22

 

 

Violet pensó que por lo menos no la habían encerrado en una celda. «¡Oh, gracias por las pequeñas bendiciones!».

Apoyó las manos con grilletes sobre la mesa de madera que presidía aquella diminuta estancia a la que la habían llevado. Le habían dado un café y luego la dejaron sola durante varias horas. El pánico que la atenazaba disminuyó un poco, dejándola agotada y preocupada.

Alzó la mirada cuando un hombre trajeado entró, dejó un montón de papeles en la mesa y se sentó frente a ella.

El tipo no la miró, sino que comenzó a hojear los documentos.

—Bien —dijo al cabo de un rato, en un francés fluido con acento marsellés, mientras colocaba dos hojas delante de él—. Usted es la princesa Ivanova… sin apellido.

—La miró con una sonrisa sardónica—. ¿Debería llamarla Alteza o algo por el estilo?

—¿Importa acaso como me llame, monsieur…?

—preguntó en tono gélido.

—Bellec. Soy detective.

—Entiendo. —Se le ocurrieron un buen número de respuestas arrogantes del tipo «seguro que su madre está orgullosa», pero decidió que era mejor quedarse callada.

—Consideraré que utiliza el sobrenombre de princesa Ivanova como nombre artístico —concedió él—, pero es necesario que me dé el auténtico. La propietaria de la pensión cree que es Perrault, pero no es cierto, ¿verdad?

—¿Por qué me han arrestado? —Su voz decía que le consideraba un advenedizo—. Yo no he hecho nada.

—Si no ha hecho nada, ¿por qué escapó de los gendarmes?

Ella mantuvo una actitud fría.

—Me asustaron. En Rusia, la policía nos acosaba a menudo. No sentían demasiado aprecio por nosotras.

Temí que sus gendarmes actuaran igual.

Él se rio entre dientes.

—Así que usted es de los buenos, mademoiselle. ¿O

e s madame? ¿Qué hace a tanta distancia de Rusia?

¿Procede de San Petersburgo? ¿De Moscú? Me resultaría muy fácil enviar un telegrama a la Policía de allí y enterarme, ¿sabe?

Violet le premió con un silencioso desprecio.

Esperaba que el tiempo que pasara allí, jugando a las adivinanzas con aquel detective, ofreciera la oportunidad de que su madre y Mary salieran de la ciudad. El plan trazado indicaba que si se veían forzadas a separarse y huir, se encontraran en cierto hotel en Lucerna, y allí decidirían qué hacer. Celine debería tener efectivo suficiente como para tomar el tren, y también Mary. Ella era la única que no disponía de dinero, ya que lo había dejado todo en su habitación en su ansia de bajar a la salita.

Si pudiera escapar de la Policía, quizá podría encontrar a Daniel y pedirle ayuda. O podría ocultarse en su refugio hasta tener la oportunidad de dejar Marsella. El lugar era antiguo y seguramente el cerrojo sería fácil de forzar.

—Exijo que me diga por qué me han traído aquí —indicó ella, continuando con su papel.

—Porque es un fraude, mademoiselle —repuso el detective Bellec con facilidad—. Al menos, de eso la acusan. Fue a casa de monsieur Lanier para ofrecer una función y aceptó su dinero. Después, como él no le dio suficiente, intentó robarle. Resulta interesante que él esté más molesto por el fraude en sí que por lo otro. Monsieur Lanier aseguró que utilizan un número en el que hacen trucos aparentando la presencia de espíritus, mueven la mesa, hacen brillar las paredes…

—¿Y cómo afirma él que hice todo eso?

—Oh, hay formas. Por ejemplo pintura luminiscente a base de fósforo. Dispositivos para conseguir ruidos, como bloques de madera atados a las rodillas. Las mesas pueden moverse con palancas bajo las muñecas. Si rebusco en sus bolsillos, ¿encontraré alguna de esas cosas?

—Le aseguro que no. —Mary habría guardado todo en la maleta de los accesorios y se la habría llevado con ella. Su maleta de mano, aunque la buscaran y encontraran, no contendría ninguna de esas cosas. Más pequeñas bendiciones.

—La cosa es, mademoiselle, que la han acusado y tenemos que investigar. Si no encontramos nada… pues fin. —Se encogió los hombros, como dando a entender que entonces no sería su problema—. Pero le advierto que monsieur Lanier está decidido a demandarla a usted y la condesa… er… ¿Melikova? si se escapan de la Policía.

—Detective Bellec, yo no me escapo.

—Es posible que no, pero… —Bellec se inclinó hacia ella. Su sonrisa indiferente había desaparecido—.

Me desagradan las estafas, mademoiselle. Los estafadores se aprovechan de los ingenuos y se quedan con su dinero, como hacen los ladrones. Peor, porque consiguen que les entreguen su dinero de manera voluntaria. Usted le dice a la gente que puede hablar con sus muertos; se mete en sus mentes y los vuelve tontos. Un estafador es la peor clase de criminal, mademoiselle. Incluso los asesinos son más directos.

Ella clavó los ojos en él con el corazón en un puño; básicamente estaba de acuerdo en cada palabra que él había dicho. Era una farsante que robaba el dinero a los ingenuos.

Pero su madre y ella tenían que sobrevivir, y Celine creía en sus habilidades. En el fondo, la única farsante era ella.

Jacobi le había enseñado a ganarse la vida utilizando las excentricidades de su madre, y una vez que empezó, no pudo detenerse. Estaba en un callejón sin salida. Su madre y ella no tenían otra manera de sobrevivir, ningún lugar al que ir.

El detective se levantó y recogió los documentos.

—La dejaré aquí durante un rato para que piense en todos esos tontos a los que quitó su dinero. Un dinero que deberían haber usado para alimentar a su familia, para pagar los alquileres, para abrigarse… Mientras, investigaré todo lo que la rodea. Si encuentro alguna prueba fehaciente de que es un fraude, irá al tribunal y me esmeraré a fondo para que el peso de la Ley caiga sobre usted.

Bellec le dio la espalda y salió, su expresión no había sido afable y su voz rezumaba frialdad.

Una vez a solas, dejó caer la cabeza e intentó contener las lágrimas que amenazaban con resbalar por sus mejillas. Bellec no la dejaría marchar. Mary se habría esmerado en llevar consigo cualquier prueba irrecusable, pero si había dejado algo atrás, o si ella y Celine eran atrapadas…

El futuro se presentaba desolador. Pero lo más aterrador de ir a la cárcel era que no estaba segura de no agradecer una estancia allí. De esa manera, al menos, podría detenerse.

Una hora después, regresó el detective Bellec con un gendarme. Bellec no parecía estar de buen humor.

—Sus proxenetas están aquí —gruñó con la cara roja—. Eso imagino que son. Dos extranjeros ricachones exigen que la dejemos en libertad bajo su custodia. ¿En qué se convierte la Ley cuando el dinero puede comprar la libertad para los criminales?

El gendarme abrió las esposas mientras ella les miraba con sorpresa.

«¿Dos hombres?». ¿Sería Daniel uno de ellos? Pero, ¿cómo se habría enterado Daniel de que estaba allí?

—Las autoridades pertinentes han ordenado que salga con ellos del país y no regrese —continuó Bellec—.

Deben querer disfrutar de usted.

Ella no dijo nada. Dijera lo que dijera sería inútil, igual que lo sería bajar la cabeza avergonzada. Se levantó en silencio, lanzó al detective una fría mirada y siguió al gendarme fuera de la estancia.

El hombre la condujo por un sucio pasillo hasta unas escaleras igual de sucias que los llevaron a un vestíbulo que no presentaba mejor estado.

A ella se le aflojaron las rodillas cuando vio a Daniel. Con el kilt, el abrigo a medida y el elegante sombrero de copa, parecía lo que era: un rico aristócrata.

Le acompañaba un hombre de más edad vestido de manera similar, su padre. Lord Cameron tenía una expresión más dura que Daniel y lucía una profunda cicatriz en la mejilla; según decían las historias se la había hecho su primera esposa con un cuchillo.

Si hablar consiguiera que se abriera el infierno y que se hundiera en él, ella lo haría de manera voluntaria.

¡Santo Cielo! Daniel estaba sacándola de la cárcel bajo fianza acompañado de su padre.

—Hola, princesa —la saludó Daniel en voz baja al tiempo que cerraba los dedos en torno a su muñeca—. Su carruaje espera. Y también su madre. Le presento a mi padre. ¿Nos vamos?

Daniel cerró los puños sobre el asiento del carruaje, intentando contener la furia. La cólera comenzó cuando vio a la madre y la criada de Violet corriendo por la calle de la pensión como si las persiguieran los perros del averno.

Él se dirigía a ver a Violet para arrastrarla a otra aventura al campo. Se había tomado el tiempo justo para tomar un baño, desayunar y vestirse, luego corrió a por ella como un enamorado ansioso.

La criada de Violet arrastraba dos maletas llenas hasta los topes mientras que la madre cojeaba por la calzada entre sollozos. Él ordenó a su carruaje que se detuviera. Se bajó, tomó él mismo las maletas y las metió en el coche, luego ayudó a subir a las aterradas mujeres.

Su furia creció paulatinamente cuando escuchó la historia incoherente de Mary sobre que la policía se había presentado en la pensión para arrestarlas. La criada y la madre de Violet habían logrado huir, dejando a la joven atrás.

Ordenó a las mujeres que se quedaran en el carruaje mientras él corría a toda prisa a la pensión. No había señal de Violet cuando llegó, pero en la calle —por lo general tranquila— se había reunido una multitud. Uno de los curiosos le informó de que una señorita que se alojaba en la pensión había sido conducida al carruaje de la Policía. Otra de las presentes añadió que seguramente se trataría de una ladrona o una cortesana.

Una furia roja le nubló entonces la vista. Su padre era famoso por su temperamento y él lo había heredado. Se había pasado la vida intentando dominarlo, pues prefería conquistar a todo el mundo con palabras dulces, pero en ocasiones resultaba imposible.

Dada la situación, se vio obligado a pedir a su padre que le acompañara a la gendarmería de Marsella para liberar a Violet. Cuando se presentaron allí, tuvieron que enfrentarse al detective al cargo, un tipo llamado Bellec.

El hombrecillo le informó de que quería dar ejemplo con ella; al parecer odiaba a los farsantes.

Bellec también odiaba que los extranjeros vinieran a decirle cómo hacer su trabajo, en especial cuando eran ricos y con títulos nobiliarios. Sin duda, los antepasados de Bellec habían jugado un papel importante a la hora de condenar a los aristócratas franceses a la guillotina.

Bellec y sus superiores estuvieron de acuerdo en entregar a Violet si lord Cameron daba su palabra de llevársela fuera del país. Si volvían a verla por allí otra vez, amenazó Bellec, se asegurarían de que acabara en la cárcel.

Odió la mirada de derrota que lucía Violet cuando llegó acompañada por un gendarme. Aún así, ella llevaba la cabeza muy alta y observaba retadoramente a todos los que se cruzaban en su camino.

Sin embargo, la vio mirar a Cameron con preocupación y lo primero que hizo al subir al carruaje fue preguntar por su madre.

—¿Dónde está mi madre? ¿Está bien? ¿Mary se encuentra con ella?

La indolente madre había abandonado a la hija a su suerte, y esta lo primero que hacía era preguntar por ella.

Todavía no confiaba en sí mismo para hablar, así que fue su padre el que respondió.

—Su madre está esperando en la estación del ferrocarril con mi mujer y mi hija —repuso con una voz atronadora.

Ella parpadeó.

—¿Con lady Mackenzie?

—Tienes que salir de la ciudad —apuntó él, incapaz de seguir en silencio durante más tiempo—. Y nosotros debemos marcharnos contigo.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Debéis marcharos con nosotras? No, eso es…

—… es absolutamente necesario —completó él—.

De hecho, fue una de las condiciones para que te soltaran.

Nos vamos a Berkshire, y tu madre y tú venís con nosotros.

—Pero… Daniel, no. No puedes marcharte ahora.

Tus experimentos… Las anotaciones y bocetos que guardas en el refugio…

Él no estaba de humor para preocuparse por trivialidades.

—Simon se ocupará de guardarlo todo y enviarlo a Inglaterra. Lo único importante es sacarte fuera de esta ciudad.

—Yo… —La vio humedecerse los labios y pasar la mirada de uno a otro—. Te lo agradezco. Muchas gracias.

¿Cómo supiste dónde buscarme?

—Mi padre conoce a la gente adecuada —gruñó él—. Pero, ¿qué demonios ocurrió? ¿Por qué me topé con tu madre escapando como alma que lleva el diablo arrastrada por tu criada? ¿Por qué te dejaban atrás?

Ella meneó la cabeza.

—Mary hizo bien. Mi madre jamás sobreviviría a un arresto. Si yo hubiera logrado escapar, nos habríamos reunido en otro lugar.

—Así que tú eres la sacrificada, ¿verdad?

—preguntó él—. ¿Cuál era el plan? ¿Desviar la atención para que tu madre pudiera escapar?

—Por supuesto. Mi madre no es fuerte.

—Pues parecía que no se le daba mal correr calle abajo, dejándote en la estacada. Vi, una madre protege a sus hijos, no los echa a los lobos.

Ella pareció desconcertada.

—Ella no hizo eso. No lo hace.

—Entonces, ¿cómo puñetas llamas a lo que hizo? Te aseguro que aceptó mi ayuda de inmediato. En cuanto Mary la convenció de que podía confiar en mí, se subió al carruaje sin pizca de miedo y me pidió que la llevara a la estación… dejándote a ti atrás para que te enfrentaras sola a las consecuencias.

—Es lo que solemos hacer —explicó ella con firme paciencia—. Si nos ocurre algo, nos separamos y volvemos a reunirnos en un lugar acordado de antemano.

Mi madre solo seguía el plan previsto.

—Cuando señalé que estabas en la cárcel, seguía queriendo escapar. —Tomó aliento para decir más, pero su padre le interrumpió.

—Olvídalo, hijo.

Apretó los labios, pero no pensaba olvidarlo. Sabía que Cameron entendía su furia al ver a una madre que escapaba a pesar de que su hija corriera peligro. Es posible que él fingiera indiferencia hacia lo que le había hecho su madre, pero todavía tenía cicatrices por ello.

Volvió a cerrar los puños y se reclinó en el asiento.

Quería golpear algo, pero no había ningún lugar en el que pudiera descargar su furia.

—Daniel tiene razón —comentó Cameron—. Nadie deja a los que ama a su suerte.

Ella frunció el ceño.

—Lo siento, caballeros, pero ninguno de ustedes tiene ni idea de qué está diciendo. Nosotras hacemos lo necesario para sobrevivir. Se trata de supervivencia. No vuelvan a sermonearme sobre cómo deberíamos comportarnos mi madre o yo hasta que no se vean obligados a utilizar su ingenio para salir adelante.

Él estaba demasiado enfadado para responder.

Cameron sacó un cigarro y lo encendió; luego se reclinó y llenó la cabina de humo fragante.

—Me gusta esta joven —le dijo antes de continuar fumando en silencio.

—Pagaré mi billete del ferrocarril —dijo ella con voz fría—. Los de las tres. Si estoy obligada a salir de Francia, podemos detenernos en París y tomar allí un tren para otro lugar. Quizá vayamos a Baviera. Allí estaremos bien.

—No —se limitó a decir él—. El señor Bellec fue muy conciso. Debemos asegurarnos de que sales de Francia. La única manera de conseguirlo es velar por tu seguridad hasta Inglaterra. Así que nos acompañaras a Berkshire, Vi. Me da igual que te guste la idea o no. No pienso perderte de vista hasta que lleguemos allí.

A Berkshire. Daniel tenía que haberse vuelto loco. Violet notó el estómago revuelto. Todavía estaba desubicada por el arresto y las horas pasadas en la gendarmería, por no hablar del brusco rescate de Daniel. Él estaba furioso con ella y con su madre, pero no parecía importarle tener que abandonar Marsella por su culpa.

Muy pronto, se encontró subiendo a un vagón del ferrocarril. Un vagón privado, por supuesto. Lo había contratado lord Cameron y era un vagón entero, con una pequeña salita y comedor en la parte de delante y cuatro dormitorios en la de atrás. Incluso había cuarto de baño.

Daniel y su padre supervisaron la carga del escaso equipaje. Los sirvientes de Ainsley y Mary se dirigieron después a los compartimientos que lord Cameron había adquirido para ellos. Mary pareció alarmada al pensar que tendría un compartimiento propio, sobre todo si tenía que pagarlo.

A continuación, lord Cameron se sentó ante una de las pequeñas mesas del comedor del vagón privado y se puso a hojear periódicos de carreras de caballos, tanto ingleses como franceses. Una niña con el pelo dorado rojizo puso un precioso caballo de juguete en la mesa y se subió al regazo de Cameron, donde comenzó a ver las páginas con él. Él la rodeó distraídamente con un brazo y la besó en el pelo.

Daniel no dijo nada. Ainsley, que estaba sentada en uno de los sofás, la saludó con la mano.

—Ven, siéntate conmigo, Violet, querida. Acabas de pasar una prueba muy dura.

Celine se había acomodado en un mullido sillón junto a las ventanillas, y parecía completamente habituada a aquel despliegue de elegancia. Se abanicó y contuvo el aliento cuando el tren se puso en marcha.

—Sí, ha debido ser aterrador. Mi pobre Violet. ¿Ha sido muy horrible?

—Un poco —confesó, sentándose al lado de Ainsley.

—Yo no hubiera soportado estar en una celda —aseguró Celine—. El aura que desprendería hubiera sido demasiado para mí.

—No estuve en ninguna celda, mamá. Solo en una sala de interrogatorios con una silla y una mesa.

Su madre pareció aliviada y decepcionada a la vez.

Ella sabía que a Celine le hubiera encantado escuchar horribles historias de celdas insalubres y llenas de ratas.

—No te preocupes, ahora tomaremos un buen té caliente con un trozo de tarta —ofreció Ainsley con una mirada de simpatía—. Luego te meterás en la cama. Ya sé que es temprano, pero debes de estar cansada.

Cuando el tren tomó velocidad y Marsella comenzó a parecer una mancha en la lejanía, aparecieron varios camareros con un carrito lleno de comida. A ella le rugió el estómago cuando dejaron platos con diferentes clases de pan, carnes, quesos, y pasteles, además de una tetera y… ¡café!

Devoró los pasteles que le sirvió Ainsley y saboreó el café. Cuando le dejó de dar vueltas la cabeza y se le calmó el estómago, estaban ya en la campiña.

Dejó la taza de café en la mesita.

—Agradezco mucho su ayuda —dijo a Ainsley—.

Son todos increíblemente amables con nosotras. Tengo intención de pagar nuestros billetes.

—No digas tonterías —replicó Ainsley—, pero hablaremos de eso más tarde.

Ainsley miró a Daniel, que estaba sentado en otra mesa bebiendo café, y luego a ella. Supo que lord y lady Mackenzie las habían ayudado por Daniel y por ninguna otra razón.

También se dio cuenta de que Daniel estaba muy enfadado, y con razón. Ella tenía que contarle un montón de cosas. Y después, incluso podría estar más enfadado, pero eso no haría que se echara atrás.

Ainsley le lanzó una mirada penetrante antes de levantarse y acercarse a Celine.

—Muy bien, madame, está usted cansada y necesita dormir un poco. Tú también, Gavina. Ven conmigo, cariño. No, no te molestes en discutir.

Gavina comenzó a protestar, pero percibió la mirada de su madre y cerró la boca de golpe. Era posible que tuviera solo siete años, pero había aprendido muy joven cuándo no debía discutir con su madre.

Ainsley tendió ambas manos, una a Celine y otra a Gavina, y se marchó con ellas por la puerta que conducía a los dormitorios. Cameron apartó a un lado su taza de té y se levantó en silencio, antes de poner el periódico doblado bajo el brazo y dirigirse a la puerta que comunicaba con el resto del tren, dejándola sola con Daniel.

Daniel seguía bebiendo su café en silencio.

Ella se levantó del sofá con la taza vacía en la mano y se acercó despacio a la mesa donde él estaba. Se sentó enfrente y se sirvió otro café. Él la observó —al menos no fingió ignorarla— pero no se mostró dispuesto a hablar.

—Me has salvado, Daniel —comentó ella—. Sé que jamás podré pagarte lo que has hecho hoy, pero me has salvado la vida. Monsieur Bellec no pensaba dejarme salir.

Él había alzado la taza para tomar otro sorbo, pero cambió de idea y la depositó bruscamente en el plato.

—¡Maldita sea, Violet, deja de hablar de pagarme!

No quiero que me pagues nada.

—Ya lo sé. Aún así, es necesario que sepas algunas cosas sobre mí. —Dejó su taza sobre la mesa y entrelazó los dedos. Quizá si apretaba con la fuerza suficiente le dejaran de temblar las manos.

Daniel esperó en silencio.

—Cuando nací recibí el nombre de Violet Devereaux. Mi padre era francés, como ya te he dicho. Su familia emigró a Inglaterra antes de que él naciera.

Residíamos en el sur de Londres, en eso tenías razón, y éramos pobres pero respetables. Cuando yo tenía unos ocho años, mi madre descubrió que tenía el don de la clarividencia, o eso pensó, y comenzó a ofrecer sesiones de espiritismo a los amigos. Pronto se corrió la voz, por lo que fue contratada por más gente. Después, cuando ahorró lo suficiente, decidió ir a París con idea de probar allí fortuna. Es ahí donde conocí a Jacobi, que me lo enseñó todo sobre cómo dar una función memorable en un escenario y vender el mayor número de entradas posible.

He utilizado muchos nombres desde entonces, todo con la única finalidad de llenar los teatros y mantenernos alejadas de problemas. —Tomó aire—. El nombre de Violet Devereaux es mi nombre real, pero mi nombre de casada es Violet Ferrand.