Londres, 9 de junio de 1764
—¿EH...? —A pesar de tener los ojos entornados, la condesa Georgia de Maybury vio la luz de primera hora de la mañana, cosa que rara vez le sucedía. Y menos aún habiéndose acostado pasadas las dos de la madrugada.
—¿Qué? —Se humedeció la boca y haciendo un esfuerzo abrió los ojos por completo, lista para fulminar con la mirada a su doncella—. ¿Madre?
Se incorporó y se apartó de la cara algunos mechones sueltos de su pelo rojo. A sus diecinueve años, seguía alarmándose como una colegiala.
¿Tenía el pelo suelto? ¿Por qué? ¿Y su cofia de dormir?
¡Ahora se acordaba!
Dickon había visitado su cama esa noche.
Por eso había vuelto tan temprano del baile de lady Walgrave. Él se había empeñado en que se marcharan, y había acabado mascullando:
—¡Maldita sea, Georgie, quiero acostarme contigo!
Ella había confiado en que sus extrañas prisas auguraran un cambio, pero su encuentro había sido tan engorroso y aburrido como siempre.
¡En fin! Allí estaba, toda despeinada, en la cama en la que había yacido con su esposo.
Con razón fruncía el ceño su madre, aquella mujer de espalda recta y hombros cuadrados, capaz de hacer temblar a un general si se lo proponía. Pero ¿qué hacía su madre allí?
—¿Madre? ¿Estoy soñando?
La condesa de Hernescroft se sentó en la cama haciendo crujir sus faldas y cogió la mano de Georgia.
—No, hija, no estás soñando. Esto es más bien una pesadilla. Has de ser fuerte. Maybury está muerto.
—¿Maybury, muerto? —dijo. Aquello era absurdo.
—Tu marido ha muerto, murió en un duelo no hace ni dos horas.
—¿En un duelo? ¿Y por qué iba Dickon a batirse en duelo? —Antes de que su madre tuviera ocasión de contestar, añadió—: ¿Muerto? No puede estar muerto. ¡Estuvo aquí anoche! —Echó las mantas hacia atrás como si Dickon pudiera estar escondido debajo.
Su madre le apretó las manos para que volviera a prestarle atención.
—La muerte puede venir de repente, Georgia, ya lo sabes. Maybury está muerto y tú debes levantarte y hacer lo preciso.
Obedeciendo al tirón de las manos de su madre, Georgia se levantó de la ancha y alta cama. Pero luego se desasió.
—¿Muerto? ¿Cómo va a estar muerto? ¿En un duelo? No, no. ¡Dickon es el hombre más pacífico del mundo!
—Maybury se batió con sir Charnley Vance esta mañana y murió de una estocada en el corazón.
—¿En el corazón? —murmuró Georgia, y se agarró el pecho como si ella también notara allí una herida. Su mente quedó en blanco. Sacudió la cabeza—. No, no, no. Tiene que haber algún error. Es una broma. A Dickon le gusta bromear.
—¿Tomaría yo parte en una broma de ese tipo? La prueba está aquí mismo. Están tendiendo su cuerpo abajo. Has de vestirte y bajar. —La condesa volvió la cabeza y añadió—: Algo sobrio.
—No estoy segura de que lo haya, señora —contestó la doncella de Georgia, cuya voz sonó muy lejana.
—Entonces lo más discreto y sencillo posible.
—Tengo que usar el orinal —dijo Georgia, aferrándose a aquella necesidad tan natural. Porque la vida seguía como siempre. ¿Verdad que sí?
—Ayúdala —ordenó su madre a Jane.
—No necesito ayuda.
Georgia entró en su tocador y se metió detrás del biombo.
¿Dickon, muerto?
Sólo tenía veintitrés años. Nadie moría a esa edad.
Salvo en las guerras. O, a veces, de enfermedad. O por caerse de un caballo, o ahogarse en el mar.
O en un duelo.
Una estocada en el corazón…
Se sentó en el taburete, cruzó los brazos y comenzó a mecerse. Dickon… Su Dickon… Su marido, su amigo…
—Señora —la llamó Jane—, salga de una vez. Su señora madre la espera.
—Vete.
—Su madre…
—Dile que se vaya.
—Ay, señora, haga el favor de salir. No puede…
De pronto alguien apartó el biombo.
—Ya basta, Georgia. —Su madre la agarró del brazo y la llevó a rastras a la habitación—. ¡Vístete!
Jane se hizo cargo de la situación con mayor delicadeza.
—Ea, ea, señora. Vamos a quitarle el camisón. Tengo su toquilla color marfil…
Georgia se desasió dando un respingo.
—¡Basta, basta, basta! Os equivocáis las dos. ¡Tenéis que equivocaros! —Escapó a sus manos, cruzó corriendo su alcoba y entró en la de su marido—. ¡Dickon! Dickon, ¿dónde estás? ¡No vas a creer lo que dicen…!
La cama estaba deshecha. Ahí estaba la prueba: su marido acababa de levantarse.
Corrió hacia su tocador.
—¡Dickon!
El ayuda de cámara apareció en la puerta con una camisa sobre el brazo.
—¿Está ahí dentro? —Georgia dio un paso adelante, pero Pritchard sacudió la cabeza. Le corrían lágrimas por las blancas mejillas.
Georgia lo imitó, sacudió la cabeza.
—No es cierto.
—Sí que lo es, señora. Su excelencia… nos ha dejado. Voy a bajar una camisa limpia. La otra…
Georgia siguió meneando la cabeza, pero la verdad comenzaba a abrirse paso dentro de ella.
Su marido, su amigo, su Dickon, había muerto.
—¡No! —Se acercó tambaleándose a la cama, se agarró a uno de sus postes labrados y miró fijamente el lecho, el hueco que su cabeza había dejado en la almohada, deseando que regresara a su lado.
Pero Dickon no regresaría nunca.
Georgia se arrojó a la cama llorando.
—Déjala un momento —ordenó la condesa de Hernescroft, cogiendo del brazo a la doncella sin dejar de mirar a su hija.
Una belleza tan radiante, pensó, un espíritu tan vivaz, y ahora aquella tragedia cuando todavía no había cumplido los veinte años.
Tal vez había sido un error alentar su matrimonio con Maybury cuando apenas tenía dieciséis años, pero era más madura de lo que cabía esperar para su edad, y ya volvía locos a los hombres. Les había parecido más sencillo casarla tempranamente con un vecino de carácter apacible, sólo tres años mayor que ella.
Y Georgia se había casado encantada con el flamante conde de Maybury, al que conocía muy bien. Estaba deseando abandonar el colegio y convertirse en señora de su propia casa antes que sus hermanas. Maybury, sin embargo, nunca había sido capaz de dominarla. Deberían haberlo previsto, y haberla casado con un hombre mayor.
—¿Le traigo una tisana para dormir, señora? —musitó la doncella.
—Prepárala, pero primero tiene que bajar a ver el cadáver.
—Ay, señora, ¿es necesario?
—Sí.
—Muy bien, señora —contestó la doncella, y salió.
Lady Hernescroft torció el gesto al pensar en las nubes de tormenta que empezaban a arremolinarse, pero en ese instante oyó entrar a alguien en la habitación y se volvió.
¡Gracias a Dios! Acababa de llegar uno de sus hijos, el honorable Peregrine Perriam, esbelto y elegante, y a pesar de lo temprano de la hora, perfectamente vestido para la ocasión de color gris oscuro. Perry tenía una tendencia preocupante al diletantismo, pero era un experto en cuestiones de protocolo oficial.
—Debes encargarte de hablar con la gente —le ordenó su madre en voz baja— y controlar lo que se dice. Ya empiezan a oírse suposiciones desagradables.
—Pobrecilla. —Perry quería mucho a sus hermanas. Más que a sus hermanos, quizá.
—¿Crees que es cierto? —murmuró su madre.
—¿Georgia y Vance? Él es poco aficionado a la moda y los tocadores. Maybury lo invitaba a reuniones de hombres por su habilidad para los deportes, pero dudo que Georgie le viera el pelo.
—La lógica servirá de poco habiendo hecho Georgia tantos disparates, algunos de ellos con hombres. Deberías haberla llevado por mejor camino.
—Tenía un marido —puntualizó él.
—Que no estaba a la altura de las circunstancias. ¿Qué has logrado averiguar?
—A estas alturas, muy poco. He hablado con los hombres abajo. Kellew, su padrino, dice que fue anoche, en una taberna. Había habido una carrera y estaban todos bebidos. Vance se burló de Maybury por su forma de conducir. Maybury le arrojó el vino a la cara y el asunto acabó en duelo. Dickon Maybury era un zote con las riendas, pero lo creía demasiado pacífico para echar mano de la espada por eso.
—En efecto —dijo lady Hernescroft—. Lo cual es estiércol que hará crecer esta mala hierba. A menudo se pretextan trivialidades para proteger el buen nombre de una dama en un duelo, ¿y qué dama podría ser el motivo en este caso sino la frívola esposa de Maybury?
—Las arpías que envidian la belleza y el encanto de Georgia van a llevarse una alegría. Hay esposas que han huido al extranjero en situaciones parecidas.
—Ningún Perriam va a convertirse en un apestado. Ése será tu cometido. Asegúrate de que la historia que nos conviene sea lo primero que oiga la buena sociedad esta mañana cuando se levante. Yo me cercioraré de que los caballeros de abajo la vean destrozada por la pena y vayan con el cuento a sus clubes. Dile a su doncella que le traiga la bata.
Lady Hernescroft se acercó a levantar a su hija de la cama.
—Vamos, conviene que veas a Maybury.
—¿Conviene? —Sus ojos grandes y enrojecidos parecían los de una niña: una niña perpleja, anonadada por el destino.
—Has de hacerlo. No es necesario que te vistas. Mira, aquí está tu doncella con la bata. —Ayudó a su hija a ponerse la prenda de seda rosa—. No, no te atuses el pelo. Vamos, hija. Yo estaré contigo.
Perry se había marchado a cumplir con su tarea, y lady Hernescroft podía confiar en que la cumpliera a la perfección. Dio gracias por que su marido estuviera en un encuentro hípico. Era proclive a montar en cólera, pero aquello exigía un toque más sutil.
Apenas hacía dos meses que lady Lowestoft había huido tras un duelo similar, pero en su caso todo el mundo sabía que era la amante del homicida y que había escapado con él. Eran casos muy distintos, pero las malas lenguas encontrarían el modo de equipararlos. ¿Convenía llevarse a Georgia de la ciudad o animarla a enfrentarse al mundo para atajar cualquier comparación?
Llevó a su hija trémula por el pasillo y las escaleras de su elegante casa de Mayfair, hasta la habitación en la que el cuerpo de Maybury yacía sobre un diván. Le habían cambiado la camisa manchada de sangre por una limpia y habían tapado su cuerpo hasta el cuello con una colcha de brocado roja. Le habían cerrado los ojos, pero no parecía dormido.
Al verlo, Georgia dejó escapar un gemido estrangulado y lady Hernescroft se preguntó si iba a vomitar y si ello haría buen o mal efecto.
Pero su hija se precipitó hacia delante con los brazos extendidos.
—¡Dickon! ¡Ay, Dickon! ¿Por qué? —Le apartó el cabello castaño de las sienes y se sobresaltó—. Ya está frío. ¡Está frío!
Se desplomó sobre la colcha encarnada, con su bata rosa y su cabello rojo encendido.
Lady Hernescroft no era muy dada a la poesía, pero a decir verdad el efecto fue arrebatador.
—¡Ay, por qué, Dickon, querido mío! ¿Por qué?
Lady Hernescroft dejó escapar lentamente un suspiro. Sin necesidad de artificios, su hija estaba representando la escena ideal. Dos de los cuatro señores presentes se enjugaron los ojos y Kellew empezó a sollozar.
Pasados unos instantes, lady Hernescroft incorporó suavemente a su hija y la estrechó entre sus brazos.
—Debes dejarlo ya, querida mía. Ven conmigo. Te daremos una tisana para dormir.
Condujo a Georgia al piso de arriba y ayudó a la doncella a acostarla en la cama.
No pudo evitar fijarse en la deplorable frivolidad que evidenciaba aquella cama. Estaba toda pintada de blanco, con los detalles realzados en oro. Cuatro cupidos sujetaban los postes y en el cabecero retozaban ninfas y pastores. Muy propio de la vida frívola y extravagante de su hija menor.
Su marido y ella habían confiado en que la joven pareja viviera casi todo el año en Maybury Castle, muy cerca de Herne, su casa solariega en Worcestershire. Incluso cuando ellos no estuvieran en Herne para vigilarlos, había diversos sirvientes que podían encargarse de eso, y la madre de Dickon seguía viviendo en el castillo.
Pero en cuanto Maybury había alcanzado la mayoría de edad y se había visto dueño de su inmensa fortuna, se habían trasladado a la capital para convertirse en árbitros de la elegancia. Desde entonces sus visitas a Maybury Castle habían sido fugaces, y en la mayoría de los casos Dickon Maybury había ido solo. Georgia, entre tanto, vivía instalada en su casa de Mayfair, decorada a la última moda, y sólo abandonaba Londres en pleno verano para pasar una temporada en su villa de Chelsea, a la que habían bautizado «Sansouci».
Sin una sola preocupación.
Vivir sin preocupaciones podía estar bien, pero la negligencia era una cosa deplorable. Maybury había prestado muy poca atención a sus propiedades, y a Georgia sólo le importaban la moda y la diversión.
«Lady May», la llamaban: tan voluble como una mariposa, pero amada por la mayoría del mundo galante.
El «mundo galante», sin embargo, podía volverse cruel de un instante para otro, sobre todo hacia quienes despertaban su envidia. Y tal y como había dicho Perry, en cuanto la noticia llegara a sus oídos las arpías más celosas comenzarían a afilar sus garras, listas para hacer pedazos la reputación de lady May.
La doncella llevó la tisana a la cama, pero lady Hernescroft la detuvo con un ademán.
—Escúchame, Georgia. Debes tomarte la tisana y dormir un poco, pero luego nos iremos juntas de la ciudad. Volvemos a casa, a Herne.
—¿A Herne? No, no, yo iré a Sansouci.
—¿Estás encinta?
Georgia desvió la mirada.
—No.
Lady Hernescroft le hizo volver hacia ella la cara manchada de lágrimas.
—Presta atención. Has dicho que Maybury vino a tu cama anoche. No, no vuelvas a llorar. ¿No significa eso que podrías estar encinta?
Georgia se enjugó las lágrimas.
—Quizá, pero… hace tres años, madre. ¿Por qué iba a ser distinto anoche?
Era verdad. En tres años, no habían concebido.
Si había sucedido un milagro, se vería con el tiempo, aunque también eso podía ocasionar problemas. Un heredero concebido en el momento de la muerte del marido siempre resultaba sospechoso. Habría que mantener a Georgia constantemente acompañada para que fueran muchos los que pudieran testificar que no había yacido con ningún otro hombre tras el duelo.
Luego estaban los rumores sobre Vance. Fuera cual fuese la verdad, la gente haría suposiciones… Debería haberle dicho a Perry que se diera prisa en ver a Vance para que éste asegurara a todo el mundo que el motivo del duelo había sido una disputa acerca de la destreza de Maybury en el manejo de las riendas, y que no había ninguna dama de por medio.
Pero a Perry se le ocurriría por sí solo.
Todo aquello era un lío infernal, y todo por culpa del temperamento voluble y caprichoso de su hija. Su hija, que aún no se había hecho cargo de la situación.
—Si no estás encinta, Georgia, Sansouci ya no es tuyo, como no lo es esta casa, ni Maybury Castle. Todo irá a parar al heredero de Maybury, o sea, a su tío, sir William Gable-Gore.
—¿Qué? —Georgia pareció espantada—. ¿Voy a perderlo todo? ¿Todo?
—Todo excepto tus posesiones personales.
—No…
—Vamos, querida mía, bébete esto y duerme.
Georgia cogió el vaso, bebió e hizo una mueca de repugnancia al notar el amargor de la tisana. Pero ello pareció revigorizarla, porque se armó de valor y apuró el vaso de un trago.
Ésa era una ventaja: su hija era voluntariosa, nunca le había faltado valor. Y ahora iba a necesitarlo. Su regreso al mundo no sería fácil aunque solventaran hábilmente la crisis.
La doncella cogió el vaso y dio a Georgia otro con agua para que se quitara el regusto amargo de la tisana.
En primer lugar, Georgia debía regresar a Herne y pasar allí apaciblemente su duelo mientras se disipaba el escándalo. Habría que organizar un par de visitas de los vecinos para disipar cualquier rumor acerca de una hipotética huida al extranjero con su amante.
Allí, en Londres, Perry y los demás dejarían muy claro que el duelo había sido justamente lo que parecía: el disparate de un par de jóvenes borrachos como cubas. Si la verdad era otra, habría que sofocarla.
Ah, habría una investigación que por desgracia despertaría el interés de los curiosos. También habría que encargarse de eso para que el nombre de los Perriam no acabara arrastrado por el lodo.
Lady Hernescroft consideró el futuro. Pasado un año, Georgia buscaría otro marido, pero esta vez sería alguien más conveniente. Un caballero mayor y debidamente severo.
Georgia se bebió lo que quedaba del agua.
—Anoche todo era tan normal, tan deliciosamente normal… Estuve en el baile de lady Walgrave. Fui lady May. Beaufort coqueteó conmigo, y también Ludlow. Sellerby compuso una rima ensalzando las hebillas de mis zapatos. Ahora no tengo nada. —Levantó la vista—. ¿Cómo es posible?
Lady Hernescroft nunca había sido una madre cariñosa, pero aquella patética pregunta le llegó al alma. Abrazó a su hija y besó su pelo despeinado.
—Tu vida ha sufrido un gran cambio, Georgia, pero no te has quedado sin nada. Tienes tu renta de viuda, cualidades excelentes y, sobre todo, tienes a tu familia. Confía en tu familia. Nosotros cuidaremos de ti. Te mantendremos a salvo.