18
Violet no sabía lo que pensaba hacer Daniel. Toda clase de imágenes pasaron por su mente como un relámpago, cada una más aterradora que la anterior.
—Yo te cuidaré —dijo él, haciendo que su miedo disminuyera.
Ella se estremeció, pero esperó.
Él le desató las botas y se las quitó. Ella encogió los dedos dentro de las medias; tenía los pies acalambrados después de estar toda la noche sentada y el paseo en carruaje.
Las manos de Daniel eran firmes cuando le tomó los pies y frotó los pulgares contra el arco del pie para aliviar la tensión.
Era increíble, sí, pero masajear los pies era muy diferente del acto íntimo del que habían estado hablando.
Incluso la propia Mary le daba en ocasiones masajes en los pies.
El que estaba dándole Daniel era muy diferente, por supuesto. Mary resultaba competente y enérgica, Daniel, por su parte, le brindaba una provocativa sonrisa mientras frotaba, convirtiendo algo tan sencillo como masajear los pies en una experiencia religiosa.
Él le alzó la pierna para poder mover los pulgares con facilidad por el arco de la planta, luego se inclinó y mordisqueó suavemente los dedos.
Ella contuvo el aliento e intentó retirar el pie.
—¿Y si llevo las medias sucias?
Él volvió a capturarlo otra vez.
—¿La eficiente Violet con las medias sucias? No lo creo. Pero si tanto te preocupa…
Daniel deslizó las manos por sus piernas hasta que enganchó los dedos en el sencillo liguero. Ella recordó el momento en que la examinó en busca de posibles heridas cuando se cayeron con el globo. Hubo un escalofriante momento de deleite cuando él le rozó las pantorrillas; entonces se le puso la piel de gallina, igual que ahora.
Los dedos de Daniel eran firmes y seguros cuando se deslizaron bajo el liguero para aflojar la media antes de bajársela por la pierna.
Hizo lo mismo en la otra pierna y luego se puso los pies en el regazo, y comenzó a masajeárselos de nuevo.
—Tienes unos dedos preciosos. —Pero él estaba mirándola a los ojos y su sonrisa era tan pecaminosa que ella no sabía si quitar el pie de su regazo o reírse.
Entonces, él meció el talón en la mano y le alzó la pierna. Comenzó a besarle los dedos para continuar por el resto de la planta. El hormigueo se convirtió en un abrasador placer.
Daniel subió por su pierna desnuda y la falda y la enagua subieron con él. Los calzones se deslizaron con sus expertos movimientos hasta que notó el suave roce de sus pulgares en el interior de los muslos.
Jamás se había dado cuenta de lo sensible que era allí su piel. Cuando se lavaba, sus muslos eran tan neutros para ella como el interior de los brazos o el punto medio entre sus omóplatos.
Sin embargo, al ser él quien la tocaba, las sensaciones cambiaban. Sus dedos convertían el contacto en un dulce baile que le hacía sentir unos extraños escalofríos ardientes que no lograba definir. Acabó clavando los dedos en la suave tela del respaldo de la chaise longue.
En el momento en el que él se detuvo, ella contuvo un gemido de decepción.
—¿Estás bien, cariño?
—Sí. —Apenas era capaz de hablar—. Estoy… muy bien.
—Estupendo, porque ahora vamos a deshacernos de esto. —Daniel tiró de los botones de los calzones.
Ella agrandó los ojos.
—No… Quiero decir… No creo que pueda…
—Ah, pero yo quiero ganar la apuesta. —Los ojos de Daniel eran oscuros bajo la luz del fuego y su sonrisa tierna—. Un caballero que se precie no da por perdida una apuesta. Es un asunto de honor. Pagará lo que sea oportuno, según el caso.
—Eso no tiene sentido —tartamudeó ella.
—Eso es porque me muero de deseo por ti y mis pensamientos son incoherentes.
Pero no parecía como si Daniel estuviera muriéndose. Sus dedos eran estables cuando le desabrochó los calzones sin apartar la mirada de sus ojos.
Rápida y confiadamente se los deslizó por las caderas. Antes de que se diera cuenta, ella estaba sobre el sofá con las nalgas desnudas y la falda por las rodillas.
En un gesto automático, las tomó junto con las enaguas para bajárselas. Él le atrapó las manos y se las besó antes de ponerlas a los lados para volver a empujar las prendas, dejando los muslos al descubierto.
Ella comenzó a sentir pánico e intentó detenerle.
—Daniel…
El hombre de la barba roja había hecho eso —levantarle las faldas— aunque luego le había bajado los calzones de un tirón en vez de tomarse el tiempo de desabrocharlos. Recordaba haber pensado cuánto le dolió el desgarro de la tela; no estaba preparada para el abrasador dolor que sintió después.
—Violet —dijo él. Su voz atravesó la neblina que comenzaba a envolver su mente—. No estás allí. Estás aquí, conmigo; en mi desordenado refugio. Y yo estoy contigo, cariño.
Sí. Estaba allí. Con Daniel. Lejos de las trivialidades de la vida cotidiana, de la interminable necesidad de mantenerse ocupada, entretenida, para poder olvidar.
—No dejes que me aleje de aquí —le rogó.
—No lo haré, te lo prometo.
Él se soltó suavemente de su agarre y pasó la mano por la rodilla al tiempo que le besaba la piel.
—Quiero que hagas algo por mí. Imagina algo que te resulte sensual —pidió, besándole la otra rodilla—. Lo más sensual en lo que puedas pensar. Algo que te complazca a ti, no que creas que me complacería a mí; solo a ti. Mantén eso en tu interior. Ni siquiera tienes que decirme en qué has pensado si no quieres.
«Algo sensual». Se esforzó por respirar más despacio mientras buscaba en su mente. Lo más sensual en lo que podía pensar era en… él.
En él, tumbado en el suelo de un dormitorio vacío con las manos en la nuca mientras se reía de ella; en él incorporándose y cruzando las piernas; en cómo había entrecerrado los ojos al tiempo que cerraba los labios en torno a un cigarro.
En el momento en que sintió sus manos en la cintura mientras él la desafiaba a tomar el puro y poner los labios en el mismo punto que él… Entonces él la observó con ojos dorados como el whisky añejo, igual que la observaba ahora.
Ella regresó al presente con rapidez. Se dio cuenta de que Daniel tenía los pulgares junto a la descubierta entrada de su cuerpo y que los deslizaba por los resbaladizos pliegues.
Ella jadeó y contuvo la respiración. Daniel la acariciaba ligeramente, apenas la tocaba, pero el roce existía. La débil sensación la mareaba.
—Algo sensual —repitió Daniel—. Cierra los ojos y no dejes escapar esos pensamientos. No quiero que pienses en nada más.
Era fácil decirlo. Nadie la había rozado allí, salvo aquel hombre hacía tanto tiempo, y él no la había rozado exactamente. La había forzado a separar las piernas, le había hecho daño. No se parecía en nada a lo que le hacía Daniel, que la acariciaba como si no quisiera hacer otra cosa en el mundo.
No pudo contener un estremecimiento, pero cerró los ojos. Se obligó a pensar en Daniel, en el dormitorio, en la sonrisa que esbozó cuando ella le demostró que no le daba miedo el cigarro, en su mirada de satisfacción cuando se inclinó para saborear el humo de sus labios.
A continuación rememoró el momento en que despertó junto a Daniel en la posada, envuelta en su cálido aroma. Él había deslizado la mano dentro del camisón y la ahuecó sobre su pecho. Luego se movió hasta quedar sobre ella para darle un beso profundo e íntimo, que solo se rompió cuando entró la posadera con el desayuno.
Su imaginación fue más allá. En su fantasía, permanecieron juntos en la cama; la mujer no les interrumpía. Violet le rodeaba el cuello con los brazos antes de bajarlos por su espalda para descubrir lo que había debajo de la camisa de dormir. Llegaba al calor de su trasero y alzaba la prenda para tocarle.
En el presente, sintió lejanamente que Daniel la acariciaba, tanteando. Y de pronto, más calor. Su aliento entre los muslos.
Abrió los ojos de golpe. Él le había subido las faldas del todo y le besaba el muslo izquierdo, rozando su piel con la barba incipiente. Notó sus dedos de nuevo en la entrada de su cuerpo antes de que los retirara y los reemplazara con su boca.
Ella contuvo el aliento.
«¿Qué…?».
Se puso rígida, tensa, sin saber qué hacer.
Él separó sus piernas con cuidado, y se concentró en el otro muslo. La besó allí, haciéndola consciente de su cálido aliento, y luego fue su lengua…
Ella gimió. Él la lamió, volvió a besarla en el mismo lugar mientras se reía entre dientes.
—Cierra los ojos, cariño. Tiéndete. Concéntrate en lo que estabas pensando; es evidente que disfrutabas con ello.
Ella continuó mirándolo durante un rato. Jamás había soñado que a un hombre se le ocurriera hacer eso, pero resultaba evidente que le faltaba educación en esas materias. Después de lo que le había ocurrido, perdió cualquier tipo de interés en lo que los hombres hacían a las mujeres.
Pero él estaba haciendo que lo recuperara con rapidez.
Se reclinó sobre la chaise longue, obligándose a relajarse. Lo que estaba haciéndole Daniel no dolía ni la asustaba. Era más…
No lo sabía. La sensación la sorprendía. Y eso fue lo único que supo cuando cerró de nuevo los ojos.
—Buena chica —dijo él, recostándose sobre ella.
Notó que él movía la lengua alrededor de su entrada.
Primero con rapidez y luego más lentamente. La lamió deprisa, la saboreó despacio… y deslizó la lengua en su interior.
Ella intentó centrarse en sus fantasías, pero lo único que lograba imaginar era a ellos dos en la enorme cama de la posada, con la piel húmeda por el calor y el sueño.
En su mente, él se deslizaba por su cuerpo, le subía el camisón, le separaba las piernas, y hacía justo lo mismo que estaba haciendo ahora.
Él la lamió una vez más antes de colocar la boca en el punto más ardiente. Ella quiso escapar por la intensidad de la sensación y, a la vez, apretarse contra los labios de Daniel.
Pensó que él se detendría —¡tenía que detenerse!—, pero no lo hizo. Siguió chupando con un ritmo variable, succionando, jugueteando con la punta de la lengua, lamiéndola una vez más mientras mantenía las manos en sus piernas para que ella no las cerrara, rozándole sus lugares más íntimos con la aspereza de la barba incipiente.
Unos escalofríos de placer reemplazaron sus estremecimientos. ¡Daniel tenía que detenerse ya! Pero no lo hizo. Ella no sentía dolor, él no le hacía daño, no la forzaba, solo presionaba la boca y frotaba la lengua con dulce voracidad.
A ella se le humedeció la piel cuando comenzó a verse envuelta en ardientes oleadas, se le aflojaron las extremidades a pesar de aquel extraño anhelo. Fue consciente del alocado palpitar de sus venas, de los latidos con que respondía su corazón a lo que estaba haciendo Daniel.
Su fantasía, aquella dulce y hermosa fantasía de permanecer en la cama con Daniel… de que no entraba la posadera, se disolvió. Ella intentó retener aquel sueño porque no quería que desapareciera, pero su cuerpo reclamó toda su atención cuando salvajes oleadas la atravesaron, haciendo pedazos cualquier pensamiento.
Jamás había sentido nada igual. La felicidad que la embargó en el teatro cuando vio a Daniel sano y salvo fue similar. La alegría de volar en globo, de ser arrastrada por el viento, también. Como Daniel había dicho, él lo sabía.
No tenía ni idea de qué iba a ocurrir. Una de las oleadas la empujó más arriba, mucho más alto. Tan alto que se sorprendió. Entonces todo se aunó y comenzó a girar alrededor de aquel doloroso calor y de Daniel.
Sintió que se ahogaba. Que moría. Eso debía ser.
—¡Ayúdame, Daniel! ¡Por favor, ayúdame! —gritó sin control antes de interrumpirse con un sollozo—. ¡Por favor…!
Otra oleada de puro placer la atravesó y más palabras escaparon de su boca, pero no supo qué había dicho. Escuchó un último «¡Ayúdame!» y llegaron las lágrimas.
Sollozó con la cara mojada mientras en su interior se fragmentaba.
Daniel la miró con una expresión de triunfo antes de rodearla con los brazos y estrecharla con fuerza. Él la besó en el pelo para consolarla, calentándola y protegiéndola de cualquier mal.
Daniel abrazó a Violet mientras ella temblaba como una gatita asustada. Notó que ella lloraba y que sus lágrimas mojaban la camisa abierta y su piel desnuda. Rezó para no haber acabado de quebrarla.
Le acarició el pelo, aprovechando el movimiento para aflojar la trenza, y dejó que el cálido peso de los cabellos fluyera entre sus dedos. Era una sensación inigualable, como había intuido que sería.
Él había sospechado desde el principio que en el momento en que consiguiera que Violet se relajara, su cuerpo —hasta entonces muerto en vida— se encargaría y tomaría el mando.
Pero ahora ella seguía llorando sin parar, como si no pudiera detenerse.
—¿Estás bien, cariño?
Ella le miró con ojos acuosos.
—Sí. Lo siento.
—No lo sientas. Dime que son lágrimas de alegría.
¿He ganado la apuesta, verdad?
Ella se secó las lágrimas y reprimió los sollozos.
—Creo que sí.
—¿Crees que sí? Milady, quieres acabar conmigo.
—Él rebuscó en el bolsillo del abrigo y sacó un pañuelo con el que le enjugó las mejillas—. ¿Vas a contarme en qué estabas pensando? No tienes que hacerlo si no quieres, solo es curiosidad.
—En la posada —dijo ella, bajito—. Contigo.
Ninguna otra cosa le hubiera satisfecho más.
—¿En qué parte? ¿Cuándo desayuné? La verdad es que un simple desayuno casero francés puede ser lo mejor del mundo.
—Cuando estábamos en la cama. —Vio que ella se sonrojaba y bajaba la mirada. ¿Violet, tímida? Eso era nuevo—. Ya sabes… Como estábamos, salvo que tú estabas haciendo… lo que acabas de hacer.
A él se le calentó la sangre.
—Ese día quise quedarme allí, los dos solos. Quería que nos conociéramos; no tener que marcharnos jamás.
—Podríamos regresar.
Él la estrechó con más fuerza. Quizá no fuera mala idea.
—Podríamos hacer mañana ese viaje.
Ella meneó la cabeza con una expresión de pesar.
—Mañana tengo una función con mi madre.
—Entonces al día siguiente. Tendré que secuestrarte.
Aunque tendremos que ir en tren hasta el final, no creo que monsieur Dupuis deje que me acerque a otro globo por el momento.
—¿De verdad que podemos? ¿No lo estás diciendo para complacerme?
—Por supuesto que no. —Él recurrió a su mejor tono de sorpresa, el que había aprendido cuando tenía que engañar a sus niñeras—. Abandonaría todo por regresar allí contigo. Para descansar a tu lado. Estoy seguro de que el posadero y su esposa se alegrarán de volver a ver al matrimonio Mackenzie.
Ella parpadeó temblorosamente antes de apoyar la cabeza en su hombro.
—Una vez allí, ¿qué haremos?
—Todo, mi Violet. Lo que tú quieras hacer. Quizá podría enseñarte, sencillamente, de cuántas formas diferentes puede hacer un hombre que una mujer sienta placer.
—¿Te gustaría hacer eso? Quiero decir que pensaba que los hombres solo buscan su propio… —Su voz se desvaneció como si no supiera cómo terminar.
—¿Su propio placer? —preguntó él—. Creo que has vivido entre sassenachs durante demasiado tiempo. Si un escocés intentara utilizar a una mujer para satisfacer solo su propio placer, acabaría con la cabeza del revés del bofetón que recibiría. Ahora que lo pienso, eso de defenderte se te da bastante bien.
—Ya te he dicho que lo sentía.
Él apretó los dedos contra sus labios.
—Estaba de broma. Ni una palabra más sobre eso.
—Sin embargo le satisfizo ver de regreso aquel destello de vivacidad en sus ojos—. Te presioné demasiado pronto porque di por hecho que estabas deseando recibir las caricias de Daniel Mackenzie. Jamás se me ocurrió pensar que ibas a intentar matarme. Ahora ya sé que solo estabas asustada.
Ella asintió con la cabeza.
—Bien. No sabía lo que hacía.
—¿Todavía estás asustada de mí? No pasa nada si lo estás, soy un tipo aterrador.
Ella sonrió.
—Absolutamente aterrador.
—Bien. —Él le acarició el pelo con la nariz—.
Porque me encantaría seguir besándote. Por fin hemos conseguido que este lugar esté caliente y todavía no estoy preparado para salir a la calle. Ahora admítelo; has sentido placer, ¿verdad? En lo más profundo, una presión en el centro del vientre… la sangre te ardía.
Ella asintió con la cabeza.
—Llegué a pensar que me ahogaba.
—Se supone que es lo que se debe sentir. Como si estuvieras hundiéndote y chapotearas de manera torpe en el agua, sin saber si volverás a la superficie y sin estar segura de querer volver.
Ella volvió a asentir, haciendo que se moviera el pelo.
—Sí, fue justo así.
—Me debes un chelín.
Otro destello de diversión.
—Así que solo querías el dinero, ¿eh?
Él llevó la mano al corazón y la apretó con fuerza.
—Te gusta hacerme daño, ¿verdad? Soy el amo del placer. Lo hubiera hecho por amor al arte; al infierno con la apuesta. Pero no vas a escapar de esto tan fácilmente.
Tengo intención de cobrar.
—¡Oh, de veras! ¿Vas robar a una pobre e indefensa gitana?
A él le encantaba ver con qué soltura bromeaba con él.
—Eres un fraude, Violet… o como quiera que te llames.
Ella solo sonrió, guardándose sus secretos.
La apretó con más fuerza y deslizó las manos por el negro corpiño que tantas ganas tenía de soltar. Al infierno con sus secretos, con los de ella y con los suyos, se olvidarían del pasado, del dolor y de la angustia. Violet estaba con él esa noche, oculta del mundo. Allí, Violet le pertenecía y él le pertenecía a ella.
Cuando la besó, ella separó los labios para él.
Compartieron unos besos tiernos e íntimos, de amantes. Él había conseguido suavizar algo en su interior, haciendo una pequeña fisura en sus defensas. Se contendría si tuviera que hacerlo.
Sus labios se movieron al unísono, sus bocas se buscaron y entregaron. Notó la mano de Violet en la rodilla, calentándole la piel por encima de la tela del kilt.
Cuando los dedos se deslizaron más arriba y aterrizaron sobre su pene, dolorido y duro como una piedra, el mundo se detuvo.