Capítulo 10
GEORGIA se quedó mirando la puerta, ceñuda.
—No sé muy bien qué hago aquí.
—Yo tampoco lo sé, señora —dijo Jane—. Lord Dracy parece muy capaz de valerse por sí solo.
—Pero no sabe nada de moda, ni de estilo.
—El señor Pargeter lo aconsejará, señora.
Georgia dio una vuelta por la sala, inquieta. Después se sentó y cogió una revista.
—El Almanaque femenino. Me sorprende que no sea La Revista del caballero, o algo así.
—¿Un caballero acompañaría aquí a otro, señora?
—Y si lo hiciera, se le permitiría entrar con él hasta el fondo de la casa. Podría haber al menos algún género a la vista. Así no voy a enterarme de nada. Siéntate, Jane. ¿Qué color crees que le sentará mejor a lord Dracy?
—El azul, señora —contestó Jane mientras se sentaba cuidadosamente en una silla dura—. Pero no el azul oscuro. Un color un poco más claro, como sus ojos.
—¿Sus ojos son azules claros? —preguntó Georgia, aunque sabía que lo eran—. Tal vez sea de tanto mirar el mar.
—El mar es gris, en su mayor parte, señora.
—No tienes ni pizca de romanticismo.
—Sólo digo la verdad.
—Una costumbre peligrosa, ésa. ¿Y su pelo? Tendrá que rizárselo y empolvárselo.
—¿Una peluca quizá, señora?
—Me cuesta imaginármelo sentado durante horas sin moverse —convino Georgia—. Una peluca, pues, pero las buenas pelucas no se consiguen de un día para otro…
—Señora, lord Dracy no es un maniquí al que pueda vestir.
Georgia la miró con sorpresa.
—Desde luego que no, pero necesito que se sienta a gusto en el baile por el bien de Imaginación Libre. No puede haber nada más horroroso que ir mal vestido.
—Hay muchas cosas más horrorosas, señora, y no creo que sepa usted qué se siente yendo mal vestida.
—¿Estás enfadada conmigo, Jane?
Su doncella suspiró.
—No, señora, enfadada, no. Pero está tratando a lord Dracy como si fuera un juguete, y él no es un caballero corriente. Es… Ha estado en la Marina casi toda su vida, pasándolas canutas, luchando y puede incluso que hasta matando. Debe usted refrenarse.
—Te refieres a ese beso —repuso Georgia—. No ha sido nada.
—Si usted lo dice, señora, pero no me refería a eso.
—¿Te parece demasiado tosco para codearse con personas refinadas? Entonces le sacaré brillo como a un cacharro de cobre, hasta que Imaginación Libre esté a salvo.
—No va a usted a cambiarlo, señora.
—¡No pretendo tal cosa! Dios mío, ¿por qué estamos hablando así? Sí, he utilizado a lord Dracy como excusa para venir a Londres, pero ¿qué hay de malo en ello?
—Tal vez haya levantado usted falsas esperanzas.
—Él no sería tan necio —respondió Georgia, aunque no estaba del todo convencida—. Sería una pena que estuvieras en lo cierto, pero estoy segura de que pronto se dará cuenta de que no es candidato para obtener mi mano.
—Es de esperar, señora.
—No pongas esa cara de pena. Lo puliré para el baile como por arte de magia, y esa noche seré su guía y su guardiana, y luego, cuando Imaginación Libre esté a salvo, regresará a sus tierras llenas de barro, y adiós muy buenas.
Jane seguía teniendo aquella mirada que parecía decir «se arrepentirá si sigue por ese camino, señora».
—Anda, no hace falta que estemos las dos aquí de brazos cruzados. La tienda de tu hermana está a un par de calles de aquí. Ve a pasar un rato con ella hasta que llegue yo.
—No puedo dejarla sola, señora.
—No necesito una carabina para recorrer un par de calles en pleno Londres. Cuando lord Dracy acabe aquí, nos reuniremos contigo allí.
—Recuerde, señora, que no debe dar pie a nuevas habladurías.
—¿Cómo podría hacerlo en tan poco rato? ¡Vamos, Jane!
—Creo que no…
—Vete o me enfado yo.
Jane se levantó.
—Usted sabrá lo que hace —dijo, y se marchó.
¿Qué rayos había querido decir con eso?
Al quedarse sola, el enfado de Georgia se convirtió lentamente en sensación de libertad. Por fin sola y libre en la ciudad. Podía salir de allí e ir donde se le antojara, hacer lo que le apeteciera…
No lo haría por una cuestión de decoro, pero la posibilidad de hacerlo la puso de buen humor. Cogió otra vez la revista para juzgar las últimas modas. Había decidido no recibir revistas en Herne porque habría sido deprimente, y hojearlas se había convertido en un raro placer.
Hojeando la revista, descubrió con alivio que no había habido vuelcos de estilo durante el año anterior, y que por tanto no sería el hazmerreír de todo el mundo cuando se pusiera sus vestidos viejos.
Había, sin embargo, pequeños detalles de estilo y algunos adornos nuevos. Podía ponerse aquel encaje de punto en el vestido azul en vez de un festón, pero ¿no sería una chapuza?
Empezó a pensar en cómo serían sus vestidos nuevos. Aquella cola bordada con flores de verano era muy linda, pero ¿y si las flores fueran de seda y estuvieran prendidas a la tela, como esparcidas por ella? ¿Y si formaban guirnaldas? ¿Sería demasiado añadir un fondo de encaje verde que hiciera el efecto de un lecho de hojas?
Aquella falda recogida en ondas de encaje era absurda, pero podía ser bonita si fuera de gasa de seda bordada con lentejuelas. Y mejor aún si no era blanca. ¿Un marrón suave con lentejuelas cobrizas?
Procuró recordar ambas ideas para cuando volviera a casarse y pudiera permitirse aquel lujo.
Observó un sencillo vestido de campesina azul. Si tuviera la falda fruncida a un lado, como recogida para trabajar…
Se abrió la puerta y regresó Dracy seguido por Pargeter y tres empleados, cada uno de los cuales llevaba un traje formado por casaca, chaleco y calzas, colgado de tal manera que sólo le faltaba un hombre dentro.
—Me ha parecido prudente pedirle consejo, lady Maybury —dijo quizá con cierta ironía.
Georgia optó por ser diplomática y preguntó:
—¿Cuál recomienda el señor Pargeter?
—Se niega a decantarse por uno de los tres, pero afirma que todos me quedarán bien después de hacerles algunos arreglos de poca importancia.
Georgia se levantó para inspeccionar los trajes: uno azul oscuro, otro azul claro y uno gris con flores bordadas.
Cogió el azul claro y se lo pasó a Dracy.
—Póngaselo delante, milord.
Era casi del color de sus ojos, que en efecto eran de un azul muy hermoso. Georgia, sin embargo, meneó el dedo.
—El gris.
Cuando Dracy se puso delante el traje gris, ella retrocedió para mirarlo.
—No lo habría adivinado, por eso es tan interesante la moda. ¿Se reconocerá el traje, Pargeter? Me parece que el azul oscuro pertenecía a lord Ashart.
—La señora tiene buen ojo. Hemos cambiado los adornos, somos muy cuidadosos con esas cosas, pero un verdadero conocedor de la moda se fija en esos detalles. En el caso del gris, sin embargo, sólo se ha visto en Irlanda. Nunca se ha lucido en Londres, se lo aseguro, y también está alterado.
Georgia asintió y se volvió hacia Dracy.
—¿Está usted de acuerdo?
—Me pongo en sus manos. A mí me interesa muy poco.
—¿Subiría usted a bordo de un barco mal vestido? —preguntó ella.
Dracy sonrió.
—Usted gana.
Ella asintió con un gesto.
—Zanje su compra, milord, y pasaremos a otros asuntos.
Dracy se marchó, dejando a Georgia intranquila, aunque no estaba segura del motivo. Recordaba las vagas advertencias de Jane, pero no podía creer que Dracy fuera un peligro para ella.
Tal vez fuera otra cosa que había dicho Jane: que Dracy era un militar. Había luchado en batallas, lo que sin duda significaba que había matado a personas. A veces habría llevado una vida dura. Seguramente por eso se impacientaba con ella. Pero ella no podía evitar haber vivido siempre cómodamente, y desde luego no deseaba que fuera de otro modo.
Era tan distinto a otros hombres que conocía… Tan distinto a Dickon, a Perry, a Beaufort y a los demás… Hombres que habían sido educados en la elegancia y el estilo. Y también era tan distinto de los hombres más toscos, de los deportistas como Shaldon y Vance, que escogían los peligros a los que se enfrentaban.
Eso, sin embargo, no lo convertía en un peligro para ella.
En absoluto.
Y menos aún durante un paseo a pie hasta la casa de Mary Gifford.
Con la conciencia más tranquila, pudo saludarlo alegremente cuando regresó y salir del establecimiento sin escrúpulos.
Pero tal vez él sintiera de otro modo. En cuanto la puerta se cerró tras ellos, preguntó:
—¿Qué ha sido de su doncella, lady Maybury?
—Le di permiso para ir a ver a su hermana, que vive aquí cerca. No tema, nos reuniremos con ella enseguida. ¿Necesita una peluca, Dracy, o prefiere usar los servicios de un peluquero?
—Tengo una peluca. ¿No es poco sensato que esté conmigo sin carabina?
—No.
—Entonces, ¿por qué se está bajando el velo?
—Para evitar la tierra y el polvo. ¿Insinúa usted que es peligroso, milord?
—Peligroso como no se imagina —contestó él.
Estaba intentando desconcertarla, y Georgia no pensaba seguirle la corriente.
—Sin duda se refiere a cuando está en el mar, pero aquí estamos en tierra firme, ¿no le parece?
En la calle, rodeados de gente. Era ridículo necesitar ese consuelo. Georgia volvió a llevar la conversación hacia terreno menos peligroso.
—Su peluca ¿es presentable?
—Creo que sí. ¿Debo mandar que la empolven?
—Los caballeros las llevarán blancas en su mayoría, y también muchas de las señoras.
—¿Incluida usted?
—Yo sólo uso los polvos cuando no queda otro remedio. Para ir a la corte y cosas así.
—Es muy natural, teniendo un pelo tan hermoso como el suyo.
—Vaya, gracias, milord.
Él le devolvió la sonrisa, pero dijo:
—No creo que sea la primera vez que lo oye. No estoy siendo muy galante, ¿verdad? Le pido disculpas, aunque lo cierto es que me gusta hablar sin tapujos. Me pregunto por qué gusta tanto el cabello blanco. A fin de cuentas es síntoma de vejez.
Georgia se alegró de poder hablar de trivialidades.
—¡Una pregunta que nunca he formulado! Ahora que lo pienso, no sé cuándo empezó la moda. No creo que en la Restauración se empolvaran las pelucas.
—Llevaban esas pelucas largas y rizadas. ¿Demasiado pelo que empolvar, quizá?
—Donde impera la moda, nada es imposible —afirmó ella—. Esas pelucas daban un aire romántico a los hombres, hasta a los que menos lo eran. En Herne hay un retrato de mi abuelo cuando estaba en la flor de la vida y entrado en carnes. Era un hombre muy áspero de trato, según dicen, pero con esa melena de rizos casi podría haberme seducido.
—Hasta que se le hubiera caído la peluca —añadió él.
—Creo que habría rehusado el honor mucho antes de llegar a eso.
—Muy prudente por su parte. Nosotros, los hombres, somos todos duros y ásperos bajo nuestra cobertura de rizos y encajes.
—Mi marido no lo era.
Dracy se detuvo.
—Le pido disculpas…
—No, no —protestó Georgia—. No pretendía ser un reproche, pero Dickon tenía un carácter muy dulce, muy generoso, muy amable. Por eso fue tan horrible que… Le pido disculpas otra vez —añadió precipitadamente, sorprendida por un arrebato de tristeza, y se alegró de que el velo ocultara sus lágrimas.
—¿Cuándo fue la última vez que caminó por estas calles? —preguntó él.
—Bueno. —Georgia se detuvo otra vez—. El día anterior al duelo. Cuando mi marido todavía estaba vivo… —Tragó saliva y se obligó a adoptar un tono más alegre al decir—: Le habría encantado visitar Pargeter’s. Sólo por diversión, por supuesto.
—Por supuesto. Nada de ropa de segunda mano para él. ¿Era una persona alegre?
—Sí. Sí, lo era.
Pero no hubo de contener la tristeza, y Georgia comprendió por qué. Sin darse cuenta debía de haber dirigido sus pasos hacia otro lado, porque no iban camino de la tienda de Mary Gifford. Estaban en la esquina de Belling Row, muy cerca de su casa.
De su antigua casa.
—Nos hemos equivocado de camino —dijo dando media vuelta.
Él la agarró del brazo.
—¿Malos recuerdos?
—No importa.
—Sí que importa. ¿Qué hay en esta calle?
Georgia se resistió, pero al fin dijo:
—Mi casa. La que era mi casa. Nuestra casa.
—Enséñemela.
—No.
—Por favor.
Ella arrugó el entrecejo.
—¿Por qué?
—Porque tiene que exorcizar esos fantasmas. Si no se quedarán ahí, devorándole el corazón.
—Devorándome…
—Puede que haya exagerado, pero estará mejor sin ellos.
La ruidosa ciudad parecía de pronto callada y, en efecto, llena de fantasmas.
—¿Puede evitar pasar por esta calle de por vida? —inquirió él.
—Quizá…
No podía, sin embargo, y él tenía razón respecto a los fantasmas. Así pues, Georgia enderezó la espalda y siguió adelante.
Belling Row, como muchas otras calles de Mayfair, estaba flanqueada por altas casas, cada una con sus barandillas negras y relucientes en la fachada y sus hileras de pulcras ventanas divididas en pequeños paneles. Georgia nunca se había fijado en esos detalles con tanta intensidad como en ese momento.
Una casa en particular se acercaba más y más, y su corazón comenzó a latir con violencia.
—No sé si el tío de Dickon, el nuevo lord Maybury —puntualizó—, se ha quedado con la casa o la ha vendido. —Sentía la boca seca y una opresión en la garganta, pero se obligó a seguir hablando—. La mayoría de la gente prefiere alquilar, ¿sabe?, porque sólo pasa unos meses en Londres. Nosotros vivíamos aquí todo el tiempo, siempre que podíamos, así que teníamos la casa en propiedad. Arrendada, en realidad, pero para mucho tiempo…
Mientras caminaban calle abajo, Dracy la dejó hablar. Sólo de vez en cuando decía alguna palabra mientras se preguntaba si lady Maybury lamentaba más la pérdida de sus casas que la de su marido. Eso sería muy superficial, sin embargo, y pese a su superficialidad, Georgia Maybury no le parecía superficial. Joven, sí. Y consentida. Pero también sorprendentemente lúcida y fuerte.
Quizá la pérdida de su marido y de sus casas formaran para ella un solo e inmenso vacío.
Se quedó callada delante de una casa idéntica a las demás.
—¿Aquí es? —preguntó él.
—Sí. No puedo entrar, es imposible. —Echó a andar—. No quiero que me vean mirándola como un alma en pena.
—Es una casa entre otras de la misma calle.
—Imagino que hay muchísimos barcos parecidos —replicó ella—, pero ¿no añora usted el que dejó?
Dracy sopesó su respuesta, pero le dijo la verdad:
—En absoluto. Un poco sí a algunas personas que había en él, pero había otras a las que de buena gana habría pegado un tiro.
—Entonces no sabe lo que es perder un hogar. Varios hogares.
—No —reconoció él—. No lo sé. ¿Qué otros hogares?
—Maybury Castle —dijo Georgia—, aunque esa casa nunca me gustó mucho. Y Sansouci.
—¿Sansouci? ¿«Sin cuidado»?
—Mi casa… Nuestra casa. Estaba en Chelsea, junto al río. Ahora estaríamos allí… Cuando en Londres hacía un calor insoportable, quiero decir. Los jardines… El nuevo lord Maybury se ha quedado con ella. Seguramente estará allí.
Dracy no podía ofrecerle ningún consuelo, como no fuera un remedo del campo y sus jardines.
—Podríamos pasear por el parque. ¿Nos desviaríamos mucho de nuestro camino?
Ella se estremeció como si hubiera estado absorta en sus pensamientos.
—No —respondió, y se dirigió hacia la hierba y los árboles.
Dracy fue con ella, impresionado por la situación de una viuda sin hijos. Georgia Maybury había perdido de la noche a la mañana no sólo a su marido, sino también todas sus casas. La habían desahuciado sin contemplaciones, como a un inquilino de una casa de labranza, sin apenas dejarle llevar nada consigo.
La flamante mujer de lord Maybury habría tomado posesión de todo lo que Georgia había considerado suyo. No solamente de las tres casas, sino también de los muebles, la porcelana, los cuadros, las alfombras y las joyas. De todo, salvo de su ropa y de los enseres que su marido le hubiera dejado expresamente en herencia.
No era de extrañar que estuviera obsesionada con recuperar todo lo que había perdido.
—Es un sistema cruel —declaró Dracy—, pero ¿cómo podrían organizarse las cosas, si no?
Ella no fingió que no le entendía.
—No hay otro modo, lo sé.
Caminaba con la misma energía que antes, pero de pronto parecía estar huyendo de algo. Dracy deseó tomarla en sus brazos y reconfortarla.
Ella se detuvo por fin a la sombra de un árbol.
—No ha cambiado nada —dijo.
—¿El parque?
—Todo. La casa, el parque, Pall Mall… —Se volvió hacia él—. Si regresara usted a la Marina, allí tampoco habría cambiado nada.
—Sin duda me destinarían a otro navío. Eso contando con que tuviera la suerte de que me readmitieran. Los tiempos de paz son un fastidio.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Cómo se llamaba su último barco?
—El Escabeche —contestó, y obtuvo el resultado que buscaba: una sonrisa sincera.
—¿Me está tomando el pelo?
—No, palabra de honor. Los nombres rimbombantes se reservan para los grandes barcos. También hay un Hurón y un Lubina.
—¿Y no añora usted el Escabeche?
—En absoluto.
—¿Qué me dice de la casa donde creció? ¿No la añoraba cuando se fue al mar?
—No, que yo recuerde. Mis padres murieron cuando yo tenía diez años, y fui a vivir con mis tíos a Dracy Manor. Había estado allí de visita otras veces y me gustaba, sobre todo las cuadras, pero nunca tuve la sensación de que fuera mi hogar. A fin de cuentas, nunca lo fue.
—Entonces no sufrió, no echó nada de menos.
—Sólo una cosa. Un pony.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó ella.
—Conquistador. En realidad se llamaba Homero, pero era un nombre demasiado sobrio para un niño de diez años.
—A mí me gustan los caballos, pero nunca he sido muy aficionada a montar.
—Quizá debería probar a montar a horcajadas —sugirió él.
Ella sonrió.
—Quizá sí.
—Dracy Manor es mía ahora —continuó él, deseoso de hacérselo entender—. Es mi hogar, y también mi responsabilidad, mi deber.
—Eso tengo entendido —contestó ella—. Confío en que le haga disfrutar.
Sólo contigo allí, pensó él.
—Deduzco que Green Park no le trae recuerdos dolorosos —comentó.
Ella no pareció turbada.
—Bueno, es curioso. Naturalmente, no tengo la sensación de haber perdido el parque, claro. Puedo pasear por aquí exactamente igual que antes, disfrutarlo como antaño. Le agradezco que me haya recordado que todavía hay muchas cosas de las que puedo disfrutar. Los parques, los teatros, las tiendas, la corte. ¡Qué idiotez, lamentarse por las cosas que se han perdido cuando Londres sigue aquí y pronto todo será como antes! Sólo tengo que volver a casarme.
Tal y como pensaba Dracy, ansiaba que las cosas fueran como antaño. Estaba seguro de que, de haber podido, habría vuelto a comprar las casas de Belling Row y Sansouci. Pero eso era imposible, del mismo modo que era imposible borrar las cicatrices de su rostro.
¿Cuándo se daría cuenta?
Aún era pronto, se dijo.
—Estoy pensando en un duque —continuó ella con ligereza, saliendo de la sombra para cruzar el parque—. Me gustaría ser duquesa. Normalmente no lo reconocería, claro, pero somos amigos, ¿no es cierto?
¡Ah, un desafío directo! Le estaba dando a entender que «sólo» era amigos. Georgia Maybury no era tonta: sabía que aquella conversación tan íntima había roto barreras y se disponía a recomponerlas hábilmente.
—Será un honor ser su amigo, lady Maybury —repuso Dracy, y añadió—: Siempre.
No estaba mintiendo. En el matrimonio, la amistad era su ideal.
—¡Qué maravilla! Verá, me recuerda usted a mi hermano Perry. El honorable Peregrine Perriam. —Estaba edificando una barrera aún más sólida, haciéndolo pasar de amigo a hermano—. Con él puedo hablar de cualquier cosa —prosiguió—, y me entiende como pocos. Comparte mi gusto por la ciudad, por la corte, por el arte, por el teatro…
Siguió hablando, poniendo ladrillo tras ladrillo. Aquel dichoso Peregrine Perriam parecía tan tarambana como su primo Ceddie. Sin duda él se lo gastaba todo en ropa.
Pero a eso era a lo que estaba acostumbrada Georgia Maybury.
Y no veía la hora de volver a hacerlo.
Cada palabra que salía de sus labios levantaba un poco más la barrera que había erigido entre ellos.
Georgia había estado tan concentrada en asegurarse de que lord Dracy no abrigaba vanas esperanzas, que había perdido la noción de dónde estaba.
—Ah, la Casa de la Reina. Supongo que la conoce.
—Todavía no he entrado —respondió Dracy.
—Pero lo han presentado, ¿verdad? ¿En Saint James?
—Sí.
—Por supuesto que sí. Discúlpeme. No sé por qué lo atosigo como una pata con un solo patito.
Aquello le hizo reír.
—Me cuesta verme tan pequeño y plumoso, pero usted puede atosigarme cuanto quiera.
—Ésa es una invitación peligrosa, Dracy. Puede que le dé a comer lombrices.
—De su boca, lady Maybury, puede que hasta me las coma.
Georgia se rió, pero las cosas empezaban a torcerse de nuevo.
—Soy demasiado buena amiga —respondió con énfasis— para atormentarlo así.
—Entonces yo seré demasiado buen amigo para tomarle el pelo.
—¿Cómo lo llaman sus amigos, milord?
—Dracy —contestó.
—Me refería a su nombre de pila. Imagino que no se llama Dracy Dracy.
—No.
—¿Cómo, entonces?
—Para que se lo diga tendremos que ser mejores amigos aún.
—¡Qué fastidioso es usted! Ande, por favor, me muero de curiosidad. Voy a intentar adivinarlo. ¿Tom, Dick o Harry?
—Demasiado corrientes.
—Matusalén.
—¿Cree acaso que mis padres intentaban asegurarme una larga vida?
—Lázaro.
—¿O que me levantara de entre los muertos?
—Gog.
Él se rió.
—Entonces, si tuviera un hermano, ¿se llamaría Magog?
—Dígamelo —insistió ella.
—No.
Georgia se quedó mirándolo pensativa.
—Si me lo dice, le daré permiso para llamarme Georgia.
—Como soborno, es poco.
—Entonces no tiene permiso.
Georgia meneó la cabeza y siguió caminando, pero sonreía.
Como amigo, Dracy era delicioso. Tendría que recordar lo que había dicho.
—¿No tiene hermanos? —preguntó.
—Ni tampoco hermanas.
—¡Qué extraño habrá sido! ¿A sus padres no les importó que su único hijo se hiciera a la mar?
—Ya habían muerto, pero yo siempre había tenido intención de seguir los pasos de mi padre.
—¿Me dijo usted que se había enrolado a los doce años? Tuvo que ser horrible.
—En absoluto. No me dejaron a merced de las olas. Empecé como grumete en un barco capitaneado por un viejo amigo de mi padre, y me fui de buena gana. ¿Mi respuesta le parece lo bastante sincera como para recompensarme permitiéndome que la tutee?
—No.
—¿Por qué no?
Porque en cierto modo sería demasiado íntimo para dos amigos.
—Porque sería indecoroso —respondió ella—, y he de guardar el decoro en todo momento.
—¡Pobre Georgia!
Ella lo miró con enfado, pero Dracy no se amilanó.
—Ha dicho que soy como un hermano para usted.
—Siendo así, señor, tiene usted mi permiso. —Sonrió al ver el efecto que surtía sobre él—. Pero únicamente en privado.
—Así que planea que haya momentos privados. Me tiene usted en vilo.
¡Vaya! Georgia estaba buscando una réplica para hacerle callar cuando empezaron a sonar los relojes.
—¡Santo cielo! ¿Están dando las dos? ¡Sólo me queda una hora para regresar a la barca!
—Entonces hemos de darnos prisa.
La agarró de la mano y echó a correr.
Georgia chilló, pero luego se levantó las faldas y corrió con él, riendo como una niña.
De pronto se detuvo.
—¡Pare, pare! ¡Insisto!
Dracy obedeció.
—¿Qué sucede?
Georgia se alisó las faldas.
—No se corre por el parque.
—¿Ni siquiera cuando se tiene prisa? Ah, entiendo. Nos están observando, y está mal visto. Pero lleva usted velo.
—Así es. —Miró a Bella Tresham y le sacó la lengua—. Venga. Aun así debemos darnos prisa. Quiero que me dé tiempo a ver las muñecas.
—¿Las muñecas? —preguntó él—. Es usted bastante joven, pero…
—Las muñecas de la modista —dijo ella mientras salían apresuradamente del parque—. ¿Es que no sabe usted nada?
—De esas cosas, menos que nada. —Dracy lanzó una moneda al muchacho que barrió el estiércol de la calzada para que pasaran. Mientras cruzaban, añadió—: Explíqueme eso de las muñecas.
—Las modistas no pueden confeccionar vestidos para enseñárselos a sus clientas, sería demasiado costoso, así que visten a muñecas. También hay dibujos, pero nada mejor que una muñeca para enseñar un vestido. Además, las pueden mandar al campo para que las señoras de provincias estén al corriente de las últimas modas.
—¿Jugaba usted con esas muñecas en Herne?
—Deje de provocarme, señor. Yo no pedía muñecas. Pensar en la moda cuando no me hacía falta habría sido un disparate. Ahora, en cambio, debo resarcirme. Ya estamos aquí.
Se había detenido ante una casa de dos plantas y fachada doble en cuyo escaparate se exhibían un vestido y varios rollos de tejido.
—Una modista —dijo Dracy—. Mis amigos marineros jamás lo creerían.
—Las experiencias nuevas amplían los horizontes. Si promete portarse bien, le pediré a Mary que mande a buscar un poco de cerveza para usted mientras espera.
Él se llevó la mano enguantada a los labios.
—Gracias, Georgia. Siendo así, prometo ser muy, muy bueno.
Aquella promesa no debería haber causado un hormigueo nervioso en el corazón de Georgia, pero así fue.