3
Daniel se retorció dándose la vuelta y notó un pinchazo en la oscuridad. Un hombre gruñó a su lado antes de que el golpe que le propinó en respuesta impactara en su cara.
Salió como pudo de debajo de aquella figura.
Llegaron más puñetazos, pero él contraatacó. Sus golpes impactaron con fuerza en unos abdominales duros como un muro de ladrillos y en una mandíbula resistente como el hierro. A cambio, cayeron unos puños gigantes en sus ojos, frente y pecho. Por fin, logró conectar un buen golpe en el plexo solar de su atacante haciéndole gruñir de nuevo. El hombre jadeó justo sobre su cara.
Ante el mal aliento le empujó como pudo y se puso en pie. No podía ver nada, y después de dar el primer paso, tropezó con una mesa haciendo tambalear todos los objetos que contenía. Un ruido pesado y una respiración ronca le indicaron dónde había caído el hombre, pero no tenía ni idea de cuánto tiempo permanecería allí.
La pelea, aunque breve, había sido brutal, y aquel tipo era muy fuerte. Se sacudió el puño derecho; eso por pretender no hacerse daño en las manos.
Dio otro paso; ahora chocó con una silla. Mucho mejor. Se sentó y se quitó los guantes.
—Como no pueda terminar el motor a tiempo, será culpa suya —acusó al tiempo que sacaba una caja de fósforos del bolsillo.
—Yo solo quiero el dinero —repuso el hombre del suelo entre jadeos.
—Usted es el tipo que ha estado siguiendo a Mortimer toda la noche, ¿verdad? ¿Qué le debe?
—Encendió un fósforo contra la suela de la bota y la chispa se convirtió en una llama con rapidez.
—Cinco mil.
Él se rio.
—Qué idiota. A mí me debe dos mil.
—Me enfrentaré a él. A usted. Es usted quien tiene su dinero.
—No. Yo lo gané en buena lid. Es a él a quien tiene que reclamárselo.
La luz de la cerilla le mostró una mesa alargada llena de baratijas. Una lámpara parecía esperarle en medio de aquel desorden, y alzó la tulipa para encender la mecha.
Ahora pudo ver la pétrea cara del hombre tirado en el suelo. Parecía menos intimidador con un brazo sobre el estómago y la cara verde.
—No puedo regresar hasta que lo recupere —comentó el hombre, que seguía luchando por respirar—. Mi vida depende de ello. —El acento de aquel tipo era de un obrero londinense.
—Un mercenario, ¿verdad? ¿Cómo se llama?
—Simon. Matthew Simon.
—Un nombre muy bíblico. Así que me mata o regresa para que le maten a usted. Qué tiempos más brutales vivimos, ¿verdad?
—Eso parece —repuso el señor Simon con brusquedad—. Lo lamento mucho, pero no veo ninguna solución, señor.
El hombre incluso sonaba arrepentido, pero no avergonzado. Tenía un trabajo que hacer y usaría todos los métodos a su alcance para llevarlo a cabo.
—¿Sabe que le digo, señor Simon? ¿Por qué no trabaja para mí? Desde este momento. Ya no necesitará regresar junto a su jefe con las manos vacías. Puede dejar de golpearme por dinero y, a cambio, le pagaré un salario decente.
—¿Quiere que trabaje para usted? —Simon le lanzó una mirada llena de sospechas—. ¿Haciendo qué?
Él se encogió de hombros.
—Cargando y transportando, vigilando, ayudándome con los motores cuando sea necesario. ¿Qué me dice? Eso sí, como vuelva a darme otro puñetazo, le garantizo que volverá a casa gateando.
Simon respiraba con menos esfuerzo, pero no hizo ningún movimiento para levantarse de una moqueta profusamente decorada.
—Creo que nadie había logrado tumbarme con anterioridad. Pensaba que era demasiado grande.
—Usé un truco.
—Usted sabe usar los puños. —Simon parecía admirado—. Sabe pelear sucio.
—He crecido entre hombres que saben pelear sucio.
Las reglas son para los educados. ¿Qué me dice, Simon?
El hombre se mantuvo en silencio. Casi se podían escuchar los engranajes de su cabeza mientras sopesaba las posibilidades que se abrían ante él. Por fin, lanzó un largo suspiro.
—Soy su hombre —Bien —dijo él—. Ahora, cuénteme, ¿cómo entró en la casa? No habrá hecho daño a la doncella para ello, ¿verdad?
—No, qué va. Solo la asusté un poco.
— Mmm, creo que esa pobre chica necesita un aumento de sueldo.
Desde el comedor, llegaban voces cada vez más exaltadas.
—¿Habéis visto eso? ¡Ellingham, a tu espalda!
Pero en donde ellos se encontraban reinaba la tranquilidad.
Daniel miró pensativamente la lámpara que reposaba entre las baratijas de la mesa. Observó la luz… tanto allí como en la otra habitación había una lámpara de araña, así como antorchas en las paredes; todas ellas funcionaban a gas, pero estaban apagadas. Mademoiselle Violette y su madre utilizaban lámparas de aceite y velas en el comedor. ¿Era para dar ambiente o porque el gas estaba cortado?
Simon se sentó en el suelo y se quedó mirándole.
—Tiene una buena derecha, señor Mackenzie.
—¿Sabe quién soy?
—Todo el mundo sabe quién es. Somos muchos los que admiramos los caballos de su padre, señor.
—Muy listos…
Daniel se volvió a mirar los paneles de madera que cubrían las paredes; sin duda eran mucho más antiguos que el resto de los enseres. Calculó que aquella casa había sido construida a lo largo del último siglo. En aquellos tiempos había sido común que las habitaciones estuvieran recubiertas de madera labrada. Se consideraba de mejor gusto que los empapelados de colores que decoraban ahora las casas.
Los paneles eran también mucho más convenientes porque se podían esconder muchas cosas detrás. La estancia en la que se encontraban ocupaba el frente de la casa; el comedor se hallaba justo a continuación, pero las longitudes de ambas habitaciones no correspondían a la del pasillo que comunicaba el vestíbulo con la parte trasera de la casa. Él, que calculaba las dimensiones casi al milímetro, lo percibió de inmediato.
Se levantó para aproximarse a la pared que separaba aquella sala del comedor. No era tan fácil como pudiera creerse, puesto que aquella estancia estaba repleta de obstáculos como macetas con palmas y helechos, mesas auxiliares, mesitas para café, alfombras y objetos de todas formas, tamaños y colores.
La puerta estrecha por la que Simon le había arrastrado, estaba ahora cerrada. Él pasó las manos por los paneles que cubrían la pared junto a ella.
Encontró una rendija con la punta de los dedos y la forzó hasta que se deslizó un panel de metro y medio por medio metro. Detrás había una oquedad bastante profunda en la que encontró cuerdas y alambres unidos a un montón de engranajes. Dos palancas metálicas captaron al instante su vista entrenada y le hicieron fijarse en que estas controlaban un par de alambres, pero el resto de las cuerdas y poleas recorrían la pared hasta perderse de vista.
—Oh, sin duda es una joven muy lista.
—¿Qué es eso? —preguntó Simon, que seguía en el mismo lugar, sin parecer muy interesado.
—Es el secreto del éxito de mademoiselle Bastien.
Simon gruñó otra vez, haciéndole pensar que le importaban mucho más sus circunstancias inmediatas que desentrañar los medios fraudulentos que se ocultaban tras aquellos secretos.
Él estiró el cuello para mirar a lo alto, deseando poder iluminar aquel lugar. Quien hubiera instalado aquel aparejo había aprovechado las cuerdas y alambres del sistema de campanillas con el que el ama de la casa llamaba a los criados sin alborotar demasiado y que ocupaba el interior de las paredes.
Aquel sistema era lo suficientemente sofisticado como para que un criado determinado fuera llamado a una estancia en concreto. Él mismo había indagado en el interior de los suelos y paredes de la casa que se había comprado en Londres para introducir tubos acústicos de caucho con los que comunicarse al instante con su personal… cuando lograra contratar a alguien, claro estaba.
Cerró el panel y atravesó la repleta estancia hasta la puerta del pasillo. Simon se incorporó con esfuerzo y le siguió sin dejar de frotarse la cara golpeada. Él se apiadó del hombre y le indicó que reposara en un banco en el pasillo mientras exploraba la casa.
La criada no estaba a la vista. Él subió las escaleras casi corriendo; estaban iluminadas por un leve resplandor cenital. Encontró otra lámpara de aceite en el pasillo del piso superior, sobre un aparador entre dos puertas. La escalera continuaba subiendo, pero él estaba seguro de que lo que buscaba lo encontraría en esa planta.
La primera puerta del pasillo daba a una estancia oscura y vacía. Sin embargo, aunque no había muebles ni personas, aquel cuarto estaba encima de la sala, y la habitación adyacente justo sobre el comedor en el que mademoiselle Bastien recibía a sus clientes.
Abrió la segunda puerta. En ella tampoco había alfombras, aunque sí algunos muebles contra las paredes.
Las dos lámparas de aceite encendidas sobre una mesa iluminaban a la criada, que estaba arrodillada en mitad de la estancia. Algunos de los tablones del suelo habían sido retirados y la joven miraba fijamente por la abertura con algo en las manos.
Estaba tan concentrada en su tarea que no le escuchó hasta que se acercó y se puso en cuclillas frente a ella.
La criada soltó una palanca con un gritito y lo miró con los ojos muy abiertos.
Debajo, se escuchó a Ellingham.
—¿Qué demonios ha ocurrido? ¿Dónde está?
Él clavó la vista en la abertura. Bajo una serie de palancas había un pequeño hueco cuadrado en el techo del comedor, justo sobre la lámpara de araña; seguramente aquella era la razón de que esta no estuviera encendida.
La lámpara se seguía moviendo, pero el viento y los ruidos fantasmales habían desaparecido.
—¡Oh, Dios mío! —susurró la criada, pálida como el papel—. No debería estar aquí.
—Ni tampoco usted. Váyase a la cama y déjeme a mí el espectáculo.
La joven jadeó. No tenía más de treinta años; era muy bonita, con lo que parecía una espléndida melena oscura oculta bajo el gorrito blanco y acento del sur de Londres.
—¿A usted, señor?
Él le brindó su mejor sonrisa.
—Debe de estar muy cansada, después de que Mortimer se dedique a traer a sus amigotes a altas horas de la madrugada. Suba y asegúrese de que su ama está bien. Luego váyase a la cama. Yo me ocuparé de todo; sé mucho de maquinarias.
—Pero no puede… no puede…
—Está bien, muchacha. Fue mademoiselle quien me envió. Deje que sea yo quien me ocupe.
La criada le observó como si supiera que no debía creerle.
—¿De verdad le ha mandado ella? ¿Cuándo…? Es decir, ¿cuándo le puso al corriente?
—Oh, ya sabe… —Le guiñó el ojo—. Sus secretos están a salvo conmigo.
La criada tomó una decisión. Parecía realmente cansada y necesitaba dormir.
—Bueno, de acuerdo. Ella necesita un poco más de ayuda ahí abajo.
La vio levantarse, sacudirse las faldas y salir.
Observó que en vez de zapatos, la muchacha llevaba zapatillas, por lo que no hacía ruidos sobre el suelo de madera.
Una vez que la criada cerró la puerta, Daniel se tumbó boca abajo, sin los guantes, y observó el comedor a través de la abertura.
La estancia estaba ahora a oscuras, pero la penumbra se iluminó cuando mademoiselle encendió una sola vela del candelabro.
La claridad mostró las caras boquiabiertas de los caballeros y dotó de un halo a la pálida cara de mademoiselle Violette al caer sobre sus bucles oscuros.
Ella habló en voz baja, aunque un poco jadeante.
—Algunas veces, los espíritus se van tan repentinamente como llegan. El velo se cierra y la conexión se pierde.
—No por completo… —Ellingham señaló la lámpara de araña, que comenzaba a bambolearse otra vez, haciendo que los cristales tintinearan.
Violette alzó la mirada, y el extraordinario atractivo de sus rasgos quedó iluminado por la solitaria vela.
Él podía ponerla en evidencia en ese momento, podía gritar desde lo alto que había encontrado la manera en que los engañaba, pero no lo haría. Y no sería porque Mortimer fuera un canalla ni por la cólera que contenía mademoiselle, aunque parecía un volcán a punto de hacer erupción. Tampoco sería por la mirada suplicante que ella mostraba, la cual, todo hay que decirlo, quedaba casi apagada por la cólera.
Sería por el valor que mostraba. En mitad de la noche, mademoiselle Violette se sentaba a solas en el comedor con un montón de caballeros —algo que causaría la ruina absoluta de cualquier otra joven—, y les superaba con sus argucias, tan afinadas como el piano de un gran maestro.
Aquellos eran los solteros elegibles de las mejores familias de Londres; esos que defenestraban a los que no se acomodaban a sus rígidas normas de comportamiento, pero ahora estaban allí, actuando como domesticados perritos mientras mademoiselle Violette les tomaba el pelo.
Ella debería sentirse jubilosa y celebrar su poder, pero solo parecía inquietantemente superior, aunque estuviera temerosa de que pudieran estar a punto de poner punto final a su función, seguramente para siempre.
Ocultaba con serenidad la desesperación que la embargaba mientras indagaba con la mirada más allá de la lámpara de araña, sabiendo que allí arriba no estaba ya su criada de confianza.
Él tiró de otra palanca y se escuchó un golpecito dentro de la pared del comedor.
—¿Qué ha sido eso? —jadeó uno de los jóvenes.
Él volvió a tirar y produjo otro aldabonazo.
Mademoiselle Violette debía haber colocado un bloque de madera o algo por el estilo, de manera que golpease la pared u otro bloque provocando un sonido fantasmagórico.
La palanca estaba bien engrasada y solo era necesario un leve toque para accionarla. Tras experimentar durante unos minutos, descubrió que podía controlar la intensidad y volumen de los golpes.
—¿Estarán tratando de enviarnos un mensaje?
—preguntó Ellingham.
Violette respiró hondo y lanzó una furiosa mirada a la lámpara.
—Sin duda se trata de eso. Manténgase en silencio mientras escucho.
Él se preguntó cuántos de los clientes del club de juego conocerían el código Morse. ¿Alguno de ellos habría accionado un telégrafo, o dictarían los telegramas a los lacayos para que fueran ellos los que los mandasen?
Comenzó a deletrear… «Soy el fantasma de…». No, espera.
«Mortimer es idiota».
Por las expresiones de sus rostros, ninguno de ellos había usado un telégrafo. Todos esperaron pacientemente hasta que mademoiselle les comunicó qué querían decir los sonidos.
Ella mantuvo el semblante sereno en todo momento.
¡Maravillosa mujer!
—Los espíritus no están contentos —informó con su erótica voz de contralto—. Quieren que nos detengamos, que les dejemos solos.
Él se mantuvo tumbado y siguió escribiendo en código.
«Eres preciosa, ¿lo sabías?».
Percibió que ella se sonrojaba; sabía exactamente lo que él estaba diciendo, lo que quería decir que conocía el código Morse. ¡Qué interesante!
«¿Cómo se ha convertido una buena chica como tú en una embaucadora sin igual?».
—¡Basta! —dijo ella bruscamente, poniéndose en pie—. ¡Espíritus malignos! ¡Largaos de aquí!
Daniel dejó de dar golpes y volvió a mover la lámpara de araña. Esta se bamboleó, meciéndose de un lado a otro. Probó otra palanca, que soltó un grupo de diminutas esferas sujetas por alambres. Las bolas, pintadas con pintura fosforescente, comenzaron a formar remolinos y a bailar como luces fantasmales. Otra palanca arrancó un gemido de las profundidades de la casa, seguramente a través de algún tipo de fuelle.
También dio con una palanca que controlaba la máquina que producía el aire helado, y que era capaz de regular la velocidad del viento. Quería estudiar esa maquinaria, era el truco más sofisticado que hubiera visto jamás. Quería desarmarlo y ver cómo funcionaba.
El viento apagó de nuevo la vela. Él comenzó a mover palancas de manera que el comedor se llenó de gemidos, la lámpara bailó y las luces fantasmales se mecieron con el aire. Ella se dejó caer en la silla, dándose por vencida.
Ellingham y los demás miraron a su alrededor, temerosos, cuando la estancia pareció perder el control.
Cuando él decidió que había sido suficiente, detuvo de golpe todo.
El viento cesó, el fantasma se extinguió y el ruido se detuvo. La lámpara volvió lentamente a su posición inicial, los cristales tintinearon una última vez y se hizo el silencio.
Violette se levantó y encendió otro fósforo que conservó en la mano.
—Bueno…
Sus palabras quedaron ahogadas por un atronador aplauso. Ellingham se levantó con la cara resplandeciente y aplaudió con las manos enguantadas.
—¡Dios mío, mademoiselle! ¡Qué sesión más maravillosa! Siempre la he considerado única…
—No ha resultado herida, ¿verdad, mademoiselle?
—preguntó otro joven que poseía, sin duda, algo más de compasión—. ¿Está usted bien?
—Lo estaré enseguida. —Violette sacó un pañuelo y se lo apretó con ligeros toques en la frente. ¡Oh, sí! Era increíble—. Estoy protegida contra ellos, pero me temo, caballeros, que me encuentro exhausta.
Todos los presentes se pusieron en pie, repentinamente solícitos, y le aseguraron que dejarían que descansara entre muestras de agradecimiento y preguntas sobre cuándo podrían regresar con otros amigos —más incrédulos— que tenían que ver aquello.
Él la observó manejarlos, aunque se sostenía apoyando las manos en la mesa como si apenas fuera capaz de mantenerse en pie. Ella los incitó a marcharse con la promesa de una cita, asegurando que era la mejor manera de llegar a los espíritus. La joven se disculpó por su debilidad con la voz entrecortada, al tiempo que les convencía de que su madre estaba mucho más preparada.
Así que les valdría la pena esperar hasta que madame recobrara la salud.
Los caballeros se mostraron de acuerdo en todo, solo Mortimer permaneció en silencio.
Daniel escuchó a los caballeros haciendo conjeturas sobre lo que le habría ocurrido a él; uno de ellos llegó a asegurar que le había visto abandonar el cuarto, sin duda muerto de miedo, cuando los espíritus comenzaron su espectáculo. ¡Oh, todos sabían que los escoceses eran unos cobardes!
Mortimer fue el último en abandonar el comedor. Se detuvo junto a la puerta.
—Una sesión magnífica, mademoiselle —aseguró—.
Debe sentirse orgullosa.
Ella inclinó la cabeza, logrando parecer arrogante y dócil a la vez.
—Muchas gracias, señor.
—Mmm… —Mortimer mantuvo la mano en el marco de la puerta—. Bueno, regresaré a plena luz del día para hablar con usted.
—Esperaré ansiosa su visita —repuso ella.
No era cierto; Daniel estaba seguro de que preferiría encontrarse con un sapo, pero ella se limitó a envolverse en un chal ligero sin añadir nada más, mientras seguía fingiendo cansancio.
Mortimer la observó durante un buen rato antes de hacer una reverencia y se despidió. Él le escuchó reunirse con los demás en la puerta principal y cerrarla antes de que sus voces se alejaran. Ninguno de ellos mencionó a Simon, así que, o bien no estaba a la vista o quizá había regresado a su casa para curarse las heridas.
Él se entretuvo, fascinado por el sistema de poleas.
Había más palancas que no había probado. Una accionó una campana; un profundo tintineo que conseguiría que más de uno creyera que el ruido era provocado por el espectro de la muerte. Otra…
Un par de pies embutidos en unas botas de piel blanca se detuvieron ante su rostro. Los cordones ceñían el calzado a un par de finos tobillos. Gracias a su posición, él podía vislumbrar el resto de las piernas, cubiertas de unas medias negras que moldeaban unas pantorrillas muy bien proporcionadas.
Rodó sobre su espalda y puso las manos detrás de la cabeza. Desde ese ángulo, observó la falda y el apretado corpiño que oprimía sus pechos.
—Es el artilugio mejor montado que haya visto nunca —comentó—. Me refiero al sistema de poleas. ¿Quién se lo ha diseñado? Sea quien sea, quiero conocerle.
Mademoiselle Bastien mantuvo la cara totalmente inexpresiva.
—Yo lo hice —dijo.
—¿Lo ha hecho usted? —Abrió los ojos como platos, sorprendido, y comenzó a aplaudir con sus manos desnudas—. ¡Es brillante! Creo que me acabo de enamorar de usted.