Capítulo 17

DRACY siguió enlazando con el brazo a Georgia Maybury, sabedor de que su risa era llanto en buena parte, y preguntándose por qué demonios no podía borrar de un plumazo todas las cargas que la abrumaban.

Pero eso rara vez sucedía, y las cargas había que sobrellevarlas. Las de Georgia, sin embargo, eran demasiado injustas. De algún modo se las arreglaría para limpiar su nombre, aunque con ello hiciera posible que se convirtiera en duquesa.

Ella se recobró y se sonó la nariz mientras se disculpaba.

—Ha sido un honor dejarle mi hombro para que se tronche de risa.

—¡No siga o empezaré otra vez! En serio, debemos volver, pero no quiero que parezca que he estado llorando. ¿Lo parece?

Ladeó la cara hacia la luz y Dracy aprovechó la oportunidad para contemplarla detenidamente.

—No, pero está empezando a clarear y habrá quien salga a ver el amanecer. Podemos unirnos a ellos. Así no tendrá que exponerse a la luz.

Georgia miró a su alrededor, calibrando la situación.

—Muy bien. Creo que ya veo a los Harringay.

En efecto, estaban en un rincón, medio ocultos por un jarrón. Al acercarse, Dracy y Georgia vieron que se estaban besando.

—Están locos el uno por el otro —comentó Georgia.

—Eso es una suerte.

—¿Sí? ¿No querer separarse nunca?

—Me parece una buena estampa matrimonial —repuso él—, a menos que se convierta en una obsesión.

Los Harringay salieron de su escondite sonriendo de placer, y no se turbaron lo más mínimo al descubrir que los habían visto.

—El modo perfecto de recibir el día —comentó Babs, pero enseguida se puso seria—. ¿Cómo estás, Georgia?

—Lista para recibir un nuevo día —contestó—, aunque no tenga grandes esperanzas puestas en él.

Babs la abrazó.

—Todo se arreglará. Pero ¿qué vas a hacer? ¿Crees que la señorita Cardross se marchará?

—¡Bah! Puede que no. Y no podemos vivir bajo el mismo techo.

—Ven a Londres —dijo Babs—. Puedes quedarte con nosotros.

Dracy la vio debatirse, consciente de que no podía ofrecerle refugio en Devon. ¿De veras elegiría Georgia meterse en la boca del lobo? No, en el nido de ratas, se corrigió. Desde luego que sí.

—Muy bien —dijo—. Ya le he prometido a Portia Malloren que me encargaría de inspeccionar Danae House. Pero me alojaré en casa de mi padre.

—Supongo que será lo mejor —repuso Babs—. Pero podemos vernos con frecuencia. Los Arbutt también están allí, así que no estarás tan aislada. —Se mordió el labio al darse cuenta de lo desafortunado de su comentario, pero al menos tuvo el buen sentido de no empeorar las cosas disculpándose—. Los Torrismonde ya se han ido —añadió—. Lizzie ha estado buscándote.

—Hemos ido a ver las luces del estanque —dijo Georgia—. Es un sistema muy ingenioso.

—¿De veras? Ven, cariño, tenemos que ir a verlo.

Se llevó a su marido a rastras y Georgia lanzó a Dracy una sonrisa melancólica. Él no pudo resistirse: la tomó de la mano entrelazando sus dedos y juntos se volvieron para contemplar cómo la luz opalina iba volviéndose anaranjada y rosa.

 

Georgia sabía que debía desasirse, pero le faltó fuerza de voluntad y agradeció tener algo en lo que fijar la mirada. Allí al menos llamaría menos la atención entre los invitados que iban reuniéndose a su alrededor.

Había hombres que la tomaban de la mano para bailar, o para acompañarla ceremoniosamente a algún sitio, o para besársela, pero no entrelazaban sus dedos así, infundiéndole calor y fuerza.

Al recordar que Dracy se marcharía pronto, se sintió tan sola y tan vulnerable que tuvo ganas de echarse a llorar. ¡Era tan tentador esconderse, incluso regresar a Herne…! Pero nada la condenaría más a ojos del mundo. No le quedaba otro remedio: tenía que ser osada y valiente, y de eso era muy capaz.

—El final de la noche —comentó él.

—Que siempre es bien recibido.

—La noche puede estar llena de placeres, ¿sabes?

Ella lo miró de soslayo.

—No habrá más travesuras nocturnas, milord.

—Puedo ser igual de travieso de día, te lo aseguro.

Georgia negó con la cabeza.

—¿No dice la Biblia en alguna parte que el diablo obra a mediodía? —preguntó él.

—Dice que nunca duerme.

—Claro que tampoco duermen los ángeles radiantes.

Ella se mordió el labio.

—¿Qué he dicho ahora que te ha hecho reír? —preguntó.

—Sólo una broma absurda sobre el arcángel Gabriel y la Anunciación. ¡Ah! —dijo al ver flamear el cielo—. Puede que los ángeles bailen al amanecer.

—Puede que sí —repuso Dracy, y Georgia sintió en el pelo un beso tan leve como el roce de un ala angelical.

 

Cuando salió el sol volvieron a entrar en la casa. Fueron de los últimos en hacerlo, lo que por parte de Georgia fue un acto premeditado. A fin de cuentas, había conseguido salir del paso hasta cierto punto. Los carruajes iban acercándose a la entrada de la casa y los invitados se apretujaban en ellos, soñolientos. Algunos iban a bajar al río para ver el final de la marea.

—¿Cómo va a marcharse? —preguntó Georgia a Dracy.

—Vine en barco, pero me han ofrecido sitio en un carruaje que vuelve a Londres. Debería ir en busca de mi benefactor.

Georgia se dispuso a despedirse de él con calma, pero se preguntó si volverían a verse. Dracy había dicho que pensaba hacer averiguaciones sobre el duelo, pero también le había hablado de las obligaciones que tenía en sus tierras, y seguramente la cuestión de Imaginación Libre ya había quedado resuelta.

—¡Ah, ahí estás! —Su madre se acercó a ellos—. Quería hablar contigo si haces el favor. En privado.

Georgia lanzó a Dracy una mirada de disculpa, pero su madre añadió:

—Con usted también, Dracy.

Divertida, Georgia entró detrás de su madre en la casa.

—No me explico cómo has podido causar más habladurías —dijo su madre—. No sólo está esa ridícula historia acerca de una carta, ¡sino que os han visto en el jardín, besándoos!

Georgia se sonrojó como si tuviera dieciséis años, pero enseguida se repuso y contestó:

—¿Quién?

—Eloisa Cardross, y por supuesto no ha dudado en hablar de ello.

—Ah…

Georgia logró refrenarse para no soltar un juramento, pero naturalmente Eloisa habría buscado el modo de devolverle el golpe.

—Lady Hernescroft… —comenzó a decir Dracy, pero ella lo interrumpió.

—No intente asumir todas las culpas, Dracy. Conozco a mi hija. Sólo cabe hacer una cosa. Haremos correr la voz de que van a prometerse en matrimonio.

—¿Qué? —exclamó Georgia, volviéndose hacia él. ¿Había conspirado de algún modo para comprometerla, actuando del mismo modo que Sellerby? Dracy, sin embargo, parecía tan atónito como ella misma.

—Lady Hernescroft… —comenzó a decir de nuevo.

—Naturalmente no es necesario que el matrimonio se lleve a efecto, pero haremos saber que estamos considerando seriamente esa posibilidad.

—Entonces dentro de poco me habrán dejado plantada —objetó Georgia.

—No, si el compromiso no se anuncia oficialmente. Confío en que desempeñe usted su papel, Dracy.

—Estoy al servicio de lady Maybury en lo que ella me pida, señora —afirmó.

Su respuesta apaciguó a Georgia. En cualquier caso, Dracy no podía haber planeado aquello. Era ella quien le había pedido que la besara. La culpa, pues, era sólo suya.

—Muy bien, madre, aunque dudo que haya mucha gente que vaya a creerlo.

—Al contrario —repuso su madre con acritud.

Naturalmente, su razonamiento era el mismo que se había hecho ella: que el gran mundo daría por sentado que, una vez descubierta su perversidad, aceptaría al único hombre que estaría dispuesto a hacer de ella su esposa. Le dieron ganas de agarrar un jarrón que había allí cerca y lanzarlo contra un espejo. Dracy cogió su mano con firmeza, como si la advirtiera de algo, y luego se la llevó a los labios.

—Será una distracción interesante, lady Maybury.

—Y una gran carga para usted, milord.

Él sonrió.

—Usted sabe que no.

—Pues debería serlo.

—Georgia —la reprendió su madre.

Ella levantó las manos.

—Por lo visto no tengo elección. Pero deberíamos darle más credibilidad al asunto. Lo acompañaré a su carruaje. —En cuanto se hubieron alejado de su madre, dijo—: ¡Esto es intolerable!

—Era de esperar que la señorita Cardross intentara vengarse.

—Sí, y me fastidia enormemente haber sido tan idiota. No se sienta en la obligación de quedarse en Londres por esto. Puedo fingirme desolada por su ausencia.

—Recuerde que miente usted muy mal. Puedo quedarme unos días, y además quiero indagar sobre esa carta y hacer averiguaciones sobre el duelo. Tengo la corazonada de que está en el origen de todo esto.

—Claro que sí —contestó ella con impaciencia—, pero no hay nada nuevo que averiguar al respecto.

—Ya veremos. Confío en que me diga usted lo que sepa.

Georgia odiaba hablar del duelo porque Dickon no quedaba en muy buen lugar: le hacía parecer un borracho y un necio.

—Mi hermano Perry sabe todo lo que puede saberse, puesto que se encargó de hacer indagaciones en su momento. Le aseguro que, si no ha sacado nada más en claro, es que no hay nada más que descubrir.

—Normalmente cuatro ojos ven mejor que dos, y alguien de fuera puede ver cosas que otros no ven.

—Entonces le deseo suerte de todo corazón. Nada me gustaría más que demostrar que soy inocente. —Se dio cuenta de que estaba dando vueltas a la pulsera de luto y se detuvo.

—Si hay algún modo de hacerlo —afirmó Dracy—, demostraré que esa carta es falsa y que fue usted una esposa irreprochable. Y tomaré partido por usted.

—Dracy, no debe…

Un lacayo se acercó presuroso para decirles que el carruaje de lord Dracy estaba esperando.

Dracy volvió a besar su mano.

—Hasta que volvamos a vernos, lady May.

Mientras lo veía alejarse, Georgia comenzó a aborrecer aquel apodo.

 

Dracy regresó a su habitación en la posada La Corona y el Gato, en el Strand, y se metió en la cama. Cuando se levantó a la hora en que las campanas anunciaban el mediodía (como era costumbre entre la gente elegante), Tom Knowlton ya había salido y había vuelto.

Meneó la cabeza al ver a Dracy desayunando tan tarde.

—Vas a echar a perder tu salud —comentó.

—Éste no es mi régimen de vida normal, te lo aseguro, Tom. ¿Has arreglado ya tus asuntos jurídicos?

—De momento van bien —contestó éste.

Dracy sospechaba que si su amigo había viajado a Londres había sido principalmente porque estaba preocupado por él. Los abogados de Knowlton tenían su bufete en Exeter.

—¿Qué tal el baile? —preguntó Tom mientras tomaba asiento.

—Como cualquier otro —mintió con la esperanza de que el nuevo escándalo relativo a Georgia no hubiera llegado aún a oídos de su amigo. Con un poco de suerte regresaría a Devon sin enterarse de que estaba presuntamente comprometido con lady Maybury—. Una casita elegante, jardines iluminados, una cena pasable.

—¿Y lady Maybury?

—Espléndida con su vestido de pavo real. Pero sobre todo se habló de política.

Las opiniones políticas de Tom eran las propias de un caballero rural al que irritaba sobremanera cómo se embarullaba todo en Westminster, de modo que la conversación prosiguió por derroteros menos arriesgados. Después de que Dracy acabara su desayuno, salieron a dar un paseo por el palacio, la plaza y el parque de Saint James. Más tarde cenaron por un módico precio en una fonda excelente, sentados a una mesa larga con muy buena compañía.

Dracy ansiaba zambullirse de inmediato en sus pesquisas para limpiar el buen nombre de Georgia, pero aun así disfrutó del día en la apacible compañía de Tom Knowlton. Llegó a olvidarse hasta tal extremo del asunto que se sobresaltó al oír el nombre de Maybury en la mesa, no muy lejos de ellos.

Se volvió y oyó que un hombre con la cara colorada y la ropa raída decía:

—Ya ha vuelto a las andadas. O más bien sus antiguos pecados vuelven para chamuscarla.

¿Y a ti qué te importa eso, bribón?

—Dicen que es muy bella —comentó un hombre más joven.

—También lo era Dalila —repuso el primero.

Comenzó así un debate acerca de los atractivos y los peligros de una mujer bella. Dracy sorprendió a Tom lanzándole una mirada elocuente.

—Después —dijo, y para cambiar de tema habló de un tipo nuevo de gabarra que se usaba en el Támesis.

Cuando salieron de la fonda para regresar a pie a su alojamiento, Dracy dijo:

—Se trata únicamente de que alguien está echando más leña al fuego. De nuevo sin fundamento.

Tom guardó silencio.

—Mira, nada de eso es cierto. Lo sé. Has de confiar en mi criterio.

—Mi hermano estuvo a punto de casarse con una muchacha gitana, convencido de que sería una buena esposa.

—Y quizá lo habría sido.

—Le robó las cucharas de plata antes de que pasaran por el altar.

—Muy bien, entiendo lo que quieres decir, pero hasta ese duelo lady Maybury era una esposa respetada. Frívola, quizás, y algo traviesa, pero no he oído hablar de pecados cometidos previamente. El duelo es la clave, Tom. Todo procede de ahí. Si Maybury se hubiera matado en esa carrera de carruajes, ella habría perdido a su marido y sus casas, pero se habría convertido en una viuda digna de lástima, no en una mujer perseguida por el escándalo.

—Pero no fue así —repuso Tom—. Maybury murió batiéndose en duelo con un hombre al que muchos consideraban el amante de su mujer.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué creían eso? Si… —Había estado a punto de decir «Annie», pero habría sido extremar demasiado las cosas, así que se decantó por lady Swanton, la virtuosa esposa de un vecino de Devon—. Si sir James Swanton muriera en un duelo, y sé que es improbable, ¿creería alguien aunque fuera por un momento que se había batido por lady Swanton, y menos aún que ella había estado retozando en la cama del vencedor?

—Lady Swanton nunca se ha subido a un escenario de Drury Lane vestida de hombre.

—Y ella sí, ¿no? En fin, eso no importa. No es lo mismo.

—Puede que no, pero esa mujer vendía besos a razón de una guinea. Puede que las personas que creen esas historias la conozcan mejor que tú.

Exasperado, Dracy cruzó la calle entre dos carros. Actuar vestida de hombre en Drury Lane. Vender besos… Georgia necesitaba que alguien la metiera en vereda y…

Él, sin embargo, no quería ser su carcelero.

Quería ser su amante.

Mientras bajaban por Crock Lane, se acordó de que le había dicho que cuatro ojos ven mejor que dos.

—Tom, ese duelo fue casi tan extraño como si el duelista hubiera sido sir James. Dijeron que la disputa se debió a la torpeza de Maybury conduciendo un tiro de caballos, pero el rumor de que había sido por lady Maybury se extendió casi enseguida. Necesito averiguar por qué.

Tom sacudió la cabeza.

—Tú estás embrujado. Vuelve a Devon conmigo, Dracy, y quítate a esa mujer de la cabeza.

—No estoy embrujado —mintió Dracy—. Tengo asuntos de los que ocuparme aquí, pero volveré pronto. Dentro de quince días o menos, sin duda alguna.

—Te pediría que me lo prometieras si creyera que iba a servir de algo.

Quince días, y ya llevaba casi ese tiempo fuera de Dracy Manor. No podía descuidar sus responsabilidades indefinidamente.

—Entonces te doy mi palabra. Regresaré a Dracy antes de dos semanas.

—¡Bien hecho!

Dracy se rió.

—Hablas como si acabara de renunciar a la ginebra. Me hallo en perfecto uso de mis facultades y soy muy capaz de dominar mis apetitos, te lo aseguro.

Aquello le planteó un nuevo interrogante. Los hombres solían cometer imprudencias cuando estaban borrachos, pero ¿por qué había tenido lugar el duelo cuando todos los implicados estaban sobrios? Pero, como no quería inquietar más a Knowlton, dijo:

—Es una pena que pases tu última noche en Londres sentado junto al fuego. En el Mitre Inn hay un espectáculo de acróbatas todas las noches, y la cerveza es buena.

Al día siguiente Georgia llegaría a Londres y él no podría evitar alegrarse de que Tom Knowlton hubiera regresado a casa.