Capítulo 4

Querida Lizzie:

No he podido resistirme a ir a la carrera. Al fin y al cabo, Imaginación Libre es mi yegua favorita, pues fui yo quien la bautizó cuando nació. Así que convencí a Pranks para que me dejara ir con él.

Vestida con calzas, naturalmente. Te veo sacudir la cabeza, pero es que no quería que me reconocieran. Me he puesto un sombrero de ala ancha y habría pasado completamente desapercibida si el sombrero no se me hubiera volado. Dos veces. Bueno, la verdad es que la segunda vez me he dejado llevar por el entusiasmo y me lo he quitado para agitarlo. Dudo que alguien lo haya notado, pues todos estaban concentrados en la carrera. No era mi intención dar un escándalo, ni siquiera uno pequeñito. Sencillamente, quería ver ganar a Imaginación Libre.

Pero, ¡ay!, Cartagena, la yegua de lord Dracy, ha vencido por una cabeza contra toda probabilidad, y ahora la pobre Imaginación Libre tendrá que mudarse a sus establos, que doy por hecho que estarán decrépitos.

¿Crees que los caballos tienen el mismo sentimiento del hogar que tenemos nosotros? Cuando pienso en Belling Row y en Sansouci, todavía me entristezco a pesar de que ha pasado casi un año. Y eso que vivo rodeada de lujos. ¡Imagínate si me viera obligada a mudarme a una casucha en un callejón!

Lo sé, lo sé, eso no pasará nunca, pero para Imaginación Libre este traslado vendrá a ser eso.

Además, yo controlo mi futuro mientras que la pobre yegua ha de ir donde la manden. Santo cielo, no es más que una esclava. ¿Debería promover un movimiento contra semejante crueldad? Sí, sí, sé que es un disparate, pero lo siento de veras por el pobre animal…

AL oír que llamaban enérgicamente a la puerta de su tocador, Georgia se sobresaltó y emborronó la carta. Antes de que pudiera responder, su madre entró en la habitación.

—¿Georgia? Ay, estás aquí. Tienes que vestirte y bajar a cenar.

Se levantó a toda prisa e hizo una reverencia ante su madre.

—¿Qué? ¿Por qué?

Lady Hernescroft era una mujer alta y enjuta, con el cabello gris como el hierro. A veces Georgia oía decir que se parecía a su madre de joven, lo cual resultaba espeluznante.

Los finos labios de lady Hernescroft se afinaron aún más.

—Porque lo manda tu padre.

Órdenes, pensó Georgia, y decidió resistirse:

—Madre, usted sabe que no tengo intención de alternar en sociedad hasta que pase mi año de luto.

—Entonces no deberías haber asistido a la carrera. Pero ya está hecho, así que ahora debes reparar el daño en la medida de lo posible mostrándote mucho más decorosa en la cena.

—Nadie lo ha notado —protestó Georgia.

—Por supuesto que lo han notado. Y quienes no te hayan visto, ya se habrán enterado. ¡Presentarte allí en calzas! ¿Cómo se te ha ocurrido, niña? Harás lo que se te manda.

—No me parece sensato…

—¿Vas a cuestionar la decisión de tu padre?

Georgia respondió instintivamente:

—¡No! —Habría sido como cuestionar la palabra divina. Luego, sin embargo, preguntó de nuevo—: Pero ¿por qué? El que yo asista a la cena no va a hacer cambiar de opinión a nadie.

Su madre seguía mirándola con enojo. Después, sin embargo, desvió la mirada, lo cual era muy extraño. Allí había gato encerrado.

—Tiene que ver con la carrera.

—El que yo haya ido no es tan…

—No con tu conducta, Georgia, sino con el vencedor.

—¿Con Cartagena?

—¡Con lord Dracy! A pesar de haber perdido, tu padre siente simpatía por él y lo ha invitado a cenar. Debes mostrarte solícita con él.

—¿Acaso necesita un cojín para la silla o un escabel para su pie gotoso?

—No seas impertinente. Lord Dracy estuvo en la Marina hasta que murió su primo, en enero pasado. Ha asumido sus responsabilidades, pero por desgracia no está acostumbrado a desenvolverse en los círculos más selectos. Tendrás que allanarle el camino durante la cena.

Georgia reprimió otro comentario impertinente, esta vez acerca de la elección de tenedor.

—¿Por qué tengo que hacerlo yo? Millicent estará en la cena.

A la esposa de Pranks le encantaba agasajar a los invitados, y se tomaría a mal que Georgia la suplantara en esa tarea.

—Millicent no estará. Ya sabes lo sensible que se pone cuando está encinta. Se ha disgustado tanto con tus payasadas que se ha ido a la cama.

—Entonces lo lamento, madre, pero seguro que…

—Hay otra razón por la que Millicent se ha excusado. Lord Dracy tuvo la desgracia de sufrir graves heridas en la guerra. Tiene un lado de la cara tan desfigurado que una dama sensible puede asustarse al verlo.

—Mientras que yo soy dura como el cuero cocido.

—Tú no estás esperando un hijo.

Georgia se dijo que aquello no había sido una pulla premeditada.

—Aunque estuviera esperándolo, me parecería deshonroso palidecer al ver a un hombre que resultó herido por defendernos a todos.

—No critiques a tu cuñada porque estés hecha de una pasta más dura.

—¿Más dura? ¿Por intentar ser amable con un héroe de guerra?

Georgia vio que su madre hacía un gran esfuerzo. Hasta sus labios se levantaron por las comisuras.

—Tú sí que tienes buen corazón, hija mía.

¿Qué estaba pasando allí?

—¿Qué he de hacer exactamente? —preguntó.

—Quedarte junto a Dracy y conversar con él por muy taciturno que se muestre. Facilitarle las cosas, aconsejarlo…

—¿Sobre qué?

—Sobre cualquier cosa que surja.

Se le ocurrió una idea perversa y tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse. Si Dickon estuviera allí… Él también se habría reído.

—¿Tienes más preguntas? —dijo su madre.

Sólo por qué. ¿Era un asunto político? Sus padres andaban siempre metidos en tejemanejes políticos, sobre todo ahora que el rey se había peleado con su primer ministro y Saint James era un hervidero de especulaciones.

—Madre, ¿qué hay en realidad detrás de esto?

—Eres muy terca, Georgia, y eso no es bueno —respondió su madre, pero añadió casi con cansancio—: Si quieres que te dé una explicación, tu padre lamenta tener que desprenderse de Imaginación Libre y confía en que puedan llegar a otro acuerdo. Puede que mostrándote amable con lord Dracy le allanes el camino.

—Ah, eso tiene más sentido.

Georgia sopesó la situación. Quería mantenerse recluida un año entero. Cuando tomaba una decisión, le gustaba atenerse a ella. Pero le preocupaba de veras el problema de Imaginación Libre.

—Entonces iré —dijo—. Por el bien de Imaginación Libre, me haré cargo con todo esmero de ese carcamal gotoso.

—Es un oficial de la Marina.

Georgia no hizo caso.

—Y si se pone a gritar o escupe en el suelo, le insinuaré sutilmente cómo ha de mejorar sus modales.

—¡A veces me desesperas! —exclamó su madre, pero cerró los ojos y se refrenó—. Recuerda, Georgia, que también debes contrarrestar la impresión que ha causado tu aparición en la carrera. Vístete con modestia y compórtate con discreción y sobriedad. Si lo haces, tal vez nuestros invitados se lleven una buena impresión de ti.

Lady Hernescroft se marchó y Georgia se permitió sacarle la lengua cuando se cerró la puerta.

—Soy una esclava, igual que esa yegua —masculló.

—Deje de hacer eso, señora —dijo Jane, que había permanecido en silencio en un rincón.

Georgia se rió y le sacó la lengua a ella también. Luego se sentó para acabar la carta a Lizzie.

—Señora, tiene que vestirse.

—Dentro de un momento.

Escribió rápidamente y acabó diciendo: Si esta carta pudiera llegarte a tiempo, te pediría que rezaras por mí. Pero, tal y como están las cosas, creo que voy a esperar a informarte de lo sucedido antes de enviarla.

Guardó la carta en un cajón de su escritorio y lo cerró con llave. Luego obedeció a Jane. Se quitó la bata, se puso el corsé para que se lo anudara y lamentó haberle escrito a Lizzie que rezara por ella. Dejaba entrever cierto nerviosismo. La noche anterior se había escudado en su decisión de no aparecer en público para quedarse en su cuarto, pero sabía que en realidad no había sido más que una excusa.

Ansiaba regresar a la vida real, a la vida elegante, pero, ahora que se acercaba el momento de hacerlo, sentía a veces un ligero malestar. ¿Cuánta gente creía aún que había sido la amante de Vance y, por tanto, la causante de la muerte de Dickon?

Desfogó su inquietud empujando las ballenas del corsé hasta que estuvieron en su lugar.

—¡Qué castigo! Hacía una eternidad que no me ponía un corsé enterizo.

—La señora no puede ponerse un corsé de campo para cenar. Se nota mucho y da mala impresión.

—Lo sé, pero es tan injusto…

—Le advertí a la señora que no fuera a ver la carrera.

—Sí, me lo advertiste, pero merecía la pena.

—Siempre dice lo mismo —refunfuñó Jane, tirando con fuerza de las cintas—. Pero quizá no sea mala idea que aparezca en una pequeña reunión antes de ir a las más grandes.

—Puede que tengas razón. Ha venido Beaufort, y también Waveney.

—Lord Waveney se ha casado, señora, y su esposa ha venido con él.

—¡Lástima! Entonces veré si puedo ganarme a Portland, aunque es bastante aburrido.

—Es a las damas a quien tiene que causar buena impresión, señora. Son ellas quienes escribirán cartas e irán contando chismes.

—Por lo menos Millicent no se pondrá a suspirar y a lanzarme reproches. Aunque imagino que su hermana no le irá a la zaga. No sé por qué me detesta tanto Eloisa Cardross.

—Claro que lo sabe, señora. Se la considera una belleza, pero no tiene nada que hacer a su lado. Estírese, señora.

Georgia se estiró.

—¿Empiezo a estar flácida? ¡Qué horror! Si así fuera me lo dirías, ¿verdad que sí?

—Claro, aunque para el caso que me hace la señora…

—Eres mi sabia hermana mayor.

Jane resopló, pero con buen humor, pues eran amigas.

Jane acababa de cumplir treinta años cuando la habían contratado para ser la doncella de la flamante condesa de Maybury, y al principio le había parecido muy severa. Bajo su aparente rigidez escondía, sin embargo, un sentido del humor y un gusto por la moda equiparables a los de Georgia. Pronto se habían hecho amigas y confidentes, y entre las dos se encargaban de diseñar las prendas únicas que lucía lady May.

Georgia sabía que debería haber hecho más caso a los sabios consejos de su amiga, pero sus aventuras le habían parecido siempre inofensivas, y las advertencias de Jane, exageraciones. En aquella época sus correrías no habían tenido consecuencias graves, pero habían dado pábulo a las sospechas de personas malintencionadas que se habían apresurado a pensar lo peor.

En aquella época, en la que se jugaba a los dados sus besos y se ponía disfraces de diosa que producían la impresión de que llevaba los pechos desnudos.

En la época en la que la habían sorprendido besando a Harry Shaldon en el baile de lady Rothgar.

Aquello había sido mala suerte, pero Dickon se lo había tomado a la ligera, incluso había asegurado que se había jugado un beso de su esposa a las cartas y había perdido. Después tampoco le había hecho reproches.

El querido Dickon…

Pero ese incidente por sí solo había hecho posible que algunos creyeran la historia de que había sido la amante de Vance. Como si hubiera punto de comparación. Shaldon era un caballero. Descarado y aficionado al juego, pero un caballero al fin y al cabo. Sir Charnley Vance, en cambio, no lo era pese a su nacimiento.

—Hágame caso —insistió Jane mientras le ataba las cintas—. Pórtese perfectamente, porque todos la estarán juzgando…

—Ya lo sé.

—Pero no se muestre nerviosa, ni avergonzada. Ese duelo fue un disparate de su marido, sólo eso, y aunque ha llorado su muerte de todo corazón, no tiene nada que reprocharse.

Georgia estuvo a punto de llevarle la contraria, pues conocía sus faltas, pero lo que decía Jane era cierto en su mayor parte. Ella era inocente. O, al menos, no había hecho nada realmente malo.

—Bueno, ¿qué vestido, señora? ¿El de lanilla color crema, el azul o el verde con rosas?

—El gris.

—¿Esa cosa? Casi no sirve ni para limpiar el polvo, y menos para cenar con duques y condes.

—Es el mejor que tengo de medio luto. No quiero vestirme de colores, Jane. Decidí guardar doce meses de luto por Dickon y sería despreciable no hacerlo simplemente por codearme con invitados de alto copete.

—No creo que ninguno de ellos esté pendiente de la fecha.

Georgia se rió.

—Estarán contando los días con tanto cuidado como cuentan los que faltan para el nacimiento de su primer hijo. El gris, deprisa. Si llego tarde, llamaré aún más la atención.

—Entonces póngase las enaguas y el guardainfante mientras lo traigo.

Georgia estaba atando el segundo nudo cuando Jane regresó con el vestido gris en los brazos. Parecía un nubarrón.

—Cuando la señora deje de ponérselo, daré gracias al cielo. La hace parecer insulsa, lo cual es un milagro.

—Eso es precisamente lo que nos conviene ahora.

Jane le pasó la falda y Georgia se la puso. Luego le tocó el turno al recatado corpiño, que se abrochaba por delante y llegaba hasta la clavícula. Georgia se miró en el espejo atentamente.

—¿Puedes traer la golilla con volantes, Jane? Y la cofia con redecilla.

Su doncella resopló, contrariada, pero regresó un instante después con las dos cosas. La golilla se abrochaba alrededor del cuello y se remetía bajo el corpiño por delante y por detrás.

—Parezco una monja —comentó Georgia—. Si alguien se acuerda de la condesa escandalosa, esto les hará olvidarla.

—Un escándalo es que la hayan llamado así, señora, y además siendo apenas una niña. Siéntese, que voy a ponerle la cofia.

—No creo que la edad tenga nada que ver —repuso Georgia mientras obedecía—. En Danae House hay muchachas que fueron violadas, pero también hay otras que a los catorce años siguieron alegremente el camino de la perdición.

Danae House era un asilo para sirvientas deshonradas.

Jane retorció la gruesa melena de Georgia y la sujetó fuertemente con horquillas.

—No le conviene mezclarse con ésas.

—¿Está mal que lady Rothgar sea una de las patronas del asilo? ¿O lady Walgrave, o la duquesa de Ithorne?

—Ellas son mucho mayores que la señora. —Jane le puso una última horquilla y añadió la redecilla, que cubría todo el pelo por detrás.

Georgia se remetió todo el pelo que pudo por delante.

—¿Joyas, señora?

Llevar únicamente su alianza de boda se consideraría una excentricidad, pero ¿qué podía ponerse?

—Los pendientes de perlas —dijo, y se quitó los sencillos pendientes de oro que llevaba puestos—. Y la pulsera de luto.

Cuando regresó Jane, se puso los pendientes y a continuación la pulsera de luto en la muñeca derecha. Hizo una mueca al ponérsela. La pulsera, negra y plateada, llevaba engarzado un cristal que contenía un mechón del cabello castaño de Dickon. Siempre le hacía pensar en su cadáver.

Miró el pequeño retrato en forma de medallón que había sobre su tocador. Aquel retrato le gustaba mucho más. Mostraba a Dickon sonriendo y elegantemente vestido, gozoso y lleno de vida. Se besó los dedos y los acercó al retrato, pero el cristal estaba tan frío como su cadáver.

Tragó saliva y se levantó para mirarse en el espejo de cuerpo entero.

—¡En fin! Quizá Beaufort y los demás ni siquiera reparen en mí.

Jane soltó otro bufido.

Georgia se puso sus sencillos zapatos negros.

—Puede que sea agradable pasar desapercibida, como un fantasma en un festín.

—¡Qué idea tan extraña para venir de lady May! —comentó Jane.

Lo era, en efecto. Georgia cogió el abanico gris que le dio su doncella y se volvió hacia el espejo para mirarse una última vez. Remetió un rizo bajo la cofia y alisó una arruga del corpiño.

Intentaba ganar tiempo.

—Ya basta de vacilaciones —dijo, y salió de la habitación.

Bajó, pero al oír voces en el Salón de la Terraza, se detuvo tres escalones antes de llegar al final de la escalera.

Se obligó a seguir adelante, pero ¡maldición! Su corazón latía más deprisa de lo debido. Nunca antes había sentido aquel miedo. Nunca. Oyó una carcajada y se sintió amenazada, como si se estuvieran riendo de ella…

El lacayo apostado en el pasillo la observaba.

Buscando otra excusa para demorarse, le preguntó:

—¿Ha llegado ya lord Dracy?

—Sí, señora, pero acabo de verlo salir a la terraza.

—Gracias —contestó Georgia sinceramente, y se volvió para salir a la terraza por otra puerta.

Fue un acto de cobardía, pero decidió enmascararlo atribuyéndolo a su sentido del deber: le habían encargado que cuidara de lord Dracy, y al parecer el caballero ya había huido de la compañía del resto de los invitados. El pobrecillo debía de sentirse como pez fuera del agua. O más bien como brea en la playa. O, mejor aún, como una ballena varada.

Rotunda, aturdida, indefensa.

Georgia cruzó una antesala y salió a la terraza, pero allí se detuvo.

En la terraza sólo había un hombre, un caballero vestido con ropa de campo de color marrón, dándole la espalda. Tenía que ser lord Dracy, pero no era como una ballena gotosa. Tenía las espaldas anchas, las piernas largas y fuertes…

Pero ¿qué demonios estaba haciendo?

 

Dracy había sido presentado a los invitados de los Hernescroft y ninguna de las damas se había desmayado. Algunas se habían sentido incómodas, sin embargo, así que él había decidido liberarlas de su presencia saliendo a la terraza por las puertas abiertas. Después de tanto tiempo en el mar y en países extranjeros, no se cansaba de la campiña inglesa.

Se acercó a la balaustrada de piedra imaginando que estaba en la cubierta de popa de un buque, con el mar extendiéndose ante él y un viento recio agitando musicalmente las velas.

Pero allí no estaba rodeado de olas grises, sino del sinuoso verdor de un parque cuidadosamente diseñado, y la música que oía procedía del trino y el canto de los pájaros. El canto de los pájaros ingleses era un raro tesoro.

Tomó aire, satisfecho, y notó un dulce perfume a rosas bajo él. Se inclinó sobre la ancha balaustrada para buscar su origen. Ah, por la pared subían rosas trepadoras y madreselvas. Pero ¿cuáles eran esas plantas altas y desgarbadas, con flores blancas?

—Confío en que no esté intentando poner fin a sus días, lord Dracy.

Se irguió, pero no se volvió enseguida. Si aquella dulce voz no pertenecía a Circe, se llevaría un buen chasco.

Pero pertenecía a ella, y lady Maybury, con un brillo burlón en sus grandes ojos azules, era tan perfecta en carne y hueso como en pintura, a pesar del vestido gris y de la decorosa cofia que ocultaba su cabello.

De hecho, era aún más irresistible.

Vestida de gris, refulgía llena de vida.

Dracy procuró reponerse e hizo una reverencia. Estuvo a punto de decir «lady Maybury», pero recordó a tiempo que supuestamente no se conocían.

—Tiene usted ventaja sobre mí, señora.

Ella hizo una genuflexión.

—Soy la condesa de Maybury, milord, la hija de lord Hernescroft. Mi padre me ha pedido que cuide de usted. Me temo que se llevaría una gran decepción si se quitara usted la vida por terror a su primera cena en sociedad.

¡Que el cielo se apiadara de él! Era ingeniosa, divertida y, lo más asombroso de todo, no se había inmutado lo más mínimo al ver su cara. Debían de haberla avisado, pero desde el principio lo había mirado a los ojos con total tranquilidad.

Tampoco daba la impresión de saber que entre ellos había un vínculo singular. Dracy prefería, en general, hablar con toda franqueza, pero de momento guardaría silencio y disfrutaría de aquel momento delicioso.

—No es mi primera cena en sociedad, lady Maybury, pero sí la primera con damas inglesas tan importantes.

—¿Y tanto miedo le dan que iba a tirarse de cabeza por la balaustrada, milord?

Dracy decidió ponerla a prueba con una sonrisa.

Pero, oh, maravilla, ella tampoco se inmutó.

—No intentaba suicidarme, señora mía. Sólo quería oler el perfume mágico que sube de ahí abajo. Reconozco las rosas y la madreselva, pero no esas plantas tan altas.

Ella se acercó entre el frufrú de sus faldas y se inclinó, pero la balaustrada era demasiado ancha para que pudiera ver lo que había abajo.

Dracy la levantó en vilo, la sentó sobre ella y dejó el brazo alrededor de su cintura. Por cuestión de seguridad, desde luego.

Sus bellos ojos estaban sólo a medio metro de los suyos. Sus sutiles tonos de azul y verde le recordaron a algunos mares extranjeros. Sus pestañas eran espesas y marrones como el coñac, e incluso a tan corta distancia su cutis era tan perfecto como el pétalo de una rosa. Lo era de veras.

Y su olor…

¿O era el de las flores?