24

 

 

—¿Tienes ganas de descansar y dormir? —le preguntó Daniel a Violet cuando se alejaron de la residencia ducal, donde se había instalado el resto de la familia.

Violet observó cómo de la enorme mansión en Grosvenor Square salían un montón de sirvientes que cayeron primero sobre un carruaje y luego sobre el otro.

En el aire flotaron saludos a gritos, preguntas y órdenes.

La gente que formaba el servicio del duque no se había comportado como ella esperaba que hiciera. No eran intimidantes ni espantosos, ni apresurados o resentidos. Recibieron a lord y lady Mackenzie con alegre energía y uno de los lacayos incluso subió a Gavina a sus hombros. Una criada bajó las escaleras con un niño pequeño de la mano. Ainsley lanzó un gritito de alegría y subió corriendo los escalones para tomarlo en brazos, sin importarle que tuviera sucias las botitas.

Ella supuso que se trataba de Stuart, el hermano pequeño de Daniel. Vio que Cameron lo arrebataba de los brazos de Ainsley después de que el niño la hubiera besado y lo alzó en volandas.

Cuando Daniel se bajó del carruaje, Stuart corrió hacia él, que le dio la mano antes de besarle en la frente.

Los lacayos rodearon entonces a Daniel y comenzaron a hablar todos a la vez, haciéndole preguntas sobre el globo que se había caído en Francia y sobre lo que haría ahora.

No había señales del aterrador duque. Según anunció el mayordomo, la duquesa y él estaban tomando el té con un ministro y su esposa, y sus jóvenes señorías se hallaban, con el profesor de equitación, aunque les esperaban pronto en casa.

Celine se vio rodeada por una horda de criadas, y eso pareció complacerla. Violet no había estado convencida sobre dejar a su madre en manos de desconocidos, pero los sirvientes se mostraban muy amables y serviciales.

Además, Ainsley y Cameron también se alojarían allí. Su madre estaba a gusto con Ainsley, y Mary se mostró de acuerdo en quedarse en aquel lugar.

Así que ella se marchó sola con Daniel.

«¿Tienes ganas de dormir y descansar?». Lo cierto es que la respuesta a la pregunta de Daniel era «no muchas».

Todo era demasiado nuevo, demasiado extraño para que pudiera relajarse. Y todavía le quedaba por conocer a la otra parte de la familia, la del elusivo lord Ian.

—No estoy cansada —repuso.

—Entonces haremos una parada antes de instalarte.

Bertram —llamó al cochero—, dirígete a mi casa, ¿de acuerdo? Luego puedes trasladar el equipaje de Violet a casa de tío Ian.

—Sí, señorito Daniel —respondió Bertram, desviando el carruaje en la siguiente calle.

—Cumpliré ochenta años y seguirá llamándome señorito Daniel —se quejó él, recostándose junto a ella—. Bueno, tampoco me importa.

Ella había conocido a muchas familias a lo largo de su vida. Dado el trabajo que realizaba, la mayoría de ellas se hallaban en un estado deplorable; esposas penando por la pérdida de sus maridos; madres que echaban de menos a sus hijos; hermanos que querían saber… También había conocido a algunas como los Lanier, donde un miembro creía en el Otro Lado y los demás le atormentaban por ello.

Rara vez se había topado con una familia donde reinaran la camaradería y la aceptación de las que hacían gala los Mackenzie. Aunque ella todavía no había conocido al duque ni a los demás hermanos de lord Cameron y a sus esposas, la manera en que hablaban Daniel y Ainsley sobre ellos indicaba que no había envidias ni odios entre ellos. Había visto familias donde solo existían celos o simple tolerancia, o incluso un absoluto pesar. Era difícil encontrar parientes que se sintieran tan cómodos y en paz.

Daniel era muy, pero muy afortunado. Ella quería a su madre y sin embargo no la consideraba su amiga. Se sentía más una dama de compañía que se encargara de ella, alguien que tomaba las decisiones necesarias para que viviera lo más cómoda posible.

No tener que ocuparse de su madre mientras permanecieran en Londres, aunque fueran solo unos días, le resultaba extraño. Le producía una sensación de vacío, la certeza de que debería estar haciendo algo y no saber de qué se trataba.

La casa de Daniel no estaba demasiado lejos de la del duque. Ella conocía Londres al dedillo y percibió que se dirigían hacia el sur por Mayfair, bajando por Davies Street hasta Berkeley Square donde giraron a la derecha para tomar Hill Street.

El carruaje se detuvo ante una casa tan alta como las vecinas, con la fachada gris y las esquinas de ladrillos blancos. La puerta era negra y sin aldaba, lo que indicaba que los propietarios no estaban en la ciudad. No había luces en las ventanas ni cortinas en la mayoría de ellas.

No apareció ningún sirviente en la puerta para recibir a Daniel, nadie que le diera la bienvenida a la casa. Él bajó del carruaje y le tendió la mano para que le acompañara. Fue el propio Daniel quien descargó sus maletas mientras indicaba a Bertram que continuara hasta el hogar de su tío Ian con las de ella, añadiendo que regresara luego a recogerlos.

Él abrió la puerta con una llave mientras el vehículo se alejaba, y la guió a un interior tranquilo y polvoriento.

—Te prometo que tía Beth tiene la casa mucho mejor cuidada. —Él depositó su escaso equipaje al pie de las escaleras, encendió una cerilla y prendió las velas que había en la mesa del vestíbulo—. Cerré el gas antes de irme porque no tengo contratado a nadie para mantener la casa abierta. Algún día contrataré al personal adecuado e instalaré tubos de comunicación con la cocina y un montaplatos, pero jamás me quedo en casa el tiempo suficiente como para poner los planes en marcha; así que voy apañándome.

La casa era estrecha, con dos habitaciones alargadas a la derecha y la escalera a la izquierda. Ella observó las negras sombras que arrojaban los escalones bajo la titilante luz de la vela.

—Me imaginaba que tendrías a una docena de personas y que saldrían a toda velocidad para ocuparse de tu abrigo —comentó ella—. Y otra docena más para ofrecerte whisky, cigarrillos y café, que se ocuparían del mantenimiento porque, a fin de cuentas, tú solo tienes dos manos. —Alzó la cabeza para mirar otra vez a su alrededor, estudiando la cornisa con molduras, los suntuosos paneles de madera y la elegante lámpara de araña que colgaba sobre el vestíbulo. Emitió un suspiro—. Si tuviese una casa así, me sentiría como una princesa. Estaría llena de sirvientes y estaría todo el rato ordenándoles que me sirvieran té y pasteles y que me prepararan baños calientes.

Él se encogió de hombros.

—Me acostumbré a la frugalidad en mis viajes. He acompañado a exploradores e incluso a tribus beduinas que apenas son civilizadas. Eso me enseñó a ocuparme de mí mismo. Cuando regresaba de esas expediciones me costaba acordarme de que debía pedir las cosas a los criados. La cocinera de mi padre tenía que echarme de la cocina cada dos por tres.

Ella soltó una risita.

—¡Dios mío! ¿Un hombre que sabe cocinar?

—No te burles, cariño. Te aseguro que hago unos huevos con patatas estupendos.

—No estoy burlándome. Siento un poco de envidia.

Debe ser maravilloso ir adonde quieres, vivir como deseas. —Ella se giró y volvió a estudiar el enorme vestíbulo—. ¿Has estado en el templo de Karnak?

—Sí. Te encantaría. También he estado en Petra, que es todavía más impresionante. Te llevaré allí algún día.

Ella se volvió a girar sin responder. Le gustaría viajar, ver el mundo. Quería volar en globo con Daniel por encima del árido desierto mientras los camellos correteaban debajo. Quería saber cómo era de colosal el Coliseo, subir a las pirámides de Giza, ver las tumbas del Valle de los Reyes.

Durante toda su vida había estado convencida de que su destino era quedarse en casa y ocuparse de los demás, y que debía sentirse satisfecha con eso. Pero estaba muy lejos de contentarse. Tenía la impresión de que era un pájaro salvaje confinado en una jaula para disfrute de otros.

«Te llevaré allí algún día», había soltado Daniel. Él lo decía todo sin pensar, pero había sido muy claro cuando se enfadó con ella en el tren; todo lo que salía de su boca era verdad. Y esperaba que ella le creyera.

Él la cogió de la mano, se la apretó y la condujo por el pasillo hasta el fondo de la planta baja.

—Te he traído aquí para mostrarte lo que supone mi mayor orgullo y regocijo —comentó.

Abrió la puerta, encendió más velas y dio un paso atrás para guiarla al interior.

La luz de la llama iluminó una estancia llena de piezas metálicas, que parecía una herrería. Había herramientas de todas las formas, muchas de las cuáles ella no las había visto antes; estaban esparcidas por doquier junto con trozos de metal de todos los tamaños.

Vio unas ruedas de carruaje contra la pared y unas barras muy largas en una de las esquinas. Tubos, bobinas de alambre, clavos y pernos ocupaban cada superficie; algunos dentro de cajas, otros no.

En mitad de la estancia, sobre una cama de ladrillos, había un motor… un motor enorme, solitario y orgulloso.

Estaba recorrido por un largo eje de transmisión al que se habían soldado unos ejes perpendiculares sin ruedas.

Diversas partes del vehículo estaban soldadas y colocadas alrededor del asiento que había detrás del motor. Delante de este, un timón y unos pedales.

Daniel hizo un floreo orgulloso con la mano señalando la máquina.

—Violet, estás ante el automóvil más rápido de Europa. O lo será cuando esté acabado.

La parte más completa era el motor. Ella se paseó alrededor del coche, tomando nota de los engranajes y cadenas, del cigüeñal y otras piezas que no pudo identificar. No había visto demasiados automóviles ni tampoco había tenido la posibilidad de examinar los motores, pero había leído sobre ellos. Incluso había llegado a valorar la opción de comprar o construir uno de combustión para utilizarlo en su número; acabó descartando la idea porque resultaba demasiado costoso.

Sin embargo, su interés por las máquinas era demasiado profundo para su bien.

—¿Los cilindros están ahí dentro? —preguntó señalando un envase vertical de metal—. Es diferente a todo lo que he visto hasta ahora.

—Quería más cilindros, más potencia. Hasta ahora, Daimler y su socio, Maybach, que son unos genios con las máquinas, están usando dos cilindros que colocan en forma de V. Mis cilindros están en paralelo porque quiero que esta bestia acelere más que ningún otro automóvil hasta ahora. Son cuatro. Pero también tengo que considerar su peso. Herr Benz tiene un diseño más ligero, pero sus motores son pequeños y lentos. El de Daimler goza de más potencia, pero sus automóviles acaban siendo gigantescos. El problema que tienen los dos es que continúan pensando cómo hacer un carruaje sin caballos.

Yo, sin embargo, quiero diseñar un automóvil propiamente dicho, un vehículo para equipar el motor, no al revés. Creo que he solucionado el tema del peso, consiguiendo que sea más aerodinámico. Pero el muy cabrón se calienta demasiado.

—¿Usar cuatro cilindros no hará que el coche tiemble mucho? —preguntó ella, muy interesada—. ¿No necesitará demasiado combustible?

—No necesariamente. Si puedo disponer de un depósito más grande, podré conseguir que recorra la misma distancia que otros motores más pequeños.

—Daniel puso la mano sobre el bloque de cilindros—. Y

si consigo un motor lo suficientemente poderoso, construiré el automóvil más rápido del mundo.

Ella no le preguntó para qué. Lo sabía; para disfrutar, jadeante, de la velocidad; para sentir el viento en la cara; para reírse del asombro de las personas que lo vieran…

—Sin embargo, tengo algunos problemas. —Daniel se frotó la frente—. Además de cómo conseguir que se mantenga frío, claro está. Es necesario rediseñar las ruedas… Una sencilla tira de caucho sobre unas ruedas de carruaje no funcionará a velocidades más altas. He contratado a un tipo de una fábrica de caucho para que desarrolle algunas ideas; como utilizar aire a presión para crear una cámara. Tampoco estoy demasiado satisfecho con ese timón para la dirección.

—Tienes otro problema —dijo ella.

Él miró de nuevo al automóvil.

—No digas eso. Lo he pensado todo al milímetro, cariño.

—¿Y has pensado también en cómo vas a sacarlo de aquí una vez lo termines?

El motor era ya muy ancho y el eje demasiado largo para poder atravesar la puerta y llevarlo al pasillo.

Él la contempló con diversión.

—Cariño, eso ya lo he previsto. Lo más sencillo es volver a desmontarlo, ¿no crees? Mientras tú te dedicas a renovar tu guardarropa en compañía de mi madre, yo me ocuparé de llevar todo esto a Berkshire. Le he pedido a papá uno de los graneros anexos. A mi padre no le interesan nada los motores, pero me ha cedido ese espacio.

Daniel adoraba esas piezas de metal. Era evidente en la manera en que se sumergía en su creación, igual que cuando ponía una mano sobre ella. También ella se sentía entusiasmada con el tema… Siempre había tenido una fascinación impropia de una mujer por los automóviles, máquinas de vapor y otros mecanismos.

—Me gustaría verlo cuando lo tengas terminado —aseguró.

—¿Verlo? Vi, cariño, tú estarás sentada a mi lado.

Por eso te he traído aquí hoy. Necesito tu ayuda para terminarlo. He pensado que si lo veías, estarías más ansiosa.

—¿Mi ayuda? —Lo miró sorprendida—. ¿Cómo voy a ayudarte yo a construir un automóvil?

—Tú comprendes las máquinas. Lo supe en cuanto me dijiste con tanta altanería lo que habías hecho con la máquina del viento. Tienes una mente muy aguda, y tengo intención de aprovecharme de ella. —Le lanzó una sonrisa endiablada—. ¿Acaso has pensado que solo me atraía tu cuerpo?

A ella se le escapó una risita tonta.

—Siempre supe que me cortejabas por mis máquinas.

—Oh, te cortejo por algo muy diferente. Que además puedas construir máquinas complejas es una bendición añadida.

Ella imaginó que cualquier otra mujer se sentiría ofendida por sus palabras. Lady Victoria, la debutante que se había aferrado a él en Marsella, habría tenido una pataleta. Ella solo quiso reírse.

Daniel rodeó el motor para acercarse a ella y le enlazó la cintura con un brazo.

—Quiero que me ayudes, Vi. De hecho, quiero que me acompañes a la carrera de París. Te quiero a mi lado cuando ganemos.

Ella nunca podía pensar con coherencia cuando Daniel estaba a su lado. Lo sintió caliente en aquella fría y polvorienta casa, donde él guardaba aquel tesoro. Sabía que cuando estaba tan cerca, sería capaz de hacer cualquier cosa por él.

Y besarle. Se puso de puntillas y se deslizó por su cuerpo hasta llegar a sus labios. Daniel seguía furioso con ella, era evidente a pesar de sus bromas, pero ella no podía seguir alejada de él.

Su boca estaba rígida, y notó el bigote incipiente bajo los labios. Él devolvió la presión pero sin la pasión usual.

Volvió a besarle otra vez hasta que él lanzó un gemido de rendición y, por fin, respondió a la caricia. La aplastó contra su torso y ahuecó la mano sobre sus nalgas.

Ella deslizó las palmas de arriba a abajo de su espalda, deseando que el grueso abrigo y el resto de la ropa no existieran. Tocar su piel en el hotel de Marsella resultó embriagador, lamer el chocolate de su cuerpo fue como tocar el cielo. Lo que habían hecho en su refugio, encima de los papeles arrugados que cubrían el sofá, hizo que se volviera loca.

Quería volver a sentir la dulce calidez de su boca en la entrada de su cuerpo, aquella espiral de placer que supuso su contacto.

«Te necesito a mi lado siempre, Daniel Mackenzie. Y

eso me aterroriza».

No escuchó el ruido de pasos, pero fue consciente de una presencia en la estancia. Interrumpió el beso y dio un paso atrás.

Daniel la miró con perplejidad, con las cejas arqueadas y concentrando en ella toda su atención. De pronto, alzó la cabeza y vio al hombre que se había detenido junto al automóvil para pasar un dedo enguantado por el bloque de cilindros.

—¡Tío Ian!

A pesar del volumen del saludo, el hombre no se dio la vuelta.

Daniel no parecía molesto por la inesperada presencia de su tío. Ian no les miró, sino que continuó admirando el automóvil y la disposición de los engranajes, como si captase y entendiese cada matiz.

—¿Y bien? —preguntó Daniel—. ¿Lo he conseguido?

Ian giró la cabeza poco a poco y, por fin, miró fijamente a Daniel. Tenía los ojos dorados, algo más claros que su sobrino, y penetrantes como los de un halcón.

—Sí —repuso concisamente.