Capítulo 7
GEORGIA sobrevivió a los cuatro días de viaje hasta Hammersmith en gran medida gracias a que su madre y ella apenas se dirigieron la palabra. Resultaba asombroso que lady Hernescroft no hubiera aprovechado la ocasión para aleccionarla sobre cómo debía actuar para rehabilitarse a ojos del mundo, pero por suerte así fue.
Más asombroso resultaba aún, si cabía, que su madre no hubiera mencionado la elección de un futuro marido para ella, de ahí que Georgia empezara de nuevo a sospechar que sus padres estaban tramando algo. Quizá tenían en mente a alguien con quien iba a coincidir en Thretford House. Poco importaba, en todo caso. No podían obligarla. De hecho, como viuda era muy libre de casarse con quien quisiera aunque no hubiera cumplido todavía los veintiún años.
A pesar de lo apacible del viaje, Georgia se alegró de todo corazón de llegar a la finca que lord Thretford tenía cerca del municipio de Hammersmith, a orillas del río Támesis. Thretford House era una casa elegante y moderna, provista de unos jardines muy agradables, y Georgia había decidido mostrarse complaciente.
A fin de cuentas, allí casi sentía la cercanía de la gran urbe y podía vislumbrar el río repleto de embarcaciones. En barco, río abajo, se tardaba poco más de una hora en llegar al corazón del mundo, y tenía intención de hacer esa travesía en cuanto le fuera posible valiéndose de cualquier excusa.
Winnie salió a darles la bienvenida. Tenía un aspecto desaliñado y estaba, con todo, más guapa que antes. Había tenido que añadir un falso cuello a su vestido para poder abrochárselo sobre los abultados pechos, pero aquella nueva redondez la favorecía, pues siempre había sido flaca y más bien plana. Había, además, otra cosa, una especie de fulgor…
Su hermana era por fin feliz, seguramente gracias al bebé.
—Madre, Georgia, cuánto me alegro de veros. Espero que el viaje haya sido agradable.
—Todo lo agradable que podía ser —manifestó su madre mientras salía, agarrotada, del carruaje—. O sea, no mucho, dado el estado de los caminos. Necesito mi habitación, té y descanso, hija.
—Claro, claro —contestó Winnie, nerviosa, y su resplandor pareció apagarse cuando ayudó a su madre a entrar en la casa.
Mientras las seguía, Georgia pensó con sorna que tal vez su hermana y ella tuvieran ahora más en común que cuando compartían el cuarto de estudio. Las dos eran mujeres casadas cuyos padres aún intentaban gobernarlas como si fueran dioses.
Winnie las condujo al piso de arriba y llevó a su madre a una habitación espaciosa y bien amueblada. Thretford House no era grande, y la noche del baile dormirían allí varios invitados. Georgia comprendió que Winifred había cedido a su madre su propio dormitorio. Mientras durara su visita, dormiría con su marido. ¿Sería para ella un suplicio o un deleite?
Dickon sólo se había quedado a dormir en su cama después de copular, y no siempre. A ella le había agradado sentir un cuerpo caliente a su lado, pero Dickon ocupaba casi toda la cama y solía dar muchas vueltas cuando dormía. Georgia dudaba de que le hubiera gustado dormir con él muchas noches seguidas.
Winnie se aseguró de que su madre tenía cuanto necesitaba y llevó a Georgia a otra habitación.
—Me temo que es bastante pequeña, pero sólo tenemos cuatro alcobas presentables aparte de la nuestra, y con la fiesta…
Se reflejaron un instante en un espejo, pero Winnie se apartó de inmediato. Georgia comprendió el motivo. Eran muy parecidas y sin embargo muy distintas.
Winnie tenía el cabello más castaño que rojo y el mentón huidizo. De más joven había tenido muchos granos, y aunque ya no los tenía, algunos le habían dejado marcas. Eran cicatrices casi invisibles, pero Georgia sabía que la comparación con su cutis impecable todavía hacía sufrir a su hermana.
Ella no tenía culpa ni mérito alguno por ser como era, y le parecía injusto que Winnie diera tanta importancia a ese asunto, pero así eran las cosas.
—Me gusta la habitación —dijo, esforzándose por llevarse bien con ella—. La vista es preciosa y se ve el río a lo lejos.
—Sería poco saludable que la casa estuviera más cerca. Todo el mundo sabe lo sucio que está el río.
—Seguro que aquí, tan arriba, no tanto.
—Por eso Hammersmith es preferible a Chelsea.
Así pues, seguían compitiendo. Sansouci estaba (seguía estando) en Chelsea.
Georgia refrenó una sonrisa mientras se quitaba el sombrero.
—Es muy generoso por tu parte organizar un baile en mi honor, haciendo tan poco tiempo que has dado a luz.
—Me lo pidió padre —repuso Winnie, y alisó las colgaduras marrones de la cama para quitar una arruga inexistente—. Pero a Thretford también le conviene. Está esforzándose por actuar como árbitro entre quienes más están contribuyendo a la discordia.
—¿Se espera que asista el rey?
—¿Su Majestad? Claro que no. —Luego, sin embargo, Winnie pareció entender lo que quería decir—. ¡Georgie!
—Él está en la raíz del problema y tú lo sabes. No quiere reconciliarse con quienes se oponían a que la reina fuera nombrada regente. Es más, tengo entendido que está un poco…
Ladeó la cabeza.
Winnie se puso pálida y se agarró a un poste de la cama.
—¡Georgie! No se te ocurra decir eso ni en voz baja, ni siquiera aquí.
Georgia corrió a su lado.
—Es mi dichoso sentido del humor. Lo siento, Winnie. Te prometo que no lo haré. La que está un poco mal de la cabeza soy yo, será por haber pasado tanto tiempo encerrada en el campo. —Antes de que su hermana soltara otro gritito, añadió—: ¿Cuándo voy a poder ver a tu pequeñina?
Su maniobra de distracción funcionó.
—En cuanto te hayas aseado. Ah, aquí está tu agua. Volveré dentro de un rato para llevarte al cuarto de la niña.
Su hermana escapó y la doncella de la casa echó el agua caliente en la jofaina de porcelana. Cuando se marchó, Georgia se lavó las manos y la cara diciéndose que aquélla iba a ser una visita muy larga, durara los días que durara.
Llegó Jane junto con los dos baúles que contenían las cosas más necesarias. El resto de sus pertenencias llegarían más adelante, en carro.
A su madre le había parecido mal que llevara tanto equipaje.
—¿Dónde vamos a meter todo eso?
—¿Qué sentido tiene dejarlo en Herne? —había contestado ella. No le había dicho, en cambio, que no pensaba regresar a Herne como no fuera para alguna corta visita, ni que estaba deseando desempolvar sus zapatos. Y sacar sus vestidos, sus enaguas, sus libros, sus pequeños enseres domésticos…
—Jane, cuando puedas averigua si hay sitio aquí para todas mis cosas. Había olvidado lo pequeña que es esta casa. Puede que tenga que buscar otro sitio donde guardarlas hasta que vuelva a casarme.
—Sí, señora. —Jane cerró la puerta cuando se marcharon los lacayos—. ¿Quiere cambiarse de vestido?
—Todavía no. Hoy me he puesto algo ligero por el calor.
Un momento después, sin embargo, cambió de idea.
Había celebrado el fin de su luto hacía cuatro días enviando todos sus vestidos grises y morados al vicario, a beneficio de los pobres. Los negros habían corrido la misma suerte seis meses antes. Le habría gustado hacer el viaje vestida de rosa y amarillo, pero el sentido común la había impulsado a elegir tonos menos llamativos. El sentido común, sin embargo, ya no tenía por qué gobernar su vida.
—Un vestido de color claro, Jane. Y ligero. Mira a ver cuál está menos arrugado.
Jane abrió un baúl.
—Con este calor, señora, Londres debe de ser un infierno.
—No digas tonterías.
—Apestarán las cloacas y estarán cundiendo las enfermedades —insistió Jane mientras desdoblaba con esmero diversas capas de muselina—. Dé gracias por estar lejos de allí y por que vengan a verla a usted y no al revés.
—Tienes razón, Jane. Recuérdame que… que revise la lista de invitados al baile para asegurarme de que vendrá quien debe venir.
—Muy bien, señora. Bueno, aquí está. El de rayas amarillas.
—Excelente.
Georgia comenzó a desabrocharse el vestido azul.
Poco después se había puesto el de rayas amarillas con enaguas blancas. Mucho mejor, aunque fuera soso. Jane había encontrado la cofia adornada con cintas del mismo color, lo cual ayudó un poco.
—El joyero, Jane. Voy a ponerme el collar de coral.
El coral mejoró más el vestido: combinaba con su pelo. Georgia añadió unos pendientes y una sortija a juego.
—Ya está —dijo, levantándose—. Vestida para admirar el triunfo de mi hermana.
—No sea así, señora. Un niño es un niño.
—Que se lo digan a Ana Bolena.
—¿A quién, señora?
—A la segunda esposa de Enrique octavo.
—Ah, ésa. Pero ¿qué…?
—Dio a luz a un bebé sano, pero era niña. Si Isabel hubiera sido un varón, Ana no habría acabado decapitada.
—Pero ¿no andaba enredada en tejemanejes, señora?
—Puede que sí o puede que no. Como madre de la heredera del rey, tendría que haber habido más pruebas.
Y si yo hubiera tenido un hijo, no habría perdido mi vida entera.
Winnie no había tenido un varón, pero había dado a luz a los diez meses de casada, de modo que seguramente acabaría teniendo también un hijo. Nadie escudriñaría su cintura, ni le aconsejaría que consultara a un doctor, como había hecho lady Hernescroft con ella.
Georgia había seguido su consejo, a pesar de la humillación que entrañaba. Pero no le había servido de nada que le dijera que era una joven normal y sana. Le había sugerido a Dickon que él también visitara a un médico, pero él había respondido con una carcajada.
—A mí no me pasa nada, cariño, como puedes ver cada vez que voy a tu cama. Olvídate de eso. Todavía somos jóvenes, ya llegarán los niños.
Pero los niños no habían llegado, y allí estaba ella.
Regresó su hermana y Georgia fue a ver la prueba de su victoria. A decir verdad, había poco que ver. La diminuta criatura dormía en una cuna dorada y adornada con puntillas, bien arropada y con un gorro bordado que le tapaba la cara hasta las cejas. Georgia se preguntó si no tendría mucho calor, pero mostró el debido entusiasmo, le hizo las carantoñas de rigor y procuró alejar la envidia que sentía lo mejor que pudo.
Regresó a su habitación con el alma en carne viva. ¿Y si su falta de hijos había sido culpa suya? ¿Y si era estéril? ¿Cómo iba a saberlo un doctor?
¿Y si volvía a casarse y sucedía lo mismo?
Dickon nunca se lo había reprochado, pero los hombres querían tener herederos. Sobre todo, los hombres con tierras y títulos. Y ella no quería correr el riesgo de convertirse en una viuda sin hijos por segunda vez, expuesta al exilio de un plumazo, sin contemplaciones.
Durante su matrimonio se había preguntado si Dickon acudía a su cama con la suficiente frecuencia, pero ésa no parecía ser la clave. No había más que pensar en María, la criada de la cocina a la que se le había hinchado el vientre. Ella juraba que sólo había sido una vez, cuando su novio, un chico de Kent, había ido a Londres a verla. Indudablemente no había podido pecar a menudo, pues a su Michael, que trabajaba de jornalero en una granja, le había costado un gran esfuerzo que le dieran permiso para ausentarse aquella única vez.
—Es que lo echaba tanto de menos, señora —había sollozado la muchacha—. Lo añoraba tantísimo…
Resultaba que María había ido a Londres para ganar un salario más alto con la esperanza de que en un par de años hubiera podido ahorrar lo suficiente para que se compraran una casita y un trozo de tierra en el que plantar algo y criar unos cerdos.
¡Qué lío se había armado!
La señora Hownslow, el ama de llaves, se había negado a que María siguiera en la casa un solo día más por miedo a que corrompiera a las otras sirvientas, y era demasiado valiosa para perderla. Georgia había pedido consejo a Babs Harringay, y su amiga le había hablado de Danae House, una casa de beneficencia que socorría a criadas descarriadas.
Georgia había llevado a la muchacha en su propio carruaje, dispuesta a pagar para que la admitieran, y se había quedado de piedra al ver allí a la marquesa de Rothgar.
Había resultado que lady Rothgar era la fundadora de Danae House y que reclutaba a señoras de la aristocracia como benefactoras. Para que María ingresara de inmediato en la institución, lady Maybury había tenido que acceder a amadrinar la casa. Georgia lo había hecho de buen grado, pues la historia de María era mucho menos dura que la del resto de las internas, que en su mayoría habían sido seducidas o violadas por los hombres de la familia para la que trabajaban o por sus invitados.
Cada caso era distinto, pero siempre que era posible el matrimonio la institución se encargaba de aportar la dote. Ésa había sido la participación de Georgia. Había procurado la dote de María y desde entonces hacía una aportación mensual al fondo del asilo. Eran sumas tan pequeñas… Diez guineas habían hecho posible que María y su novio empezaran una nueva vida juntos, y a veces bastaba con menos.
Le agradaba ser de ayuda, pero aquella obra de caridad siempre le había causado cierto desasosiego. Entró en su habitación con la misma pregunta de siempre resonando en su cabeza. Danae House era la prueba palpable de que un acoplamiento apresurado, incluso una agresión brutal, podía dar como fruto un hijo. Así que ¿por qué ella, una esposa virtuosa y amada, nunca se había visto en ese caso?
Jane entró con un montón de ropa planchada.
—¿Qué tal el bebé, señora?
Georgia sonrió.
—Minúsculo. Pero si quiero tener uno igual de chiquitín, conviene que vaya eligiendo marido.
Era el único modo. Una mujer sin marido no era nada.
Se sentó junto a la ventana para repasar sus notas. Encabezaban la lista los duques solteros.
—Beaufort sigue siendo mi predilecto. Es sólo un poco mayor que yo, y muy maleable.
—No sé, no sé, señora. Si lo que quiere es un marido dócil, escoja a un carcamal que la mime.
Georgia se encogió de hombros.
—Tienen arrugas y mala dentadura. No, eso no. Está el duque de Bridgwater, pero no parece interesado en casarse. Dicen que una de las hermanas Gunning le rompió el corazón, pero sospecho que está casado con sus canales.
—Y vaya si le están creciendo hijos, señora.
—¡Jane, eres una deslenguada! Tendré que usar esa frase algún día. Bolton está soltero, pero ha cumplido cuarenta años y se está volviendo muy raro. En cuanto a los marqueses, ¡ay!, ahora que ha muerto Ashart no queda ninguno soltero. Quizá tenga que conformarme con otro conde.
—Busque un buen hombre al que pueda querer, señora.
—Querré al hombre adecuado, Jane, pero no podría querer a un hombre que me hiciera descender en la escala social.
Jane no respondió, pero su silencio resultó suficientemente elocuente.
Georgia se volvió para mirarla.
—¿Acaso tu posición entre el servicio no procede de mí? Ahora eres la condesa de Maybury. ¿Quieres convertirte en la vizcondesa de Fulanito o en la señora de Menganito si me caso con un simple barón?
Un barón como lord Dracy… Georgia intentó no pensarlo.
—¿Soportarías estar por debajo de doncellas que antes estaban por debajo de ti? —Vio que Jane titubeaba y añadió—: Además, imagínate ser duquesa y mandar en el gallinero.
—No me importaría si usted fuera feliz, señora.
—No sería feliz, así que asunto zanjado. —Georgia recogió su hoja de papel—. Tendré que ir a hablar con mi hermana.
Winnie estaba en su tocador, cosiendo con esmero un vestidito. Los anteojos que llevaba puestos no le favorecían, pero aun así parecía feliz. Miró a Georgia por encima de las lentes.
—¿Tienes todo lo necesario, Georgie?
Georgia se sentó.
—Sí, gracias. ¡Qué vestidito tan precioso! Charlotte estará guapísima con él.
Aquello hizo sonreír a su hermana. Bien.
—Respecto al baile… ¿Sería posible añadir un par de nombres a la lista de invitados?
—Claro, querida. Sé que debes buscar apoyos.
La respuesta de su hermana hizo a Georgia rechinar los dientes por dos motivos: por su tono compasivo y porque incluyera el verbo «deber». Sin embargo, conservó la sonrisa.
—Los Harringay están en Londres porque Babs se niega a separarse de su marido, que desempeña una labor muy importante en no sé qué ministerio. Y la casa de campo de los Torrismonde no está muy lejos, al oeste de aquí.
—Les mandaré invitaciones, por supuesto.
Georgia pasó al siguiente tema:
—¿Has invitado a algún duque?
—A Newcastle, a Bedford y a Grafton.
—Podríamos añadir a Beaufort, quizás. ¿Y a Bridgwater?
Winnie la miró.
—Son las duquesas las que importan si quieres conseguir apoyos, y ésos dos están solteros.
Winifred no era tonta, y no tenía sentido negarlo.
—Tal vez aspire a convertirme en duquesa.
—Teniendo en cuenta lo sucedido, puede que debas apuntar más bajo.
«Puede» no era lo mismo que «debes», pero no le andaba muy lejos.
—Yo no hice nada por provocar ese duelo, Winnie. Lo que ocurrió no fue culpa mía.
—No es eso lo que piensa la gente.
—Entonces tendré que hacerles cambiar de opinión. En cuanto a casarme, no tengo prisa —agregó, mintiendo—. Deseo que mi segundo matrimonio sea perfecto.
La mirada de su hermana pareció afilarse y Georgia se dio cuenta de lo que había deducido de sus palabras: que el primero no había sido perfecto.
—Me refiero, claro, a que confío en que mi próximo matrimonio me dé la bendición de tener un hijo, como te la ha dado a ti el tuyo.
—Ah, sí. Pero eso nunca se sabe, Georgie. A no ser que te cases con un viudo con hijos.
Era una idea novedosa y Georgia la sopesó.
—¿Hay algún viudo joven con hijos?
—Everdon —contestó Winnie—. Y Uxthorne, aunque teniendo en cuenta que su pobre esposa tuvo cinco hijos en ocho años, quizá sea demasiado… productivo.
—¡Santo cielo, tienes razón!
—Y son todas niñas. Te haría falta un viudo con hijos varones, por si acaso la culpa es tuya.
—¡No es mía! Me lo dijo el doctor.
—Madre mía, ¿y cómo pueden estar seguros?
—Yo lo estoy. —Antes de que se pusieran a discutir, Georgia le pasó la lista de nombres que había escrito—. Hay algunos otros caballeros. Simples condes, como verás.
¡Horror! Thretford era vizconde, menos aún que un conde. Georgia, sin embargo, no había pretendido ofender a su hermana.
—No quiero que tengáis que hacer un esfuerzo demasiado grande —añadió, y enseguida comprendió que había vuelto a meter la pata.
Winnie esbozó una tensa sonrisa.
—Si hace buen tiempo, mis invitados pueden disfrutar de la terraza y el jardín. Colgamos farolillos en los árboles y los ponemos a flotar en el lago. Es muy bonito.
Que llamara «lago» a un simple estanque… A Georgia, sin embargo, nunca se le había ocurrido poner a flotar farolillos en el agua. Algún día, cuando volviera a tener casa propia, volvería a recibir invitados y…
Pronto, eso sería muy pronto.
—Estoy deseando verlo. Pero el baile y la cena van a darte mucho trabajo, Winnie, ¡no lo niegues! Por favor, déjame que te ayude con los preparativos. —Al ver que su hermana la miraba con recelo, añadió—: Me apetece muchísimo volver a organizar una velada, sí, pero también quitarte trabajo. Tienes que ocuparte de la pequeña Charlotte.
Winnie se tranquilizó.
—Entonces, ¿podrías encargarte de supervisar la redacción de las invitaciones? ¿Y de las flores, quizá? Siempre tuviste buena mano con las flores.
Y sigo teniéndola, pensó Georgia. Sigo siendo la misma. Pero sonrió y dijo:
—Claro que sí.