4
«Arrogante, impúdico…», enumeró Violet para sus adentros.
Aquel vástago de la aristocracia estaba a punto de desbaratar su sustento y se reía de ella.
El señor Mackenzie puso las manos detrás de la cabeza y permaneció cuan largo era en el suelo, relajado y confiado. ¿Qué pensaba hacer? ¿Descubrirla? ¿Alertar a los periódicos? ¿A la policía? El corazón se le aceleró.
Tenía que despertar a su madre, empaquetar todo lo que pudiera y salir de allí como alma que lleva el diablo.
Pero el señor Mackenzie permaneció inmóvil, con los ojos brillantes bajo la luz de la lámpara. Su hermoso rostro y su atlético cuerpo eran los mejores adornos que hubiera tenido nunca esa estancia.
No debía de estar pensando eso, en absoluto. La vida ya era demasiado difícil. Los hombres creían que poseían la vida de las mujeres y que podían manejarlas a su antojo. Aquello fue lo que ocurrió la última vez que se había fijado en un hombre, que había confiado en él. ¡Un desastre absoluto!
—Ha utilizado el sistema de campanillas —estaba diciendo el señor Mackenzie—. Las poleas y las tuberías ya estaban disponibles. Qué lista… Sin embargo, resultará un poco incómodo si quiere ordenar a alguien que le suba agua caliente.
—La sesión ha terminado, señor Mackenzie —informó, manteniendo un tono serio y formal—. Los demás caballeros ya se han ido.
Él se sentó y cruzó las piernas. La tela del kilt se tensó modestamente sobre sus rodillas, no sin antes permitir que ella tuviera un vislumbre de los firmes muslos. Indiferente a su escrutinio, él sacó una cigarrera del bolsillo y tomó un cigarro negro, que se puso entre los labios. Guardó la caja en el abrigo y buscó un fósforo, que encendió arañando la suela de la bota.
Lo vio encender el cigarro, sacudir la cerilla y recostar de nuevo la cabeza antes de succionar la punta.
Tras unos instantes, lanzó una espiral de humo por la boca.
Se dio cuenta de que tenía los ojos clavados en él, en sus labios, que volvían a fruncirse alrededor de la punta del cigarro como si estuviera besándolo. Era cierto que eran muchos los caballeros a los que gustaba fumar, pero él hacía de ello un arte… La manera en que lo sostenía entre los dedos, cómo lo ponía en los labios, casi acariciándolo con la lengua antes de expulsar el humo, era embriagadora.
—Es necesario algo más —dijo él.
—¿Qué? —repuso sobresaltada. Oh, no se refería al cigarro. Se obligó a interpretar de nuevo el papel de Violette Bastien—. ¿Perdón, monsieur?
Él expulsó otra voluta de humo y volvió a acariciar el cigarro con los labios. La punta brilló con intensidad.
—Allí abajo —explicó él mientras expulsaba más humo con sus palabras—. Sería estupendo que pudiera soltar emanaciones que subieran lentamente por las paredes… Entonces caerían rendidos a sus pies. —Él sonrió al tiempo que miraba con mordacidad sus botas—.
Sería un honor que me lo enseñara todo. —El doble sentido de sus palabras fue evidente cuando lanzó una larga mirada otra vez a sus faldas antes de subir a sus ojos.
«Qué engreído…».
Ella se sentó en el suelo y se rodeó las rodillas con los brazos.
—¿Está seguro de que hablamos de honor? ¿No se trata más bien de que quiere conocer mis secretos? No tendrá intención de hacerme la competencia, ¿verdad?
El señor Mackenzie se rio en voz alta; fue una carcajada auténtica, sin nada de artificio.
—¿Yo vidente? Mis amigos me expulsarían de Londres con sus risas y mi familia seguiría gastándome bromas hasta el día de mi muerte. Sin embargo, eso me hace preguntarme por qué lo hace usted. No me da la impresión de ser una mujer con tendencia natural al engaño.
—¿No? ¿Y cómo es una mujer con tendencia natural al engaño?
Otra carcajada. El sonido era cálido, como un áspero, profundo y ronco gruñido.
—Mucho más inocente que usted. Como mi hermana pequeña. Ella mira con esos grandes ojos grises y parpadea mientras mueve sus rizos dorados, pero cuando te das cuenta, te ha metido tres ranas en la cama. Tiene siete años y es la niña más bonita que he visto en mi vida.
No puede imaginarse en los líos que es capaz de meterse, y de meterme a mí… —El señor Mackenzie meneó la cabeza al tiempo que mostraba una mirada tan llena de cariño que ella se sintió tan conmovida como sorprendida.
No obstante, ella reconocía a un embaucador cuando lo veía. Un hombre como Daniel Mackenzie usaba artimañas como una carcajada contagiosa o una adorable hermanita para hacer caer sus defensas.
—¿Por qué lo hace? —preguntó él otra vez. Parecía realmente interesado.
Ella se obligó a permanecer impasible.
«Siempre debes dar a la gente lo que espera de ti».
—Para ganarme la vida, por supuesto —respondió—, pero no se equivoque, señor Mackenzie, el talento de mi madre es real.
—Inténtelo con otro, cariño. Es usted una actriz nata… muy bella, eso sí. Ese artilugio para crear viento me fascina. Estoy tratando de conseguir algo así. ¿De dónde lo sacó?
—Lo construí yo —repuso, bastante orgullosa de sí misma—. He comprado los componentes en Berlín.
Él hizo un ruido despectivo con la lengua.
—Por supuesto. Los malditos alemanes… Acabarán asumiendo el control mundial. Siempre es lo mismo.
—Volvió a llevar el cigarro a la boca y movió los pies.
Con un elegante y sinuoso movimiento, se irguió en toda su estatura.
A continuación, le tendió los dedos para ayudarla a levantarse. Ella estudió las venas de la nervuda mano desnuda; era viril, firme y poderosa. Él esperaba que aceptara su ayuda sin trabas, que permitiera que la estabilizara y guiara.
Por fortuna, ella había aprendido hacía mucho tiempo lo engañosas que podía resultar ese tipo de ofertas. Sin embargo, no estaba tan aterrada como para no aceptar que la ayudara a ponerse en pie. Cualquier otra metáfora, más allá de eso, era inútil.
Puso su mano sobre la de él y los firmes dedos de Daniel Mackenzie se cerraron sobre los suyos, calentándolos.
Él no la guió pausadamente, tiró con fuerza, haciendo que casi volara. Sus talones resonaron sobre el suelo cuando cayó. Él le puso la mano en el codo para ayudarla a mantener el equilibrio y, finalmente, se encontró pegada a su cuerpo de arriba abajo.
El destello que brilló en los ojos ámbar la hizo estremecer.
—Yo también tengo tendencia natural al engaño —aseguró él en voz baja—. ¿De dónde cree que lo aprendió mi hermanita?
Él no la soltó. Le sostenía el brazo con fuerza, con la suficiente como para que ella no pudiera zafarse, y se tuvo que limitar a lanzarle una gélida mirada. En cualquier caso, las miradas gélidas no provocaban en él el efecto deseado y, si las percibiera, las calentaría. No había ni una partícula fría en el señor Mackenzie.
Era calor y ella frío.
Él olía a tabaco, al whisky que había ingerido antes, al polvo que cubría el suelo. Observó que Daniel sostenía el cigarro con soltura y el humo la envolvía como si quisiera unirlos en un abrazo.
Él tenía una expresión dura, pero no tanto como la de su padre, o al menos la que ella había percibido en lord Cameron en los periódicos. Llevaba muy corto el pelo oscuro, pero tenía algún mechón rebelde que sobresalía del resto. La luz arrancaba destellos rojizos a su pelo, tonos sutiles que solo eran perceptibles en un lugar iluminado y para alguien que estuviera muy cerca.
Lo vio alzar el cigarro y, sin soltarla, dio otra calada antes de ofrecérselo.
Ella estudió la oscura vara con la punta iluminada.
Sabía que algunas mujeres escandalosas fumaban delante de sus amantes, pero a ella jamás le había gustado. En cualquier caso, prefería el aroma cálido y más natural del tabaco de pipa, aunque la mayoría de los caballeros se había aficionado a los cigarros.
Imaginó que las sofisticadas damas que alternaban con el señor Mackenzie no rechazarían aquella oferta. Por otra parte, las jóvenes debutantes que él cortejaría para tener hijos que heredaran su fortuna, se escandalizarían y alzarían la nariz. O quizá se reirían tontamente ante el atrevimiento de Daniel.
Imaginar a todas aquellas perfectas jovencitas riéndose estúpidamente sin ninguna preocupación en sus vacías mentes mimadas hizo que casi le arrebatara el cigarrillo.
Cerró los labios alrededor de él. Había aprendido cuando practicaba con cigarros —hacer aparecer un humo fantasmal en la estancia mientras su madre realizaba la sesión no venía mal— que no sufría ningún daño si cerraba la garganta y no dejaba que este llegara a los pulmones. Solo entonces era tolerable.
Daniel la observaba; estaba tan cerca que casi podía oler el jabón que usaba para afeitarse y que había utilizado antes de salir esa noche. También le llegó el aroma a tabaco mezclado con whisky y el pesado perfume de una mujer. Se le encogió el corazón.
Soltó el humo poco a poco sin que él apartara la mirada. Cuando terminó, se quedó inmóvil mientras Daniel se inclinaba para cubrirle los labios con los de él.
La presión fue tan suave que apenas podía considerarse un beso, solo un roce con el que él le hacía sentir su boca suave, su calor, su fuerza…
No era el beso indeciso de un hombre que supiera que estaba demandando más de lo que debía, pero tampoco era un beso dominante, porque daba más de lo que exigía.
Él se retiró y la miró con una enorme sonrisa.
—Oh, muchacha… sabía que tenía que ser deliciosa.
Ella solo podía mirarle. No era el momento para soltar un sarcasmo corrosivo, aquel ingenio afilado que utilizaba para poner a los caballeros en su lugar. Tampoco era el momento para lanzar aquella mirada medio divertida medio desdeñosa que le había enseñado una cortesana parisina llamada lady Amber y que, según le había asegurado, servía para detener a los hombres antes de que el asunto tomara más importancia.
Su corazón se había acelerado y no podía moverse.
Sus ojos parecían recibir destellos blancos y la lámpara oscilante no ayudaba tampoco.
—¿Se encuentra bien, querida? —preguntó Daniel, inclinándose para estudiar su rostro.
La preocupada pregunta casi la derrotó. Quiso rodearlo con los brazos, aferrarse a él hasta que todo, absolutamente todo, volviera a estar bien.
Pero el peligro existía y el terror que suponía la detuvo. Lady Amber había intentado ayudarla en cierta ocasión, pero hacía mucho tiempo que ella se enfrentó al amargo hecho de que no podía ser.
—Sí, muy bien. —Se obligó a hablar con energía—.
Es muy tarde.
Daniel le rozó la barbilla, una suave caricia que le aflojó las rodillas. Creyó que iba a besarla otra vez —y casi lo esperó—, pero él solo dio un paso atrás, aplastó el cigarro con el tacón de la bota y la miró.
—Ahora, enséñeme esa máquina que hace viento.
—Y, sin esperar a que ella le siguiera, salió de la estancia.
Violet tuvo que correr para alcanzarlo y sus tacones resonaron sobre el suelo de madera. Él se movía con rapidez y sus largas zancadas le llevaron abajo antes de que ella pudiera atraparle.
Cuando ella llegó a la planta baja, Daniel estaba ya en el comedor y todas las velas estaban encendidas. Él se había plantado en el centro de la estancia y giraba lentamente sobre sí mismo.
—Las luces fantasmales oscilaron siguiendo esta trayectoria —señaló él indicando una dirección—. Así que la helada brisa de la muerte…
Lo vio caminar hasta un panel de papel, que separó de la pared. Detrás del panel estaban los cables que accionaban la máquina, que dejaba pasar el aire a través de un registro que tenía debajo. En menos de dos minutos, él había desplazado el artefacto de su ubicación, donde ella había tardado casi un día en colocarlo.
El dispositivo consistía en un fuelle encajonado en una caja metálica, que se accionaba gracias a los engranajes que giraban al mover una palanca en la habitación del primer piso. Unos tubos con agua circulaban en torno al fuelle, enfriando el aire que salía de la máquina.
Daniel examinó el dispositivo desde todos los ángulos.
—Oh, lo que podría hacer con esto —aseguró, girándolo una vez más—. Si conectara esto a la electricidad, tendría más potencia. El fuelle se movería más rápido.
Ella lo observó estudiar la máquina, repasarla con los dedos.
—¿Le importa si me lo llevo? —preguntó él—. Será un préstamo temporal. Estoy tratando de construir algo así… pero más grande.
El aristócrata perezoso, aburrido de las andanzas de sus amigotes, había desaparecido. Ya no era el joven disoluto que la había desafiado a dar una calada al cigarro antes de besarla con delicadeza.
Ahora estaba en tensión, aquello le interesaba mucho y hacía gala de un intelecto agudo como el filo de una navaja. Sí, era un hombre peligroso.
Sostenía en su mano la prueba de su fraude, la demostración de que tomaba el dinero pero no proporcionaba a cambio algo real. El señor Mackenzie podía salir de allí y dirigirse directamente a la Policía o, peor todavía, a un periódico. La Policía podía arrestarla y encarcelarla, tanto a ella como a su madre; la prensa conseguiría que la gente se volviera contra ellas y que tuvieran que salir del país… otra vez.
Aunque la mirada de Daniel no contenía el regocijo vengativo de un hombre que quisiera exponerla, podía enseñar aquel dispositivo a sus amigos. ¿Qué pasaría si Mortimer llegaba a descubrir su secreto?
—No —repuso con rapidez—. Lo necesito.
—¿Para impresionar a individuos como Ellingham?
Sabe de sobra que sus sesiones son suficientes sin aderezos. Ya los tiene comiendo en la palma de la mano.
Es fantástica.
—No, de veras. Mi madre posee un talento real.
—Celine, su madre, podía encandilar a los presentes en una habitación e incluso en un teatro, con sus éxtasis y conversaciones con los espíritus. Ella, sin embargo, no confiaba en su talento para captar la atención sin aquellos efectos.
Él miró el dispositivo con un tipo de ansiedad que ella solo había visto cuando un hombre se interesaba por una cortesana. Pero aquel caballero no era un tipo cualquiera, era Daniel Mackenzie.
Daniel miró el artefacto una última vez y luego lo puso en su lugar, detrás del panel. Cerró la trampilla, se sacudió las manos y se enderezó. De pronto estaba ante ella, demasiado cerca.
—Mortimer me trajo esta noche porque me debe dinero —informó—. Él estaba seguro de que me quedaría tan impresionado por la sesión que le perdonaría la deuda. La ha utilizado y eso no me gusta.
Ella se encogió de hombros.
—Es mi casero. Puede entrar en la casa cuando quiera.
Daniel frunció el ceño.
—Pero usted no tiene por qué salir de la cama y ofrecerle una sesión. Es un canalla, y si no hubiera tenido compasión por él esta noche, habría dejado que Rompehuesos se ocupara de darle su merecido.
—¿Rompehuesos? —Ella no había visto a nadie semejante en el comedor, solo a los colegas de Mortimer, tiernas florecillas de la aristocracia inglesa.
—Un tipo que trabaja para un hombre al que Mortimer debe todavía más dinero. Pero Rompehuesos está ahora a mi servicio —informó él antes de inclinarse y apoderarse de todo el espacio que los rodeaba.
No lo hizo a propósito, no fue como si intentara intimidarla. Solo se inclinó hacia ella en un desinhibido gesto de aprecio, como si fueran amigos.
—No me gusta que le deba nada a Mortimer. Si la molesta, me avisa, ¿de acuerdo? Quiero que me lo prometa.
Ella abrió la boca para replicar algo, tipo… «¿por qué debería hacer tal cosa?», pero el aire que tomó para decir las palabras estaba impregnado de su calor, del aroma a humo y licor, y no pudo decir nada.
Él estaba hablando otra vez antes de que ella pudiera juntar de nuevo sus pensamientos y solo escuchó la última frase.
—… y esto me ha dado una idea.
Una sonrisa inundó su ceñudo rostro varonil con tanta rapidez que ella parpadeó. Los cambios de ánimo del señor Mackenzie eran tan veloces que resultaban asombrosos y un tanto aterradores.
Al instante, ella se encontró contra el colorido empapelado y Daniel estaba a solo unos centímetros de ella. Meneaba la cabeza y la sonrisa había vuelto a desaparecer cuando habló en voz tan baja que casi parecía como si estuviera haciéndolo consigo mismo.
—Es la mujer más hermosa que he visto nunca.
—Señor Mac…
—Aquí hace frío… —Las palabras de Daniel interrumpieron las suyas—. Venga a mi casa y déjeme calentarla.
Ella conocía cien maneras distintas de deshacerse de caballeros intimidadores, pero todas desaparecieron de su mente derretidas por el calor de Daniel, por el roce de su boca. Él la besó en ese momento y mezcló sus alientos.
«Déjeme calentarla…».
En el piso superior, él la había aturdido con una suave presión en los labios. Ahora la besó a conciencia, empujándola contra la pared sin alejar su boca de la de ella.
No podía respirar. Apenas la sostenían las rodillas.
Puso la mano en el aparador para sostenerse, pero las firmes manos de Daniel le rodearon la cintura.
Él le separó los labios con los suyos y apretó la firme longitud de su cuerpo contra ella, calentándola. Nadie debería ser tan fuerte y vibrante a esas horas de la madrugada; nadie debería resultar tan abrumador. Se le doblaron las piernas y solo los brazos de Daniel y el sólido mueble impidieron que se cayera.
Daniel llevó los labios a la comisura de su boca y la hizo estremecer con la suavidad con que la tocó allí.
Luego volvió a sumergirse en su boca, inundándola con su sabor audaz y peligroso.
Vio puntos negros tras los párpados y contuvo el aliento mientras su boca se fundía con la de él. Intentó escapar, pero acabó presa entre el aparador y la muralla que suponía su cuerpo.
Daniel era un hombre guapo, muy viril, divertido, intrigante y sensual. Y lo normal hubiera sido que ella se rindiera, derretida, por completo. Y así hubiera sido a pesar de su buen juicio, si no se hubiera visto inundada por una fría oleada de pánico.
El rostro de Daniel desapareció y fue reemplazado por otro… El de un hombre con barba roja y cara blanca, ojos pequeños y manos que pellizcaban y lastimaban.
Violet volvió a tener dieciséis años y comenzó a gritar, golpeando a su asaltante.
«¡No, no, por favor no! ¡Que alguien me ayude!».
Pero no acudió nadie. Sus puños impactaron en un cuerpo indestructible, un peso que no podía mover. Gritó otra vez, presa del terror.
«¡No puede estar ocurriendo! ¡No puede estar ocurriendo!».
—¿Muchacha? —La pregunta llegó desde muy lejos.
Era una voz que quería alcanzar, una que proporcionaba seguridad.
Sin embargo, las oleadas de pánico la envolvían y no la dejaban libre.
—¿Está bi…? —dijo la voz distante, antes de interrumpirse con un gruñido.
La vista casi se le aclaró para ver a Mary, su criada, con un cojín en las manos. El asaltante retrocedió, frotándose el cuello.
El pánico volvió a apresarla. Necesitaba algo mucho más duro que un cojín para detener a ese hombre. Su mano dio con un pesado florero que adornaba el aparador. Sin pensar lo que hacía, lo alzó, se giró, y asestó un golpe en la cabeza del atacante.
Se escuchó un pesado gemido, un «¡Muchacha!»
entrecortado y el grito de sorpresa de Mary.
La vista se le aclaró por completo. Estaba en el comedor de la casa de Londres, con un florero en la mano y Mary la miraba con los ojos desorbitados mientras sostenía un cojín de terciopelo rojo.
El señor Mackenzie, con la cara ensangrentada, la miraba con expresión aturdida.
—Muchacha… —repitió una vez más.
De pronto, él cayó como un árbol recién talado y su cabeza impactó contra el suelo. El florero escapó de sus dedos entumecidos y se hizo añicos al lado del hombre.
Mary se dejó caer de rodillas al tiempo que soltaba el cojín, que rodó a un lado, y puso las manos sobre la cara pálida de Daniel.
—No respira —anunció la muchacha con frenesí, palmeándole las mejillas.
Ella se hundió junto a Mary con movimientos mecánicos. Miró fijamente la hermosa cara del señor Mackenzie, ahora con los labios pálidos y su pecho inmóvil.
Mary desabrochó con rapidez el abrigo, el chaleco y la camisa antes de subir la ropa interior para poner las manos sobre el punto en el que estaba el corazón. Tenía vello oscuro sobre unos pectorales muy bien definidos.
—No encuentro ningún latido —gimió Mary.
Ella comenzó a temblar cuando salió de su ensimismamiento. Apartó a Mary y se inclinó hasta apoyar la oreja en el pecho desnudo de Daniel al tiempo que contenía el aliento para escuchar.
Solo percibió sus propios latidos. La estancia comenzó a girar a su alrededor, moviéndose como si las máquinas estuvieran otra vez en funcionamiento y los espíritus quisieran echarle algo en cara.
Alzó la cabeza.
—Mary —susurró, apenas capaz de pronunciar las palabras—. ¡Oh, Dios mío! Creo que lo he matado.