Capítulo 18
GEORGIA subió a la barca que iba a llevarla a Londres pensando en lo feliz que habría sido apenas unos días antes y en cómo ahora, en cambio, aquel viaje se había convertido en un suplicio que ponía a prueba su valor.
Su madre había partido hacia Londres el día anterior con el fin de plantar cara al nuevo escándalo, de modo que Georgia sólo tenía a Jane y a uno de los lacayos de Winnie para ayudarla. Dracy iba a ir a buscarla a las Escaleras de York, y con él y con los porteadores de la silla tendría escolta suficiente. Pero no era un ataque de la chusma lo que temía. A no ser, claro, que el gran mundo pudiera considerarse también chusma.
No tenía elección, se dijo mientras la barca se deslizaba río abajo. No podía seguir en casa de Winnie aunque hubiera querido estando allí Eloisa Cardross, o habría hecho algo de lo que después se habría arrepentido.
Aunque a decir verdad se había vengado en cierto modo.
Eloisa había tratado de que la incluyeran en el traslado a la ciudad, pero en eso Georgia y su madre habían estado de acuerdo: la señorita Cardross podía hacer lo que quisiese, pero no habría sitio para ella en la casa de los Hernescroft en Piccadilly. Sin duda se apresuraría a escribir a Millicent a Herne y sin duda su cuñada les reprocharía destempladamente su actitud, pero era tan fácil ignorar las cartas enviadas desde tan lejos…
A no ser que llegaran de Colonia cargadas de odiosas mentiras.
¿Quién, se preguntaba sin cesar, la odiaba hasta el punto de haber inventado semejante patraña?
¿Y qué podía hacer esa persona a continuación?
A pesar de la amenaza que se cernía sobre ella, tenía que trasladarse a Londres. O eso, o aceptaba la derrota y se marchaba para siempre. Pero no, eso nunca. Debía prevalecer la justicia. El río, sin embargo, parecía extrañamente manso ese día, como si hasta él fuera remiso a llevarla.
En fin, tonterías. Eran las aguas propias de la marea. De vez en cuando, el caudal mermaba hasta que el río quedaba casi reducido a fango, y no por culpa de las debilidades humanas. El Támesis la llevaría hasta las Escaleras de York, desde donde iría a casa de su padre. Después saldría por la ciudad, disfrutaría de la compañía de los amigos que aún le quedaban y rezaría por que el mundo recuperara pronto la cordura.
A fin de cuentas, la carta estaba en poder de Dracy. No podía publicarse, ni exhibirse en el escaparate de ninguna imprenta, como había asegurado Eloisa que pasaría. Así pues, si la carta no salía a la luz, la historia se desinflaría y Eloisa no se atrevería a reivindicar su existencia siendo ella la única que afirmaría haberla visto.
Aun así, Georgia estuvo angustiada hasta que vio a Dracy esperándola, tal y como había prometido. Su firme anclaje en medio de la tormenta. Georgia sonrió mientras la ayudaba a salir de la barca.
—Gracias.
Dracy besó su mano.
—Soy vuestro fiel caballero. Vamos, vuestra silla espera.
La acompañó hasta la silla de mano y la ayudó a entrar en ella. Era todo tan parecido a la última vez que había visitado Londres… Y, sin embargo, todo había cambiado. ¿De veras Londres olía peor que antes, o eran sólo imaginaciones suyas? Siempre apestaba en verano, y ese año había hecho más calor de lo habitual.
El mal olor se disipó un tanto cuando se alejaron del río, pero otros vinieron a ocupar su lugar. Olor a albañal, a estiércol de caballo, y quizás incluso a ratas y gatos muertos. Había pasado demasiado tiempo en el campo, eso era todo, y ahora era más sensible a aquel hedor.
Fue llevada hasta el interior de la casa y Dracy la ayudó a salir de la silla en el vestíbulo. Parecía hacer frío, pero sólo en comparación con el calor de fuera, y Georgia se sintió más animosa al ver las filas y filas de condes de Hernescroft mirándola desde su altura. Era una Perriam, parecían decirle, y no debía flaquear.
Se volvió hacia Dracy.
—Gracias por acompañarme. ¿Puede volver para cenar?
—No es preciso que me vaya. Lady Hernescroft ha tenido la amabilidad de ofrecerme alojamiento aquí por un tiempo.
—¿Aquí? —exclamó ella.
—Creo que hay suficientes habitaciones.
Georgia lamentó haber reaccionado tan bruscamente delante de los criados.
—Por supuesto, y estoy encantada, milord. Ah, aquí viene el ama de llaves para acompañarme a mi alcoba. Hasta la noche, entonces, Dracy.
Escapó con una sonrisa, dividida entre el alborozo y la inquietud. Pero la inquietud se debía en gran parte al alborozo. Aquel hombre le gustaba demasiado, y verlo mañana, tarde y noche no contribuiría precisamente a su tranquilidad de espíritu.
—¡Por el amor de Dios! —le dijo a Jane en cuanto estuvieron solas en su dormitorio—. He conocido a muchas mujeres que se casaron precipitadamente y luego lo lamentaron.
—¿De qué está hablando la señora?
Georgia se limitó a recorrer la habitación con la mirada sin hacerle caso.
—¡Qué decoración tan oscura! ¡Ah, cuánto añoro tener mi propia casa! Seda en las paredes, pintura clara y pan de oro. Y —añadió mientras apartaba una cortina de terciopelo de color teja— cortinas de flores.
Jane no respondió, y Georgia comprendió que su doncella no se dejaba engañar por su aparente frivolidad. Comprendía muy bien cuál era la situación.
Volvía a vivir en Londres, se recordó. El primer paso para recuperar su vida anterior.
Subió la ventana para asomarse fuera. No había grandes praderas habitadas únicamente por animales, sino un jardincillo tapiado y, más allá, tejados y campanarios. Gentes de toda condición, personas procedentes de todos los rincones de la Tierra. Un mundo abigarrado y fascinante, y era todo suyo.
Se sentó para escribir una nota a Babs anunciándole su llegada. Media hora después su amiga estaba abrazándola como si nada hubiera pasado.
—¡Qué maravilla! Harringay me tiene abandonada. Se pasa la vida corriendo del club al salón de café y de allí a tal o cual casa, hilvanando acuerdos. Y me he encontrado con Dracy abajo. Vivís bajo el mismo techo. ¡Qué delicioso! Eso dará credibilidad a vuestro compromiso.
—No es más que una farsa —le recordó Georgia—. El té, Jane, por favor.
—Entonces permíteme ayudarte a distraerlo. Es muy atractivo.
—Es un ex oficial de la Marina con la cara desfigurada y más acostumbrado a la guerra que a los salones.
—Lo cual explica probablemente su atractivo. Hace que me recorran escalofríos por la espalda. Y por otros sitios.
—¡Babs! —exclamó Georgia, acalorada—. ¿Lo sabe Harringay?
Babs sonrió enseñando sus hoyuelos.
—Harringay me conoce. Y verme acompañada por un hombre apuesto pica su amor propio, lo cual es una delicia.
—¡Babs!
—¡Georgia querida, en ciertos aspectos eres tan ignorante! Si alguna vez necesitas consejo, acude a mí.
—Ese libro que tenías era un horror.
—¡Una auténtica perversidad! —estuvo de acuerdo Babs—. Pero Harringay y yo disfrutamos de lo lindo explorando posibilidades.
Dado que el libro en cuestión contenía ilustraciones de parejas haciendo cosas extraordinarias y aparentemente imposibles, Georgia se sonrojó aún más.
—Uy, lo siento —dijo su amiga, poniéndose seria de pronto—. Me imagino lo doloroso que debe de ser para una viuda hablar de esas cosas. En vez de hablar de eso, hablaré de escándalos. ¿Te has enterado de que la señora Benham ha huido con su lacayo? Ay, Dios. Tampoco quieres hablar de escándalos.
—No es mi tema favorito, no, pero si esa señora ha hecho eso de verdad, su caso es muy distinto al mío.
—Lo ha hecho, no hay duda. Benham es un bruto, claro, pero una se pregunta cómo va a sobrevivir. Quizá la pobreza sea tolerable en compañía del ser amado.
—Dudo que la pobreza sea tolerable en ningún caso —repuso Georgia—. ¿Cuánto puede durar el amor, por tanto?
Jane regresó y puso sobre la mesa la bandeja del té. Georgia le dio las gracias y la despidió antes de que a Babs le diera tiempo a decir algo escandaloso.
Pero Babs cogió un pastelillo y preguntó:
—¿Qué ha sido de Eloisa Cardross?
Georgia se lo contó.
—¡Deberíais haberla obligado a confesar públicamente!
—¿Confesar qué? —preguntó Georgia—. Diría que se había limitado a comentar algo que le había causado espanto, y cualquier cosa que dijera ahora sólo serviría para que aumentara el interés por la carta.
—Ay, tienes razón. ¡Y pensar que alguien la ha falsificado! Fue como cargar una pistola y ponerla en sus manos sin importarle a quién disparara con ella.
—Si no fuera porque el único blanco posible era yo.
—No sé cómo puedes tomártelo con tanta calma.
—No tengo otro remedio, Babs. Sólo puedo seguir como si el asunto no tuviera la menor importancia, y confiar en que así sea.
Babs no pareció muy convencida, pero dijo:
—Bueno, entonces, ¿te has enterado de lo del baile de disfraces?
Georgia se alegró de cambiar de tema.
—¿Qué baile de disfraces? —preguntó—. ¿El de Vauxhall o el de Ranelagh?
—El de Carlisle House. Los whigs han convencido a madame Cornelys para que celebre un gran baile de disfraces con el lema «paz, prosperidad y patriotismo».
—No sabía nada.
—Lo han improvisado sobre la marcha.
—¿Cuándo será?
—Dentro de tres días.
—¡Tan pronto! —Se asustó al pensar en el poco tiempo que tenía para prepararse, pero luego vio otro problema—. ¿Crees que debo ir?
—¡Por supuesto que sí! ¿Qué sentido tiene estar en Londres si vas a quedarte aquí escondida?
—Lady May nunca se esconde. ¡Jane! ¡Ay, le he mandado que se vaya! Debemos empezar enseguida a preparar el traje. ¡Tres días! Es imposible.
—Nada de eso. Y los disfraces de lady May siempre eclipsan a todos los demás.
Y despertaban por ello odios y envidias. Georgia bebió un sorbo de té mientras se preguntaba si esta vez debía llevar algo más convencional.
—¿Qué vas a ponerte tú, Babs?
—Iré otra vez de Nell Gwyn. Me encanta ese personaje.
—Pero ¿qué tiene que ver con la paz, la prosperidad y el patriotismo?
Babs le hizo un guiño.
—Era alegre, generosa y prestó grandes servicios al rey.
Georgia se echó a reír.
—Tienes mucha razón.
—¿Y tú? ¿De qué irás?
—Tal vez de diosa de la paz.
—Con el vestido de diosa, no —repuso Babs, alarmada.
—Claro que no. ¿Crees que estoy loca? Estaba pensando en una túnica clásica corriente, que me tape y que sea muy formal. ¿Quién era la diosa de la paz?
—No estoy segura de que hubiera una.
—Seguramente eso explica la historia de la humanidad.
—Quizá deberías olvidarte de diosas —sugirió Babs—. ¿Qué tal si fueras de Britannia?
—¿No sirvió de modelo para ella otra de las amantes del rey Carlos? Tiene un matiz demasiado pícaro.
—Podrías ir de santa.
—La gente diría que soy papista.
—¿De la buena reina Isabel?
—¿La reina virgen? Eso sería ir demasiado lejos, me temo, y además estoy segura de que habrá una docena de isabeles en la fiesta. Los hombres lo tienen más fácil. La mayoría volverá a sacar las togas y las túnicas que se pusieron para los Festejos Olímpicos.
Babs sonrió.
—Me pregunto si Ithorne irá otra vez de humilde pastor. Tiene unas piernas estupendas. Podrías cubrirte con una piel de oveja e ir de una de sus corderas. Es un símbolo de paz.
—Ay, Babs, no me tientes.
—Recuerda que ahora está casado.
—Lo recuerdo y… ¡Ah!
—¿Se te ha ocurrido un disfraz? —preguntó su amiga—. ¿Cuál?
—Es un secreto. —Georgia sonrió—. Te pido mil disculpas, Babs, pero te ruego que te vayas; debo llamar a Jane y visitar inmediatamente a mi modista. ¡No hay ni un momento que perder!
—¿Por qué no puedo ir contigo? —protestó Babs.
—¡Porque quiero que mi disfraz sea un secreto! —Georgia la abrazó—. Un baile de disfraces en casa de los Cornelys sobre el tema de la paz. Estoy segura de que es un buen presagio.
Dracy fue a su habitación y se sentó a leer unos documentos que debía consultar. Su primo Ceddie no sólo había arruinado la finca, sino que había dejado su administración hecha un lío. Como le encantaba la gran urbe, había contratado a un notario de Londres para que se encargara de todos los asuntos de la finca, y Dracy estaba intentando trasladarlos de nuevo a Devon. Estaba repasándolo todo por si tenía alguna pregunta que hacerles a Lacombe, Bray y Pugh, porque no se fiaba ni pizca de ellos.
Esperaba que Georgia le enviara recado informándolo de qué iban a hacer ese día, pero pasada una hora bajó a preguntar al lacayo del vestíbulo.
—¿Ha salido lady Maybury?
—Sí, excelencia. Con mucha prisa.
Dracy se alarmó, hasta que el lacayo añadió:
—Quería que supiera usted que tenía cita con su modista y que volvería para cenar.
Su modista. ¿Por qué se sorprendía? Lady May regresaba a Londres y lo primero que se le ocurría era encargar ropa nueva. Tenía que aceptar cómo era, en vez de crear una mujer imaginaria capaz de sentirse a sus anchas en Dracy Manor.
Dio las gracias al lacayo y estuvo tentado de quedarse por allí, por si acaso ella volvía pronto. Finalmente, sin embargo, decidió emprender la búsqueda que tendría como resultado liberar a su escandalosa condesa para que se casara con un duque.
Regresó a su habitación para recoger su sombrero y sus guantes mientras consideraba en qué iba a invertir el día.
Ya había enviado una nota a sir Harry Shaldon y había recibido recado de que estaba fuera de la ciudad. Tendría que encontrar a otra persona que conociera la letra de Vance, pero sin ayuda sería como dar palos de ciego. También tenía que encontrar al responsable de la falsificación, pero tampoco sabía nada de esos asuntos, y no sería fácil hacer salir a la luz a un delincuente. Empezaba a pensar que su ofrecimiento de ayudar a Georgia sonaba a hueco.
De momento, lo mejor que podía hacer era mantener los oídos bien abiertos, y el retazo de conversación que había escuchado en la fonda le hacía pensar que de ese modo podía enterarse de muchas cosas. En Londres, los lugares de reunión favoritos de los señores eran los salones de café. Todos tenían su particular clientela, y en ellos se hacían multitud de negocios. La semana anterior había asistido a una subasta de mercancías de la India en el Salón de Café de Jonathan, en Convent Garden, por simple curiosidad.
Sin embargo, no necesitaba un salón de café en el que se reunieran comerciantes o eruditos, sino uno en el que se dieran cita caballeros ociosos de la aristocracia para chismorrear mientras bebían café. Y de ésos conocía unos cuantos.
Cuando volvió a bajar, el lacayo estaba abriendo la puerta a un caballero elegantemente vestido de color verde oliva, con chaleco a rayas, medias bordadas y zapatos de tacón alto.
Lord Sellerby, al natural.
—Lord Sellerby para lady Maybury —dijo al entrar.
El lacayo le permitió franquear la puerta pero a continuación le cortó el paso.
—La señora no está en casa, milord.
Sellerby entornó los ojos como si se dispusiera a negarlo, pero entonces vio a Dracy.
—¡Milord! —exclamó, e hizo una reverencia, pero como decía el viejo refrán, si las miradas matasen Dracy estaría, como poco, sangrando. Debía de haberse enterado de su posible compromiso con Georgia.
—¡Milord! —respondió cruzando el vestíbulo mientras intentaba disimular una inesperada euforia—. Es un placer verlo de nuevo.
—¿Se marcha? —preguntó Sellerby—. ¿Me permite acompañarlo un rato?
Dracy habría preferido ir derecho a su tarea, pero habría sido una descortesía negarse, y tal vez Sellerby mereciera la oportunidad de desahogarse. Mejor que fuera con él que con Georgia. Echaron a andar calle abajo y Dracy tuvo que moderar su paso para acomodarlo al de él.
—¿Está disfrutando usted de sus vacaciones en la ciudad, señor? —preguntó Sellerby.
—Bastante, aunque soy incapaz de permanecer ocioso todo el día. Mis tierras exigen mi atención.
—Y pronto le arrastrarán de vuelta a Devon, sin duda. Estoy seguro de que este mundo le parece pura frivolidad después de haber pasado la vida a bordo de un barco.
—Sólo en parte —contestó Dracy preguntándose a dónde quería ir a parar—. Los tumultos resultan inquietantes y muy reales, y las calles son peligrosas en ocasiones.
—En efecto, señor. El año pasado me privaron de mi ayuda de cámara. Mandé al pobre a un recado, unas calles más allá, y lo hallaron muerto de un golpe en la cabeza.
—Es horrible, le doy mi más sentido pésame.
—Sí, era un ayuda de cámara magnífico.
Dracy comprendió que lord Sellerby no veía más allá de sus propios intereses, lo cual habría carecido de importancia de no ser porque deseaba a Georgia.
—Anoche oí un rumor de lo más divertido —comentó Sellerby.
—¿Sí? —preguntó Dracy mientras intentaba idear un modo de librarse de su molesto acompañante.
—Oí… ¡Le va a hacer tanta gracia, señor! Oí que iba usted a casarse con Georgia Maybury. Naturalmente, lo desmentí al instante.
—Eso fue muy amable por su parte, señor —repuso Dracy—, aunque innecesario, quizá.
—Desde luego, desde luego. Como le decía, es de lo más divertido.
—También puede que haya parte de verdad en ello. A fin de cuentas, me han invitado a alojarme en Hernescroft House.
Sellerby se detuvo para mirarlo.
—¿Vive usted allí?
—Dadas las circunstancias, parecía lo más conveniente.
—¡Mi querido Dracy! —Sellerby se recobró y siguió caminando—. Es usted nuevo en la ciudad, señor, y hasta nuevo en Inglaterra en cierto modo. No se le puede culpar por no entender el gran mundo.
—Qué amable es usted, señor —contestó Dracy, fascinado.
—En concreto es muy posible que no esté familiarizado con las costumbres de damas como lady Maybury, dado que la Marina es un mundo de hombres.
—También pasábamos temporadas en tierra firme —comentó Dracy.
—Pero estoy seguro de que no entre los círculos más elevados.
Dracy no lo sacó de su error.
—Así pues, puede que no comprenda cuándo una dama sólo está jugando.
—¿Se refiere a lady Maybury en particular?
—Es la más juguetona de todas ellas, señor. Si le ha prestado alguna atención, incluso si ha coqueteado un poco con usted…
—¿Incluso si me ha besado en los jardines de Thretford House?
Sellerby se detuvo de nuevo y su mano se crispó sobre la empuñadura dorada de su bastón. Dracy intentó anticiparse a un posible golpe, teniendo en cuenta que el bastón podía ocultar un florete.
Sellerby, sin embargo, se relajó con una sonrisa.
—Nada más que juegos, señor, como le decía. Razón de más para que le advierta.
—Puede que tales juegos me resulten encantadores.
—Naturalmente, pero sería un error tomárselos en serio.
Ya era suficiente. Debía pararle los pies a aquel chiflado antes de que molestara a Georgia.
—¿El conde Hernescroft también estaba jugando cuando habló conmigo de un posible enlace? ¿Acaso sólo estaba divirtiéndose la condesa al invitarme a alojarme en Hernescroft House?
Vio que Sellerby ansiaba arrojarle a la cara la acusación de que mentía.
Pero no lo hizo, desde luego. Eso habría provocado un duelo, y los hombres como lord Sellerby se escondían bajo la mesa al menor indicio de violencia.
—Mi querido Dracy, me temo que toda la familia está jugando con usted, aunque no me explico el motivo. ¿Les ha hecho algún daño? ¡Ah, la carrera de caballos! —Se echó a reír—. A Hernescroft no le hizo ninguna gracia perder. Piénselo, mi querido señor. ¿Qué posible relación puede haber entre lady Maybury y usted, y más aún habiéndose visto sólo dos veces? Yo, en cambio, he sido su amigo y su acompañante predilecto durante años. Compartimos toda clase de gustos e intereses.
—Parece injusto, ¿verdad?
—Increíble, digamos. ¿Me equivoco al pensar que ha heredado usted una finca arruinada y que carece de cualquier otro patrimonio?
—No, eso lo resume a la perfección.
—¿Tiene usted idea de cuánto gasta Georgia Maybury en un solo vestido?
—Puesto que tiene vestidos de sobra para que le duren años, importa muy poco.
—¡Que importa muy poco! ¡Por Neptuno, ella nunca se pone un vestido de gala dos veces!
Sellerby estaba echando sal en la herida, pero Dracy procuró disimular.
—Tengo entendido que el vestido que se puso en el baile de su hermana no era nuevo.
—Acababa de abandonar el luto y necesitará tiempo para diseñar y encargar nuevas maravillas.
—¿Los diseña ella misma? Eso es admirable.
Sellerby hizo un ademán desdeñoso.
—Es su doncella la que lo hace casi todo, y la hermana de su doncella, la señora Gifford, pero lady Maybury tiene un gusto exquisito.
—Estoy de acuerdo con usted —repuso Dracy, pensando en un beso.
—No se casará con usted —afirmó Sellerby con impaciencia—. Sólo deseo ahorrarle esa humillación.
—Es usted muy amable, señor. ¿Puedo ahorrarle yo una a mi vez? Una vez libre del escándalo, predigo que se casará con Beaufort.
Esperaba que aquella obviedad desconcertara a Sellerby, pero éste se limitó a esbozar una sonrisa.
—Pero ¿se verá alguna vez libre del escándalo? Yo limpiaría su nombre en un instante si pudiera, Dracy, pero la mancha es en parte demasiado profunda. Sus amigos de verdad seguirán a su lado, pero no cuento a Beaufort entre ellos.
—Entonces habrá otros pretendientes.
—¿Dispuestos a pasarlo todo por alto? No, no. Georgia se casará conmigo a su debido tiempo.
¡Cuánta arrogancia! Sin embargo, Dracy creyó distinguir otra cosa.
¿Una mueca burlona?
No, un atisbo de alborozo.
Por todo lo sagrado, ¿era posible que Sellerby hubiera decidido mancillar aún más el nombre de Georgia a fin de librarse de posibles competidores? ¿Por medio de una carta, quizá, desvelada en el baile de los Thretford? Una idea disparatada, sobre todo teniendo en cuenta que él era el primero que se había esforzado por disipar el escándalo intentando mediar entre Georgia y su suegra, la difunta lady Maybury.
—Me da usted que pensar, Sellerby. Sí, desde luego. Se lo agradezco, pero ahora debo seguir mi camino.
Sellerby se inclinó ante él.
—Una conversación muy grata, Dracy.
Dracy también se inclinó.
—Y muy reveladora, Sellerby.
Se alejó con paso enérgico, sin importarle en qué dirección, mientras intentaba ordenar sus pensamientos.
Sellerby había tomado partido por Georgia ante la condesa viuda, pero tal vez eso le hubiera dado la idea de una carta incriminatoria. Si la carta existía en efecto en aquel momento (y Dracy no se explicaba cómo podía existir), él podía haber llegado al extremo de robarla. Con la única intención de proteger a Georgia, estaba seguro. Sin embargo, al ver que ella empezaba a sobreponerse al escándalo y que por tanto recibía las atenciones de caballeros como Beaufort, se había hallado con un arma en sus manos.
Costaba trabajo creerlo. Sellerby, a pesar de su fatuidad, ansiaba casarse con Georgia. Y no querría que su esposa estuviera manchada para siempre por el escándalo.
Y sin embargo… Sin embargo, había algo en su actitud que… Se mostraba tan endiabladamente seguro de sí mismo, a pesar de los esfuerzos que había hecho Georgia por desilusionarlo…
Dracy se dio cuenta de otra cosa: si su hipótesis era cierta, Sellerby debía de haber llevado la carta al baile por si le hacía falta. Habría sido un plan calculado a sangre fría. En ese caso, tal vez lo intentara de nuevo. Quizá provocara un escándalo tras otro, hasta que sólo quedara él dispuesto a casarse con Georgia. Sería un disparate, un auténtico suicidio, pero Dracy había conocido a hombres a los que la pasión por una mujer empujaba a la locura.
Si aquello era cierto, no amaba a Georgia: sólo ardía en deseos de poseerla. Es más, no la conocía. Georgia habría preferido mendigar en las calles de Londres a casarse con un hombre por simple desesperación. Dracy no había pasado mucho tiempo con ella, pero estaba seguro de ello.
Se dio cuenta de que sus pasos lo estaban llevando de vuelta a Hernescroft House, donde podría advertir a Georgia. Pero seguramente no habría llegado aún, y no debía inquietarla con vagas sospechas. Reflexionaría sobre ello. Aunque Sellerby fuera capaz de semejante vileza, no volvería a actuar tan pronto.
El mejor modo de servir a Georgia era limpiar su nombre. Así que revisó su plan. No necesitaba ir a un salón de café para escuchar chismorreos. Necesitaba encontrar a hombres que hubieran tratado a sir Charnley Vance y que supieran dónde estaba, o que al menos pudieran esclarecer su carácter. O sea, que tendría que buscar entre los aficionados a los deportes.
Dando media vuelta, se encaminó hacia la Taberna del Rocín Careto.