Capítulo 19

HABÍA visitado el Rocín unas cuantas veces por ser una de las tabernas preferidas de los aficionados a las carreras de caballos, de ahí que siempre pudiera encontrar en ella a algún conocido. Ese día vio a lord Yately, un individuo enjuto de algo más de treinta años, dueño por diversión de un par de purasangres, y a sir George Mann, un galés atezado, del mismo jaez de Yately. A sir Brock Billerton, un caballero de enorme panza, sólo le interesaban las apuestas. Saludó a Dracy cordialmente. Había sido uno de los pocos que habían apostado por Cartagena; había ganado, por tanto, un montón de dinero, y consideraba a Dracy un amigo.

Dracy pidió cerveza y se unió a la mesa. Le presentaron a otros dos hombres, uno de los cuales tuvo la franqueza y la osadía de preguntarle el motivo de sus cicatrices. Tras explicarlo y soportar la habitual alabanza a su coraje, se conformó con escuchar, preguntándose con curiosidad si alguno de aquellos hombres habría oído hablar del nuevo escándalo.

No se habló de ello, ni de su presunto compromiso matrimonial, pero no le sorprendió: aquellos hombres se movían en otra órbita, y en Londres había tantas órbitas distintas como estrellas y planetas. La conversación giró en torno a los caballos y las carreras. Después, sin embargo, un recién llegado sacó a relucir el nombre de Georgia:

—¡Lady May ha vuelto! —anunció Jimmy Cricklade al unirse a ellos—. La he visto bajar de su silla de mano no hace ni dos horas.

—¡Hurra! —gritó Mann, y Dracy apretó los puños.

—Tú no tendrías ninguna oportunidad con ella —repuso Billerton en tono desdeñoso—. Son los lechuguinos como Sellerby los que le gustan.

—Me pregunto si volverá a reunir a una cohorte —comentó un joven de mirada ávida.

El hombre sentado a su lado le dio un empujón.

—¿Y para qué querrías tú rondar por el tocador de una dama diciéndole qué alfiler tiene que ponerse en el vestido?

Saltaba a la vista que al joven le habría encantado hacer tal cosa, pero tuvo el buen sentido de cerrar la boca.

Los hombres siguieron bromeando acerca de la cohorte de lady Maybury, y Dracy decidió arriesgarse a traer a colación el nombre de Vance.

—¿Sir Charnley Vance formaba parte de su séquito de admiradores?

Todos se echaron a reír.

—Charnley Vance no era muy aficionado a los tocadores —respondió Yately—. Eran algunas damas de postín las que visitaban su guarida, no al revés.

—¿Algunas damas de postín? —preguntó Dracy con sorpresa. Lo poco que sabía de Vance no casaba con aquella estampa.

—Algunas, sí —contestó Billerton—. A pesar de sus aires y sus sedas, a más de una duquesa… o una condesa —añadió con un guiño—, le gusta revolcarse un poco por el lodo. Y tengo entendido que Vance estaba especialmente bien dotado.

—Santo cielo, sí —dijo Mann—. Una vez lo vi sacar la boa y menearla. Imagino que a algunas mujeres les gustan las monstruosidades.

Sonrió, burlón, y un murmullo de repugnancia recorrió la mesa, pero Dracy sabía que aquella baladronada de Vance debía de haber herido a sus acompañantes en lo más íntimo.

Un hombre con la verga de un caballo al que las mujeres (las damas, incluso) perseguían por ello…

Georgia no, estaba seguro, pero ahora entendía por qué había sido tan fácil que se diera credibilidad a aquel rumor. Si se sabía de damas de la aristocracia que habían tenido aventuras con Vance, ¿por qué no la frívola lady Maybury?

Aquello hacía aún más ardua su tarea.

—Recuerdo a otro igual —comentó Yately.

—¿Igual? ¿Cómo? —preguntó Billerton.

—Igual de bien dotado. Amigo de Vance, precisamente. Un tal Curry.

—¿Dios cría boas y ellas se juntan? —dijo Cricklade, y se rió de su propio chiste.

Los demás sonrieron, como mucho.

—¡Curry! —dijo Cricklade al recobrarse—. Me acuerdo de él. El marqués de Rothgar se lo cargó en un duelo, con boa y todo.

Hubo cierto revuelto en torno al duelo, y en efecto, pensó Dracy, el asunto debía de haber dado que hablar si un hombre de la posición de Rothgar se había visto mezclado en un duelo.

—Oí contar —dijo Mann con aire pomposo, y esperó a que le prestaran atención— que a Curry le incitaron a ello.

—¿A qué? —preguntó Yately.

—A matar al marqués. Tiene muchos enemigos.

—Pues se equivocaron de táctica —repuso Yately—. Rothgar es el diablo mismo con una espada. Ese Curry debía de ser un mentecato si lo intentó.

—Dinero —añadió Mann—. Sería por eso.

Dracy decidió que ya había suficientes chismorreos acerca de las mezquinas aventuras del llamado gran mundo y se despidió habiéndose enterado de pocas cosas que pudieran serle de alguna utilidad.

Faltaban aún varias horas para cenar y necesitaba averiguar algo más sobre la carta. Como la llevaba en el bolsillo para tenerla a buen recaudo, la sacó para refrescarse la memoria acerca de la dirección. Mayor Jellicoe, salón de café Fellcott. Era muy corriente que los hombres se sirvieran de tales lugares para recibir su correspondencia, y Fellcott le quedaba de camino.

Se encaminó allí mientras sopesaba si era sensato hacerlo, pues no deseaba que la carta fuera auténtica. Sin embargo, como le había dicho a Georgia, siempre era preferible saber la verdad.

Insistió en hablar con Fellcott en persona, pero ni el propietario del establecimiento ni sus empleados se acordaban de una carta llegada hacía seis meses, ni siquiera de una llegada del extranjero.

—El mayor Jellicoe se hacía enviar aquí su correspondencia, desde luego, señor —dijo el propietario, que parecía ansioso por agradar.

—¿Se acuerda usted de él? —preguntó Dracy.

—Claro que sí, señor. Un hombre con muy buena planta y voz retumbante. Solía estar de buen humor, pero no era hombre al que conviniera enojar, usted ya me entiende.

—Tengo entendido que estuvo implicado en un duelo fatal hace un tiempo.

—En efecto, señor, pero sólo como padrino. Un asunto muy feo. Murió un conde, y el apadrinado de Jellicoe huyó por miedo a la horca. El propio Jellicoe corrió cierto peligro por haber tomado parte en el duelo, pero se hicieron pesquisas y el jurado decidió que el duelo se había efectuado como era debido.

—Un asunto lamentable, de todos modos —comentó Dracy, y le dieron ganas de darse un golpe en la cabeza. ¡La investigación oficial! Tenía que haber quedado constancia escrita en alguna parte—. Le agradezco su ayuda, señor.

Salió de allí sintiendo que al fin podía haber encontrado una pista sólida. Ignoraba dónde se archivaban los informes de las pesquisas oficiales, así que regresó a Hernescroft House para preguntar a los sirvientes del conde.

Cuando el lacayo del vestíbulo le entregó una carta, le dio un vuelco el corazón al pensar que tal vez fuera de Georgia. No lo era, pero su contenido le causó casi tanta alegría: lady Hernescroft le escribía para informarle de que la familia iba a asistir a una velada musical en casa de lady Gannet a la que estaba invitado a acompañarles. Puesto que Georgia formaba parte de la familia, esa tarde podría pasar algún tiempo con ella.

Hizo que un lacayo lo llevara a ver a Linley, el secretario de Hernescroft en Londres, y le preguntó por los informes de las investigaciones oficiales.

—¿Le interesa alguna en particular, milord? —preguntó Linley.

Dracy tuvo que reconocer que sí, aunque seguramente el secretario pensaría que se trataba de simple curiosidad.

—La de la muerte del conde de Maybury.

—Tenemos una copia del informe, milord. Haré que se la lleven a su habitación.

Unos minutos más tarde, Dracy tenía una trascripción encuadernada y escrita a mano del informe pericial acerca de la muerte del conde Richard de Maybury.

Comenzaba con el relato del duelo propiamente dicho, en el que se incluían las declaraciones de los participantes. Lord Kellew había sido el padrino de Maybury y el mayor Jellicoe el de Vance. Sir Harry Shaldon también había estado presente, aunque no estaba claro si en calidad de padrino de alguno de los contendientes o como simple espectador.

Las tres declaraciones casaban entre sí. No había habido pistolas, de modo que los contendientes habían luchado esgrimiendo un florete desde el principio. Y desde el principio se había acordado asimismo que los padrinos no lucharían entre sí.

El duelo había durado unos cinco minutos sin que ninguno de los dos rivales resultara herido, y en su testimonio lord Kellew había afirmado que confiaba en que el asunto acabara sin que nadie saliera malparado. Vance, sin embargo, había asestado luego el golpe fatal.

Dracy volvió a leer las palabras exactas de Kellew: Vance lanzó una estocada al corazón y luego se retiró.

Se retiró. En los duelos con arma blanca solía haber accidentes, algunos fatales, pero en tal caso, ¿no habría sido lo lógico que el culpable se precipitara hacia delante, arrepentido, e intentara ayudar?

Leyó los otros testimonios, pero ninguno mencionaba ese detalle. Y el juez de guardia (maldito fuera) no había indagado más sobre los actos de Vance.

La siguiente declaración era la del cirujano que había declarado muerto a Maybury como consecuencia de una estocada de florete que le había atravesado el corazón. El juez había anotado que sir Charnley Vance no había estado presente en las pesquisas y que al parecer había abandonado el país. En caso de que regresara, tendría que presentarse a declarar.

Después, justo al final, el juez había preguntado a los testigos por los actos y las palabras de Vance. Los tres testigos habían estado de acuerdo en que Vance había mantenido la calma en todo momento y en que tras matar a Maybury sólo se había quedado un momento; después, había vuelto a montar en su caballo y se había marchado al galope.

Puesto sobre papel parecía un signo de crueldad, pero Dracy sabía que las impresiones fuertes podían afectar a las personas de la forma más extraña. Recordaba a un hombre cuyo mejor amigo había muerto a su lado y que había seguido comportándose como si tal cosa durante horas antes de derrumbarse por completo.

Quizá Vance se había puesto pálido y nadie había hablado de ello. Quizás había retrocedido horrorizado al ver lo que había hecho. Tal vez se había alejado al galope y únicamente se había derrumbado al creerse a salvo de miradas indiscretas.

Dracy releyó el informe de cabo a rabo, pero su contenido no le desveló nada nuevo.

El jurado había constatado lo obvio: que el conde de Maybury había muerto debido a una estocada que le había atravesado el corazón, asestada en el curso de un duelo por sir Charnley Vance, que había huido del país. El juez encargado de las pesquisas repetía su esperanza de que sir Charnley regresara y se presentara a declarar, y eso era todo.

Era casi la hora de cenar, así que Dracy se aseó y fue a devolver el informe al secretario.

—¿Se hizo algún intento de procesar a Vance? —preguntó.

—No, milord. Parecía haberse cumplido con el procedimiento propio de estos casos, y habiendo huido Vance al extranjero no habría tenido sentido procesarlo. Si alguna vez regresa, puede que se tomen medidas. Pero no por parte de la familia.

La familia Perriam no haría nada por procesar a Vance, puesto que no le convenía poner de manifiesto su posible vínculo con Georgia.

—Imagino que se hicieron grandes esfuerzos por localizar a Vance —dijo.

—Sí, milord. Sobre todo por parte del honorable Peregrine Perriam.

Aquel pisaverde ocioso y amante de la gran ciudad. Dracy no creía que hubiera hecho gran cosa.

Dio las gracias a Linley y se dirigió a la antesala en la que se reunían la familia y los invitados antes de la cena. Georgia llegaría pronto y volvería a surgir la cuestión. ¿Debía decirle que sospechaba de Sellerby? Ella conocía al conde desde hacía mucho tiempo y tenía más elementos para juzgar si era posible, pero aun así iba contra su naturaleza acusar a alguien de tal comportamiento sin tener pruebas fehacientes.

Cuando entró en la sala ella ya se encontraba allí, y su corazón lo traicionó dando un vuelco.

Georgia estaba hablando con un caballero anciano mientras sus padres conversaban con lord Bathhurst y George Grenville. Así pues, se trataba de una reunión política, pero también quizá de un modo de presentar a Georgia a unas cuantas personas.

Dracy la observó atentamente, pero no le pareció que estuviera angustiada. Ella sonrió al verlo y él se acercó para que le presentara a sir George Forster-Howe, vecino de Worcestershire y miembro de la Cámara de los Comunes.

—Conque marino, ¿eh? —dijo sir George—. Buen chico. Una herida lamentable, ésa.

—Podría haber sido peor —repuso Dracy, y el caballero hizo un gesto de asentimiento.

—Cierto, cierto.

—¿Ha tenido buena mañana? —preguntó Dracy a Georgia.

—Excelente, sí, pero le pido disculpas por mi despiste. —Sonrió a sir George—. Le prometí a lord Dracy servirle de cicerone en Londres y luego lo abandoné. Tengo una coartada, sin embargo: el baile de disfraces de los Cornelys. ¡Hay tan poco tiempo para buscar el disfraz!

—¿Y de qué va a disfrazarse, lady Maybury?

—Vamos, vamos, sir George. Eso es un secreto, como mandan las buenas costumbres. ¿Irá usted?

—No, querida. La vejez y los bailes de máscaras no hacen buenas migas.

—¡Usted no es viejo, sir George! Veo la juventud en sus ojos.

El caballero se echó a reír.

—Todos seguimos siendo jóvenes de corazón, lady Maybury. ¡Ojalá pudiera decir lo mismo de mis articulaciones!

Dracy se preguntó si su simpatía era forzada o tal vez fruto de su amabilidad natural. En cualquier caso, quizá pudiera reconquistar el gran mundo, persona a persona.

Georgia dirigió hacia él su encanto.

—¿Qué se pondrá usted para la fiesta, Dracy?

Dracy ni siquiera sabía que había un baile de disfraces, y no le gustaban demasiado esas fiestas, pero contestó:

—Es un secreto, como mandan las buenas costumbres, lady Maybury.

Ella se rió y lo golpeó suavemente con su abanico.

Se anunció la cena y Georgia se dirigió al comedor entre Dracy y sir George. Después, se sentó entre ellos a la mesa. La cena fue informal y se habló intensamente de política. Quedó claro que había que alentar a sir George (quizás incluso que engatusarlo) para que apoyara cierta medida relativa a los impuestos. Dracy sabía que debía prestar atención, pero estaba absorto observando a la mujer que tenía a su lado.

Ella apenas intervino, pero siguió atentamente la discusión y Dracy pensó que sin duda podría hacer algún comentario sucinto si lo creía oportuno. Lady Hernescroft participó con vehemencia en la conversación, aunque a menudo enmascarara sus opiniones haciendo como que estaba de acuerdo con algo que había dicho el conde.

Eran muy listas ambas.

Lord Bathhurst lo pilló desprevenido al preguntarle qué opinaba sobre la reducción de la Marina, pero aquél era un tema fácil de abordar:

—Me gustaría creer en la paz eterna, milord, pero le tengo demasiado apego a los datos. Francia volverá a atacar, y en las colonias americanas se están gestando problemas. ¿Cómo va a defenderse Inglaterra a sí misma y a sus intereses sin una gran armada y hombres capacitados para gobernar sus barcos? Deberíamos estar reforzando nuestra Marina, señor, no recortándola. Y plantando robles para el futuro.

Aquello dio pie a un nuevo debate que por suerte derivó hacia el asunto de las colonias, y Dracy pudo volver a guardar silencio.

—¿Planta usted robles en Dracy? —preguntó Georgia.

—Sí, y plantaré muchos más, aunque sólo beneficie a las generaciones venideras.

La vejez de sir George no había afectado a su oído:

—Bien dicho. Se desperdician demasiadas tierras dedicándolas a árboles ornamentales, es lo que siempre digo. ¡Tuliperos, válgame Dios! Y sauces llorones, tan endebles que no sobreviven.

A Dracy le alegró poder hablar de árboles y otros asuntos agrícolas, y dejar la política para Georgia. Pertenecían a mundos distintos pero relacionados entre sí, como los robles y la Marina.

Cuando acabó la cena, las dos damas se marcharon, pero la conversación siguió girando en torno a asuntos políticos. Dracy se excusó. Georgia sin duda pensaba seguir ocupándose de su disfraz, y quería hablar con ella. Llegó justo a tiempo, pues ella ya estaba bajando la escalera.

—Lady Maybury, ¿me concede un minuto?

—Horas si es necesario, milord, en cuanto pase el baile de disfraces. Lo lamento, Dracy, pero me impulsa la necesidad, se lo aseguro.

¿Cómo podía insistir sin levantar sospechas que, tratándose de Georgia, podían convertirse fácilmente en un nuevo escándalo? Ella no corría ningún peligro en casa de su modista, y él tendría ocasión de explicarle sus recelos respecto a Sellerby esa noche, durante la velada musical.

—Me someto a la necesidad, señora, y espero con ansia que llegue esta noche.

—Lo mismo digo —contestó ella con una sonrisa, y se marchó a toda prisa.

No tenía sentido renegar de su separación. De hecho, él también tenía cosas que hacer, y por el mismo motivo. Si Georgia iba a desafiar al mundo en un baile de disfraces, él también debía estar presente para defenderla.

Buscó a lady Hernescroft y le preguntó por el baile.

—Pero claro que debe asistir, Dracy, para prestar credibilidad a nuestra pequeña farsa.

—¿Y qué me pongo, señora?

—Los caballeros llevarán en su mayoría túnicas clásicas de distinto tipo, así que puede usted seguir su ejemplo. Estoy segura de que podremos procurarle alguna.

—Se lo agradezco, señora, pero creo que puedo buscar algo por mi cuenta.

Era un disparate sentir que debía esforzarse por estar a la altura de lady May, que al parecer era célebre por la originalidad de sus trajes, incluido un disfraz de diosa condenadamente indiscreto, pero eso era lo que sentía. Un amigo de la Marina lo había animado a ir a ver a un hermano suyo, actor en el Teatro Real, y aquél parecía el momento idóneo para hacerlo. Edward Nugent se mostró muy amable y puso a su disposición una colección de disfraces tan vasta que Dracy tuvo que suplicarle ayuda para elegir uno.

—Un tema náutico —dijo Nugent, y estuvo rebuscando un rato—. Aquí tiene uno, y aquí otro, y otro. ¿Una máscara? Conozco a la persona indicada. Para los adornos faciales, tendrá que usar este pegamento, que hay que calentar primero. No se preocupe. Se quita sin arrancar demasiada piel.

Nugent se lo envolvió todo y luego insistió en que le acompañara a una taberna a tomar una cerveza. Dracy se lo pasó en grande. Tanto, que tuvo volver corriendo a Hernescroft House para arreglarse y asistir a una velada musical elegante.

 

Llegó un poco tarde y tuvo que disculparse ante los demás.

—¿Disfrutando de las diversiones de la gran ciudad, Dracy? —preguntó Georgia con picardía.

—Reconozco que, con buena compañía, puede ser tolerable.

Dracy intentaba deducir por qué le parecía distinta. Su vestido de seda amarillo realzaba la calidez de su cutis y el esplendor de su pelo. Estaba bellamente bordado con flores blancas, y Dracy reparó en que aquí y allá se había aplicado sabiamente hilo plateado. Tal vez la diferencia radicara en la sencillez de su atuendo, a pesar de que el vestido costaba posiblemente más de lo que mucha gente ganaba en todo un año.

Se había recogido el pelo encantadoramente y lo había adornado con florecillas de seda. Llevaba perlas en las orejas, en la garganta y la muñeca derecha. ¿Las llevaría también en las hebillas? En ese momento lo único que veía era la puntera de uno de sus escarpines de raso blanco.

Entonces cayó en la cuenta de que agarraba con fuerza su abanico de seda blanco.

—¿Tienes que ir? —preguntó en voz baja.

—No puedo quedarme en casa todas las noches. No creo que sea desagradable. Lady Gannet es prima mía, y los invitados serán parientes y amigos en su mayoría.

Dracy debería haber imaginado que los Perriam orquestarían con sumo tacto aquella primera aparición suya en Londres.

—¿También irá lord Sellerby? —preguntó.

—No creo, ¿por qué?

—Necesito hablar contigo sobre él.

—¿Sigue difundiendo esa historia ridícula? Jamás hubiera imaginado que fuera tan persistente. Pero ésa es una cruz con la que he de cargar yo sola. Por favor, no te preocupes por eso.

Se anunció la llegada del carruaje y Dracy no pudo añadir nada más.

Cuando descubrió que la casa de lady Gannet estaba en la calle de al lado, le pareció absurdo haber llevado el carruaje, pero supuso que las damas no podían caminar de noche por las calles engalanadas con sedas y alhajas, sobre todo estando siempre al acecho el peligro de un nuevo tumulto. ¿Qué había dicho Sellerby? Que su ayuda de cámara había sido atacado cuando iba a hacer un breve recado.

Al apearse entraron en una casa elegante en la que ya estaba sonando la música y subieron las escaleras hasta un salón. No era una fiesta de gala. Los invitados, unos treinta, podían sentarse cómodamente en sillas puestas en fila.

Lady Gannet y otras personas les dieron una cálida bienvenida. Si alguno de los presentes consideraba a Georgia una perdida, ninguno dio muestras de ello. Cuando todos hubieron tomado asiento, Dracy comprendió que sería difícil encontrar el momento de hablar a solas con Georgia, especialmente si no quería dar pie a habladurías.

Pero por lo menos la música era excelente.

Actuaban tres músicos profesionales: un esbelto flautista, un barítono de amplio pecho y un orondo arpista. Después de aplaudir al arpista, los invitados bajaron al comedor a cenar en una larga mesa mientras el trío seguía tocando en otra habitación.

La conversación giró principalmente en torno a la música y otras artes, asuntos de los que Dracy sabía muy poco pero estaba dispuesto a aprender. Relajó su vigilancia sobre Georgia pues allí nadie parecía desearle ningún mal, pero no pudo evitar observarla. Su presunto compromiso le procuraba una excusa. Se dio cuenta de que estaba sirviéndose de su encanto y su desenvoltura con la resolución y la habilidad de un almirante, y de que lo aderezaba todo con una pizca de juvenil inocencia.

¡El vestido! Lo que antes le había desconcertado se le hizo claro de repente. El amplio escote estaba rematado con fino encaje que formaba una cascada de volantes, de modo que ocultaba por completo sus pechos. Sin duda había hecho a su modista añadir aquel detalle ese mismo día con la idea de darle un aire recatado.

Georgia Maybury era una maestra en su arte.

Hasta tenía talento musical.

Después de la cena regresaron todos al salón y fueron los invitados los encargados de deleitar a los demás. Georgia fue la tercera en actuar. Tocaba bien el pianoforte, aunque no con la destreza de un músico profesional, y cantó una suave tonada acerca de una muchacha que buscaba un jilguero y coqueteaba con el joven que la ayudaba a buscarlo. La canción era perfecta para su voz dulce y reforzó la impresión de juvenil inocencia que producía.

Sólo tenía veinte años, se recordó Dracy, y eso era justamente lo que ella quería recordar a todo el mundo.

Él, no obstante, se dejó llevar de nuevo por sus absurdas fantasías: se la imaginó en Dracy, tocando y cantando sólo para él. O para una pequeña reunión de vecinos. O, con el tiempo, para sus hijos.

Imposible, pero igual de imposible le resultaba no pensar en ello.

Estaba cada vez más convencido de que sus suposiciones acerca de Sellerby eran absurdas, pero durante el corto trayecto de regreso a Hernescroft House confió en tener ocasión de explicárselas a Georgia. Debía estar advertida. Ella, sin embargo, se despidió de él con apenas una sonrisa y un «buenas noches» y subió con su madre.

Dracy se vio obligado a tomar un coñac con lord Hernescroft. Y aunque temía una violenta conversación acerca de su supuesto compromiso, tras comentar de pasada «El asunto del compromiso va bien, ¿verdad?», lord Hernescroft se limitó a hablar de caballos. Dracy escapó tan pronto como pudo y subió, insatisfecho con el resultado que había arrojado el día. Se detuvo delante de una puerta que no era la suya, sino la de la alcoba de Georgia, y por un momento se permitió fantasear de nuevo.

¿Estaría ella todavía levantada, sentada quizá delante de su tocador mientras su doncella le cepillaba el pelo?

¿O se encontraría ya en la cama, bien arropada bajo las mantas, dulcemente dormida como una bendita? Esa noche había caído presa de su actuación, pero la dulzura y el candor que había aparentado Georgia no le resultaban en absoluto desagradables.

La casa estaba en silencio.

El pasillo, desierto.

Sería fácil entrar, y hasta tenía una excusa en cierto modo.

¿Gritaría ella?

No, era demasiado consciente de las consecuencias que tendría hacerlo. Pero se indignaría, y con razón. Aun así, tuvo que hacer un arduo esfuerzo por seguir adelante y entrar en su habitación.

Se paró en seco al otro lado de la puerta.

Georgia Maybury estaba allí, sentada en el sillón que miraba hacia la puerta, esperándolo.