1
Londres, 1890
«A Mortimer no le ha tocado un as».
Daniel Mackenzie tenía cuatro ochos y esperaba que eso le hiciera ganar un montón de dinero.
Miró a Mortimer —diez años mayor que él y con cara de comadreja— que intentaba hacerle creer que acababa de recibir un as de la joven que repartía las cartas desde la cabecera de la mesa y que con eso completaba una magnífica jugada. Sin embargo, él no pensaba picar el cebo.
Los demás caballeros presentes en el club de juego de St. James conocido como «The Nines» se apelotonaban alrededor de la mesa donde Mortimer y él jugaban al póquer. Todo el club estaba pendiente de la guerra de ingenio entre el bisoño Daniel Mackenzie, de veinticinco años, y Mortimer, un experimentado jugador. Era tanto el humo que flotaba en el aire, que cualquiera que se hubiera atrevido a dirigirse a la puerta hubiera caído muerto en el acto.
El juego preferido en aquel tugurio había sido siempre el whist, pero Mortimer había puesto de moda recientemente el póquer americano, que había aprendido tras pasarse un año en aquel país. Aquella era una de las habilidades de Mortimer, aligerar de miles de libras los bolsillos de los jóvenes de la aristocrática zona de Mayfair. Y ellos seguían acudiendo a él, ansiosos por aprender a jugar. Eran once los caballeros que habían comenzado la partida, y uno a uno habían sido derrotados hasta que solo quedaron ellos dos.
Daniel mantuvo las cartas boca abajo sobre el tapete para que ningún mirón pudiera transmitir su jugada a Mortimer. Tomó más fichas de su montón y las depositó delante de los naipes.
—Veo su apuesta y subo doscientas —declaró.
Mortimer pareció palidecer y adquirir un leve tono verdoso, pero aceptó el reto.
—Vuelvo a subir —indicó Daniel a su contrincante, empujando otro montón de fichas y añadiéndolas a las anteriores—. ¿Puede cubrir esta apuesta?
—Claro que puedo. —Mortimer no había comprado demasiadas fichas, sin duda no contaba con necesitarlas.
—¿Está seguro?
Vio que su adversario entrecerraba los ojos.
—¿Qué está insinuando, Mackenzie? Si quiere cuestionar mi honor en privado, no tengo ningún problema en responderle.
Él se contuvo para no poner los ojos en blanco.
—Tranquilícese, hombre. —Tomó el cigarro del cenicero y le escupió el humo a la cara—. Le creo… ¿qué tiene?
—Enseñe antes sus cartas.
Él tomó los naipes y los lanzó sobre la mesa con un gesto de indiferencia. Cuatro ochos y un as.
Los hombres que les rodeaban lanzaron un gemido colectivo. La crupier le sonrió y Mortimer se quedó blanco como el papel.
—¡Por todos los demonios! No creí que lo tuviera.
—Las cartas de Mortimer cayeron una a una… un diez, una jota, una reina, un siete y un tres.
Él recogió el dinero y le guiñó el ojo a la chica. Era realmente guapa.
—Puede emitir un pagaré por el resto —le dijo a Mortimer.
El hombre se humedeció los labios.
—Esto, Mackenzie…
No podía pagarle. ¿Qué clase de idiota apostaba todo el efectivo que le quedaba cuando no tenía una mano ganadora? Mortimer debería haberse rendido unas rondas antes y abandonar la partida.
Pero no, aquel tipo estaba convencido de que como era un experto en el juego, derrotaría sin complicaciones al ingenuo joven escocés que se había presentado allí aquella noche vestido con su kilt.
El tipo de rostro granítico que estaba apostado junto a la puerta lanzó a Mortimer una mirada sombría. Aquella mirada le hizo sospechar que el rufián había prestado el efectivo del que había dispuesto su adversario aquella noche, o trabajaba para quien lo había hecho. Y no parecía nada contento de que acabara de perderlo.
Daniel se levantó de la mesa.
—Da igual —dijo—. Quédese con el resto del dinero que me debe como muestra de lo mucho que aprecio una buena partida.
Mortimer le miró con el ceño fruncido.
—Mackenzie, yo pago mis deudas.
Él lanzó una mirada al otro extremo de la estancia y bajó la voz.
—Y pagará muchas más si no se retira de inmediato.
¿Cuánto dinero debe?
La mirada de Mortimer se volvió helada.
—No es asunto suyo.
—No deseo que un hombre tenga problemas solo porque he tenido suerte con las cartas. ¿A cuánto dinero asciende su deuda? Se lo prestaré, ya me lo devolverá cuando pueda.
—¿Y deberle un favor a un Mackenzie? —La voz de Mortimer vibraba por el insulto.
Bueno, él lo había intentado. Guardó las ganancias en los bolsillos y fue a buscar su abrigo en el guardarropa.
La mujer que lo atendía le ayudó a ponérselo y le pasó la mano sugerentemente por los hombros después de enderezar el cuello.
Él le guiñó el ojo. Dobló uno de los billetes que acaba de ganar hasta reducirlo a la mínima expresión y se lo metió en el borde del corpiño.
—Un regalito… —Tomó el sombrero que le tendía la joven con sus elegantes dedos, al tiempo que le dirigía una sonrisa todavía más provocativa—. Espero que pueda encontrar los dos peniques que costará su entierro, Mortimer. Buenas noches.
Comenzó a dirigirse a la puerta pero los amigos de Mortimer le rodearon.
—He cambiado de idea —dijo este con una ladina sonrisa—. Mis amigos me han recordado que tengo algo con lo que negociar. Algo que está valorado en unas…
digamos… dos mil libras.
—¿Ah, sí? ¿De qué se trata? ¿Un automóvil? —En su opinión, era lo único que podía valer tal cantidad de dinero en los tiempos que corrían.
—Algo mucho mejor —informó Mortimer—. Una dama.
Él contuvo un suspiro.
—No necesito una cortesana, soy capaz de encontrar mujeres yo solo.
Y sin dificultad. Era mirar a una mujer y ella se le acercaba. Sabía que parte de su encanto era su enorme riqueza y que otra parte era pertenecer a la gran familia Mackenzie y ser sobrino de un duque, pero él jamás discutía al respecto; se limitaba a disfrutar.
—No se trata de una cortesana —explicó el otro hombre—. Es una mujer especial. Ya verá…
Una actriz, quizá, que le ofrecería una insustancial función de un monólogo de Shakespeare y que esperaría que él sonriera y pagara su valor en plata.
—Guárdese su dinero —dijo—. Prefiero que me ofrezca a cambio un caballo o su mejor criado… No soy maniático.
Los amigos de Mortimer no se movieron.
—Insisto —se limitó a decir su contrincante.
Once contra uno. Si se ponía a discutir con ellos, solo conseguiría acabar con los nudillos morados. Y no tenía ganas de hacerse daño en las manos; tenía que afinar el motor que estaba montando y necesitaba poder sostener la llave inglesa.
—Me parece justo —convino—. Pero prefiero evaluar los bienes antes de aceptarlos como pago de la deuda.
Mortimer estuvo de acuerdo. Le propinó una ruidosa palmada en el hombro y le condujo al exterior. Él se detuvo para quitárselo de encima.
Los amigos de Mortimer les rodearon como si fueran un pelotón defensivo hasta que llegaron al landó que esperaba a su deudor. Se fijo en que cuando salieron de The Nines, el gorila que permanecía junto a la puerta les siguió.
Mortimer le condujo por la ciudad bañada en niebla hasta un respetable vecindario al norte de Oxford Street y detuvo el vehículo en una calle tranquila, cerca de Portman Square.
Eran ya las dos de la madrugada; la calle estaba silenciosa y las casas a oscuras. Los caballeros respetables que dormían tras esas ventanas se despertarían apenas unas horas más tarde y recorrerían la ciudad para acudir a sus trabajos.
Daniel se bajó del landó y observó las ventanas sin luz.
—Seguramente esa mujer estará dormida. Dejémoslo para mañana.
—Tonterías —aseveró Mortimer—. Ella está disponible siempre que acudo.
Le vio acercarse a la puerta principal pintada de negro y golpearla con el bastón. Apareció una luz encima de ellos y se movió una cortina. Mortimer contempló la ventana al tiempo que realizaba un gesto de impaciencia antes de volver a golpear la puerta.
La cortina cayó y la luz se desvaneció. El toc, toc, toc que provocaba el bastón de Mortimer de fondo, hizo que se cruzara de brazos para no arrancarle la vara de las manos y romperla contra su rodilla.
—¿Quién vive aquí?
—Yo —informó Mortimer—. Quiero decir que la casa es mía. Al menos de mi familia. Se la hemos cedido a madame Bastien y su hija. A cambio de no cobrar alquiler, ellas accedieron a entretenernos a mí y a mis amigos en el momento que lo solicitáramos.
—¿En mitad de la noche?
—Sobre todo en mitad de la noche.
Mortimer le lanzó una ladina sonrisa de satisfacción.
Las damas que vivían allí tenían que ser cortesanas. Su deudor debía haberles rebajado el alquiler a cambio de un pago en especie.
Él se volvió hacia el landó.
—Esto no vale dos mil libras, Mortimer.
—Paciencia. Ya verá como sí que las vale.
El resto de los amigos de Mortimer habían llegado tras ellos y volvían a cerrarle el paso, en esta ocasión de regreso al landó. El matón también estaba allí, revoloteando entre las sombras de una calle cercana.
La puerta se abrió en ese momento. Una criada que, evidentemente, se acababa de vestir a toda prisa la mantuvo abierta para que los caballeros entraran. Los muchachos parecían ansiosos por saber qué tipo de entretenimiento podía ofrecerles la chica, pero él se plantó junto a ella hasta que pasaron de largo.
Mortimer se dirigió al final del pasillo y empujó las puertas dobles. Él percibió movimientos en una habitación adyacente, pero cuando pasó por delante, ya se habían detenido.
Entraron en un comedor. Las paredes estaban decoradas con papel de rayas en tonos azules, dorados y anaranjados, y los colores brillaban con la luz que emitía el fuego de la chimenea. Una lámpara de araña colgaba del techo y un solitario candelabro con tres velas reposaba sobre la mesa, alargada y vacía. Una joven estaba encendiéndolas con un fósforo.
Cuando prendió la tercera, apagó la cerilla de un soplido y se enderezó.
—Lamento haberles hecho esperar, caballeros —se disculpó con débil acento—. Mucho me temo que a mi madre le resulta imposible levantarse. Tendrán que conformarse conmigo.
Supo que Mortimer y los demás caballeros le respondieron, pero él no escuchó nada. No podía oír. No podía ver nada, salvo a la mujer que permanecía de pie tras el candelabro, con el largo fósforo todavía en la mano y una sonrisa de ángel en la cara.
No era hermosa. Él había visto rostros mucho más perfectos en el casino de Montecarlo, o en el Moulin Rouge de París. Había conocido cuerpos más delgados en bailarinas o en las crupieres que trabajaban en los garitos de juego desde St. James a Mónaco, tentando a los caballeros a jugar. Aquella joven poseía unos rasgos angulosos suavizados por un espeso pelo oscuro recogido en un moño del que escapaban algunos mechones que le envolvían la cara. Tenía la nariz demasiado larga, la boca demasiado ancha y los hombros y brazos regordetes.
Sus ojos azul oscuro eran su característica más destacable. En proporción perfecta con su cara, destellaban bajo la luz de las velas. Eran unas pupilas que un hombre podía mirar durante toda la noche, y aún al despertar por la mañana. Unos iris que querría ver al otro lado de la mesa mientras desayunaba… y mientras cenaba, que planeaba seguir mirándolos durante la siguiente velada.
No era una cortesana. Las cortesanas embaucaban a los hombres en el momento en que estos entraban en una estancia. Les hacían gestos con dedos sugerentes haciéndoles saber que sus manos serían igual de provocativas cuando deambularan por su cuerpo. Las cortesanas provocaban, sugerían sin palabras, utilizaban cada movimiento y expresión para cautivar.
Aquella mujer no hacía nada. Su lenguaje corporal no invitaba a los caballeros a pesar de sus palabras y su sonrisa. Si sus movimientos resultaban evocadores cuando lanzó el fósforo al fuego, era por su propia naturaleza y no porque tuviera intención de que lo fueran.
Se había puesto un sencillo vestido de raso azul que dejaba sus hombros al descubierto, pero no se trataba de una prenda poco respetable que no se pudiera lucir en una cena o una noche en el teatro. Su pelo estaba recogido con sencillez, sin perlas ni joyas que lo adornaran. El estilo simple daba a entender que los oscuros mechones podrían caer en cualquier momento si un caballero afortunado le arrancara las horquillas.
La joven tendió las manos a los hombres, ahora silenciosos.
—Si se sientan, caballeros, podemos comenzar.
Él no podía moverse. Sus pies, lo mismo que sus palabras, escapaban a su voluntad. Querían que él se quedara allí mismo durante toda la noche y mirara a aquella mujer.
Mortimer se inclinó hacia él.
—¿Qué le había dicho? ¿Verdad que merece la pena?
—Escuchó que su deudor se aclaraba la voz—. Daniel Mackenzie,
permítame
presentarle
a mademoiselle Bastien. Su nombre de pila es Violette, dicho a la manera francesa. Mademoiselle, mi amigo es Daniel Mackenzie, hijo de lord Cameron Mackenzie y sobrino del duque de Kilmorgan. Le dará un espectáculo inolvidable, ¿verdad?
Sea buena chica.
Cuando Violet vio que el hombre llamado Daniel Mackenzie rodeaba la mesa y se acercaba a ella con atrevimiento, contuvo la respiración. El señor Mackenzie no hizo más que mirarla y tenderle la mano. Y aún así, cada célula de su cuerpo hormigueó ante su cercanía y al tomar aire notó como si se ahogara.
«Es escocés», pensó con rapidez al percibir el chaleco color marfil y el kilt a cuadros azul y verde bajo el abrigo. «Es rico», constató al percibir los costosos materiales de las prendas, y cómo se ceñían a su figura de anchos hombros. Aquella ropa estaba hecha a medida y no por un sastre de tres al cuarto; había sido un maestro el que diseñó y cosió esas telas. Sin duda, el señor Mackenzie estaba acostumbrado a lo mejor.
Sobrepasaba al resto de caballeros al menos por treinta centímetros y tenía una expresión dura. Su nariz sería grande en otro rostro y sus ojos le detenían el corazón. No era capaz de definir su color… ¿avellana, quizá? ¿Dorados? Fuera el que fuera era increíble. Hacían que permaneciera con los suyos clavados en él, sin tomar siquiera la mano que le tendía.
—Daniel Mackenzie a sus órdenes, mademoiselle.
Él le brindó una hechizante y deslumbrante sonrisa mientras la inmovilizaba con su mirada, manteniéndola donde quería.
«Mmm… sí, definitivamente peligroso».
El viejo terror la embargó, pero ella lo contuvo. No podía permitirse el lujo de ceder ahora a él. Había bajado para aplacar a Mortimer, dejando a su madre —que casi había tenido un ataque de histeria cuando su casero comenzó a golpear la puerta— sana y salva en el piso superior. Ella podía manejar sin problema a una multitud de hombres enfadados y de mujeres pidiendo su cabeza a gritos, así que sin duda podría hacerse cargo de una docena de caballeretes de Mayfair medio borrachos.
El señor Mackenzie no sería más que otro de los insustanciales amigotes de Mortimer. Sin embargo, vio una barrera tras sus ojos cuando se atrevió a volver a mirarlos. Aquel hombre compartía sus secretos con muy poca gente. Era difícil de leer en él, lo que podía ser un gran problema.
Él estaba esperando, con la mano tendida. Por fin, la estrechó con la suya en un movimiento lento y deliberado.
—¿Cómo está usted? —saludó con formalidad en un inglés impecable. Había descubierto hacía mucho tiempo que aquel acento perfecto reforzaba la ficción de que era francesa.
Daniel cerró sus dedos en torno a los suyos y alzó su mano hasta los labios.
—Encantado…
El rápido y cálido roce de su boca en el dorso de sus dedos encendió una chispa en su interior que podía rivalizar con el fósforo que acababa de tirar descuidadamente en la chimenea. Tenía los nervios tensos como alambres y apenas podía contener la respiración entrecortada.
El leve jadeo sonaba brusco a sus oídos, pero los compinches de Mortimer hacían ruido suficiente para disimularlo, mientras se quitaban los abrigos y debatían dónde sentarse cada cual.
La mirada que Daniel le dirigía por encima de la mano era desafiante y atrevida. «Muéstrame quién eres», decía.
Se suponía que eso lo debía estar pensando ella. A pesar de que todo el mundo consideraba que Violette Bastien poseía un verdadero talento como médium y espiritista, ella sabía que su don real era que sabía leer a las personas.
Tras estudiar a un hombre durante unos momentos, comprendía qué era lo que este amaba y odiaba; lo que deseaba con todo su corazón y lo que haría para obtenerlo. Había aprendido aquello de Jacobi en los barrios bajos de París, y había sido su mejor alumna.
Pero no era capaz de leer al señor Mackenzie. Él no dejaba caer sus barreras, no permitía que nadie las traspasara con facilidad. Sin embargo, cuando lo hacía…
Cuando lo hacía, el mundo se abría.
Arrancó su mano de la de él y miró a los demás.
—Por favor, caballeros —invitó, esforzándose en mantener la voz calmada.
Se movió para sentarse y notó la mano de Daniel Mackenzie en el respaldo de la silla. Se acomodó en el asiento, sin mirarle, mientras intentaba ignorar el calor que emitía su cuerpo a través del abrigo abierto al rozarle el hombro. Jadeó de nuevo cuando Daniel movió su silla sin esfuerzo. Tal despliegue de fuerza la enervaba.
Agitada, apoyó las manos extendidas sobre la mesa, usando la frialdad de la superficie para tranquilizarse.
Necesitaba mostrar una apariencia totalmente serena, dulce como el azúcar y servicial.
Por dentro, no obstante, estaba en plena efervescencia.
«Odio esto, odio esto… ¿Por qué demonios no nos dejan en paz?».
Lanzó a los demás una mirada embaucadora.
—¿Pueden darme, caballeros, un momento para prepararme?
Los hombres se mostraron de acuerdo sin discusión.
Muchos de ellos habían visitado antes la casa, habitualmente como invitados de Mortimer, pero en algunas ocasiones habían regresado para realizar consultas privadas con ella y su madre.
El señor Mackenzie se sentó a su lado y la miró.
—¿Prepararse para qué?
Fue el señor Ellingham, uno de los amigos de Mortimer, quien respondió.
—Para ponerse en contacto con el Otro Lado.
Daniel no apartó la mirada de ella.
—¿Con el Otro Lado de qué? ¿De la estancia?
—Con el
éter
—explicó Ellingham con impaciencia—. Ella es espiritista, hombre. ¿No lo sabía?
Madame y mademoiselle Bastien son las médiums más famosas de Londres.