Capítulo 9
PARADO bajo el arco de piedra de las Escaleras de York, Dracy vio acercarse a lady Maybury y sintió que su corazón latía más aprisa. Un par de semanas en la quietud del campo no habían servido para devolverle por completo la cordura. Lady Maybury se le había aparecido en sueños, y hasta despierto se había sorprendido tratando de imaginar cómo sería tenerla allí, en su hogar, siendo su esposa.
Era ridículo, pero lo cierto es que había reparado el tejado pensando en ella, y que hasta había hecho arreglar la ventana del salón, lo cual podía haber esperado, de no ser porque el salón era el dominio predilecto de una dama.
Y allí llegaba ella, una mujer distinta a la que recordaba, y aún menos apta para encajar en sus sueños.
Su ancho sombrero de paja estaba adornado con flores y cintas rosas, y su ancho y abultado vestido confeccionado en una tela a rayas rosas. Una elección audaz teniendo en cuenta el color cobrizo de su cabello suelto. Su madre y ella no habían llegado, además, en una de las lanchas del Támesis, sino en una barca dorada con el escudo de armas de los Hernescroft en el flanco, impulsada por seis remeros de librea y con dos lacayos con peluca empolvada al servicio de las damas.
Lady Maybury habitaba un mundo distinto al suyo, y él haría bien en recordarlo.
Bajó las escaleras para salir al encuentro de la embarcación, pero tan parsimoniosamente que cuando llegó abajo lady Hernescroft ya había salido de la barca con ayuda de un lacayo y él pudo ofrecer su mano a Circe.
Aquella sonrisa franca y chispeante no había sido producto de su imaginación.
—Muy bien hecho, Dracy. Veo que todavía no se le puede dar por perdido.
—¿Por perdido, lady Maybury?
—En cuestión de agilidad social. —Se detuvo para que su doncella pudiera ahuecarle las faldas—. Me sorprendió saber que estaba en la ciudad.
—Sufriendo por la causa, sí. Alejémonos cuanto antes de este río apestoso y vayamos a las calles, algo menos apestosas. —Se inclinó ante su madre—. Sus sillas les esperan, lady Hernescroft.
Ella no exigió que la acompañara: se adelantó del brazo de un lacayo. ¡Cuán delicioso era tener a la madre de una mujer por aliada!
Las sillas de manos que les esperaban, pese a ser sencillas, no eran sillas corrientes de las que se alquilaban. Pertenecían a los Hernescroft, y los hombres armados que las portaban estaban al servicio del conde. Era muy posible que la familia tuviera también sillas doradas y adornadas con su blasón, pero en aquellos tiempos de escasez, con el pueblo siempre en estado de ebullición, la aristocracia prefería no llamar la atención en las calles de Londres.
Las señoras se sentaron, se cerraron las puertas y la comitiva se puso en marcha con la doncella de lady Maybury y uno de los lacayos marchando a pie, detrás. Dracy prefirió caminar junto a la silla de lady Maybury, aunque no podía verla por encima de la barbilla, lo cual posiblemente era una suerte, teniendo en cuenta que todavía estaba estremecido después de cruzar con ella unas palabras y una sonrisa.
Tardaron poco en llegar a Hernescroft House, donde los porteadores llevaron a las damas al interior de la casa y depositaron las sillas en el gran vestíbulo.
Cuando Dracy le ofreció la mano para salir, Georgia le preguntó:
—¿Ocurre algo?
—Tal vez esté asombrado por cuanto me rodea.
Ella paseó la mirada por los retratos de las paredes forradas de madera.
—Filas y filas de antepasados con el ceño fruncido. A mí, desde luego, también me asombran.
—¿Siempre ha opinado así?
—Sólo he estado aquí un par de veces —contestó ella.
—¿Por qué?
—Me casé a los dieciséis, ¿recuerda? ¿Y con qué pretexto iba a venir a la ciudad antes de esa edad? Vinimos todos para la coronación.
—¿Qué edad tenía? —preguntó él, pensando que con el pelo suelto y aquellos ojos brillantes seguía pareciendo una niña.
—Acababa de cumplir dieciséis y me moría de ganas de hacer cosas, aparte de ver procesiones y luminarias. Me casé poco después, claro, y al poco tiempo mi marido alcanzó la mayoría de edad y nos mudamos a Londres para disfrutar al máximo de los placeres de la gran urbe.
—Voy a pasar horas en Londres con tu padre —le comentó su madre.
Dracy se sobresaltó. Se había olvidado por completo de lady Hernescroft. Al notar la sonrisa burlona de Georgia, sintió la tentación de decirle que en efecto podía darlo por perdido.
—Confío en que cuide usted de mi hija, señor.
—Será un honor, lady Hernescroft.
—Y un desafío, estoy segura.
Se alejó y lady Maybury dijo:
—¿Listo para aceptar el desafío, milord?
—Siempre y en todas partes.
Ella lo miró fijamente.
—Podría empeñarme en demostrar que se equivoca.
—Lo cual me obligaría a extremar mi empeño para demostrarle de qué temple estoy hecho.
Puede que ella advirtiera el peligro.
—En fin, ahora mismo no puedo aceptar ningún desafío. Estoy condenada a ser buena. Acompáñeme a esa sala para que hablemos de nuestros planes para hoy. —Al ver que él vacilaba, le lanzó una mirada burlona—. Mi doncella estará presente, Dracy, no tema.
Él la siguió.
—Rara vez temo algo, lady Maybury, y sólo con la debida causa.
—Creo que está usted provocándome, milord, pero seré fuerte y resistiré. Bien, ¿está usted debidamente equipado?
Dracy sonrió.
—¿Para qué?
Ella se puso levemente colorada, pero no se arredró.
—Es usted muy travieso. Para la guerra, señor, para la guerra. En otras palabras, para el baile de mi hermana.
—Un campo de batalla de madera, con armas de juguete.
—No se engañe: las armas son muy reales y pueden hacer derramar sangre.
Hablaba en serio, y Dracy respondió en el mismo tono:
—Tiene razón, pero ¿por qué iba a querer nadie convertirme en su diana? ¿O habla de sí misma?
Ella se sonrojó de nuevo, menos encantadoramente que antes.
—El baile no será como esa cena en Herne. Esta vez entraré en liza preparada.
—Conmigo como guardia.
—Creía que era más bien yo quien debía defenderlo —repuso ella.
—Tal vez podamos luchar espalda con espalda.
—Sería un poco violento, ¿no cree?
—Pero resulta una postura de defensa excelente en un ataque.
—Muy poco propia de un baile, sin embargo.
—En algunas danzas es un paso.
Ella le sorprendió echándose a reír.
—¡Ah, qué maravilloso es esto! ¡Hacía siglos que no tenía una conversación agradable!
—¿Vive en silencio en casa de su hermana?
—Claro que no, pero la conversación… Con mi hermana sólo puede hablarse de bebés, y con mi madre de política. Pero al grano, Dracy. ¿Tiene usted algún traje adecuado para asistir a un baile de gala?
—No, pero dudo que importe.
Ella pareció sinceramente asombrada.
—¡Claro que importa! Se sentirá usted terriblemente incómodo si va mal vestido.
—Puede que me sienta terriblemente incómodo vestido de seda y encaje.
—Tonterías.
—Veo que no va a usted a darme consejos, sino a pastorearme. Imagino que debería ir acostumbrándome.
—¿Acostumbrándose? Ya le advertí que mi misión tenía una duración limitada, señor. Esta vez, sin embargo, pienso pastorearlo… para llevarlo al redil de la moda. Disfrutará usted del baile, Dracy, y por pura gratitud aceptará el trato que le ofrezca mi padre para que la pobre Imaginación Libre no se vea obligada a vivir en Dracy.
—Dracy Manor no es del todo una cloaca, ¿sabe?
—Estoy segura de que no, para quien esté acostumbrado. Usted no querría vivir en una casa de labranza, Dracy, y yo no querría vivir en un palacio.
—¿No aspira a ser reina?
Ella se echó a reír.
—En absoluto, ni aunque fuera posible. Pero ¿intenta usted distraerme, señor? Repito, ¿tiene algún traje adecuado para un baile?
—No —contestó—, y me temo que eso no tiene remedio. A no ser que sea usted capaz de obrar magia, tendré que ir al baile con ropa corriente o no ir, pues esas cosas no pueden comprarse por la tarde.
Ella le sonrió.
—Puede entonces que en Pargeter’s los dependientes sean hadas y elfos, puesto que está abierto al público.
—¿Qué es Pargeter’s?
—Un lugar en el que los ayudas de cámara venden la ropa fina que sus amos ya no quieren. Las prendas más sencillas pueden ponérselas para ir de acá para allá por la ciudad, pero ¿de qué les sirven las sedas bordadas y el terciopelo? ¿Usted tiene ayuda de cámara?
—No —repuso él, sintiendo, en efecto, que lo llevaba al redil—. Ni lo necesito.
—Búsquese uno, enseguida si es posible. Y recuerde recompensarlo con su ropa vieja si quiere que haga bien su trabajo.
—No me hace ninguna falta un ayuda de cámara, lady Maybury. Me bastará con un lacayo que me ayude de vez en cuando.
—Detecto cierto afán de rebelión. Aunque tal vez en su caso deba decir de amotinamiento. Esa cuestión queda pendiente, pero no crea que voy a olvidarme del asunto. Si piensa llevar una vida aburrida, es problema suyo. Mi misión consiste en allanarle el camino en el baile para que no se presente hecho un adefesio. Además, siempre he querido explorar Pargeter’s.
—Entonces debemos ir, desde luego.
—No me diga lo que debemos o no debemos hacer, Dracy —contestó ella—, y menos en ese tono. Me estoy tomando a broma una imposición, puesto que preferiría pasar las próximas horas en casa de mi modista.
—Entonces he de pedirle humildemente disculpas y darle mi más sincero agradecimiento.
Ella arrugó el ceño.
—¿Se ha enfadado? ¡Qué exasperante es usted! Prométame una cosa.
Tan imperiosa como la reina que no aspiraba a ser.
—¿Cuál?
—¿Por qué es usted tan desconfiado? Es un asunto de poca monta. Mi esfuerzo tiene un solo propósito, salvar a Imaginación Libre. Prométame que, si se siente a gusto en el baile, prescindirá del pobre caballo por un precio que mi padre pueda permitirse.
¡Maldita fuera, y maldito también su padre por haberlo metido en aquel lío! Deseó decirle la verdad enseguida, pero si lo hacía, ella no volvería a dirigirle la palabra.
—¿Tanto le cuesta? —insistió ella.
—Se preocupa usted mucho por la sensibilidad de un caballo.
—Los caballos tienen sentimientos. ¿Condenará usted a sufrir a Imaginación Libre sólo por sacar hasta la última guinea de beneficio de un golpe de suerte?
—A Dracy Manor le vendría bien hasta el último penique…
Refrenó su enfado, pero de pronto la deseaba aún más. Georgia Maybury no lo temía, ni temía a ningún hombre. En aquel toma y daca, ella nunca perdía.
—Muy bien, lady Maybury, acepto el trato. Si me siento cómodo en el baile de su hermana, aceptaré la oferta de su padre. Pero sólo si la sellamos con un beso.
—¿Un beso, señor? Mi doncella está presente.
—Usted no accedería si fuera de otro modo.
—No estaríamos aquí solos si fuera de otro modo.
—Exacto. Así pues, ¿qué daño puede hacer un beso?
La vio debatirse entre la rabia y la tentación. No le sorprendió que venciera la tentación, ni que quisiera administrar el pago. Se puso de puntillas y le dio un beso ligero en los labios.
—Ya está, trato hecho.
El leve contacto de sus bocas había sido como una hoguera, y tal vez ella también lo había sentido, pues pese a la ligereza con que había hablado, se había dado la vuelta.
—Trato hecho —repitió él, consciente de que iba a hacer todo lo posible por que Georgia Maybury fuera su esposa para toda la eternidad.
—¿Vamos a Pargeter’s? —preguntó.
Ella titubeó extrañamente y le lanzó una mirada pensativa. Sin embargo, luego dio media vuelta y salió de la habitación con paso decidido, asumiendo de nuevo el mando.
Georgia no estaba muy segura de qué había ocurrido. Se habían besado, claro, lo cual había sido un atrevimiento por parte de Dracy, pero por lo demás nada importante. Los hombres y las mujeres se besaban constantemente cuando jugaban o hacían pequeñas apuestas.
Aquél, no obstante, había sido un beso sorprendente.
Pero sólo porque él lo había cargado de audacia, casi de perversidad.
Debía recordar que era Dracy quien la había cogido en brazos sin permiso y quien había coqueteado con ella audazmente. Él no se plegaba ante todos sus deseos. Por el contrario, la desafiaba.
—¿Quiere su silla de mano, lady Maybury? —preguntó en el vestíbulo.
Sería lo más sensato para defenderse de la tierra y el polvo, pero Georgia necesitaba sentir más de cerca las calles de Londres.
—No, iremos a pie. No está lejos.
Cuando salieron de la casa, ella se bajó el velo del sombrero para protegerse del polvo.
—Pargeter’s está en Carlyon Street —dijo al torcer a la derecha.
—Al menos no es usted una flor delicada —comentó él—. ¿Tiene por costumbre ir a pie por la ciudad?
—¿Me está criticando, milord? ¿Insinúa que soy algo basta?
—Lady Maybury, no creo que nadie pueda decir jamás semejante cosa de usted.
—¡Menos mal! Temía que un año en el campo me hubiera echado a perder por completo. ¿Y usted qué hace que no está en el campo, Dracy? Pensaba que ésa era su intención.
—Me han ordenado encargarme de mis deberes en la ciudad.
—¿De veras? ¿Quién se lo ha ordenado?
—Usted.
Ella notó que le ardían las mejillas.
—Una terrible presunción por mi parte, no hay duda. Pero estoy segura de que tenía razón.
—¿Siempre está segura de tenerla?
—Salvo cuando me equivoco —contestó ella con ligereza—. Y en lo del baile tengo razón. Le advierto de antemano que el baile no sólo se celebra en mi honor. La política también está de por medio. Thretford aspira a hacer el papel de mediador. Mi padre, él y algunos otros caballeros necesitan una excusa para juntar a ciertas personas de renombre en terreno neutral.
—Brigadieres de alto copete en un campo de batalla muy resbaladizo. Me asusta usted.
—No, nada de eso —repuso ella.
—¿Cómo dice?
Lo miró a los ojos.
—A usted nada lo asusta, lord Dracy.
—En eso se equivoca usted, lady Maybury.
—Puede que usted sí me asuste a mí, milord.
—En ese caso tal vez tenga razón, lady Maybury.
Un escalofrío recorrió la espalda de Georgia.
—Qué raro está usted hoy —comentó mientras caminaba enérgicamente.
No sabía qué había esperado, pero todo estaba saliendo del revés. Comprendió con sorpresa que su rostro no la turbaba lo más mínimo. Las cicatrices seguían ocupando buena parte de su cara, pero en su recuerdo las había pintado peores de lo que eran en realidad, y de pronto le parecían soportables, al menos.
Pero no se trataba sólo de eso. Al verlo esperando en las Escaleras de York, la distancia le había dado una nueva perspectiva. Le habían impresionado la nobleza de su porte y la agilidad de sus movimientos cuando había bajado las escaleras. Era fácil imaginárselo en la cubierta de un barco, al mando, o moviéndose ágil y fuerte en medio de una batalla.
—¿Carlyon Street, dijo usted?
La voz de Dracy la sacó de sus cavilaciones, y de pronto vio que habían llegado a su destino.
—Sí, en el número dieciséis. —Siguió caminando, ansiosa por acabar con su tarea—. Hay una placa muy pequeña. —Subió tres escalones—. Llame.
—¡Qué lástima que no se admitan mujeres en el ejército!
Ella se levantó el velo para ver si de veras estaba enojado, pero no sacó una conclusión clara.
—¿Le estoy dando órdenes? Dickon, mi marido, a veces se quejaba de eso. —Le dedicó su sonrisa más linda—. Mi querido lord Dracy, ¿tendría la amabilidad de llamar a la puerta?
Dracy deseó besarla de nuevo, o quizá darle una azotaina, las dos cosas en igual medida. Era una verdadera Circe, capaz de enredarlo y hacer con él lo que se le antojara con suma facilidad.
Pero lo peor de todo era que a él tal vez no le importara, con tal de que fuera suya.
Llamó con la aldaba y una criada de mediana edad abrió la puerta, hizo una reverencia y los condujo a la sala de espera pequeña pero bien amueblada.
Cuando la criada se marchó, Circe miró a su alrededor.
—Cualquiera diría que hemos entrado en una casa particular por error.
—¿Nunca ha estado en un establecimiento como éste para señoras?
—¡Santo cielo, no!
Dracy no estaba seguro de que su espanto fuera fingido.
—¿Y qué hace con sus vestidos viejos? —preguntó con sincera curiosidad.
—Los más sencillos se los doy a Jane, pero los otros los guardo.
—¿Para qué?
—¿Debería venderlos para encontrarme a otra señora con ellos puestos? Sería muy violento para las dos. ¿O quizá debería deshacerlos e intentar utilizar sus retales? Tal vez opine usted que debería quemarlos.
—Creo que debería usarlos hasta que se caigan a pedazos.
Ella se rió, pero dijo:
—Ya que es usted tan poco derrochador, le agradará saber que pienso volver a utilizar algunos en los próximos meses.
Le escoció su respuesta, pero tenía razón: era muy poco derrochador. A fin de cuentas, nunca había tenido dinero que derrochar.
Entró un hombre bajo y grueso provisto de una peluca rizada, con la cara pintada y envuelto en una nube de perfume.
El hombre se inclinó ante ellos.
—Mi señor, mi señora, honran ustedes mi establecimiento. Jeffrey Pargeter, para servirles humildemente. ¿En qué puedo ayudarles?
Comprendiendo que lady Maybury se disponía a empezar a dar órdenes, Dracy se apresuró a contestar:
—Necesito un traje adecuado para un baile de verano, señor. Lamentablemente, me han avisado con muy poco tiempo de antelación y me es imposible encargar uno.
Ella intervino de todos modos:
—Lord Dracy estuvo hasta hace poco en la Marina.
—Es un honor atender a un héroe, milord —afirmó el untuoso Pargeter—. Si tiene la bondad de acompañarme, señor, le tomaremos medidas y veremos qué tenemos que pueda servirle.
Dracy acompañó a Pargeter seguro de que Georgia Maybury se moría de ganas de ir con él. Sonrió. No tenía reparos en que lo mangoneara una mujer encantadora, pero lady Maybury debía aprender que no siempre podía estar al mando.