soy una carga para todo el mundo, señora. A veces desearía morirme, ésa es la verdad.
Georgia estuvo a punto de decir algo para animarla, pero sabía que no debía hacerlo.
—Tal vez se sentiría mejor si pudiera moverse un poco más. He visto unas sillas con ruedas. Con una de ellas al menos podría moverse por la cocina. Y quizá con una mesa baja podría hacer algunas de las cosas que hacía antes, como cortar la carne… Ay, discúlpeme, me temo que soy algo dominante. No debería decirle cómo organizar su vida.
—Nada de eso, señora —contestó la mujer—. Si eso fuera posible, sería una bendición del cielo.
—Bueno, entonces será bastante fácil conseguirle una mesa baja, quizás incluso para que la coloque delante de su silla. En cuanto a la silla de ruedas, cuando regrese a Londres veré qué puedo averiguar.
Lizzie regresó con unas hierbas aromáticas y las añadió al cuenco.
—Ya sólo falta mezclarlo bien. Dios mediante, el cerdo se recuperará por completo.
—Gracias, señora —repuso la señora Pennykirk—. Y a usted también, señora.
Tenía lágrimas en los ojos. Georgia confió en poder cumplir sus promesas. Cuando se marcharon, preguntó:
—¿Estás segura de que esa poción funcionará?
—Funciona a veces, que es lo máximo que se puede esperar.
—Ojalá hubiera una cura para la parálisis. A veces la vida parece tan injusta…
—Por eso hemos de dar gracias por la suerte que nos ha tocado. Y no buscarnos sufrimientos —añadió Lizzie enfáticamente—. ¿Vas a casarte con Dracy?
Georgia sintió que se sonrojaba.
—Creo que sí.
Lizzie la abrazó.
—Eso me parecía. Torrismonde está muy impresionado con él, ¿sabes? Por desgracia sabe poco de agricultura, pero está dispuesto a aprender.
—Dice que debo visitar Dracy Manor antes de comprometerme. Asegura que es un espanto. ¿Y si no puedo afrontarlo? Lo cierto es que no creo que pueda casarme con un hombre pobre, por más que lo ame.
—La finca de los Dracy no puede equipararse con la pobreza, y aunque esté en mal estado tendrás una casa que reformar. Y eso siempre te ha encantado.
—Pero no una casa que esté en ruinas.
—No puede ser para tanto. Seguramente necesitará una buena limpieza y unas capas de pintura, y luego estará lista para que la embellezcas.
—Prácticamente sin dinero.
—Es un reto —dijo Lizzie—. No dudo de tus capacidades.
Georgia se aferró a aquella idea mientras regresaban a la casa, y luego subió a su cuarto a escribir unas cartas. Escribiría a lord Rothgar para preguntarle por las sillas de ruedas, pues al marqués le interesaban todo tipo de aparatos aparte de los autómatas. Si no sabía nada de sillas de ruedas, sin duda conocería a alguien que pudiera informarla al respecto. Eso le recordó, sin embargo, que no había enviado a Diana Rothgar un informe respecto a la situación del suministro de agua en Danae House.
Estaba escribiéndolo cuando alguien llamó a la puerta. La abrió ella misma y encontró a Dracy al otro lado. No pudo evitar sonreír.
Él también sonrió, pero enseguida se puso serio.
—Una carta de tu hermano. El plan está en marcha.
Georgia le hizo pasar y cerró la puerta.
—¿Qué dice?
—Léela.
Extraños acontecimientos anoche en El Árbol del Cacao, donde un nutrido grupo de caballeros (entre ellos Waveney, Brookdale, Sellerby y otros) se había reunido para comentar el rumor que asegura que, según se ha descubierto ahora, sir Charnley Vance murió y fue enterrado en una tumba sin marcar. No se habla de otra cosa.
—Sellerby —masculló ella—. Naturalmente, no podía quedarse al margen.
—Sobre todo estando todavía aturdido por la noticia. Pero la cosa no acaba ahí.
Por lo visto es cierto, pues el enterrador recuerda su complexión fuerte y su llamativo miembro, y se fijó además en una cicatriz alargada que el cadáver tenía en el muslo, y que muchos saben resultado de un accidente que tuvo Vance montando a caballo hace unos años.
Georgia levantó la vista.
—¿Lo de la cicatriz es verdad?
—Supongo que sí. Y muy oportuno.
—Entonces de veras era Vance. A veces pienso que son todo invenciones nuestras.
Se ha puesto en marcha la búsqueda de sus restos, pero ignoro cómo confía nadie en distinguir un esqueleto de otro, ni veo que tenga objeto hacerlo. Según el informe fue un suicidio, así que no se les puede volver a dar sepultura.
Tan pronto ese rumor comenzó a echar humo, llegó Henry Dagenham con la noticia de que esa misma tarde había visto una carta en la oficina del juez mayor, donde trabaja…
—Dagenham es un amigo de Perry —explicó Georgia—. También muy oportuno.
—O quizás haya sido el motivo para elegir esta estratagema.
Georgia siguió leyendo.
Una carta escrita por Vance hace un año. Dagenham aseguró que no podía desvelar nada más o perdería su empleo, pero que esa carta arrojaba dudas sobre la sentencia de suicidio y demostraba que Vance temía un enemigo. Un enemigo al que mencionaba por su nombre. Dagenham incluso dio a entender que lord Mansfield había empezado a hacer averiguaciones sobre los movimientos de Vance después del duelo y había descubierto dónde pudo encontrar su fin.
—¡Y lo dijo delante de Sellerby! ¡Ah, lo que habría dado por ver su cara!
—Se puso enfermo de rabia —repuso Dracy—. Sigue leyendo.
Volaron las conjeturas, pero no se llegó a ninguna conclusión, pues Vance era hombre al que muy pocos apreciaban y algunos temían. Naturalmente se habló del duelo con Maybury, pero dado que la carta se había escrito antes del duelo, la muerte de Vance no podía ser una venganza. Por suerte para mí, o podrían haberme considerado sospechoso de su asesinato.
Estoy seguro de que todo acabará por salir a la luz, y entre tanto la gente está huyendo de la ciudad. La enfermedad está en el aire y afecta a ricos y pobres. Lord Sellerby se marchó temprano del club anoche y no tenía buena cara. Confiemos en que no caiga enfermo.
Su seguro servidor,
P. Perriam
Georgia volvió a plegar el papel.
—Todo eso ocurrió anoche. Puede que Sellerby se haya matado ya. Ojalá lo supiera. Ojalá.
—Tu hermano escribirá en cuanto haya noticias.
—Pero el correo más rápido tarda casi tres horas. —Lo miró fijamente—. Podríamos regresar a Londres.
—No, Georgia. Si Sellerby sigue resistiéndose a su destino, el riesgo es aún mayor.
—Tienes razón, maldita sea. Bueno, supongo que tendremos que bajar a cenar y fingir que nada de esto está pasando.
—Creo que es preferible no hacer partícipes a tus amigos de estas estratagemas. Son personas decentes.
—¿Y nosotros no?
—Tú puedes ser muy cruel. ¿De veras vas a llamarme Humphrey?
—Si me provocas lo suficiente, sí.
Dracy sonrió y le dio un beso.
—Eres una mujer increíble, Georgia Dracy, o así espero poder llamarte muy pronto.
Ella le devolvió el beso, pero cuando salieron de la habitación dijo:
—Piensa que si fueras el hijo menor de un duque te llamarían lord Humphrey. No tendrías escapatoria.
—Pero en ese caso tú serías lady Humphrey —repuso él—. ¿Qué te parecería?
—¡Tendría que conseguirte un título para evitarlo!
Después de la cena Dracy se fue con Torrismonde a revisar las cuentas y Georgia propuso que Lizzie y ella hicieran lo mismo.
Mientras observaba la labor de su amiga, le señaló varios errores.
—Tienes que poner más cuidado al hacer las columnas. Tus números tienden a amontonarse.
—Sí, señora —dijo Lizzie con una mirada de exasperación.
—Me gustan los números —dijo Georgia—. Son muy exactos.
—Los míos, no. —Lizzie empujó el libro de cuentas hacia ella—. Ocúpate tú de eso mientras yo repaso el inventario.
Georgia se puso manos a la obra, pero dijo:
—Me pregunto en qué estado estarán las cuentas de Dracy Manor.
—Hechas un lío colosal, estoy segura.
Georgia sonrió al pensarlo. Lizzie levantó los ojos al cielo, pero se echó a reír.
Georgia disfrutó poniendo en orden el libro de cuentas de Lizzie, y cuando se reunió de nuevo con Dracy le preguntó:
—¿Las cuentas de Dracy Manor están en un estado deplorable?
—Hace años que nadie se ocupa de ellas. Pero ¿por qué estás tan contenta?
—Me encantan los números.
—¿Puedo confiar en que tu amor por ellos se haga extensivo a los naipes? Creo que los Torrismonde han propuesto una partida de whist.
—¿Qué tal se te da a ti? —preguntó ella.
—Me defiendo.
—Entonces será mejor que apostemos cantidades pequeñas. Es de muy mala educación desplumar a tus anfitriones.
Dracy no sólo se defendía sino que jugaba bien, y pronto empezaron a conspirar para perder, pues Lizzie jugaba con notable descuido y prefería chismorrear a estar atenta a las cartas.
A las diez tomaron un ligero tentempié y los Torrismonde se fueron a la cama. Georgia y Dracy se quedaron en el salón, donde sin duda correrían menos riesgos.
—Otra cosa en la que hacemos buena pareja —dijo él.
—Me gustan las cartas, pero no apostar en serio.
—Lo mismo digo.
Ella comenzó a construir una torre con los naipes, pero la baraja era vieja y el cartón estaba doblado. Dracy la ayudó y llegaron hasta el séptimo piso. Un pasatiempo absurdo, pero Georgia sabía que los dos estaban a la espera de noticias. Cuando el reloj dio las once, sin embargo, no pudo contener un bostezo. Se había levantado muy temprano.
Demolieron entre los dos su destartalada creación y subieron juntos, de la mano, como aquella noche en la terraza de Thretford. La tentación bailaba a su alrededor, abrasadora y llena de posibilidades. No había nada que los frenara, salvo ellos mismos.
Iban a casarse.
No sería un pecado tan terrible.
Y sin embargo se despidieron en la puerta de Georgia con un beso. Un beso sencillo, un beso tierno. Con eso les bastaba por el momento, durante aquel compás de espera, conscientes de que pronto habría mucho más.