27

 

 

La luz del fuego lamió el cuerpo de Daniel cuando tiró de ella. Lo hizo con suavidad, sin forzarla, solo tirando del lazo del camisón. Violet sabía que podía escapar si quería, pero no quería. No en esa ocasión.

Daniel siguió acercándola hasta que quedó sobre él, con las sábanas separándola de su cuerpo desnudo, hasta obligarla a apoyarse en las manos para no caerle encima.

Le desabrochó uno a uno los botones del camisón —uno, dos, tres, cuatro, cinco— sin dejar de mirarla a la cara y luego deslizó la mano en el interior.

Sus dedos cálidos y llenos de callosidades alzaron uno de sus senos. Ella se quedó paralizada, con su peso tembloroso suspendido sobre las manos. Él deslizó la palma sobre el pecho hasta que pellizcó el pezón, ya erizado.

Daniel retiró el brazo del interior de la prenda y ella quiso sujetarle la mano y volver a meterla dentro, pero se contuvo. No estaba segura de qué debería hacer ni de cómo proceder. Él había sido muy tierno con ella en Marsella, aunque no habían llegado a completar el acto.

Por ello, Violet no sabía qué esperar, ni si Daniel se limitaría a apresarla y poseerla. Quizá ese fuera el método tradicional.

—No sé qué hacer —confesó con rigidez—. Tienes que darme pautas.

La sonrisa de Daniel iluminó la oscuridad.

—Haré algo mejor que eso, cariño —aseguró, estirando las dos manos y terminando de desabrochar el camisón para empujarlo por sus hombros.

El aire fresco, apenas calentado por el fuego, rozó su piel.

—No te apresures —dijo Daniel—. Tenemos toda la noche.

Las mangas del camisón quedaron colgando en sus muñecas y sintió los pechos libres, sin restricciones.

Jamás había estado desnuda ante un hombre. El tipo de la barba roja no la había desnudado… Solo le subió las faldas y le arrancó los calzones.

«Esto es diferente —se dijo a sí misma, aterrada—.

Es Daniel. Voy a ser su amante, no el pago de una deuda».

Daniel le acarició la cintura con las dos manos.

Volvió a subir a sus pechos, capturándolos con suavidad.

Ella contuvo el aliento pero se obligó a seguir… a sentir…

Se concentró en el calor de los dedos de Daniel, en su fuerza cuando le alzó los pechos, en su suavidad cuando los acarició. Quiso arquear la espalda para apretarlos contra sus palmas ahuecadas, pero se contuvo porque no sabía lo que él pretendía.

—Cariño… —Él le rozó la mejilla—. Está bien. No va a entrar nadie.

—Sigo sin saber qué hacer. —No encontraba las palabras para explicarlo. Ella, que sabía leer cada una de las emociones de la gente, no tenía ningún tipo de experiencia en ese campo.

Sintió otra caricia en la mejilla.

—Esto nos ocurre a los dos, ¿recuerdas? Si tú estás sintiendo deseo, me necesitas… Como yo te necesito a ti.

—No sé cómo… No sé qué hacer.

—No hay reglas para esto en tu mundo, ¿verdad?

—Daniel esbozó una perezosa sonrisa—. Voy a contarte un secreto; no hay un camino a seguir. No existe. Solo se da placer y se obtiene a cambio. Quizá a algunos amantes les guste decir qué se debe hacer, pero a mí no. Yo solo quiero disfrutar de nosotros. Nada de lo que hagamos en esta cama esta noche estará mal.

Ella intentó contener un estremecimiento interior. Su miedo era profundo y la llevaba de regreso a un preciso momento que había marcado la dirección de su vida.

Había pasado en un instante de ser una chica confiada a una mujer arruinada, sin transición.

Él quería que viviera esa transición, que recuperara cada segundo que había perdido, pero ella todavía no sabía cómo hacerlo.

—En Marsella me dejaste tocarte —dijo.

—Sí —convino Daniel con su retumbante y tranquilizadora voz—. Lo recuerdo.

—Déjame volver a hacerlo. Entonces no tuve miedo.

O al menos no estaba demasiado asustada.

Daniel le deslizó las manos por las muñecas, deshaciéndose en silencio de las mangas que las confinaban.

—Creo que lo soportaré. —La soltó y, doblando los brazos, puso las manos debajo de la cabeza—. Toca todo lo que quieras, dónde quieras. Mueve las sábanas y almohadas como consideres. No dejes que nada se interponga en tu camino.

Él la observó con los ojos entornados. La luz del fuego arrancaba reflejos dorados de su incipiente barba.

El sudor hacía brillar su garganta y la oscura sombra entre las clavículas.

Las llamas también iluminaban los rojizos rizos de su torso. Su abdomen plano hablaba de lo activo que era. El ombligo era visible, pero a partir de las caderas, las sábanas impedían ver nada más.

Ella le puso las manos sobre el pecho. Daniel no era una estatua; no era un dios. Estaba caliente, vivo, lleno de músculos… Su corazón se manifestaba con la misma fuerza que su perezosa sonrisa.

Cerró los ojos y disfrutó de su vitalidad… De su ser.

Tener permiso para tocar a aquel hombre tan hermoso resultaba mareante.

Abrió los ojos otra vez y se encontró a Daniel observándola, como si se preguntara qué iba a hacerle. El hecho de que no lo supiera le proporcionó confianza para seguir adelante. Él no esperaba nada en concreto, solo esperaba.

Le rozó muy despacio; el vello de su pecho no era áspero sino suave. Observó que un rizo se curvaba alrededor de sus dedos y sonrió.

—¿Sabías que estás todavía más hermosa cuando sonríes? —comentó él con suavidad—. Es como ser tocado por un brillante rayo de sol.

Ella no supo qué responder. La sonrisa de Daniel podría calentarla hasta la punta de los pies como un día brillante, pero le dio vergüenza decírselo.

Extendió las manos sobre su torso en busca de las tetillas, que estaban tan enhiestas como sus pezones. Sin demora, movió los dedos hasta su duro abdomen y jugueteó con su ombligo.

Daniel se rio. Lo vio alzar las manos, aunque al instante se contuvo y las puso de nuevo sobre la almohada.

—He dicho que no había reglas, pero te rogaría que no me hicieras cosquillas.

—¿Tienes cosquillas? —preguntó ella sorprendida.

—Muchas. En especial en la barriga.

—¡Oh! —Ella levantó la mano, pero al momento le lanzó una mirada traviesa y comenzó a mover los dedos sobre su abdomen.

Él soltó un jadeo y le atrapó las muñecas.

—¡Bruja!

Ella luchó contra él, y aquel retozo hizo que se relajara un poco. Sin embargo, él era fuerte y podría hacer lo que quisiera con ella si así lo decidiera.

Pero no fue así. Pudo soltarse con facilidad.

—¿Una tregua?

Él esperó como si no confiara en que realmente se fuera a estar quieta, hasta que finalmente volvió a poner los brazos en la almohada.

—Eres una mujer peligrosa.

La pelea había deslizado las sábanas por sus piernas y ella se quedó paralizada al ver su miembro, duro y poderoso, contra su vientre, esperándola.

Le había tocado allí antes. Había sentido cómo se endurecía bajo su mano, pero todavía no había mirado de verdad toda aquella longitud llena de venas, ni sentido el placer que podía proporcionar.

Una oleada de pánico la inundó. Cerró los ojos para asimilar el golpe en silencio.

Había sentido miedo durante mucho tiempo, pero no quería que aquel temor arruinara ese momento. Daniel estaba entregándose a ella, sin apresurarla. Estaba siendo tan paciente con ella como le había visto ser con los caballos de su padre. A los animales los persuadía poco a poco para que confiaran en su contacto.

Daniel sabía observar, esperar, alentar y obtener lo mejor de cualquier caballo. Hacía lo mismo con los niños y, por supuesto, con sus motores. Era un hombre notable.

El pánico era como una ola de negrura, una sombra que la dejaba sin aliento y no le permitía ver. Luchó contra ella en silencio, demasiado asustada para moverse.

El roce de Daniel la atravesó. Ella se obligó a abrir los ojos. Él estaba allí tumbado, sin hablar, acariciándole la muñeca con suavidad. Sabía lo que ella temía, contra lo que luchaba, y no parecía impaciente o enfadado.

Esperaba, como si supiera que aquel pequeño roce con los dedos pudiera hacerla bajar de las vertiginosas alturas del terror.

Algunos agujeros de luz atravesaron la oleada de oscuridad, que se fue retirando muy despacio. Respiró hondo con el corazón acelerado.

Se dio cuenta de que todavía llevaba puestas las zapatillas, unas chinelas sin talón. Se las quitó y las dejó caer al suelo antes de deshacerse del camisón por completo.

Daniel deslizó la mirada por su cuerpo, aunque no se movió; solo puso las manos de nuevo sobre la almohada.

—Debo ser el tipo más contenido del mundo. Tengo que serlo para estar aquí, sin hacer nada, mientras tú te muestras desnuda ante mí. —Volvió a recorrerla con la vista—. Eres lo más hermoso que he visto nunca, ¿lo sabías?

Ella no se detuvo a disfrutar de su alabanza. El temor se avivaba en su interior otra vez y necesitaba vencerlo.

Daniel era hermoso. Y sensual. Cuando la había hecho sentirse tan bien en su pequeño refugio de Marsella, le había dado instrucciones para que se perdiera en pensamientos sensuales. Ella recordó el momento en que Daniel había compartido su cigarro en Londres, y cuando la acarició en la posada de la campiña francesa.

La imagen que tenía ahora delante era todavía más sensual que eso. Daniel Mackenzie acostado en la cama con las sábanas a los pies. Tenía las manos quietas mientras la miraba con los ojos entrecerrados, brillantes de deseo.

Ella, que había llegado a pensar que jamás desearía a un hombre, anhelaba a ese. No se trataba solo de que Daniel fuera guapo, es que se preocupaba por ella. Le había demostrado miles de veces lo honorable que era sin siquiera habérselo propuesto; mucho más que Jacobi. Pero en Jacobi ella había buscado a un padre, sin darse cuenta de que los adultos podían fallar y ser crueles, incluso malvados.

Ahora era una mujer que deseaba a un hombre, y él también la deseaba.

Daniel no hizo nada mientras ella se inclinaba sobre él, se limitó a mirar cómo ponía las manos sobre sus muñecas como si fuera ella la que le mantenía contra el colchón, como si él no pudiera agarrarla, forzarla, hacer con ella lo que quisiera.

Se dedicó a mirarlo durante un momento y luego bajó la cabeza para besarlo en los labios. Él permitió que le mantuviera sujeto y solo alzó un poco el cuello para responder a su boca.

Juguetearon durante un rato, frotando sus labios y saboreándose. Cuando por fin alzó la cabeza, sabía lo que seguiría y el pánico amenazaba con volver.

—Sigo sin saber qué hacer.

Él se encogió de hombros.

—No es tan difícil. Esa cosa dura que sientes contra el muslo tiene que entrar en tu interior. En realidad solo se trata de eso.

Ella se humedeció los labios.

—Eso sí lo sabía.

—Bueno, entonces… ya hemos adelantado algo.

—Daniel sonrió—. ¿Qué te parece si vemos qué ocurre?

Pero no se movió, dejó que fuera ella la que tomara la decisión, la que eligiera hasta donde llegaban. Era evidente que Daniel la deseaba; estaba duro y preparado, ella notaba su pulso acelerado bajo los dedos y le veía rechinar los dientes.

Ella hizo una pausa antes de inclinarse, moviéndose hacia la dureza que le esperaba. Le rozó el torso con los pechos y una nueva oleada de temor inundó su corazón.

—Todo va bien —dijo él—. Estoy aquí, contigo.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas. Sin soltar las muñecas de Daniel, echó las caderas hacia atrás buscando su contacto y se quedó paralizada cuando notó la punta de su erección contra la entrada de su cuerpo.

—Despacio.

—La mirada

de

Daniel

era

vehemente—. No voy a ninguna parte.

«No te apresures», había dicho él. Daniel le había demostrado que las mujeres podían sentir placer, que no eran los hombres los únicos que disfrutaban de la pasión.

Por muy sorprendente que resultara, él había tenido razón.

Se obligó a avanzar lentamente. Él jadeó cuando notó que ella se deslizaba encima de su cuerpo. Entonces lo sintió penetrándola, entrando en aquel lugar en el que antes solo había sentido dolor.

Otra oleada de pánico y se vio contra la pared.

Cuando la penetró aquel hombre de la barba roja le había dolido, sintió como si la hubiera desgarrado.

Pero cuando Daniel puso la boca allí, no sintió dolor.

Fue un acto hermoso. Tan hermoso que se había disuelto en un poderoso deleite.

La voz de Daniel traspasó su terror.

—Yo haré esto contigo, Vi. Lo haremos juntos.

Ella asintió con la cabeza, pero apenas le veía. Antes de arrepentirse, bajó las caderas y lo albergó por completo.

Un largo recorrido. Su cuerpo era estrecho pero estaba resbaladizo y él penetró hasta el fondo. Un ramalazo afilado como un relámpago la atravesó, la piel se le calentó como si hubiera caído en el fuego.

—¡Daniel!

—Estoy aquí, cariño.

—No me dejes caer —le imploró.

—Jamás. Nunca te dejaré.

Por alguna razón, ella sabía que si le soltaba las muñecas caería en una negrura indefinida. Que jamás sería libre. Necesitaba agarrarse a Daniel, no soltarlo nunca.

Él sonrió muy despacio; sus ojos dorados reflejaban las brasas de la chimenea. Ella le besó, de pronto no podía dejar de hacerlo. Fueron besos sensuales y profundos, sin ningún tipo de apresuramiento.

Al mismo tiempo, esperaba aquel dolor intenso, el daño que la había despojado de todo lo que era. No llegó.

Solo sintió a Daniel dentro de ella, su boca en la de ella, el movimiento cuando él comenzó a bascular las caderas.

La repentina fricción provocó algo en su interior.

Dejó caer la cabeza hacia atrás y quiso gritar. Se inclinó de nuevo sobre él con los ojos llenos de lágrimas y le besó otra vez. Daniel alzó la pelvis, ambicioso.

Un poco más rápido, un poco más intenso. El sudor hizo brillar su piel mientras ella seguía llorando… No podía detener sus lágrimas.

Era un nuevo comienzo, ella renacía en los fuegos de la pasión como el Ave Fénix. Los sentimientos que la embargaban eran nuevos y salvajes, y la hacían arder por dentro.

Daniel se apoyó en los codos sin dejar de empujar.

Ella no era capaz de soltarle, pero a él no parecía importarle. Le vio entrecerrar los ojos mientras la miraba, con las pupilas doradas como el sol del verano.

Él separó los labios y jadeó cada vez que embestía, penetrándola con dureza, poseyéndola. Fue un momento de increíble belleza; ella se rindió a él y se dejó llevar. El miedo y el éxtasis se fundían en su interior.

Se escuchó gemir su nombre. La casa estaba en silencio, los demás podrían despertarse, pero a ella no le importaba. Besó a Daniel otra vez, sus lágrimas llegaron hasta sus labios unidos cuando susurró su nombre.

Él abrió los ojos por completo.

—Violet —dijo con claridad—. ¡Oh, Dios mío…!

Lo dijo como si fuera una oración. Luego su mirada se desenfocó y soltó un largo gemido.

Por fin, Daniel liberó sus muñecas, demostrando que podía haberse soltado en cualquier momento. La estrechó contra su cuerpo y apretó las palmas contra su espalda, haciendo que se fundiera con él.

No encarcelándola, amándola.

Sus últimas lágrimas coincidieron con el éxtasis al que Daniel la transportó. Solo era consciente de él; de tenerlo dentro, de sus brazos rodeándola, de su aliento en la cara, de sus labios en los de ella.

Una locura. Una hermosa locura en la que no importaba nada más, donde todo era calor y una salvaje libertad. Daniel había abierto la puerta de su prisión, y ella corría en busca de la luz.

Daniel acarició la espalda desnuda de Violet mientras ella se relajaba sobre él, que todavía no se había retirado de su interior.

Su mundo acababa de cambiar. Ningún sueño podría ser tan bueno como despertar y ver a Violet, la mujer más hermosa del mundo, inclinada sobre él, rodeada por el halo que formaba el resplandor del fuego. Un ángel que le miraba con oscuros ojos azules y que declaraba que quería ser su amante.

Sabía lo mucho que le había costado llegar hasta allí.

Apenas había podido moverse o hablar, y aun así había acudido.

Le pasó la mano por el sedoso cabello. Había notado que a ella le había supuesto cierta confianza mantenerle sujeto, como si pensara que así poseía el control.

A él no le había importado. Que Violet le inmovilizara contra la cama mientras le cabalgaba había sido uno de los actos más eróticos de su vida. Quizá alguna noche le sugeriría que le atara al cabecero para que no fuera capaz de detener ninguna de las cosas que ella quisiera hacerle.

Emitió un sordo gemido de placer y ella levantó la cabeza.

—Pensaba que estabas dormido —suspiró ella.

—No, solo estoy disfrutando de tu calor. —Enredó los dedos en su pelo—. No querría dormirme y perderme esto.

—Debería haberlo sabido. Cuando duermes, roncas de una manera horrorosa.

—Mmm… A los perros no parece importarles.

Ella sonrió con timidez.

—A mí tampoco me importa.

—Entonces se han hecho realidad mis sueños más extraordinarios. Tener a una mujer preciosa con la que compartir mi cama a la que no le importa si ronco.

—Yo no he dicho eso. —Ella se rio.

Él siguió peinándole con los dedos y estudiando sus ojos azules mientras ella se reía. Sus cálidos pechos eran tiernos pesos contra su torso.

—¿Estás bien, cariño?

Ella entendió lo que quería decir.

—Creo que sí.

—Pero no estás segura.

—La verdad es que no. Todavía tengo miedo…

aunque sea menos.

—Bien. —Él le deslizó la mano por la nuca para estrecharla con más fuerza y notó que ella se resistía.

—Debo marcharme.

—No, debes quedarte —repuso convirtiendo la presión de su mano en una caricia—. Deberíamos hacerlo otra vez.

—Si me quedo demasiado tiempo, alguien me atrapará cuando regrese a mi habitación…

—… y pensarán que has pasado un buen rato —concluyó él besándola en la punta de la nariz—. Mi familia ha protagonizado demasiados escándalos para escandalizarse por esto.

Ella pareció insegura. Él siguió acariciándola y, por fin, Violet rodó a un lado y se relajó contra su costado.

—No quiero ir a París. Me gusta más estar aquí.

—¿Que no vayamos a París? No digas tonterías.

Quiero presumir de automóvil y ganar esa carrera. Sabes que es una máquina asombrosa… gracias a tu ayuda.

—Ya sabes a qué me refiero. Sigues diciéndome que soy fuerte, Daniel, pero no es cierto. Tengo miedo. No sé lo que sentiré si tengo que volver a ver a Jacobi.

Él le recorrió los brazos con las manos.

—Sé lo que te hará no verlo. Jamás cerrarás ese episodio de tu vida si no te enfrentas a él.

Además, él quería preguntarle a Jacobi algunas cosas. Le sonsacaría el nombre del hombre de la barba roja y haría una visita a aquel bastardo.

Pero eso lo haría solo. No estaba seguro de qué le ocurriría a Violet si veía a su atacante, y no quería que viera lo que él le haría a ese hombre.

—Mi cabeza me dice que tienes razón —repuso ella.

La luz tenue y el miedo agudizaban sus rasgos—. Pero me cuesta mostrarme de acuerdo.

Él le pasó el dedo por la mejilla.

—Vi, sigo diciendo que eres una de las mujeres más fuertes que conozco y voy a hacer que tú también lo creas.

—Siguió acariciándole la cara—. Además te enseñaré a conducir el automóvil.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿A mí? ¿Quieres que yo conduzca tu precioso coche?

—Y ¿por qué no? Comprendes a la perfección cómo funciona, y me has ayudado a ensamblar cada pieza.

Piensa lo verdes de envidia que se pondrán los demás participantes cuando cruce la meta con el automóvil más rápido del mundo al lado de la mujer más hermosa.

—Estás realmente convencido de que nadie ha creado un diseño como el tuyo.

—Convencidísimo. —Él sabía que había logrado que Violet dejara de pensar en sus miedos—. Este año voy a ganar. Y tú estarás a mi lado.

Vio en sus ojos una leve excitación; también ella se esforzaba en olvidar los horrores del pasado.

—¿Crees de verdad que vamos a ganar?

—Claro que sí. —Deslizó una mano por su espalda y la estrechó contra su costado—. Estoy pensando en lo perfecto que es este momento.

Aquel momento no era el adecuado para pensar en el futuro, era para disfrutar de la mejor noche de su vida.

Más tarde se enfrentarían a lo que debían hacer, pero ahora era el momento de abrazar a Violet y continuar con lo que habían empezado.

Ella se relajó contra él, que procedió a saborearla una vez más.

La casa seguía a oscuras cuando los relojes marcaron las cinco. Entonces, ella se dirigió a su dormitorio. Daniel parecía pensar que no había nada malo en que los sirvientes la vieran en su cama cuando entraran a avivar el fuego y correr las cortinas, y ella tuvo que mostrarse firme para que la dejara marchar. Su beso de buenas noches duró mucho tiempo, pero al final se fue.

Ella se había puesto las chinelas y encendió de nuevo la vela. No le sorprendió en absoluto encontrarse a Venus todavía dormida junto a la puerta. La perra protestó cuando la despertó, se levantó, estiró y bostezó. La siguió por el pequeño tramo de escaleras hasta el descansillo para internarse en el pasillo de la otra ala. La casa seguía igual que cuando la recorrió en dirección contraria unas horas antes, pero ella había cambiado drásticamente.

Un helado escalofrío la recorrió cuando estaba en mitad del tramo, como si alguien hubiera abierto la puerta principal. El viento le apagó la vela e hizo ondular su camisón alrededor de los tobillos.

Se quedó bloqueada, paralizada en el sitio. Quizá quien acabara de entrar no la viera y atravesara la casa, sin saber que estaba en la oscuridad.

Venus, por su parte, miró fijamente hacia abajo y meneó la cola al tiempo que se retorcía de alegría. Unos pesados pasos resonaron en los escalones. Ella no se movió, pero percibió que se acercaba alguien, que cada vez estaba más cerca. Antes de que llegara junto a ella, se dio cuenta con cierto desencanto de que se trataba del tío de Daniel, Hart Mackenzie, el duque de Kilmorgan.

Y es más, él también la había visto. El duque se detuvo junto a ella y la miró con atenta severidad.

—¿Se ha perdido, señorita Devereaux?