8
Daniel Mackenzie se encontraba allí. Justo debajo del escenario, de pie, erguido en toda su altura y, definitivamente, no estaba muerto.
Violet se sintió clavada en el lugar por su mirada.
Aunque él no sonreía, sus ojos color ámbar brillaban con picardía. Iba vestido de manera similar al día en que lo conoció: abrigo negro, chaleco marfil y kilt de los Mackenzie. Su pelo había sido domado, estaba recién afeitado y tenía puestos los guantes. Ella no pudo evitar pensar que estaba más atractivo desarreglado, con el pelo despeinado y las fuertes manos a la vista.
Se dio cuenta de que habían pasado ya varios segundos y la audiencia, Daniel y su madre esperaban una respuesta.
Tomó aire profundamente.
—Cuando el velo se aparta —repuso con voz ronca, recordando en el último momento hablar en francés con acento ruso—, puede ocurrir cualquier cosa.
La gente comenzó a murmurar, mostrándose de acuerdo. Él la miró con los ojos llenos de diversión, tan brillantes como cualquiera de las bolas que flotaban por encima de ellos.
—No me ha respondido. ¿Puedo hacerle una pregunta a mi difunta madre? Desapareció hace unos veinticuatro años poco más o menos.
Ella lo siguió mirando. ¿Qué tramaba ese hombre?
Durante la sesión en la casa de Mortimer, Daniel se había enfadado cuando el anfitrión le sugirió ponerse en contacto con su madre. ¿Por qué quería hacerlo ahora?
Era preciso que le diera la espalda y se concentrara en otra persona, pero se le pegó la lengua al paladar y no pudo conseguir mover los pies.
El público comenzó a aplaudir y a entonar « Oui, oui». Por encima de los gritos, se escuchó a Celine con la voz de la niña Adelaide.
—Ella está con nosotros, monsieur. Le estaba esperando.
Daniel daba la espalda a la gente y no ocultó su diversión cuando miró a Celine.
—¿Está aquí ahora? Mmm… qué interesante…
La voz de su madre volvió a cambiar de tono y sonó más ronca, con un tono aterciopelado y sugerente.
—Lo siento mucho, hijo mío —repuso en un inglés perfecto—. No sabía lo que hacía, pero jamás fue mi intención hacerte daño.
La sonrisa de Daniel no desapareció.
—No pasa nada, mamá. No te preocupes por eso ahora.
Celine suspiró.
—Gracias.
El público suspiró con ella.
Daniel le guiñó el ojo y, tras dar una palmada en el borde del escenario, se alejó por el pasillo con el kilt revoloteando a la altura de sus rodillas. Ella le observó llegar hasta una silla vacía en el fondo, donde se puso a departir con el resto de las personas de la fila mientras se acomodaba en su asiento.
Parecía decidido a quedarse toda la función.
¿Y después? ¿La denunciaría? ¿Diría al público que la condesa y la princesa eran unas embaucadoras recién llegadas de Londres?
Daniel cruzó los brazos sin dejar de mirarla con una sonrisa de oreja a oreja. El contacto que acababan de entablar sus madres no parecía haberle impresionado ni un poco. Ella se obligó a girarse pero se estremecía sin control. Apenas logró balbucear una respuesta a la siguiente persona.
Él permaneció en la última fila mientras continuaba el espectáculo, que duró casi dos horas. Ella esperaba que, de un momento a otro, él se pusiera en pie y declarara que todo aquello había sido un fraude o algo por el estilo, que provocara que la audiencia exigiera que les devolvieran su dinero y jamás volvieran a confiar en ellas. O que contara lo que le había hecho en Londres y declarara que le acompañaban unos magistrados con orden de detenerla.
Pero él se limitó a observar cómo ella hablaba con la gente hasta que tuvo la garganta seca. Su habilidad para evaluar a los candidatos se había evaporado. Por suerte, Celine —que no notó nada incorrecto— siguió hablando con los espíritus y transportando a los seres queridos que querían ser escuchados.
Cuando todo terminó y Celine se reclinó en el respaldo con las manos caídas a los lados, ella estaba exhausta.
—No puedo más —susurró su madre con un suspiro.
Las lámparas de gas del escenario destellaron una vez antes de apagarse. Mary era muy hábil en aquellas cosas.
El público estalló en una salvaje ovación. Hubo gritos de agradecimiento y otros que pedían un bis. Ella le hizo una seña a la criada para que cerrara el telón, ocultando a su madre. Luego ella atravesó la cortina y quedó ante el terciopelo rojo con las piernas temblorosas.
Al instante miró al fondo de la sala, donde había estado sentado Daniel, pero la fila estaba casi vacía y él había desaparecido. Quizá había sido un fantasma después de todo, que había acudido para remorderle la conciencia.
La audiencia comenzó a inquietarse, impacientes de esperar. Ella alzó las manos y lanzó un discurso preparado.
—Por favor, la condesa está muy cansada y debe retirarse, pero volverá el sábado por la noche, tras descansar y meditar. Si alguien desea una consulta privada, debe escribir a la dirección que aparece en las tarjetas que entregará la doncella. Muchas gracias por asistir, en nombre de la condesa y del mío propio.
—Introdujo la cabeza por la rendija del telón como si alguien la estuviera llamando desde el interior—.
¿Qué…? —Se volvió hacia el público con manos temblorosas—. La condesa me necesita. Por favor, deben marcharse. Debo…
Se interrumpió y se perdió tras las cortinas. El escenario estaba vacío, Mary había escoltado a Celine al camerino hacía mucho rato.
Se detuvo para recobrar el aliento mientras el terciopelo se acomodaba a su espalda. Tenía la garganta tan seca que llenó el vaso con la jarra medio vacía y apartó el molesto velo para beber un largo trago.
El señor Mackenzie no había muerto y estaba allí, a menos que en su fatigado estado lo hubiera soñado. Quizá había jugado tanto tiempo con los espíritus que había comenzado a creer de verdad que podía ver a los muertos.
«Memeces». Daniel Mackenzie estaba vivo.
¿Cómo demonios había dado con ella? Había comprado los billetes del tren y del barco bajo un nombre falso, y alquilado las habitaciones bajo otro distinto, muy diferentes de las Bastien o de la condesa y la princesa. En la pensión, su madre y ella eran sencillamente madame y mademoiselle Perrault, de Ruan, que se hospedaban allí acompañadas de su criada. Mary había mantenido su nombre de pila, aunque lo había actualizado y ahora respondía a Marie; sin embargo nadie se fijaba demasiado en las criadas, se llamaran como se llamaran.
¿Cómo había descubierto Daniel que Violette Bastien y la princesa Ivanova eran la misma persona? Él no había llegado a ver a Celine en Londres y ella siempre tenía la precaución de que en los carteles publicitarios no apareciera ninguna imagen de ellas. Era evidente que ocultarse tras el tul negro del velo no había servido de nada.
¿Estaba ahí para conseguir que las arrestaran? ¿Para chantajearla a cambio de su silencio? No podía haberse desplazado a Marsella por una buena causa, para eso se habría quedado en Inglaterra y la habría dejado en paz.
Ella quiso correr al camerino, agarrar a su madre y a Mary y huir de nuevo. A dónde fuera, cualquier parte serviría. Quizá Rusia sería un buen destino; jamás había estado allí.
Se obligó a beber un poco más de agua antes de caminar con serenidad a la oficina del gerente para obtener su parte de la recaudación. Había aprendido a reclamar su dinero de inmediato después de que un gerente con pocos escrúpulos hubiera desaparecido una noche con toda la recaudación. Contó el dinero, entregó al hombre su parte y ocultó la de ellas en el interior del corsé. Luego recorrió el largo corredor hasta el camerino.
Celine estaba desplomada en un sillón; parecía realmente agotada mientras se frotaba la frente.
—No debería haberme puesto el turbante. Pesa demasiado.
El acento del sur de Londres se escapó antes de lanzar un suspiro y volver a hablar en educado francés.
—Por favor, ¿podemos ir a casa, Violet? Me duele muchísimo la cabeza.
—Por supuesto, mamá. Mary y tú iréis en el carruaje.
Yo me cambiaré de ropa e iré andando. No queda lejos y todavía es pronto. —Y si Daniel había avisado a la policía para arrestarla, su madre dispondría de la oportunidad de escapar.
—Eres muy buena conmigo. —Aquello lo decía constantemente, era posible que pareciera cansina, pero ella sabía que lo hacía de corazón.
Dio a Mary la recaudación para que la llevara consigo a la pensión. No era tan tonta como para ir andado con tanto dinero dentro del corpiño, ni siquiera en esa parte segura del pueblo. Y, si la policía llegaba finalmente, su madre tendría el dinero.
Pero nadie estaba esperando para saltar sobre ellas en la puerta de actores. Se aseguró de que Celine y Mary se subían al carruaje de alquiler y ella regresó al camerino para quitarse el disfraz con un peso menos sobre los hombros. Se deshizo del vestido, empaquetó todo, incluyendo el turbante, en una maleta de mano y volvió a dirigirse a la entrada de actores.
Recorrió la estrecha calleja que comunicaba la parte trasera del teatro con la calle Mayor con la cabeza gacha.
Iba vestida como una trabajadora, con una falda y una blusa sencillas y un abrigo encima. Sobre el pelo había prendido un sombrerito. Podía ser una mecanógrafa o la chica del telégrafo dirigiéndose a casa tras una larga y fatigosa jornada laboral.
Antes de llegar a la ancha vía, le pusieron una mano en el hombro y Daniel Mackenzie la arrastró de vuelta a las sombras de la estrecha calle.
Daniel jamás había visto a una mujer tan aterrorizada.
Cuando Violette Bastien alzó sus ojos azul oscuro hacia él, tenía las pupilas dilatadas por el miedo. Y siguió una expresión de cautela, como un animal que ha sido pateado de una manera reiterativa.
Él aflojó el agarre en su hombro.
—Tranquila. No voy a hacerle daño.
—Entonces, ¿qué demonios hace aquí?
Lejos quedaba el francés con acento ruso, la entonación francesa en el inglés, que era todavía más débil de lo que lo había sido en Londres. Parecía inglesa de pura cepa, y no de origen bien educado. Si tuviera que elucubrar, diría que al sur del Támesis.
—Hola, señor Mackenzie —canturreó él en tono burlón—. Me alegro de volver a verle. Y qué bien, está ileso a pesar de haberle roto en la cabeza mi mejor florero. —Se frotó la sien—. ¿De qué material estaba hecho? ¿De granito?
—Lo siento —intervino ella con rigidez—. No fue mi intención hacerle daño. —A pesar de estar entre las sombras, sus pupilas eran diminutas como cabezas de alfiler—. Me asusté.
—Eso fue evidente. Pero no recuerdo que se asustara cuando la besé en la habitación del primer piso… Ni al principio, abajo. ¿Cambió de idea cuando su criada me atizó con el cojín?
—Nunca quise hacerle daño —repitió con suavidad, al tiempo que alzaba la mano como si fuera a acariciarle la herida que tenía en la sien, pero se detuvo antes de rozarla—. Se lo juro.
—No pasó nada grave; solo me hizo perder el sentido. Algunas mujeres me han abofeteado antes, pero jamás con tanto vigor.
Ella dio un paso atrás con la respiración entrecortada, como si el miedo la paralizara.
—Bueno, no debería haberme besado así. Yo no soy su amante.
—Tiene razón. No debería haberla besado. —Él se acercó a ella—. Pero estábamos solos, era de noche, y encontrar a una mujer que entendiera de construcciones me pudo. Fue su ingenio con las máquinas lo que me sedujo. Intenté comportarme bien, pero una vez que vi su artilugio para hacer viento, no pude resistirme a robarle otro beso.
Le alegró comprobar que el terror desapareció de sus ojos después de aquellas palabras… Sin embargo la cautela quedó.
—Usted quería mucho más que besos, señor Mackenzie.
—Sí, no pienso negarlo. —Él bajó la mirada por su cuerpo, que no quedaba oculto por el abrigo sin forma y la blusa. A pesar de la ropa, ella seguía dejándole sin aliento.
La había encontrado, pensó con una sensación de triunfo. Quería tomarla entre los brazos, empujar su espalda contra los sucios ladrillos de la fachada del teatro y buscar alivio en ella.
—Es usted una mujer muy hermosa —comentó él, obligándose a quedarse quieto—. Ya lo dice el cartel, ¿verdad? «Una belleza que lleva a hombres cuerdos a la locura, y a hombres buenos a batirse en duelo». Es un pensamiento brillante. Apuesto lo que quiera a que los tiene a su pies.
Ella le lanzó una mirada de advertencia.
—No se ría de mi, señor Mackenzie.
—Sí, me río. —Se puso al lado de ella y le ofreció el brazo cubierto por la manga del abrigo hecho a medida—.
Permítame escoltarla hasta casa, mademoiselle Bastien, si es así como se llama. Incluso aunque no sea ese su nombre, será un placer acompañarla. Podría haber rufianes en las proximidades.
—Estamos en una zona muy respetable del pueblo —aseguró ella alzando la barbilla—. El único rufián que veo es usted.
Él soltó una carcajada.
—Un disparo directo al corazón. Buena puntería. Un tiro limpio y preciso. Incluso así, los caballeros respetables podrían perder la cabeza cuando se encuentran con la sensacional belleza de la princesa Ivanova.
Siguió ofreciéndole el brazo, aunque esperaba que en cualquier momento se diera la vuelta y corriera, o al menos que buscara a alguien a su alrededor. Y si fuera así, tendría que ir tras ella, porque no había perseguido a aquella mujer por medio continente para perderla ahora.
La había encontrado y no pensaba renunciar a ella.
Ocultó su regocijo cuando ella deslizó los dedos sobre su manga.
—De acuerdo. Pero solo porque está más oscuro de lo que pensaba.
«Te he pillado», canturreó mentalmente mientras caminaban juntos por la calle principal.
La nota que Ian le había enviado lo había llevado hasta Marsella. En cuanto puso los pies allí, vio carteles publicitarios anunciando que la condesa Melikova, magistral médium, y su ayudante Ivanova, una princesa rusa de despampanante belleza, hablarían con el público en una sala de conciertos.
Tras llegar tarde a la función, vio sobre el escenario a una mujer de edad madura vestida de negro con un turbante de brocado dorado. A su derecha estaba Violette.
Llevaba un velo negro que le ocultaba la cara y el pelo, pero supo que era ella. Reconocería ese cuerpo tentador, esa voz sensual, en cualquier parte; daba igual cuánto escondiera el rostro o el acento que fingiera.
—El poco pelo que permitía ver el velo era rubio.
—Él le rozó uno de los rizos oscuros que caían sobre su mejilla—. Si los caballeros dispuestos a besar el suelo que pisa se ponen a esperarla en la puerta trasera, buscarán a una mujer de pelo claro. Solo yo esperaba a la verdadera Violette Bastien. —Le guiñó el ojo—. Pero mademoiselle Bastien no existe tampoco, ¿verdad?
¿Violette es realmente su nombre o la bautizaron con otro?
—Mi nombre es Violet —repuso ella con voz firme.
—¿No va acompañado de un apellido?
—De eso hace mucho tiempo.
—Mmm… —Daniel la acercó más. Caminaron lentamente por la calle, como cualquier pareja de novios, evitando los carruajes y las bostas que dejaban atrás los caballos.
Eran muchas las personas que se cruzaron con ellos —parejas con los brazos enlazados, amigos, hombres de negocios regresando del trabajo—, pero nadie les prestó atención, salvo alguna mirada esporádica al kilt Mackenzie que él vestía. En ese momento, él era la criatura más llamativa de la calle, no Violet.
—Tengo que felicitarlas tanto a usted como a su madre —comentó él—. Lo han hecho muy bien. Las bolitas luminiscentes fueron un toque genial.
Ella encogió los hombros.
—La gente espera alguna prueba tangible del Otro Lado.
—¿Esta noche no utilizó ninguna máquina?
—Mi madre no las necesita, yo sí. No poseo su don.
—Su don… —repitió él, recordando la función—.
Sí, sin duda es muy buena. Es increíble comprobar que es capaz de decir lo que la gente quiere escuchar.
—No la juzgue tan rápido, por favor. Ella siempre tiene visiones, y no solo de las personas que elijo. ¿Qué opina de lo que dijo sobre su madre? Tenía razón, ¿verdad? Yo no le comenté nada. Para empezar no sabía que usted aparecería, de hecho, le consideraba… —Ella vaciló y tensó los dedos sobre su brazo.
—¿Muerto? —completó él—. ¿En otra dimensión?
¿Alejado de este mundo?
—Sí.
Él percibió el pesar en su respuesta y aquello le dio alas.
—Pobrecita mía. No es de extrañar que huyera de Inglaterra.
Ella relajó los dedos de nuevo.
—Pero mi madre tenía razón, ¿verdad? ¿Sobre su madre?
Él se encogió de hombros.
—Más o menos.
—Bien, pues ahí tiene.
Él no pudo contener la risa.
—Violet, cariño, los rumores sobre la loca de mi madre son vox populi. Todo el mundo que me conoce sabe que mi madre me amenazó con un cuchillo cuando era un bebé, que fue mi padre quien me rescató. Después, lady Elizabeth Mackenzie murió… ¿Se suicidó o fue su marido, lord Cameron, quien acabó con su vida? La gente lleva años especulando. Ahora bien, si su madre hubiera dado con la respuesta correcta al acertijo, entonces sí que me habría quedado impresionado. Solo mi padre conoce la verdad.
—Está diciendo que mi madre finge —constató ella con rigidez.
—Lo hace muy bien. Igual que usted. Solo los mejores logran eludir cualquier responsabilidad.
Ella le lanzó una mirada arrogante.
—Ya han dudado antes de nosotras. Nos han hecho pasar por pruebas muy rigurosas tanto científicos como sacerdotes. Las hemos superado todas.
—Como acabo de decir, solo los mejores logran eludir cualquier responsabilidad. —Él puso la mano sobre la de ella—. Cambiando de tema, ¿ha traído sus máquinas consigo? ¿Me dejará echarles un vistazo? Me interrumpieron antes de que pudiera completar mi estudio, ya sabe.
—Por eso nos ha seguido a Marsella, ¿verdad? ¿Por los artefactos?
Él disfrutó del seco escepticismo que rezumaba su voz.
—Pues claro. Por eso y porque me gusta Marsella. Es un lugar con tanta historia… ¿Sabía que fue una colonia griega? Después, los romanos la redujeron a un montón de ruinas. Además, aquí se encuentra el Castillo de If, donde Dumas encerró a Montecristo. El conde era una de mis novelas favoritas cuando era niño. ¿Ha visitado la prisión? Es estremecedora.
Ella se detuvo en seco y las faldas se arremolinaron en torno a sus piernas. Un hombre de sombrero hongo les esquivó con un gruñido.
—Deje de jugar conmigo, señor Mackenzie. Ha venido aquí con la única finalidad de dar conmigo para que me arresten los magistrados.
Él miró a su alrededor con un gesto dramático.
—¿Ve a alguno? Estamos paseando entre la gente, solo la escolto a su casa.
—Y una vez que me acompañe allí, y que ponga las manos encima a mis máquinas… Entonces enviará a los magistrados. Me considera un fraude, una impostora. Le ataqué…
—Sus crímenes no dejan de aumentar, ¿verdad? Si hubiera querido que la arrestaran, me habría puesto en contacto con mi tío, el inspector, que se habría comunicado con sus colegas franceses. La habrían detenido y extraditado mucho antes de que yo llegara.
Entonces habría podido rebuscar entre sus artefactos y llevarme lo que quisiera.
Ella le miró con los ojos muy abiertos y otra vez llenos de miedo.
—Entonces no lo entiendo. Si no quiere arrestarme, ¿para qué ha venido?
—Para volver a verla. —«Para recrearme la vista», pensó mientras colocaba un mechón suelto detrás de su oreja. Los guantes no le permitían disfrutar de la suavidad de su piel, pero notaba su calor a través del cuero—. Para mirarla. —«Para soñar contigo»—. Y para preguntarle por qué demonios me golpeó en la cabeza.
—Ya se lo he dicho. Me asusté.
—Apuesto lo que sea a que hay mucho más. No es una mujer que se asuste con facilidad. Hizo frente a Mortimer y a sus secuaces sin vacilar. Yo era el único individuo de todos ellos que jamás le habría hecho daño, y me miró presa del pánico antes de tomar el arma más cercana. Voy a averiguar por qué. —Le acarició la mejilla con la punta del dedo antes de instarla a seguir caminando—. Puede confiar en mí.
—No confío en nadie.
—Eso es evidente. Pero va a aprender a confiar en mí.
Él sintió que ella se estremecía y también que intentaba contener el temblor.
—Es usted un arrogante —replicó ella.
—Cierto, pero, ¿es ese el mayor insulto que puede pensar para mí? Me han llamado cosas mucho peores.
—De acuerdo. Es usted un tipo insufrible, pagado de sí mismo. Un niño mimado.
Ella le miró a los ojos mientras le insultaba. Él notó su rubor y quiso besarla, pero se obligó a reírse.
—No está mal. Sin embargo, todavía puede hacerlo mejor. Usted, mademoiselle, es una arpía, una mentirosa astuta con mucho talento. La escuché arrancar sus mayores deseos a cada persona de esa sala. Consiguió que confesaran todo lo que necesitaba saber.
El rubor se intensificó.
—Es parte de la función.
—Es una habilidad extraña, y usted la explota hasta límites asombrosos. Me gustaría saber cómo lo hace.
Ella le recorrió con la vista; sus ojos estaban llenos de cautela. Podía ser una embaucadora, pero no era astuta.
Era así por necesidad, no porque disfrutara con ello.
Él quiso saberlo todo de ella, y no solo porque sintiera curiosidad. Desde que cumplió quince años y estuvo con una chica por primera vez, no le había escaseado la compañía femenina. Las mujeres se le ofrecían cada vez que les tendía la mano. Su tío Mac se reía al ver que seguía adelante con la tradición familiar de los Mackenzie; las mujeres los adoraban… y era fácil. Sin embargo, cuando se trataba del corazón, los Mackenzie tenían que luchar batallas largas y duras.
Así que comenzaba a entender lo que ocurría. Violet era diferente a todas sus anteriores amantes y no solo porque le llevara algunos años y fuera menos respetable que sus acompañantes habituales. Violet Bastien —o cual fuera su apellido— era diferente porque era Violet.
La había deseado desde que la vio en el comedor de la casa de Londres, preparándose para enfrentarse a Mortimer y sus amigos. Incluso ahora, quería llevarla a su hotel, despojarla de aquella ropa sencilla y descubrir a la exuberante mujer que se ocultaba debajo. La quería en su cama, preparada para él; quería saborear su piel y que pronunciara su nombre, sentirla a su alrededor.
La deseaba ardientemente y la poseería antes de abandonar Francia.
Se detuvieron ante una pensión limpia, recién pintada y de aspecto respetable. Las luces brillaban a través de las ventanas del piso superior con tanta intensidad como a través de las de abajo.
—Gracias —dijo ella—. Entraré sola.
—Si es lo que quiere… —La soltó y se despidió, llevando los dedos al ala del sombrero—. Buenas noches, señorita Bastien. Seguiré dirigiéndome a usted con ese nombre hasta que me indique otro.
Ella respondió ladeando la cabeza.
—Buenas noches, señor Mackenzie. Me alegro mucho de que esté bien.
—¿Se alegra, porque así no caerá sobre usted todo el peso de la ley? Es muy afortunada de que sea un hombre bueno.
Ella le lanzó una mirada abrasadora.
—Me alegro de que esté bien, pero puede pensar lo que quiera. Buenas noches.
La vio girarse y apresurarse hacia la puerta de la pensión con la cabeza en alto. Sus faldas se bamboleaban de manera tentadora al compás de sus caderas cuando apresuró sus zancadas.
Ella no le miró mientras abría la puerta de la pensión con un tirón seco y entraba.
Era buena, pensó él. Muy, muy buena. Sonrió a la puerta cerrada, inclinó otra vez el sombrero y caminó calle abajo con aire satisfecho.
Cuando vio un estrecho pasaje entre las casas en el otro lado de la calle, se ocultó entre las sombras, sacó un cigarro y lo encendió sin perder de vista la pensión.
Esperó.
Le daría diez minutos. Era tiempo suficiente para asegurarse antes de regresar a la calle Mayor y detener un carruaje que le devolviera a su hotel.
Cuando pasó ese tiempo, dejó caer el cigarro y lo aplastó con el tacón de la bota. Justo en ese momento, Violet salió de la pensión. La vio observar la calle, escudriñando cada sombra, antes de ponerse a caminar por donde habían venido.
Chica lista.
Sin duda era una lástima para ella que él conociera aquella ciudad al dedillo. Cuando era niño, había seguido más de una vez a su padre hasta la Riviera a pesar de los esfuerzos que este había hecho por dejarle atrás. Había aprendido a coaccionar a los demás para que le llevaran al Continente y, después, cuando fue algo mayor, a comprar sus propios billetes y viajar por su cuenta. Había pasado muchas tardes siguiendo a su padre por Marsella, dolido porque él prefería la compañía de mujeres sofisticadas en vez de acompañarle a visitar lugares de interés. Por consiguiente, sabía muy bien qué callejuelas coger para llegar a la calle Mayor antes que Violet. Una vez allí, se escondió en un portal y esperó.
Ella pisó la calle caminando con energía, con zancadas determinadas. Cuando estuvo a la altura del portal donde él se había ocultado, se plantó repentinamente ante ella.
—Y ahora, mademoiselle —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—, ¿qué le parece si nos dirigimos al lugar donde se aloja en realidad?