28

 

 

Los ojos dorados de Hart parecían oscuros en medio de la penumbra, pero seguían clavados en los suyos.

—No. Solo fui… —ella hizo un gesto con la mano que sostenía la vela—… al cuarto de baño.

—Hay un excusado al final del ala de invitados. Está en la dirección opuesta.

—Ah… Es una casa tan grande…

Hart le puso la mano en el hombro, la obligó a dar la vuelta y la hizo recorrer el resto del pasillo, llevándola directamente a su dormitorio, donde abrió la puerta. Ella no supo por qué sabía cuál era su habitación cuando era la primera vez que coincidían.

Él la invitó a entrar antes de hacerse cargo de la vela apagada y encenderla.

Ella sintió miedo de nuevo. Hart era un duque, uno de los más poderosos de Gran Bretaña. Podía hacer lo que quisiera. Ella solo llevaba encima un camisón, ni siquiera se había puesto una bata para abrigarse, y debía resultar muy evidente lo que había estado haciendo.

Hart dejó la vela en el suelo. La corriente de aire hizo que la vela fluctuara ante la puerta abierta, que él no cerró.

El aire llevó también a sus fosas nasales un aroma que ella reconoció de haber estado con Daniel. Del mismo modo, la luz la hizo consciente del pelo revuelto de Hart y de su falta de abrigo, aunque había estado fuera… Sacó sus propias conclusiones.

El corazón le palpitó con fuerza. ¿Sabía la duquesa que él había estado con una mujer? La cólera que sintió al saber que estaba traicionando a su esposa hizo que alzara la cabeza.

—¿Quiere algo, Su Excelencia? —preguntó en tono helado.

—Ha estado con mi sobrino.

—Es posible.

—No tengo ninguna duda al respecto. Es su amante.

Ella le lanzó una mirada arrogante, perfeccionada tras múltiples funciones sobre el escenario.

—Daniel es un adulto y yo también.

Hart clavó los ojos en ella. Ian lo hacía también cuando tenía algo importante que decir; el duque miraba de esa manera solo para poner nerviosas a las personas.

—Lo sé todo sobre usted, señorita Devereaux. Su padre era hijo de una familia francesa de origen humilde, experta en obtener algo a cambio de nada. Ladrones y estafadores cada uno de ellos, y usted, con sus sesiones de espiritismo y demás, sigue la tradición. Voy a preguntarle sin andarme con rodeos, ¿qué pretende obtener de Daniel?

A ella le dolió el corazón.

—No pretendo obtener nada de él. Estoy ayudándole con el automóvil y ahí acabará todo. Sin duda me quedaré en Francia cuando Daniel regrese aquí. Mi madre se reunirá allí conmigo. Gracias por permitir que se aloje en su residencia en Londres. ¿Puedo suponer que sigue allí?

El duque ignoró la pregunta.

—¿Piensa romper la relación con mi adinerado sobrino? ¿Con ese sobrino que acaba de tomar posesión del dinero que tenía en fideicomiso?

Ella guardó la calma como pudo.

—No me interesa el dinero de Daniel, y me da igual lo que usted piense al respecto.

El duque la miró de arriba abajo, pero sin pizca de lascivia. La evaluaba de la misma manera que ella le evaluaba a él.

—Sé que Daniel está tratando de liberarla de un matrimonio no deseado —dijo él—. No lo veo mal. Una mujer no debería sentirse atrapada de esa manera. Pero después, usted desaparecerá de su vida.

A ella le subió la bilis a la garganta.

—Eso intento. Daniel no me debe nada.

—No —convino Hart con dureza—. No le debe nada.

Ella sabía que Daniel podía despacharla cuando deseara. Siempre lo había sabido. No importaba que le hubiera permitido tomar el control esa noche en la cama; había sido una ilusión. Si él quería que ella se quedara, entonces sí tendría algo que decir al respecto. Pero podría marcharse si eso era lo que quería.

Ahora que Hart se había plantado ante ella para decirle qué era lo que tenía que hacer, supo lo doloroso que iba a resultarle. Daniel decía que era fuerte, pero no lo era tanto como para dejarlo porque fuera lo mejor para él.

—Podría preguntarle a Daniel qué es lo que quiere —sugirió ella con voz temblorosa.

—Daniel es muy joven, se encuentra en una posición económicamente desahogada y es generoso. A cualquier mujer le gustaría ponerle las zarpas encima.

Ella recordó a lady Victoria, que se había aferrado al brazo de Daniel mientras prácticamente le exigía a ella que le predijera que se casaría con él. La jovencita había babeado ante la riqueza de Daniel, su poderosa familia y su buena presencia, pero no le había importado ni pizca el hombre que había debajo.

Que Hart la catalogara en el mismo grupo que la pequeña debutante le dolió mucho.

—Le he dicho que me marcharía. Pero es una decisión en la que también debe tomar parte Daniel, ¿no cree?

—Daniel pertenece a una familia famosa por tomar decisiones desafortunadas. En la que también me incluyo.

He hecho cosas horribles. Si puedo evitar que Danny cometa errores, lo haré. Estoy seguro de que necesita dinero, señorita Devereaux. Dígame una cantidad, y váyase. Una ruptura limpia. Será lo más conveniente.

—Está insultándome.

—Soy realista y usted también debería serlo.

—No quiero su dinero. —Hizo una pausa. Una desesperada vocecita en su interior le decía que fuera lista y aceptara lo que él le ofrecía. Cuando su relación con Daniel llegara a su fin, necesitaría el dinero. Había claudicado y reconocido que Daniel tenía razón al decir que debía enfrentarse a Jacobi para cerrar esa etapa de su vida, y luego sería la dueña del resto de su existencia.

Pero la vida era dura.

—Lo quiere —intentó convencerla Hart—. No voy a decir una suma. Sencillamente se la daré después de que haya dejado a Daniel.

—Algo de lo que se podría olvidar con facilidad.

—Ella le sostuvo la mirada con un orgullo que podía rivalizar con el de él—. Voy a proponerle otra cosa; va a permitir que la decisión de separarnos sea de Daniel y mía, en nuestros términos. A cambio, no le diré a su mujer que ha estado con otra esta noche. O quizá lo haga de todas maneras si no me deja en paz. La duquesa es un alma inocente y no merece ser traicionada por alguien como usted.

Para su sorpresa, el duque le dirigió una mirada de puro asombro.

—¿Con otra mujer…?

—No soy tonta, Su Excelencia. —Ella le estudió otra vez—. Ha estado ahí fuera, retozando en la hierba con…

con una mujer, bebiendo brandy… sin duda para mantenerse caliente. Espero que no se haya acatarrado.

Hart la miraba con palpable sorpresa.

—Señorita Devereaux, está equivocándose…

—Déjala en paz, Hart.

La voz que retumbó a través de la puerta abierta no era la de Daniel. Era la de Ian Mackenzie.

Ian entró en la estancia con la mirada clavada en las llamas de la chimenea en vez de en ellos.

—Bueno… —dijo ella con voz temblorosa—. ¿Es que en esta casa no duerme nadie?

Hart se volvió hacia su hermano; por lo que ella podía ver, todavía estaba enfadado, aunque cuando volvió la cabeza hacia Ian, su expresión se suavizó. La suya era una mirada de amor, de un poderoso cariño que ella rara vez había visto.

—¿Y bien? —preguntó Hart, con la voz ronca por la impaciencia.

En lugar de responder a Hart, Ian clavó los ojos en la llama de la vela y luego en ella, o al menos en su hombro.

Violet notó que volvía a mirar el frágil fuego un par de veces, pero luego pareció tomar la determinación de no girar la cabeza.

—Cuando estéis en París, debes cuidar a Daniel —le dijo Ian.

Ella parpadeó.

—¿Soy yo la que debo cuidar de él?

—Danny es como yo —continuó Ian, ignorando su respuesta—. Irá a por lo que quiere y olvidará lo demás.

Yo he aprendido a ser precavido. Sin embargo, Daniel hará cualquier cosa para conseguir su objetivo, incluso sacrificarse a sí mismo.

La mirada de Ian no se movió de su hombro. Una de sus manos se había convertido en un puño, la otra estaba tensa. Ian también estaba vestido, pero no desprendía olor del exterior. No acababa de entrar, sino que estaba preparado para salir,.

—Estás hablando solo de la carrera, ¿verdad?

—preguntó ella.

Ian no cambió de expresión, pero la miró a los ojos.

—No le dejes.

—Ian… —le interrumpió Hart.

Pero el duque podría haber sido una mota de polvo por el caso que él le hizo.

—No le dejes —repitió.

La intensidad de su mirada era inquietante. Ella se preguntó cómo era posible que él transmitiera más intensidad con sus ojos que Hart con todas sus órdenes.

—No lo haré —aseguró ella.

—Prométemelo.

Él la miró durante unos instantes más, luego desvió la vista, estudió la llama de la vela y se giró para salir. Se volvió cuando llegó a la puerta.

—Hart no estaba con otra mujer —explicó—. Estaba con Eleanor. Les gusta encontrarse en lugares inusuales para probar cosas inusuales. —Una mirada de diversión, apenas un parpadeó, brilló en los ojos de Ian—. Pero las camas son mucho más cómodas.

Hart, el poderoso duque de Kilmorgan, se sonrojó como un colegial.

—Sí, gracias, Ian.

Él compartió otra divertida mirada con ella, se volvió de nuevo hacia la puerta ignorando a su hermano, y salió.

Hart le observó alejarse con una mirada de intenso afecto.

—A Ian no le cuesta nada decir lo que piensa —comentó.

—A usted tampoco —repuso ella.

Touché. Pero Ian tiene razón en algo… Daniel es temerario y muy terco. No quiero tener que decirle a Cameron que Danny se estrelló con su automóvil en la carrera ni que murió desangrado en una pelea contra su marido. Usted parece una joven precavida; si insiste en quedarse con él, debería protegerlo. Si le ocurre algo, le echaré la culpa.

Ella jadeó, enfadada.

—Acabo de prometerle a Ian que me ocuparé de él, pero no sé por qué creen que se puede controlar lo que él hace. Daniel hace lo que le da la gana.

—Inténtelo. Si quiere demostrar que es buena para Daniel, asegúrese de que no sufre ningún daño.

No había perdido el miedo al duque, pero los hombres arrogantes siempre sacaban lo peor de ella.

—¿Está amenazándome, Su Excelencia?

—En efecto. Buenas noches. —El duque hizo una venia y se marchó, cerrando la puerta.

La dejó inmersa en una confusa amalgama de sentimientos. Se sintió insultada y admirada a la vez.

El hecho era que tanto Ian como Hart habían acudido allí para explicarle que estaban preocupados por Daniel.

Cameron jamás decía una palabra, pero era evidente que también se sentía inquieto, lo mismo que Mac, a pesar de lo frívolo que fingía ser.

Los Mackenzie estaban diciéndole que era un hijo querido y ella debía asegurarse de que no sufriera mal alguno.

Incluso de pie, en su dormitorio, preocupada por lo que el duque e Ian habían dicho, el recuerdo de su unión física inundó su mente. Todavía estaba viva en su cuerpo la absoluta alegría que suponía perderse en los brazos de Daniel mientras él la hacía sentirse como la mujer más amada del mundo.

Su vida había cambiado esa noche. Sabía que la Violet que sería a partir de ese momento no se parecería en nada a la que dejaba atrás.

—Allá vamos —dijo Daniel a Violet. Se recostó sobre la puerta del asiento del conductor donde Violet estaba sentada, esperando. Se tomó un momento para admirar una vez más su creación así como a la deliciosa mujer que había en su interior.

El automóvil estaba sobre una solitaria, larga y estrecha carretera, en las afueras de París, listo para una prueba. Iba a ser la primera vez que Violet lo condujera.

El chasis, pintado en un amarillo brillante, era alargado, bajo y afilado, incluso las ruedas de caucho eran un poco más altas.

Las marchas y la dirección estaban situadas debajo, a buen recaudo, protegidas de los obstáculos por el sólido recipiente metálico. En la parte delantera del vehículo estaba el ventilador que Violet y él habían construido basándose en la máquina del viento, y que serviría para enfriar el motor. En el interior de la carcasa había un banco donde se sentarían el conductor y el copiloto, cubierto de cuero acolchado, algo que dotaba a la máquina de cierto lujo. Ver a su hermosa Violet allí sentada hacía que el conjunto resultara perfecto.

Daniel se frotó las manos desnudas ante la nube de aliento que salía de su boca en el gélido aire invernal.

Llevaba mucho tiempo esperando aquel momento.

—Vamos a poner la marcha en punto muerto —indico, señalando la palanca—. Esa palanquita hace que el motor esté preparado para avanzar, e impide que salten chispas antes de tiempo. Luego tenemos que regular el obturador para suministrar el combustible… Así.

Mueve el obturador y corta la entrada de aire para que la mezcla sea la idónea para empezar. ¿Bien? Ahora no te muevas.

Él sacó la manivela de mano del espacio que quedaba detrás del banco, donde Simon había guardado también una cesta de picnic y algunas mantas, y se desplazó al frente del vehículo para introducirla en el agujero correspondiente con intención de poner el motor en marcha.

Se acordó de mantener el pulgar dentro del puño —había visto cómo lo perdían algunos hombres al poner en funcionamiento algún mecanismo— antes de levantar la manivela con fuerza. El motor tosió sin llegar a encenderse. Volvió a girar la palanca otra vez.

—¡Dale más aire! —gritó. Ella asintió con la cabeza y obedeció.

Al quinto intento, el motor comenzó a rugir.

Él retiró la manivela, la lanzó a la parte trasera y regresó junto a Violet.

—Hacía falta más aire, eso es todo. El obturador va muy suave. ¡Excelente! ¡Escucha como suena!

El motor ronroneaba creando una cadencia constante, igual que haría un gato enorme. Él sonrió de oreja a oreja mientras se limpiaba las manos con un paño. Su bestia estaba viva.

Había probado el automóvil en Berkshire algunas veces, acompañado de Simon, pero no había dejado que Violet se sentara en el vehículo a pesar de lo mucho que ella había protestado. Antes de que eso ocurriera quiso comprobar que era seguro. Simon y él habían probado los frenos y los engranajes, afinando cada pieza para que todo funcionara a la perfección. Había pasado los últimos días, ya en París, sometiendo a la máquina a una nueva batería de pruebas. Aquella misma mañana había anunciado a Violet que había llegado el momento de que disfrutara de su primera clase de conducción. Habían llevado el vehículo hasta allí cargado en una carreta de caballos.

Luego, Simon le ayudó a ponerlo en la carretera y se marchó.

Él se subió al asiento del pasajero, feliz de que el espacio interior fuera escaso y tener que acomodarse muy cerca de Violet, con sus hombros y brazos rozándose.

—Presiona el embrague —indicó con suavidad—.

Desliza la palanca, suelta el obturador… Y ya.

El coche se sacudió con fuerza antes de moverse hacia delante a trompicones. Violet se esforzó por encontrar el equilibrio perfecto entre el embrague del motor y el acelerador.

Él se mantuvo sentado pacientemente a su lado, recordando lo difícil que había sido dominar a la perfección aquel arte cuando condujo su primer automóvil. Fue en la fábrica de Gottlieb Daimler, donde había encargado un coche. Desde allí, se había desplazado hasta Mannheim, donde compró otro en la factoría de Benz.

Indicó que ambos automóviles fueran enviados a su casa en Londres, donde los condujo durante un tiempo, para deleite de sus amigos y vecinos, y luego los desmanteló.

El que había construido él no contenía ninguna de las piezas de aquellos, porque eso sería hacer trampa, pero había aprendido mucho estudiando aquellos autos —igual que de otros que se estaban haciendo en Gran Bretaña, Francia o América—. Luego desechó todas las partes y desarrolló sus propias ideas.

El coche siguió avanzando a saltos durante un buen rato más, hasta que de repente comenzó a rodar con fluidez y suavidad. Ver el ceñudo semblante de concentración que mostraba Violet le arrancó una gran sonrisa.

—¡Funciona!

—Por supuesto que funciona. Tú eres capaz de todo.

Y ahora, ¿probamos con la siguiente marcha?

Ella intentó manipular la palanca de marchas al tiempo que pisaba el embrague del motor y sostenía el timón.

—Quizá deberías haberlo convertido en una máquina para dos conductores —gritó ella por encima del ruido del motor—. Como una barquita. Una que sostenga el timón y otra que mueva la palanca.

Él emitió una risita.

—No, conducir a solas es libertad pura. Nada de caballos ni de cocheros, ni de mozos… Nada de depender de otra persona. Solo tú, el viento y la máquina retumbando bajo tu cuerpo.

—Hasta que te quedes sin combustible —le recordó ella—. A partir de ese momento no irás a ninguna parte.

—Eres una pesimista nata, cariño. No me eches una jarra de agua fría todavía.

—Yo soy práctica. ¿Cómo podré huir de la policía si el coche no corre? Con un caballo siempre puedo galopar.

—Solo hasta que el caballo caiga muerto. Ahora vamos a probar los frenos.

Ella presionó con el pie el pedal correspondiente y el automóvil bajó la velocidad. Él le mostró cómo reducir la marcha y conseguir de esa manera reducir también la potencia, y por último el tirón del freno manual. El coche rodó cada vez más despacio hasta detenerse por completo.

Ella se giró hacia él con la mirada brillante y la sonrisa de oreja a oreja.

—¡Lo he hecho! ¡He conducido!

Parecía muy feliz, como si solo importara la excitación que suponía lo que estaba haciendo. Quiso besarla, pero se contuvo. Dejó que ella disfrutara del momento.

—Sí, lo has hecho —convino él—. Lo has hecho muy bien, como sabía que lo harías. Ahora, ¿quieres saber lo rápido que eres capaz de ir?

La mirada de sus ojos azules fue muy elocuente.

—¿Qué tengo que hacer?

—Primero debemos prepararnos. —Buscó de nuevo en la parte trasera y cogió algunas cosas que había empaquetado Simon. Tendió a Violet uno de los paquetes.

Ella clavó los ojos en él.

—¿De verdad quieres que me ponga eso?

Él sacó un casco de cuero con unas gafas y se cubrió la cabeza y los ojos. Después hizo lo mismo con unos guantes.

—Si no quieres que tu pelo acabe lleno de insectos y tus ojos de polvo, sí.

Ella le observó antes de soltar una carcajada.

—Pareces una mosca. —Bajó los ojos a su regazo, cubierto por el kilt a cuadros y él tuvo que tragar saliva—. Una mosca escocesa.

—Ya te has reído suficiente de mí, mujer. Póntelos.

Ella no parecía una mosca; ella resultaba adorable.

No habían vuelto a dormir juntos desde la última noche en Berkshire. Él se había dedicado todas las noches a revivir cada momento de lo que habían hecho. Cada ardiente y erótico momento.

Pero no tenía intención de arruinar lo que había conseguido por presionarla demasiado pronto. Por eso, y solo por eso, tenían dormitorios separados en el Grande Hotel. Se pasaban los días trabajando en el automóvil y durante las noches le mostraba a Violet las diversiones de París.

Le dijo a Violet que pusiera en movimiento el automóvil otra vez y le enseñó a meter la primera velocidad y luego la segunda. Cuando rodaban con fluidez, llegó el momento de poner otra marcha más.

—Suelta el obturador. Más… más… ¡así!

El automóvil aceleró… y aceleró un poco más. Ella sostuvo el timón… Sin duda necesitaba encontrar un mecanismo más preciso para la dirección. Las ruedas patinaron un poco en el barro del camino, pero ella movió el timón al lado contrario, compensando con naturalidad

 

 

 

 


el brusco giro.

El coche siguió en movimiento. Rápido y fluido.

Parecía como si el invierno se apresurara a su alrededor.

Ella le lanzó una mirada triunfante y soltó una carcajada. El viento les atacaba, gélido y fuerte.

—¡Es como volar! —gritó ella feliz.

Violet abrazaba al mundo, sin duda era una hermosa imagen.

La carretera doblaba bruscamente a la derecha. Ella abrió mucho los ojos cuando la vio. Él puso las manos sobre las de ella, encima del timón, y sortearon la curva.

Las ruedas patinaron y se deslizaron alocadamente.

El coche entró en barrena y él se vio arrojado hacia atrás, pero ella siguió firmemente agarrada al timón con los labios apretados. La vio forcejear contra el coche, presionando los frenos y cambiando las marchas hasta que el coche salió del barro patinando y volvió a avanzar en línea recta.

Él pensó que ella pisaría el freno, pero Violet le lanzó una mirada de alocado regocijo y aceleró el automóvil. Cuando se inclinó hacia delante, fue maravilloso contemplar la alegría que asomó a su cara.

Se movían muy rápido, más rápido de lo que él había pensado que podrían hacerlo. La mayor velocidad registrada hasta ese momento en Europa y América era aproximadamente de unos veintiocho kilómetros por hora.

Ellos rodaban a más de cincuenta… más bien cerca de sesenta… o setenta.

Ella soltó un grito salvaje. Cualquier rastro de miedo había desaparecido, ella era libre. Y él la amaba.

Deseo, placer, admiración, exasperación… Todo se había unido para forjar el amor más puro e intenso. Supo que necesitaba a esa mujer en su vida para siempre.

Ella alzó la cara al cielo y se rio. Él la imitó, haciendo que le mirara con una cálida sonrisa.

La siguiente curva hizo que dejaran de reírse. Violet gritó, pisó los frenos y sostuvo con firmeza el timón. Se hundieron en un profundo charco de barro y el automóvil salió despedido por la angosta carretera.

La parte trasera del coche pasó el mismo punto y giró. Él vio el campo acercándose rápidamente antes de agarrar a Violet y estrecharla con fuerza, protegiéndola con su cuerpo.

Por fin, el vehículo llegó hasta una ladera y el morro chocó contra un montículo rociando tierra alrededor. El motor tosió y se apagó. Las ruedas delanteras por fin dejaron de dar vueltas. Un cuervo graznó sobre ellos y después solo hubo silencio.