Capítulo 27

AL día siguiente, Jane la despertó con su chocolate.

—Ya es mediodía, señora, y lord Dracy ha pedido verla.

Georgia notó que se ponía colorada.

—Pues tendrá que esperar. Necesito bañarme y quitarme los polvos del pelo.

Jane estaba husmeando.

—Ese libro está apestándolo todo, señora. Debería librarse de él.

Cada vez estaba más colorada.

—No, todavía no. Pide que me preparen el baño, por favor.

Jane se marchó y Georgia procuró reponerse y comportarse como siempre, pero se sentía como si la hubieran hecho pedazos y luego la hubieran reconstruido de otra manera. Miró la barra de madera del dosel de su cama y se dejó llevar por los recuerdos. Por fin comprendía por qué algunas mujeres, obsesionadas con un hombre, mandaban al garete el honor, la reputación, la riqueza y hasta la familia.

Pero eso no le pasaría a ella.

Dracy le había abierto una puerta, pero…

Pero no se imaginaba cruzándola con ningún otro hombre.

—Aún —dijo en voz alta.

Sólo necesitaba tiempo para asimilarlo. Eso, y otras cosas. Perry había vuelto. Él podría fin al escándalo, y para cuando eso pasara Dracy ya estaría de vuelta en Devon. Ella recuperaría la cordura y volvería a tener pretendientes sensatos.

Jane regresó y corrió las cortinas de la cama para que no la vieran los criados que llevaron la bañera y los cubos de agua.

Metida en aquel reducto en sombras, Georgia se bebió a sorbitos su chocolate mientras dejaba vagar su mente. Había conocido un mundo nuevo y debía comprenderlo.

Su chocolate parecía más rico que antes; su almohada, más blanda. Todo su cuerpo parecía abierto a nuevas sensaciones, y dentro de ella bullía un sinfín de dudas. Pero no podía preguntar a Jane.

Ni tampoco a Babs, aunque tal vez ella sí pudiera despejarlas. Babs, que deseaba de manera tan evidente a su marido (y él a ella), y que sin embargo también estaba profundamente enamorada.

Ella también quería un matrimonio así.

Se acordó de su ocurrencia de probar a hombres hasta que quedara encinta. ¡Santo cielo! Ya le resultaba bastante ardua la idea de yacer debajo de potenciales maridos mientras hacían lo necesario para dejarla embarazada. ¡Pero hacer las cosas que había hecho esa noche…!

¿Con Beaufort o Bridgwater?

Sofocó la risa y se atragantó.

Jane asomó la cabeza por las cortinas.

—¿Está bien, señora?

—Sí, sí —contestó mientras intentaba dejar de toser.

—El baño está preparado, señora.

Georgia había oído el ruido de la bañera cuando la habían dejado en el suelo y los pasos apresurados de los criados, pero estaba absorta en otro mundo.

—Enseguida voy, Jane.

Absorta en el mundo de las hábiles manos y la boca de Dracy, y de su duro cuerpo de soldado. Nunca había visto el cuerpo desnudo de Dickon, pero su marido nunca había tenido que esforzarse más de lo necesario, y que ella supiera no había tenido que luchar en toda su vida.

Excepto al final, claro.

Sostuvo entre las manos la taza cada vez más fría. Era desleal por su parte pensar eso de Dickon. Hombres deportistas y musculosos los había a montones: Shaldon, Crackford, y hasta Vance. Los hombres buenos, amables y generosos, en cambio, escaseaban.

Dracy era bueno y amable, y contaba con la admiración de sus amigos. Y, además, era un amante muy hábil.

Pero era injusto comparar su destreza con la de Dickon. Y pese a todo Georgia sabía a cuál de los dos prefería.

Y sabía también lo que quería.

Quería ver qué podía enseñarle Dracy.

—¡Señora, el agua se está enfriando!

Se recompuso y salió de la cama. Se metió detrás del biombo para cambiar el camisón por una camisa de baño sencilla. Después de lo de esa noche, aquel escrúpulo parecía absurdo, pero podía parecer sospechoso que cambiara sus costumbres cotidianas. Curiosamente, seguía incomodándola la idea de desnudarse delante de su doncella.

Se metió en la bañera y empezó a restregarse el cuerpo con un paño y una pastilla de jabón. Pero resultaba muy trabajoso, y hasta ridículo, con la camisa empapada de por medio. Con el tiempo cambiaría aquella costumbre, y al diablo con el pudor.

—Eche la cabeza hacia atrás, señora.

Georgia obedeció y Jane comenzó a lavarle el pelo en una jofaina.

—Puede que deje de ponerme polvos de una vez por todas.

—No, no lo hará mientras la moda lo exija. Y además le quedaba muy bien con el traje de paloma.

—Sí, ¿verdad? Había algunos disfraces muy ingeniosos. Lord Dracy eligió uno muy bueno, para tener tan poca experiencia, ¿no crees?

—No estaba mal, señora.

No podía resistirse a hablar de él.

—Me salvó de lord Sellerby.

—Oí decir que había pasado algo raro, señora. ¿Qué hizo lord Sellerby?

—Estuvo muy grosero, y cuando intenté alejarme me piso la cola del vestido.

—¡Menudo bruto!

—En realidad iba vestido de ángel, y muy bien, hasta que Dracy se lo llevó a rastras cogido de las alas.

—¡Ay, señora! ¡Tuvo que ser una escena!

—Sí, y algunas personas me culparán de ello. Es tan injusto… Ya no soy amiga de lord Sellerby, Jane. No volveré a serlo.

—Muy bien, señora, pero es una lástima. Era un caballero tan fino, y usted disfrutaba mucho de su compañía.

—Demasiado, quizá. Pero Perry ha vuelto y estoy segura de que esto caerá en el olvido. Además, creo que lo de la paloma de la paz jugará en mi favor.

—¿Se refiere a su disfraz, señora?

—No. Puede que no te hayas enterado. El rey mandó un autómata que ese pintoresco chevalier D’Eon le regaló cuando era embajador de Francia. Una paloma de la paz hecha de plata. Yo no estuve presente en esa ocasión porque estaba enferma, pero todo el mundo habló de lo bonita que era, y de que sin embargo el autómata de Rothgar era mejor. ¿Has acabado?

—Sólo falta aclarar, señora.

—El rey mandó la paloma al baile al cuidado del marqués, y lord Rothgar me pidió que la pusiera en marcha. Me preocupé un poco porque fue después de mi encontronazo con Sellerby, pero creo que lord Rothgar lo hizo con buena intención, y puede que me beneficiara. Me presenté ante todos disfrazada de paz y pureza, y con el apoyo de Rothgar, que no es poco.

—Sin duda el marqués sabe que conoce usted a su esposa, señora.

—Desde luego, y siempre ha sido muy amable conmigo, aunque a mí me inspira cierto temor.

—Es una buena noticia que alguien le inspire temor, señora. Bueno, ya está. —Envolvió la cabeza de Georgia en una toalla—. Menos mal que no pusimos mucha grasa, o habría sido mucho más difícil quitar los polvos.

—Pero no se pegaron bien. Manché a mis parejas cuando bailamos, y están por toda la habitación…

¡Y en la habitación de Dracy!

Y él no se había empolvado el pelo.

De pronto le pareció que el agua se había quedado helada.

Salió de la bañera y le quitó la toalla a Jane. ¿Cómo podía haber sido tan necia? ¿Estarían ya los criados murmurando acerca de los polvos para el cabello? ¿Habrían llegado a conclusiones escandalosas?

Se sentó delante del escritorio.

—¡Señora! Tiene que ponerse ropa seca.

—Acabo de acordarme de que debo mandar una nota.

—Seguro que puede esperar…

—No, no puede esperar. —Mojó un pluma en el tintero y escribió rápidamente, buscando palabras que no sonaran sospechosas:

Mi querido lord Dracy:

Opino que debemos reunirnos hoy para hablar de las alfombras para su casa de Devon. Está también la cuestión de cómo limpiarlas, y de cómo quitarles el polvo. Enseguida estaré a su disposición, señor.

Se arrepintió de esto último, a pesar de que era una despedida muy convencional, pero cada segundo contaba.

Garabateó su firma y dobló la hoja. Como no había ninguna vela encendida para derretir el lacre, se la dio a Jane. En ella podía confiar.

—Llévasela directamente a lord Dracy, por favor. Sí, ahora mismo.

Cuando la doncella se marchó, Georgia se metió detrás del biombo, se quitó la camisa mojada y tuvo que contenerse para no cruzar el pasillo e ir a inspeccionar con sus propios ojos la habitación de Dracy.

Jane regresó enseguida.

—Lord Dracy ha salido, señora, pero le he dejado la nota a uno de los lacayos.

Menos mal que había escogido con mucho cuidado sus palabras. Aunque de todos modos se dio cuenta de que era absurdo: ya era más de mediodía, y alguna criada habría limpiado la habitación nada más salir Dracy. Se abrazó, sintiéndose vulnerable de pronto. Esta vez era cierto que había cometido una falta. Hasta entonces se había consolado pensando que no tenía culpa alguna en la muerte de Dickon. De hecho, era eso lo que había impedido que se volviera loca…

—¿Señora?

Tuvo que ponerse una camisa seca y salir, como tenía que afrontar su vida. No había modo de escapar, como no fuera huir al exilio, e incluso tendría que irse muy lejos para que no la encontraran. Ella no estaba hecha para tales desventuras.

Jane la ayudó a ponerse la bata.

—Siéntese, señora, que voy a peinarla. Va a costarme mucho trabajo, como ha dormido con el pelo suelto…

Georgia obedeció, pero pensó que debía intentar enterarse de si corría algún rumor.

—¿Los sirvientes hablan de algo esta mañana, Jane?

Su doncella comenzó a desenredarle el pelo con cuidado.

—¿Hablar, señora? ¿De qué?

Era absurdo sacar siquiera el tema.

—De cómo se comportó anoche lord Sellerby.

—Yo no he oído nada, señora. Y ese rifirrafe no puede reprochársele a usted.

—Estoy segura de que algunos lo harán.

No quiso insistir, pero sin duda, si los criados hubieran murmurado algo acerca de que la alfombra de lord Dracy estaba manchada con los polvos de su cabello, Jane se habría enterado.

Tal vez no hubiera tantos polvos como pensaba, o los hubieran pisoteado. Por lo visto se había librado de aquel desastre, pero aún no se sentía capaz de enfrentarse al mundo.

—Hoy voy a pasar un día tranquilo, Jane.

—Buena idea, señora. Parece un poco nerviosa.

Georgia ni siquiera podía soportar que la atosigara con sus cuidados.

—Te dejo libre. Hoy tienes el día para hacer lo que quieras, aunque te recomiendo que salgas. Así no te pedirán que hagas otra cosa.

—Gracias, señora. Me gustaría ir a visitar a mi amiga Martha Hopgood. Sirvió conmigo en casa de…

Georgia escuchó con sorpresa aquella historia acerca de la vida anterior de Jane, pues su doncella rara vez charlaba de esas cosas. Su amiga Martha se había casado con el posadero de Las Tres Tazas, en Clerkenwell.

—¿No fue un cambio muy grande para ella, después de haber servido como doncella en casa de un noble?

—Un cambio a mejor, señora, porque se convirtió en señora de su casa y ahora tiene cinco hijos preciosos.

—Ah, sí. —Eso podía entenderlo—. ¿Tú nunca has deseado casarte, Jane?

—Nunca me lo ha pedido nadie que me agradara, señora. Y en mi opinión es mejor no tener marido que tenerlo malo.

—Quizá por eso Dios inventó el amor. Para que nos olvidáramos del sentido común. ¿Nunca has estado enamorada?

—No que yo sepa, señora, y por lo que he visto el amor no tiene pérdida. Algunos se vuelven locos de atar cuando se enamoran. Me acuerdo de una doncella que estaba tan embobaba que casi no se tenía en pie y, claro, más de una, y de uno, se ha casado con quien no debía por culpa del amor.

Georgia esbozó una sonrisa, como si tuviera la conciencia tan limpia como una monja.

—¿Acaso un matrimonio desigual no puede ser feliz? La dama que huye con el lacayo, el caballero que se casa con la granjera…

—Lo dudo, señora. Sé de una joven de noble cuna que se escapó con un fabricante de carros y se casó con él, ¿no es increíble? Un hombre muy apuesto, claro, y con un buen negocio, pero al final ella volvió a casa de su padre con un bebé en brazos, lamentándose de lo dura que era la vida que llevaba, sin ropa bonita ni fiestas, y sin apenas sirvientes.

—¿Qué ocurrió?

—Su marido fue a reclamarlas a ella y al niño, y el padre se la entregó, porque el marido estaba en su derecho. Ella había escogido su camino. Una mujer casada ha de vivir conforme a la posición de su marido, y dudo que a muchas les guste vivir peor a como están acostumbradas, por guapo que sea su marido. Y lo mismo digo de los caballeros que cometen una estupidez semejante, aunque conserven su posición. Se dejan atrapar por alguna linda vaquera y acaban con una esposa que no sabe cómo administrar una casa acomodada y que es el hazmerreír de sus amigos.

¿Intentaba Jane advertirle de algo? En cierto momento había parecido sentir predilección por Dracy, pero tal vez hubiera cambiado de idea.

Casarse con Dracy, ésa era la idea que rebotaba en su cabeza como una pelota en una cancha de jeu de paume. Su posición social no se rebajaría en exceso, pero no le agradaría prescindir de ropa elegante y de criados competentes.

Y Dracy saldrían igual de malparado. Ella sabía cómo administrar una casa acomodada, pero únicamente con dinero. Sus amigos no se reirían de ella, pero ¿se sentirían cómodos a su lado?

Se había sentido a gusto con los oficiales de la Marina, pero los amigos que Dracy tenía en Devon serían pequeños nobles de los alrededores de Dracy Manor, o sea, señoras para las que era todo un acontecimiento estrenar uno o dos vestidos al año y que sólo se interesaban por los hijos y los remedios caseros, generalmente para dolencias tan engorrosas como el flujo menstrual.

—Ya está, señora, ya le he quitado los nudos, pero tardará un buen rato en secarse con tanto como tiene.

Georgia se levantó, se tocó el cabello húmedo y pensó en cómo había hundido los dedos en la abundante mata de pelo de Dracy…

—¿Le traigo sus cartas, señora?

—¿Mis cartas?

—Se lo dije antes del baño, señora, pero no pareció hacerme caso.

Había estado absorta en sus ridículas cavilaciones. Leyó las tres cartas. Una era de Althea Maynard, otra de Lizzie y otra de H. True. No conocía a nadie con ese nombre.

Estaba a punto de romper el sello cuando Jane preguntó:

—¿Qué vestido va a ponerse, señora?

Le había prometido el día libre, y no hacía falta que se pusiera nada elegante para pasar el día en casa. Pero iba a hablar con Dracy y quería estar guapa…

Ya bastaba de tonterías.

—El mismo que ayer —contestó.

—¿Y si viene alguna visita, señora? Le quité el polvo lo mejor que pude, pero tiene manchas cerca del bajo.

—Diré que no estoy en casa, a no ser que sea Perry. O lord Dracy, claro. —Titubeó. Lo cierto era que quería estar lo más guapa posible para él. Ya basta de tonterías—. Tráemelo, Jane. Luego puedes irte a ver a tu amiga.

Jane sacó el vestido y las enaguas, y después Georgia la hizo marcharse y se visitó sola.

Resultaba extrañamente agradable hacer las cosas por sí misma, estar sola. Ocurría tan raramente, excepto de noche…

Qué humor tan extraño tenía hoy…

No tardó mucho en vestirse. Luego se miró en el espejo, vestida de azul grisáceo, y pensó que parecía un poco una campesina, si no fuera porque ninguna campesina decente iba por ahí con el pelo suelto.

Una mujer decente…

Polvos para el cabello…

Se acercó a la puerta, la entornó y miró afuera. Todo estaba muy tranquilo. Podía cruzar el pasillo hasta la habitación de Dracy y ver si los polvos seguían allí. Si era así, tal vez pudiera limpiarlos, pero no tenía otro cepillo que el del pelo…

Volvió a entrar en su alcoba y cerró la puerta. La casa de sus padres funcionaba con toda diligencia, de modo que ya habrían limpiado la habitación de Dracy. Tenía, además, otro motivo para descartar su plan, y es que le parecía escandalosamente pecaminoso. El día anterior habría entrado en el dormitorio de Dracy sin pensárselo dos veces, segura en su inocencia. Ahora, era como si el mero hecho de entrar fuera a hacer de ella una furcia.

Una furcia.

Tal y como la habían pintado.

No habría más escarceos como aquél, y cuanto antes se lo dijera a Dracy, tanto mejor.

Cuando volviera, debían verse en lugar seguro y neutral. Llevó su correspondencia al saloncito. Como entraba el sol, levantó una ventana y acercó una silla para que se le secara el pelo mientras leía.

Era tan delicioso sentir aquel calorcillo en la espalda… Se tocó el pelo para que el calor llegara a las capas más bajas y volvió a enfrascarse en el voluptuoso recuerdo de esa noche. Pensó en los dedos de Dracy tocando su pelo, su cuero cabelludo. Comenzó a masajearse la cabeza trazando círculos con los dedos, y fue casi igual de placentero. Pero sólo casi.

Se acordó del vendaval apasionado que había creado para ella, y de la tierna dulzura que la había mecido con igual fuerza al final de su encuentro. Había habido sonrisas y risas, y calor, un calor que había reconfortado tanto su cuerpo como su alma.

Con él, nunca pasaría frío, ni se sentiría sola, ni asustada…

Consciente de que no debía hacerlo, se permitió revivir los placeres de la noche anterior.

 

Dracy había dormido hasta pasadas las diez, pero una vez despierto se había vestido rápidamente y había salido de Hernescroft House. No se fiaba de sí mismo, poseído como estaba por el deseo imperioso de ver de nuevo a Georgia. Tal vez la frondosidad de los parques aliviara su ardor y calmara su necesidad de poseerla. Por la fuerza, si era preciso.

¿Y si ella insistía en elegir a otro?

El temor a que fuera desgraciada lo volvería loco.

Muchos hombres eran egoístas. Desconocían el placer de hacer gozar a una mujer. Sus fulanas fingían gozar incluso de sus caricias más burdas, sin exigir esfuerzo ni atención por su parte. Había oído asegurar a algunos hombres que a las mujeres decentes no les interesaba la pasión, y hasta había oído contar a uno que había azotado a su esposa por atreverse a sugerir que echaba algo en falta, y que no había vuelto a confiar en ella desde entonces.

¿Y si Georgia se casaba con un hombre así? Si la hubiera dejado en su ignorancia, tal vez se habría conformado.

Pero ella nunca se había conformado, y su pasión natural estallaría algún día, con consecuencias desastrosas. Podía acabar siendo de verdad una casquivana, una de esas mujeres de noble cuna célebres por acostarse con cualquier hombre apuesto que despertara su deseo. Como esas damas que visitaban la «guarida» de Vance.

La conciencia pugnó con el deseo, y la lógica lo atormentó por culpa de ambas cosas.

Al ver los polvos para el cabello en la alfombra, se había sentido tentado de dejarlos allí, porque sabía que el escándalo la obligaría a casarse con él.

Pero los había limpiado de todos modos, y se había cerciorado de que no quedara ni rastro. No quería que su esposa se casara con él contra su voluntad, y sabía perfectamente que Georgia Maybury no encajaba en su mundo. Pero la deseaba de todos modos, hasta el extremo de la locura.

Podía eliminar un obstáculo dejando Dracy Manor para instalarse en la ciudad y llevar la vida frívola que tanto adoraba Georgia. Dedicarse a la política y hacer lo posible por servir a los intereses de la Marina salvaría su conciencia. Pero la política no pagaba las facturas, y él no aceptaría sobornos. Tendrían que vivir del dinero de Georgia.

¿Podrían hacerlo?

¿Qué réditos darían doce mil libras? Mil libras, como máximo, sin arriesgarse mucho, y seguramente no más de seiscientas. Necesitarían al menos un tercio de esa cifra para alquilar una casa decente.

¡Qué locura! Georgia necesitaría sirvientes y un carruaje, y luego estaba su afición por la ropa cara. Había leído que un vestido de gala para la celebración del cumpleaños de la reina había costado tres mil libras. Acabarían gastándose el capital, y eso les conduciría derechos a la ruina.

En cualquier caso, él no quería vivir en Londres todo el año. Los parques, por agradables que fueran, no podían compararse con la verdadera campiña, y ninguna labor que pudiera desempeñar en Londres podía ser tan gratificante como devolver su antigua prosperidad a Dracy Manor. En un futuro, las rentas de la finca podían al menos compensar la inversión, pero para eso tendría que pasar mucho tiempo, a no ser que invirtiera gran parte de la dote de Georgia en las tierras y las cuadras.

Georgia Maybury no era para él, y de no ser por el asunto de Imaginación Libre y Cartagena, jamás se le habría ocurrido apuntar tan alto.

Lo había hecho, y había rozado su objetivo, pero de todos modos casarse con Georgia seguía siendo como pedir la luna.

Se encaminó cansinamente hacia el salón de café más cercano, pero cuando estaba a medio camino cambió de dirección para regresar a Hernescroft House. Era un necio por permitir que su lujuria y sus aflicciones lo cegaran, impidiéndole ocuparse de los asuntos que de verdad importaban.

Aún no había hablado con nadie de sus sospechas respecto a Sellerby. Le parecían disparatadas, pero en vista de cómo se había comportado éste la noche anterior quizá no lo fueran tanto, y tal vez lo sucedido en el baile de disfraces lo empujara a cometer alguna locura. Se había visto rechazado por Georgia en público, y humillado por otro hombre delante de su preciado círculo de amistades. Había abandonado el baile inmediatamente después del incidente, pero esa mañana sería la comidilla de todo el mundo. Le estaba bien empleado, sobre todo si era él quien se escondía detrás del asunto de la carta, pero era la clase de sabandija que siempre buscaba vengarse.

Cuando entró en la casa y preguntó por Georgia, le dijeron que lady Maybury estaba en el saloncito. El día pareció iluminarse mientras subía rápidamente las escaleras. Entró y se detuvo un momento, sonriendo al ver la estampa que presentaba.

Estaba sentada junto a una ventana abierta, con el vestido del día anterior. Su cabellera relucía como bronce y cobre al sol, envolviendo con un halo su resplandeciente belleza.

Entonces se dio cuenta de que tenía la mirada perdida, como si estuviera muerta.