Capítulo 2
Mayo de 1765
Herne, Worcestershire
—TÚ tienes la cabeza más fría que yo —dijo Tom Knowlton—. Estoy yo más nervioso que tú.
Lord Dracy no apartó los ojos de los dos caballos que se ejercitaban allí cerca.
—Cosas de haberse enfrentado a los disparos del enemigo en medio de una cubierta en llamas.
—Santo cielo, ¿de veras hiciste eso?
—Una o dos veces.
—¿Y esas cosas provocan locura?
Dracy le lanzó una mirada cómica.
—Sin duda alguna.
Sabía que formaban una extraña pareja. Él era fuerte y fibroso como resultado de su vida en la Marina, donde a menudo escaseaba el rancho. En cambio, su vecino, Tom Knowlton, nunca había pasado penurias. Gustaba de llevar una vida confortable y su rechoncha figura era síntoma de prosperidad. Tom evitaba los riesgos. No montaba caballos demasiado briosos, ni viajaba en vehículos rápidos.
A Dracy le gustaban las comodidades cuando tenía ocasión de disfrutarlas, pero en cuanto a evitar los riesgos… El riesgo era la sal de la vida, y su vida era muy sosa desde que había heredado la baronía de su primo y abandonado la Marina. Quizá por eso había aceptado aquel desafío absurdo.
Knowlton y él estaban a la sombra de un olmo, en la finca del conde de Hernescroft, donde pronto tendría lugar una carrera de purasangres privada. Imaginación Libre, la famosa yegua baya del conde, se enfrentaría a Cartagena, la yegua negra de Dracy. El ganador se lo llevaría todo. Si ganaba Imaginación Libre, el conde se quedaría con las dos yeguas, lo cual sería una agradable aportación a su célebre cuadra de caballos de carreras. Si vencía Carta, Dracy tendría dos excelentes purasangres en vez de uno, lo que podía dar nueva vida a la yeguada de los Dracy. Si perdía, lo perdería todo y no tendría más remedio que regresar a la Marina.
Lo inusual de la apuesta había atraído a algunos linces del mundo de las carreras, que se habían sumado a los espectadores locales. Los duques de Portland, Beaufort y Grafton estaban allí, además de los condes de Rockingham, Harthorne y Waveney.
A la hora de apostar, ninguno de ellos se había decantado por Cartagena, pero eso estaba bien. Cuando ganara Carta, las ganancias permitirían a Dracy pagar las obras de su establo.
Cartagena tenía cuatro años y era una recién llegada al mundo de las carreras, pero últimamente había conseguido dos triunfos sorprendentes. Tras el segundo, lord Hernescroft le había espetado a Dracy a la cara que su yegua no sería capaz de vencer a Imaginación Libre si se enfrentaban.
El reto de lord Hernescroft lo había puesto contra las cuerdas, pero de todos modos Dracy no había querido buscar escapatoria. Vencer o morir: para él, era un desafío irresistible.
—Cartagena ha vencido varias veces, lo admito —dijo Knowlton, todavía nervioso—, pero sabe Dios por qué no has podido conformarte con eso. Un buen dinero contante y sonante y más por venir. ¿Para qué arriesgarlo todo de esta manera?
—Porque sólo con Carta no puedo restaurar la fortuna de los Dracy —repuso éste, y añadió «como bien sabes», porque Knowlton llevaba varios días incordiándolo con aquel asunto.
—Con el tiempo irás arreglando la finca.
—Sí, pero necesitaré aproximadamente una década.
—Tu primo tardó años en arruinarla.
—Yo no tengo tanta paciencia.
—No, eres muy impaciente. ¿A qué viene correr ese riesgo? ¿Qué piensas ganar con ello?
Cansado de la discusión, Dracy miró a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oírles.
Los espectadores (a pie, a caballo, y algunos montados en carruajes abiertos) se habían apostado a ambos lados de la línea de salida, que también sería la meta.
No había nadie cerca, pero aun así Dracy habló en voz baja:
—Según mis informes, Hernescroft siente un especial cariño por Imaginación Libre. La yegua nació en su cuadra y la bautizó una de sus hijas. Al parecer, la hija también está muy encariñada con ella. Cuando Hernescroft se haya recuperado de la impresión, después de perder la carrera, querrá negociar.
—¡Que me aspen! ¿Estás jugando por dinero? Eso sí tiene sentido.
—Estoy jugando por mi cuadra. Herne puede quedarse con Imaginación Libre a cambio de Goslingo.
—¿Qué? —exclamó Knowlton, y la gente lo miró, como temía Dracy. Su vecino se sonrojó y bajó la voz—: Puede que lo haga, ¿verdad? Tiene dos sementales de primera, y Goslingo es el mayor.
—Y un auténtico demonio, por lo que tengo entendido, pero eso no se lleva en la sangre.
—¿Te has informado sobre su casta?
—Siempre planeo cuidadosamente una carrera.
—Que me aspen —masculló Knowlton—. No me extraña que alcanzaras tales glorias en la Marina.
—Igual que muchos otros, y no porque navegáramos con cautela, sino a fuerza de sangre y agallas.
Knowlton se estremeció.
—¿Por qué no compras…? Pero un semental como Goslingo será muy caro, en caso de que Hernescroft estuviera dispuesto a venderlo. Ha engendrado a unos cuantos ganadores. A ochocientos, por lo menos. En todo caso, tú sólo tienes una yegua. ¿Por qué no te limitas a pagar para cruzarla con él?
—Prefiero que me paguen a mí, y en Dracy hay todavía tres yeguas purasangre viejas que Ceddie no se molestó en vender. Puede que todavía puedan tener un potrillo o dos. Ninguna de ellas ha dado un caballo de calidad, pero nunca se sabe. Hay caballos notables nacidos de yeguas del montón.
—Aun así, es una apuesta arriesgada.
—La vida está hecha de apuestas arriesgadas, Tom. Por lo menos, para los que tenemos que abrirnos paso en el mundo desde la cuna.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Porque no sabes fingir y Hernescroft podría haberse olido el pastel.
—Puede que no le hubiera importado. Está seguro de que va a ganar.
Dracy miró hacia el otro lado de la pista, al orondo y barrigudo conde de Hernescroft.
—No ganará.
—No puedes estar seguro…
—Nunca puede estar uno seguro de nada, ni siquiera de que vayamos a regresar sanos y salvos a nuestras casas después de la carrera.
—Bueno, en ese caso…
Al menos su sombrío comentario hizo callar a Knowlton y Dracy pudo observar tranquilamente a su caballo.
Carta tenía una complexión perfecta. Hasta su primo Ceddie se había dado cuenta. El muy necio había arruinado la finca con su gusto por la última moda y la vida de Londres, y había ido vendiendo la famosa yeguada de su padre para sufragarse sus caprichos. Pero había conservado a Carta, que entonces se llamaba Jade, con la esperanza de que con el tiempo tuviera éxito en las carreras y se vendiera a buen precio.
Carta había sido el as en la manga de Ceddie, y ahora lo era en la suya. Dracy le había cambiado el nombre y le había puesto el de la mejor batalla en la que había tomado parte. Vencer o morir, entonces y ahora.
—Allá vamos —dijo Knowlton cuando montaron los jockeys.
El de Hernescroft vestía de seda vede y amarilla. El de Dracy, de rombos rojos y negros. Los caballos se miraron como si supieran que todo dependía de aquel concurso de resistencia y velocidad.
—¡Madre mía! —exclamó Knowlton.
—¿Qué ocurre?
Dracy miró a su alrededor buscando un peligro inesperado.
—Esa escandalosa condesa. Allí, con ropa de hombre.
Dracy miró y vio a un hombre encasquetando un sombrero de ala ancha en la cabeza de una mujer pelirroja y risueña.
—Quizá no te convenga que esté aquí —dijo Knowlton—. Podría gafar la carrera.
—No creo en los gafes.
Dracy fijó de nuevo su atención en los asuntos importantes.
Santo cielo, Carta parecía inquieta de pronto. Tal vez no le gustara el pelo rojo.
—Por culpa de su conducta libidinosa Maybury murió en un duelo.
—¿De quién hablas?
—De lady Maybury, la condesa escandalosa.
—¿Lo planeó? —preguntó Dracy con más interés.
—No, no. Al menos, eso creo. Su marido murió y Vance huyó del país, y ahí la tienes a ella, feliz como una mariposa. Maybury era un buenazo.
—Si tan bueno era que la dejó extraviarse, no resulta muy lógico que se batiera en duelo por ello.
—¡Caray, Dracy!
—Me tienen sin cuidado lady Maybury y sus amantes. Cálmate, Carta. Cálmate. A este paso, quemará todas sus energías antes de que empiece la carrera.
—Tiene demasiado carácter.
—No hay nada de malo en tener carácter.
—Es una auténtica belleza —comentó Knowlton.
—¿Verdad que sí?
—Pero es demasiado impetuosa para dejarse dominar.
—Jorrocks y ella se entienden muy bien.
—¿Quién? Maldita sea, Dracy, estaba hablando de Georgia Maybury.
—Al diablo con Georgia Maybury. Se están preparando para la salida.
El murmullo de las conversaciones se extinguió.
Los caballos darían ocho vueltas a la pista, hasta completar dos millas.
Diablos, en ese momento su yegua tenía todas las de ganar. Había corveteado como si intentara desmontar a Jorrocks. El mozo le hizo dar una vuelta, obligándola a comportarse, pero los espectadores comenzaron a menear la cabeza.
Dracy miró con enojo a sir Charles Bunbury, el juez, que estaba charlando con Hernescroft. Puede que sintiera su mirada, porque dio media vuelta y pidió orden.
—Allá vamos —masculló Knowlton.
Bunbury agitó la bandera.
—¡Ya salen!
La salida sorprendió a Carta corveteando e Imaginación Libre tomó la delantera y corrió como un relámpago hacia el lejano roble que marcaba el punto de vuelta de la carrera. Dracy sacó su catalejo náutico y vio cómo Carta acortaba distancias cuando rodearon el árbol.
—Eso no importa —masculló, pero lo cierto era que se lo esperaba. No se habría organizado la carrera si las dos yeguas no estuvieran muy igualadas. Condenadamente igualadas. Pero la de Hernescroft era dos años más madura que la suya y llevaba dos años más compitiendo.
Carta, sin embargo, poseía la fogosidad de la juventud. Haría todo lo posible por ganar, y eso era lo único que podía pedírsele.
Mientras los caballos galopaban de vuelta hacia ellos, los espectadores vociferaban atronando los oídos de Dracy como antaño lo habían hecho los cañones de los barcos. Él se dio cuenta de que también estaba gritando.
—¡Vamos, vamos! —le gritaba a Carta.
Cuando los caballos pasaron a toda velocidad frente a él, Carta parecía aún llena de ímpetu. Se adelantó como si quisiera exhibirse delante del gentío, pero después Imaginación Libre la alcanzó y volvió a ponerse en cabeza. Carta, sin embargo, volvió a adelantarse al poco rato.
Y así siguieron vuelta tras vuelta. No importa, no importa, se decía Dracy mientras el corazón le tamborileaba en el pecho y la voz se le irritaba de tanto gritar. Entre la victoria y la derrota total no había más que un soplo.
Estaba ronco, al igual que los demás, y sin embargo siguieron gritando, animando al caballo por el que habían apostado, pero también vitoreando a aquellos animales espléndidos y valerosos.
Un grito más agudo atrajo la atención de Dracy un instante. Era aquella mujer escandalosa, que agitaba su sombrero de ala ancha. Su roja melena se había desprendido de las horquillas y brillaba como fuego al sol. Su acompañante volvió a ponerle el sombrero. Ella se rió de él con descaro.
Dracy se compadeció del hombre que tuviera que vérselas con ella, pero fijó de nuevo la mirada en los caballos. Una vuelta más. Después, con las aletas de la nariz hinchadas y el cuello extendido, Carta e Imaginación Libre enfilaron la recta final, primero Imaginación Libre le sacó un hocico a su rival; después fue Carta quien se adelantó, luego Imaginación Libre volvió a ponerse en cabeza…
Dracy se quedó callado. Estaba demasiado concentrado para gritar. Vamos, vamos, vamos. Un poco más, un poco más, cariño mío. Un poco…
—¡Sí! —Arrojó su sombrero al aire, sin importarle dónde cayera—. ¡Por Dios que lo ha conseguido! Por un hocico. Por más de un hocico.
Knowlton daba brincos agarrado a su sombrero y sonreía como un idiota.
Dracy corrió a acercarse a Carta para felicitarla como merecía. Ni su victoria más ardua en el mar le había causado tanta euforia.
Felicitó al jockey agotado, notó que le daban palmadas en la espalda y que unos hombres lo agarraban de la mano y se la estrechaban. Y no eran únicamente los que habían ganado las apuestas. Aquellas personas se alegraban de su victoria porque la carrera había sido excelente y porque se lo había jugado todo y había vencido.
Alguien le puso una copa de vino en la mano y Dracy brindó por las yeguas y por sus jinetes. Pasó la copa a Jorrocks y le hizo beber. Alabó de nuevo a Carta. En su momento de gloria, la yegua había decidido comportarse como una perfecta dama: posaba como una estatua de mármol negro, aceptando imperturbable su tributo.
—¡Ah, mi hermosa jaca!
Dracy seguía sonriendo, a pesar de que sabía que la cicatriz de su cara torcía su sonrisa. Tenía en el lado derecho de la cara una cicatriz que hacía palidecer a las almas sensibles, sobre todo cuando sonreía y se le torcía el gesto. Procuraba no espantar a los desconocidos con aquella mueca, pero en aquel instante le importaba un comino. Sonreía y reía a carcajadas. Era un momento glorioso.
Apuró otra copa de vino, pero luego se calmó y fue a tomar posesión de su premio.
O más bien de su as en la manga.
Los mozos de Imaginación Libre lo saludaron con expresión pétrea. No querían separarse de la yegua, y menos aún para que acabara en una cuadra tan destartalada como la suya. Dracy se había asegurado de que el conde de Hernescroft y los mozos de cuadras estuvieran al corriente del estado de sus caballerizas.
La yegua también parecía abatida, como si conociera su destino. Dracy deseó poder decirle al oído que no se preocupara. Que no tendría que abandonar su lujoso hogar.
Se inclinó ante el grueso y canoso conde de Hernescroft. Si había montado en cólera al perder, ya había recuperado su aplomo. No fingió alegrarse del resultado, pero dio la enhorabuena a Dracy.
—Una carrera excelente, Dracy, y una yegua magnífica. Magnífica de veras. Lamento no poder tenerla en mis establos.
—Las dos han corrido bien, Hernescroft. Le aseguro que Imaginación Libre estará bien cuidada en los míos. No son tan buenos como los suyos, pero tendrá todo lo necesario.
La cara carnosa del conde se crispó.
—Quizá pueda quedarse con sus mozos de momento, ¿qué le parece? Descansar un día o dos antes de emprender el viaje.
—Desde luego. Lo mismo tengo pensado para Cartagena.
—Bien, bien. ¿Le apetece que tomemos una copa de vino para celebrarlo en mi casa? Podemos ultimar los preparativos.
—Será un honor, Hernescroft. —Dracy hizo otra reverencia—. Voy a ocuparme de Cartagena.
—Mande que la lleven a mis establos. La yegua y sus hombres estarán a las mil maravillas.
Los «hombres» de Dracy eran Jorrocks y un muchacho de catorce años que se encontrarían sumamente incómodos en un entorno tan majestuoso.
—Gracias, milord, pero Cartagena está muy cómoda en el establo de la posada.
Se volvió, intrigado por lo que le había dicho el conde. Tal vez Hernescroft estuviera pensando en lo que a él le convenía más.
Carta seguía portándose bien, aunque se estaba haciendo la coqueta: se pavoneaba delante de sus admiradores y bailoteaba lo justo, como dando a entender que podía repetir su hazaña en cualquier momento.
—Bribonzuela —le dijo Dracy frotándole el hocico—. Mi bella y magnífica bribonzuela. —Acercándose a su oído, añadió—: Voy a conseguirte un semental estupendo como recompensa.
Mandó a la yegua a la posada del pueblo y le dijo a Knowlton:
—Estoy invitado a tomar una copa de vino con el perdedor.
—Muy generoso por su parte.
—Es lo que esperaba. —Se alejó con su amigo de la gente que todavía quedaba junto a la pista—. Sospecho que empieza a pensar lo mismo que yo. Todo va conforme a lo previsto.
—No podías estar seguro de que ganarías —repuso Knowlton en tono de reproche.
—El destino es una muchacha caprichosa. He sobrevivido a asaltos a pesar de que los hombres que había a mi lado murieron, y no habían hecho nada para merecerse su mala suerte. He visto como cambiaban los vientos para favorecer a un bando o a otro en una batalla. Algunos claman que Dios está de su parte, pero ¿por qué habría de estarlo? Ninguno de los dos bandos es bueno ni malo. Las guerras suelen librarse por la riqueza y las tierras de unos u otros.
—Bueno, la verdad…
Dracy lamentó turbar de ese modo a su amigo.
—En este caso, espero que el premio sea un semental nuevo en mis establos.
—Me gustaría tener tu temple.
—No, no te gustaría. Tienes todo lo que deseas en la vida. No necesitas arriesgar nada para conseguir más.
Knowlton sonrió.
—Lo admito, pero a veces creo que llevo una vida muy aburrida.
—Deberías dar gracias por ello todos los días. Yo espero poder decir lo mismo algún día.
—¿Piensas casarte? —preguntó Knowlton, sorprendido.
Dracy había estado pensando en la vida en general, pero suponía que a una vida tranquila no le iría mal una esposa apacible y cariñosa. En un futuro.
—De momento tengo bastante con reparar la casa, la finca y los establos, no puedo pensar en nada más.
—Una esposa puede ser una gran ayuda, sobre todo con la casa. Ése es su dominio.
—Desde luego no es el mío. Muy bien, si se te ocurre alguna dama conveniente, de temperamento apacible, ahorradora y con una buena dote, avísame. Claro que no tendrá que importarle mi cara.
Knowlton comenzó a balbucir y Dracy se arrepintió otra vez de haber desconcertado a su amigo. Pese a que la suya era una extraña amistad, apreciaba sinceramente a Tom Knowlton y agradecía que le hubiera permitido entrar en su mundo rutinario y acogedor.
Le dio una palmada en la espalda.
—Me voy a mi cita con el destino. Deséame suerte. Te informaré de todo cuando cenemos en la posada.