Capítulo 22

ERAN casi las nueve cuando Georgia se miró en el espejo una última vez para asegurarse de que sería capaz de ocultar su identidad. Sin duda Dracy no podría reconocerla, cubierta como iba casi de la cabeza a los pies.

No había sido fácil diseñar un traje que representara a la paloma de la paz y que fuera al mismo tiempo cómodo, favorecedor y rápido de confeccionar, pero lo habían logrado, y a muy buen precio.

Lo más trabajoso había sido el tocado, que representaba a la perfección la cabeza de una paloma, con el pico proyectándose por encima de su nariz. Las plumas le caían por detrás de la cabeza y se mezclaban con su cabello, que suelto y empolvado de blanco le llegaba hasta la cintura.

Jane había señalado con gran acierto que las plumas de paloma auténticas eran demasiado pequeñas para que estuvieran a escala con el traje, y que serían difíciles de encontrar en cantidad suficiente. Lo habían solventado con plumas blancas de ganso que recubrían por completo la parte de atrás del vestido y acababan en abanico, semejando la cola de una paloma.

Por delante, Georgia había querido llevar una túnica clásica, pero a Jane no le había parecido buena idea y le había propuesto, en cambio, un vestido más decente y convencional, de modo que llevaba un corsé con ballenas bajo un vestido de seda blanca con cuello alto. No llevaba miriñaque, sólo un aro en las caderas para dar un poco de vuelo a la falda, cubierta con una capa de gasa cortada en forma de plumas y adornada con un ribete de plumón.

Pensando en confundir a Dracy, se había pintado los labios de rojo vivo y había comprado un perfume distinto. Un perfume delicado, porque le desagradaban las fragancias demasiado intensas, pero con un nítido olor a rosas.

Sonrió al mirar el libro que había llegado una hora antes. Era un regalo de Dracy. Según Jane, era un libro acerca del lenguaje de las flores, pero también estaba perfumado, de ahí que Georgia no lo hubiera tocado. Más tarde le regañaría por intentar tenderle una trampa con aquel olor intenso y fácil de reconocer. Había hecho que Jane se lavara concienzudamente las manos antes de ayudarle a ponerse el vestido.

Aquel truco había reforzado su determinación de ganar la apuesta. Por eso se había puesto a ensayar una voz aguda y susurrante. No tenía ninguna duda de que funcionaría, ni de que aquella noche le brindaría una jugosa revelación, en caso de que tuviera valor suficiente para exigirle como pago de la apuesta que se desnudara para ella.

Pero antes de eso tenía que enfrentarse al gran mundo en masa.

A lady May nunca le había faltado osadía. Procuraría ignorar el ligero malestar que notaba en el estómago, pero aun así se alegraba de poder pasar la primera hora del baile disfrazada.

Asintió ante el espejo.

—Preparada para la batalla.

—Esto no es una guerra, señora.

—Claro que lo es —repuso Georgia.

Su estrategia era muy simple: iba a presentarse como la imagen misma de la pureza y se conduciría como tal. Cuando se quitara la máscara de paloma para desvelar su identidad, la impresión causada por el disfraz seguiría ejerciendo su efecto. No lo borraría todo (eso sólo podía hacerlo el tiempo), pero ayudaría.

El revuelo causado por la carta se había disipado sencillamente porque su contenido no había salido a la luz, ni había sido publicada, como se había asegurado en el baile, de modo que, según Babs y otras personas, la mayoría de la gente desdeñaba aquel rumor como pura maledicencia. Algunos hasta se avergonzaban de haberlo creído tan rápidamente, y movidos por la mala conciencia se mostraban más dispuestos a perdonar sus faltas. A fin de cuentas, Eloisa le había hecho un favor, lo cual sin duda sería un mal trago para ella si se enteraba. Pero era Dracy quien le había hecho el mayor favor de todos al requisar la carta. Tal vez a ella no se le hubiera ocurrido hacerlo.

Se puso una voluminosa capa negra con capucha que la ocultaba por completo, a excepción de la cara. Si Dracy hacía trampas y estaba espiándola, no vería gran cosa. Jane llevaba su máscara en una bolsa de paño roja. Roja, para despistar. Sus padres habían accedido a dejarla ir por su cuenta. Ya se habían marchado y le enviarían de vuelta el carruaje, que ya estaba esperándola.

Pronto estuvo en camino con Jane como única compañía, descontando al cochero y a dos lacayos armados. El carruaje se sumó poco después al torrente de vehículos que se dirigía a Carlisle House.

Georgia contempló a lo lejos la casa brillantemente iluminada.

—Una decoración espléndida.

—Sí, señora —dijo Jane—. Imágenes iluminadas de la paz y la prosperidad en toda una fila de ventanas.

—Y guirnaldas de lámparas en forma de corona. Madame Cornelys se ha superado. Nosotras debemos hacer lo mismo. La máscara, Jane.

—Más vale que espere hasta que lleguemos, señora. Habrá un vestidor.

—No, quiero llegar con el disfraz completo.

—No sé por qué tiene tantas ganas de que no la reconozcan, señora. Dentro de una hora todo el mundo se quitará las partes más incómodas de los disfraces para bailar.

—Tengo que ocultar mi identidad hasta entonces. He hecho una apuesta con un amigo. Deprisa.

Se quitó la capa. Jane sacó la cabeza de paloma y se la colocó cuidadosamente. Luego metió las plumas de la parte de atrás entre el pelo de Georgia.

—¿Queda bien? —preguntó Georgia—. Ojalá tuviera un espejo.

—Habrá espejo en el vestidor —señaló Jane.

—Mi querida Jane, sígueme la corriente como has hecho siempre, por favor.

—Incluso cuando a veces ha ido demasiado lejos, señora.

—Prometo no hacer nada indecoroso en este baile.

Y era estrictamente cierto.

Se sentó en el borde del asiento para no estropear su traje y se dijo de nuevo que Dracy no podría reconocerla.

—Aquí tiene el antifaz para luego, señora —dijo Jane, guardándoselo en un bolsillo—, y el abanico. Bueno, ya estamos aquí. Espero que todo salga bien.

—Saldrá bien, Jane. Diviértete en el salón del servicio.

Salió con cuidado del carruaje, dejando la capa a Jane, y se felicitó al ver la reacción del gentío de curiosos. Muchas veces había llegado a un gran baile con un vestido espectacular, reluciente de joyas, y la gente se había puesto a aplaudir y a gritar «¡Lady May!»

—La paloma de la paz —comentó alguien, y empezaron a aplaudir.

Sonrió antes de adentrarse en el corazón del gran mundo.

Lady May había vuelto, y esa noche todo saldría a pedir de boca.

 

El interior de la casa de madame Cornelys solía estar decorado al estilo veneciano, pues la señora era oriunda de esa ciudad, y los bailes de máscaras de Venecia eran su especialidad. En aquella ocasión, sin embargo, había dejado la casa tal y como era: una hermosa casa inglesa, decorada únicamente con estandartes colgados del techo.

Muy astuta, pensó Georgia. Parecían estandartes de guerra, pero en realidad simbolizaban la paz y la prosperidad. Georgia vio manos unidas, abundantes paisajes campestres, un león y un cordero, y un barco mercante.

—Una paloma de la paz —dijo un caballero ataviado con toga—. Qué ingenioso.

Georgia inclinó la cabeza ante lord Sandwich, pero siguió adelante. No le apetecía entretenerse con miembros del gabinete. Se condujo de la misma forma con otros dos caballeros, y el segundo dijo:

—Imagino que las palomas sólo saben zurear.

Georgia profirió una especie de zureo y subió al piso de arriba, encantada por que Waveney no la hubiera reconocido. Nadie la había reconocido, y eso significaba que de momento era libre.

Libre del pasado.

Libre de expectativas.

Libre de escándalos y sospechas.

—¡Oh, paloma dichosa! —declaró un cruzado agarrando su mano para besarla.

Zurear era muy limitado, así que al retirar la mano Georgia adoptó su voz aguda:

—Se ha equivocado usted de traje, señor. ¿Cómo puede un caballero cruzado representar la paz?

—Soy Ricardo Corazón de León, linda paloma, el gran guerrero de Inglaterra. Me encargo de preservar la paz.

—Sólo mediante el derramamiento de sangre, señor.

Vio a otro guerrero armado y también lo retó.

—Yo soy san Jorge —declaró él, golpeando con su lanza en el suelo—, verdugo del dragón de Francia. Acompañado por la bella Britannia, naturalmente.

Georgia comprendió que era lord Trelyn, y la voluptuosa Britannia, su esposa, cuyo estrecho antifaz no la ocultaba en absoluto. Tal y como aparecía representada en las monedas, llevaba casco, lanza y escudo. Demasiado sobrecargada, en opinión suya. Claro que Nerissa Trelyn poseía también una anatomía desbordante.

—Cuántas armas —suspiró Georgia—. La paloma de la paz va a echarse a llorar.

—Las armas preservan la paz, necia paloma —repuso lady Trelyn—. ¡Vamos, vuela, vuela!

Los Trelyn siguieron adelante, ahorrándole el esfuerzo de responder, pero Georgia se preguntó si la habrían reconocido.

Nerissa Trelyn y ella habían rivalizado en belleza en cierta época, pero nunca en otros terrenos. Lady Trelyn era un dechado de dignidad y virtud (cosa de la que nunca había podido presumir lady May), pero carecía de la noble virtud de la generosidad. Sin duda que cuando la gente había empezado a remover el caldo del escándalo Nerissa Trelyn había empuñado un enorme cucharón. De haber asistido al baile de Winnie, Georgia la habría considerado la principal responsable del rumor en torno a la carta.

Eso le recordó que el inventor de la carta seguía impune y podía hallarse allí. Era lo más probable. Dejó a un lado sus miedos por si acaso se le notaban y procuró encontrar a Dracy. Él había tenido poco tiempo para procurarse un disfraz y carecía de su experiencia. Sin duda llevaría algo sencillo. Mientras respondía a ligeros coqueteos, descartó a buen número de caballeros porque no tenían su altura ni su constitución, pero luego se preguntó si no habría intentado ocultar por completo su apariencia.

Observó a un árabe alto, provisto de un turbante y con una gran barriga…

—Linda paloma, ¿llevas una rama de olivo?

Tuvo que volverse hacia el caballero togado. En respuesta a su pregunta, abrió su abanico para mostrarle que en cada varilla estaba pintada una hoja de olivo.

—Y usted, señor, ¿defiende la paz en el senado?

Él se echó a reír.

—Sí, si las condiciones son las adecuadas.

Georgia lo golpeó ligeramente con el abanico cerrado.

—Entonces la paloma no quiere saber nada de usted, caballero.

Se apartó de lord Holland, que habría ido mejor caracterizado si se hubiera disfrazado de monedero. Se decía que había acumulado una fortuna de medio millón de libras cuando había ejercido el cargo de tesorero del ejército en la última guerra.

El hombre del turbante había desaparecido, pero Georgia no creía que fuera Dracy. Estaba convencida de que lo reconocería, fuera cual fuese su disfraz.

 

Dracy recorrió el salón con la mirada en busca de Georgia.

Había una docena de pelirrojas disfrazadas de reina Isabel. Un vestido Tudor era un disfraz perfecto para esconderse, pero no ocultaba lo suficiente. Y, además, ninguna de aquellas mujeres se movía con la elegancia de lady May.

Había aún más Britannias, algunas más idóneas que otras para aquel disfraz, pero la mayoría enseñaba demasiada carne. Georgia no habría ido al baile medio desnuda. Era demasiado consciente de su situación para caer en ese error.

Así pues, podía descartar a las mujeres ataviadas con túnicas clásicas y que, cabía presumir, iban disfrazadas de una diosa u otra. Algunas llevaban coronas de flores o diademas griegas, mientras que otras portaban cornucopias o gavillas de trigo. Estudió atentamente a una invitada engalanada con un vestido y un tocado de flores y frutas. ¿Sería Georgia lo bastante astuta para ponerse un traje tan poco favorecedor? No, ni siquiera para ganar una apuesta. Tampoco habría intentado disfrazarse de campo de siembra, como otra dama que iba dejando un rastro de espigas de trigo.

Así pues, ¿dónde estaba?

¿Y lo reconocería a él?

Le importaba poco perder o ganar, pero por una cuestión de orgullo debía dificultarle las cosas, y ahora se arrepentía de haberse decantado por un disfraz de Neptuno, el dios del mar. Era una pista demasiado obvia. Confiaba en que la amplia túnica, que, ceñida por un cinturón se abullonaba a su alrededor hasta el punto de hacerle parecer gordo, y el tocado, que ocultaba gran parte de su cara, bastaran para disfrazar su identidad.

Se había asegurado de que la máscara le cubriera al menos la parte dañada.

La costurera del teatro había cortado tela verde en forma de algas y se las había cosido a una capucha para que hicieran las veces de pelo. Algunas le caían alrededor de la cara. Le había fabricado además una máscara verde que le tapaba ambas mejillas y ocultaba por completo sus cicatrices. Con el pegamento que le había dado Nugent, Dracy se había pegado una barba gris y un bigote que le producían picores. El tridente era también un engorro, pero podría desembarazarse de él en cuanto empezara el baile.

—Le desafío, señor —dijo una voz aterciopelada con acento extranjero—. Viene a un baile en honor de la paz con un arma en la mano.

Miró a la mujer enmascarada, que iba magníficamente ataviada con un vestido de seda verde.

—No parece usted disfrazada en absoluto, señora mía.

Sus labios pintados sonrieron.

—El verde es el color de la esperanza, señor, y también el de la fertilidad, y como anfitriona tengo derecho al desafío. Su arma, se lo ruego.

Dracy se inclinó ante ella.

—Madame Cornelys, es usted famosa por su talento. Una fama bien merecida, obviamente.

—Los halagos están muy bien, lord Neptuno, pero conforme al espíritu de este baile, estoy confiscando todas las armas.

Extendió el brazo con gesto imperioso y Dracy depuso su tridente.

—Obedezco encantado, señora. Es un engorro insoportable, pero ¿cómo piensa confiscar la belleza de las damas?

Madame Cornelys pasó el tridente al criado que la acompañaba, y que ya llevaba unas cuantas armas semejantes.

—A eso ustedes los caballeros tendrán que sobrevivir lo mejor que puedan.

Se alejó con paso decidido y Dracy se dio cuenta de la habilidad con que se había ideado la fiesta. Aquel baile de disfraces iba a reunir a las distintas facciones en conflicto aún en mayor medida que el baile en Hammersmith, pero con el fin de hablar, no de pelear, de ahí que se estuviera confiscando cualquier objeto que semejara un arma.

Un campo de batalla de madera con armas de juguete. Tenía la impresión de que había pasado una eternidad desde que le había hecho ese comentario a Georgia, cuando ella había ido a Londres para ayudarlo a prepararse para el baile en casa de su hermana. Las armas eran reales, le había advertido ella, y tenía razón. Reales, y a menudo ocultas.

¿Dónde estaba ella? Necesitaba estar a su lado.

Cerca de allí, una mujer comentó:

—¡Shaldon en blanco virginal! ¡Qué gracia!

Dracy se volvió y vio a un hombre vestido al estilo isabelino con un traje blanquísimo, tal y como había dicho la reina Isabel que tenía frente a él. El disfraz dejaba ver sus magníficas piernas, que la señora miraba con evidente delectación.

El caballero isabelino era uno de los que había estado buscando: uno de los hombres que habían tomado parte en el duelo de Maybury, amigo quizá de Vance. Por la razón que fuese, Shaldon no dio alas a la reina, que se alejó ofendida.

Entonces Dracy aprovechó para acercarse antes de que alguna otra señora probara suerte.

—Sir Harry Shaldon, según creo.

—Defrauda usted el espíritu de esta fiesta, Poseidón.

—Neptuno, lo que viene a ser lo mismo. ¿Me permite romper un momento el protocolo para hablar con usted?

Shaldon llevaba únicamente un antifaz estrecho, de modo que fue fácil ver cómo pugnaban el fastidio y la curiosidad en su semblante.

—Un momento, nada más —dijo al fin—. ¿Vamos a algún sitio más tranquilo?

Fueron juntos a una parte menos transitada de la casa. Más tarde se usaría para escarceos amorosos, pero en ese momento todos los invitados estaban disfrutando de la mascarada.

—Le pido disculpas por abordarlo así, Shaldon. Soy lord Dracy, y si mañana va a estar en la ciudad, podemos simplemente fijar una cita.

—¿Dracy? Su caballo ganó a Imaginación Libre.

—Así es, señor.

—Lo lamento, pero mañana tengo previsto salir para Lambourne en cuanto me levante. O sin acostarme, si la fiesta es lo bastante entretenida para prolongarse toda la noche. Si puedo servirle ahora en algún asunto…

No quedaba otro remedio que ir al grano.

—Estoy intentando ayudar a lady Maybury a hacer averiguaciones sobre el duelo.

—A usted también lo ha atrapado en su red, ¿no es cierto? Si está indagando sobre el motivo del duelo, no creo que Georgia Maybury tuviera una aventura con Vance, pero no podrá usted demostrarlo.

—¿Asistió usted al duelo como padrino? —preguntó Dracy.

—No. —Pasado un momento, añadió—: Estaba inquieto, así que fui para asegurarme de que no había juego sucio. La noche anterior estábamos todos borrachos como cubas, pero yo me espabilo enseguida. Intenté disuadirles a ambos, pero Vance dijo que le habían desafiado, y Maybury no quiso retractarse. Ya sabe cómo reaccionan algunos hombres débiles cuando se sienten presionados.

—Sí.

—Vance, de todos modos, se lo tomaba a broma. Dio a entender que sólo iba a ser un duelo para cumplir con las apariencias, aunque luego no fui capaz de recordar sus palabras exactas. Kellew, el padrino de Maybury, sirvió de poco, como me temía. Estaba pálido por la borrachera y temblaba de puro nerviosismo. Fui para asegurarme de que todo se hacía como era debido, y así fue. Fue una pelea justa.

—Si es que es justo que un espadachín experto se enfrente a uno sin ninguna experiencia.

Shaldon se encogió de hombros.

—Al final no fue sólo por cumplir con las apariencias, ¿no es así? —preguntó Dracy—. He leído el informe. Su testimonio no reveló gran cosa, pero según Kellew, Vance atacó con intención de matar. ¿Cabe atribuir sus palabras a los nervios?

Pensó que Shaldon no iba a responder, pero al final dijo:

—No, creo que Kellew estaba en lo cierto. El pobre no ha levantado cabeza desde entonces.

—¿Por qué mató Vance a Maybury?

—Que me aspen si lo sé —repuso Shaldon—. Tuvo que huir del país después de aquello.

—¿Está seguro de eso? —insistió Dracy.

Shaldon arrugó el ceño.

—¿Cree que quizás esté todavía en Inglaterra? Nadie lo ha visto desde entonces, y no creo que sea capaz de mantenerse alejado tanto tiempo de los lugares que frecuentaba. De todos modos, envío una carta desde Colonia, ¿no? Hasta apareció en el baile de lady Thretford.

—En realidad, no. Fueron sólo rumores. ¿Conoce usted su letra?

Shaldon soltó un bufido.

—¿Qué? ¿Cree acaso que manteníamos correspondencia? Algún pagaré garabateado, nada más. Ahora, si me disculpa…

—¿No desea usted rescatar a lady Maybury de un escándalo injusto?

—No tengo por costumbre enfrentarme a molinos de viento, Dracy, y le recomiendo que se aleje usted de ella antes de que lo empuje a cometer algún disparate. Adieu.

Dracy tuvo que dejarlo marchar. No había descubierto nada nuevo, pero había logrado confirmar un detalle: Charnley Vance había matado premeditadamente a lord Maybury.

 

—¿Una paloma, Georgie?

Georgia se volvió hacia el hombre de anchas espaldas y traje Tudor blanco.

—¿Cómo me ha reconocido, Shaldon?

—Por sus manos.

Georgia arrugó el entrecejo. Se había quitado la alianza de casada, pero no había pensado que sus manos podían ser reconocibles.

—Debería haberme puesto guantes. ¿Qué tiene que ver su traje con la paz?

—Es blanco, como la bandera de tregua, y exhibe mis piernas a la perfección.

—¿Cree que la reina Isabel impuso los calzones a la altura del muslo para su deleite personal?

Shaldon se rió.

—Si yo fuera rey, los impondría por decreto para las señoras —contestó—. Va tapada estupendamente. Recuerdo aquel disfraz de diosa…

Ella le dio un golpe con su abanico.

—No bromee con eso. Necesito preguntarle una cosa. ¿Le escribió alguna vez Charnley Vance?

—¿Cómo?

—¿Sabe si tenía familia? ¿Familia a la que pudiera escribir?

—Maldita sea, Georgia, no había nada entre ustedes, ¿verdad?

—¡No! —Le costó no gritar—. No, Shaldon, claro que no. Pero estoy intentando encontrarlo para hacerle contar la verdad sobre mí.

—Como ese Neptuno de allí. Déjelo estar. La gente acabará por olvidarlo.

—¿Ese Neptuno? —Georgia sonrió al ver al dios con su ancho manto y su peluca de algas. No estaba mal—. ¡Gracias, Shaldon!

—¿Me da las gracias con un beso?

Georgia se rió.

—Con un picotazo, solamente —respondió, y acercó su pico a la barbilla de él. Luego se dirigió hacia Dracy, victoriosa. Quince minutos de poder…

—La paloma de la pureza. Una elección perfecta.

Sellerby.

Pensó en hacer oídos sordos, pero Sellerby se estaba comportando de manera tan extraña últimamente que tal vez se pusiera a llamarla a voces. Se volvió para cruzar con él unas palabras de cortesía.

Pero, ¡santo cielo!, se había vestido de ángel, con túnica, halo y unas alas bastante aparatosas. Al pensar en la Anunciación, Georgia tuvo que sofocar una risilla. No lo consiguió del todo.

—¿Te hago gracia? —preguntó él con frialdad.

—¡Le pido disculpas, Sellerby! Es sólo que me he acordado de una broma —dijo y miró hacia atrás. Dracy había desaparecido.

—¿Una broma a mis expensas?

Se volvió rápidamente hacia él. Estaba siendo muy maleducada.

—Por supuesto que no —dijo con amabilidad. Ahora ya sabía de qué iba disfrazado Dracy y sería fácil encontrarlo en cuanto se librara de Sellerby—. No puedo explicárselo. Ya sabe que algunas bromas sólo pueden hacerse una vez. Es un disfraz espléndido. Le felicito.

Él inclinó la cabeza.

—El tuyo está muy bien hecho, pero tus labios son perfectos: no necesitan ningún afeite.

—Todo forma parte del juego del disfraz. Ahora he de irme…

—Y sin embargo te he reconocido.

Georgia se detuvo para preguntar:

—¿Cómo?

—Tengo mis mañas.

Sonrió, orgulloso, y una sospecha asaltó a Georgia.

—¿Sobornando a los sirvientes? Sellerby, me escandaliza usted.

—Las normas del juego limpio no rigen en el amor, ni en la guerra.

—Pero esto no es ni una cosa ni la otra, de modo que adieu, Angélico.

Sellerby la agarró del brazo.

—Has olvidado dar alas a la paloma, Georgie. ¿No te será difícil escapar?

—Los pájaros también andan —repuso ella mientras intentaba desasirse—. Basta. La gente nos está mirando.

—Pensarán que es uno de nuestros juegos de enamorados.

—Nunca he hablado más en serio, milord. Suélteme.

Sellerby la soltó y ella se volvió para alejarse, pero sólo había dado un paso cuando se detuvo de nuevo al notar un tirón en su vestido. Sellerby había pisado la cola de la paloma.

Sin volverse, Georgia dijo:

—Suélteme, señor, o gritaré.

Se vio obligada a levantar la voz, y se habría echado a llorar de rabia al verse de nuevo envuelta en una escena.

Pero al menos Sellerby obedeció. Georgia se giró dispuesta a decirle lo que opinaba de su comportamiento, pero se lo encontró ahogándose y con la cara muy colorada, pues Neptuno estaba tirando de él hacia atrás por las alas, que estaban sujetas alrededor de su cuello.

¡Dracy! Pero, ¡santo cielo!, parecía a punto de matar a alguien.

—¡Suéltalo! —gritó Georgia.

Dracy soltó a Sellerby, pero le dio un empujón.

—Vuela, angelito, o irás a reunirte con tu compañero Lucifer.

Sellerby se volvió hacia él con los puños cerrados, pero madame Cornelys se acercó presurosa.

—¡Señores, señores! Esta es una fiesta en honor de la armonía. ¿Van a pelearse por una paloma?

Alguien se llevó a Sellerby a rastras. Otro caballero intentó hacer lo mismo con Dracy, pero Georgia se acercó a él.

—Gracias, mi señor Neptuno.

—No podía permitir que agredieran a la paloma de la paz, y menos esta noche —contestó él claramente para que todos lo oyeran.

—Y yo le recompensaré por ello con el primer baile —dijo ella ofreciéndole la mano.

Dracy la tomó, se la besó y a continuación la alejó de las miradas y los murmullos de los invitados.

—Me dan ganas de matar a Sellerby —masculló ella.

—Puede que tengas buenos motivos para ello.

Pero Georgia acababa de acordarse de la apuesta. Se detuvo para sonreírle.

—Te he reconocido, Dracy.

—Pero yo te he reconocido antes a ti.

—Eso no puedes demostrarlo.

—¿Rescataría yo a cualquier paloma? Te gustan demasiado los pájaros, amor mío.

—Maldita sea —masculló ella, y Dracy se rió—. Renuncio a ellos para siempre. En cuanto a quién ha reconocido a quién, estoy segura de que me habría dado cuenta de que ibas vestido de Neptuno nada más verte, aunque tu falta de tridente resulta un poco desconcertante.

—Vine con uno, pero madame Cornelys y su gente están confiscando todas las armas. Muy sabiamente, por lo que parece.

—Dudo que Sellerby haya venido armado. A fin de cuentas, es un ángel.

—¿No has oído hablar de las espadas flamígeras? ¿Qué le pasaba?

—No lo sé. Estábamos hablando de disfraces. Reconozco que me he reído, pero no por su disfraz, sino por los ángeles. Una broma con Lizzie, nada más. Sellerby se lo ha tomado a mal, pero luego hemos seguido conversando, y hemos acabado discutiendo por no sé qué cosa. Ah, sí, ¿te puedes creer que ha sobornado a alguien para que le dijera de qué iba disfrazada? ¡Qué cara más dura! Después, cuando quise marcharme, intentó detenerme.

—Yo me encargaré de él.

Georgia lo agarró del brazo.

—Nada de violencia —dijo—. No quiero que nadie vuelva a pelearse por mí.

Dracy puso una mano sobre la suya.

—Entonces no se hable más.

Ella lo miró fijamente por primera vez y sonrió.

—¿Bigote y barba grises? Creo que no te favorecen.

—Están empezando a despegarse, y pican una barbaridad. —Agarró un lado de la barba y se la arrancó—. Así, eso está mejor. Las cosas que soy capaz de hacer para ganar una apuesta.

—Pero ¿quién ha ganado? —preguntó ella, desafiante.

—Tal vez los dos. ¿Quince minutos cada uno?

Georgia sintió frío y calor al mismo tiempo: una sensación extraordinaria.

Debía decir que no, era necesario…

—Muy bien —contestó—. ¿Cuándo?

—¿Después del baile?

Ella ya se lo esperaba, y lo deseaba, pero de pronto se puso tan nerviosa que se le trabó la lengua.

—Posponerlo no va a cambiar nada —afirmó Dracy.

—Todo puede cambiar en un instante, eso los dos lo sabemos.

—En efecto. Así que carpe diem, Georgia. Saldemos nuestras deudas esta noche.

—Aprovecha la noche, querrás decir. Muy bien. En cuanto se hayan acostado todos, iré a tu habitación.