15.— Némesis sobre El Mulero

Además, no estaba asustado; o debería decir que no me concedí tiempo para pensar en el miedo. Salí de la ciudad portuaria en un carro alquilado, y le ofrecí al carretero riquezas incalculables si me devolvía a la Urbe antes de oscurecer. Era el dinero de Roscio pero, maldita sea, yo le había salvado la vida, o al menos eso afirmaba, y ni él ni yo pudimos saber nunca hasta dónde habría llegado la purga de artistas del «grupo nuevo», si no hubiese conseguido yo nuestra inmunidad.

La tablilla de inmunidad que me habían entregado estaba en mi bolsa, y hablaba de «servicios al Estado» prestados por mí, Roscio y todos nuestros asociados, e iba firmado por un grupo de letras, una especie de clave. Supuse que aún tenía validez, así que la aferré en mi mano, osadamente, y me apresuré caminando avenida arriba hacia la casa de El Mulero. El tráfico rodado estaba prohibido allí; puesto que ahora los de Investigación Política ya no existían, las regulaciones corrientes de la policía volvían a estar en vigor. En el exterior de la mansión había un guardia. Mi tablilla me abrió paso sin otro requisito que un modesto soborno.

El vestíbulo se hallaba en un estado impresionante. Aún eran evidentes en él las señales de la expulsión de sus legítimos ocupantes, partidarios de La Mancha. Los adornos aparecían destrozados, el yeso de las paredes cubierto de sangre y con manchas de excrementos (¿quién se las arregla siempre para encontrar un poco de mierda que evacuar en ocasiones como ésta?), y daba la impresión de que alguien había hecho una hoguera para cocinar en medio del piso de mosaico.

A pesar de tan poco delicadas circunstancias, el vestíbulo estaba lleno de indigentes, suplicantes, jefes de facción, contratistas, senadores, adivinos, funcionarios fastidiados que entraban y salían corriendo... La atmósfera era tensa. Al parecer, todos esperaron durante el día entero para ver al cónsul, y nadie sabía por qué no les recibió. El sol se pondría dentro de poco, y los servidores comenzaban a traer lámparas de pie. Me abrí paso entre la nerviosa y murmurante muchedumbre y cogí a uno de los funcionarios. Exigí ver a Peloplateado, le mostré mi tablilla, y dije que quería verlo en ese mismo instante. El hombre se me sacudió de encima y me respondió que aguardara mi turno. Yo dije: ¿Dónde está, dónde está, acaso no sabes, condenado imbécil, que la vida del cónsul podría hallarse en peligro...?!

Como esperaba, esto lo trastornó todavía más de lo que va estaba, y echó una rápida mirada por encima del hombro, indicándome así el lugar en el que, al menos, él creía que se encontraba Peloplateado. Se recobró, me entregó una tablilla y un punzón, me dijo que escribiera en ella el asunto que me traía, y que vería lo que podía hacer. Luego se volvió para habérselas con un hombre que insistía en tener conocimiento de una conspiración destinada a asesinar a ambos cónsules; los intentos de saltarse el turno empezaban a ser imaginativos.

La puerta hacia la que el funcionario miró estaba guardada por un rufián samnita. Lo observé con atención para calcular la posibilidad, la próxima vez que se abriera la puerta, de esquivarlo y pasar junto a él sin acabar con su cuchillo clavado en los riñones.

Entonces me di cuenta de que no era samnita sino lucano, y de que lo conocía; se trataba de Carasimiesca. Me acerqué confiadamente a él, deshaciéndome en abundantes y venturosas sonrisas, y lo saludé como si fuera un viejo amigo. Era un viejo bastardo hosco, pero puede que el montón de dientes que descubrió al verme estuviera destinado a manifestarme afable compañerismo.

—Es un cambio agradable ver incluso a un greco —dijo—. Estos imbéciles de la Urbe me producen náuseas. No puedes entrar. Hay problemas.

—Tengo que entrar. Habrá más problemas si no lo hago.

Le expliqué que tenía que ver a Peloplateado; ¿estaba con el cónsul, o dónde estaba?

Parecía ansioso, temeroso de que alguien pudiera oírlo, y habló por un lado de la boca.

—Mira, esos de ahí no deben saberlo, ni siquiera los funcionarios. El viejo tunante está en su lecho de muerte, y ahí dentro no saben qué demonios hacer. Yo podría decirles qué hacer. Degollarse ellos mismos, aquí mismo, dejarles Italia a los itálicos, nosotros les montaremos el espectáculo de manera que nunca lo olviden, nunca. Esperanza Divina, el condenado idiota, dejó que lo sacaran de aquí por las buenas, justo antes de que nosotros franqueáramos las cosas. Pero, maldición, no tenemos ninguna coherencia, la Urbe nos lo arrancar todo de la punta misma de los dedos, igual que ha hecho siempre. ¿Manadas y rebaños, decía él? Tenía razón, y ahora es uno de ellos. ¿Es esto lo que quería tu negra?

—Si te hubieras quedado en tus montañas, sólo serías calavera y huesos —respondí—. Ella os trajo hasta aquí; no deberías despreciarla.

—No lo hago; era una auténtica reina. Nunca olvidaré cómo recorrió aquellas últimas cinco millas. ¿La enterraste como es debido? Yo no tenía otra elección que quedarme fuera del asunto, eso lo sabes, eran órdenes de Esperanza Divina.

Había quizás un atisbo de lágrima en la comisura del párpado de uno de sus cáusticos ojos. Bajo la influencia de la misma, se apartó un paso, abrió subrepticiamente la puerta que tenía a la espalda, me dejó pasar y la cerró en cuanto la cruce.

En la sala me encontré con una horda de burócratas en agitada conferencia, documentos por todas partes y la puerta que había al fondo medio abierta. Me encaminé directamente hacia ella, pronunciando con tono vigoroso el nombre de Peloplateado, e hice caso omiso de los intentos que realizaban los burócratas por detenerme. El guardia que se hallaba ante la puerta quedó impresionado por mis modales preocupados y supuso que sabía lo que hacía, por lo que también me permitió ignorar su presencia.

En la tercera sala hallé a Cenizas, al hijo y al yerno de El Mulero, a Peloplateado, y tal vez uno o dos más; la totalidad del gobierno, en realidad, menos uno. Actué como si yo fuese el que faltaba. Me encaminé hacia Peloplateado (que me miró boquiabierto de incredulidad), y dije:

—Acabo de llegar de Ostia. He hablado con el oficial de un barco. ¡Tengo que hablar contigo, a solas, por favor!

Hablé como si la totalidad de los piratas estuviesen a punto de navegar río arriba. Todos comenzaron a hablar al mismo tiempo. Pensaban que los piratas estaban a punto de subir por el río, que les darían una buena si lo hacían, el tratado con Habacuc era un auténtico tratado, no tenían derecho a violarlo.

Pero eso no era asunto mío; lo que sí era asunto mío era lograr estar a solas con Peloplateado y averiguar de una vez por todas si era Irene o no la que había viajado a bordo del Quimera.

Quienquiera que fuese, con sus piernas peludas más o menos desnudas, ahora sabía con certeza que quien fletó la carga fue este maquinador jorobado de rostro gris, y no iba a admitir ninguna evasiva. Investido de toda la discreta autoridad de un respetable agente de espionaje, me tomó por un brazo y me llevó de inmediato a una pequeña sala privada, que daba a una esquina del salón en que nos hallábamos.

Cerré la puerta a mis espaldas y apoyé la contera de mi bastón contra su nuez de Adán, manteniéndolo contra la pared. En la otra mano tenía un cuchillo.., un cuchillo para la fruta; ah, sí, por cierto, aquella mañana, en el viaje desde Ostia, había tomado una comida al aire libre. De haber sido los guardias medianamente disciplinados, deberían de haberme registrado en la puerta de la casa. Tal vez era responsabilidad de Carasimiesca; si faltó a su deber, yo diría que tenía razones para ello. Aún no estaba del todo integrado en las manadas y rebaños. El cuchillo salió, con destreza, de mi bota derecha.

—Y ahora —le susurré a Peloplateado, haciendo hincapié en el atemorizador gesto de no abrir del todo los labios mientras susurraba—, ya no hay Oficina de Investigación para respaldarte, y estos lucanos no distinguen al romano bueno del malo. No quiero matarte, pero si quiero la verdad, y prefiero morir a no obtenerla. Tú acudiste a su ventana cuando estaba enferma y sola en la cama; tú la sacaste de las Murallas del Amor y la llevaste a Tarento. ¿Por qué?

Sus ojos seguían el recorrido de mi cuchillo mientras lo blandía en círculos ante su rostro, y emitió un ronquido por la presión de la contera. La aligeré un poco. Esbozó una débil sonrisa. Habló muy rápidamente, toda clase de excusas, todas para justificar la misma excusa: predominantes exigencias de la seguridad nacional, las cuales él creía que a mi me importaban un cuerno. Me contó la historia.., o una historia.

¿Acaso esperaba que negase que se trataba de Irene? En ese caso, había juzgado mal su conocimiento de cuánto yo sabía.

No se anduvo con rodeos respecto a su identidad. Me explicó, con lujo de detalles, con todos los adornos de una intriga, que la muerte de Obeso, cuando él se enteró, significó que se había descubierto la faceta de Irene como agente del rey Estricnina, y que por tanto, él (Peloplateado) estaba implicado como su cómplice en contactos muy secretos con El Ponto..., lo cual era verdad, hasta cierto punto, pero era peligroso para él y ponía al Mulero en una situación incómoda. Así que Irene tenía que salir de Italia. ¿Acaso yo no entendía que él le pagó a Dolon para que la llevase sana y salva hasta Bitinia? ¿Cómo podía creer que él le desease algún mal? ¿Qué culpa tenía él silo traicionaron, y los piratas vendieron a Irene en Delos?

Cuando le dije que mentía, se lanzó a contarme otra historia. Puede que esta fuese cierta. Irene acompañó voluntariamente a los secuestradores que le había enviado a Tarento, donde él la esperaba; pero el mensaje que deseaba que le transmitiera a Estricnina (anular todos los acuerdos secretos que pudieran o no establecerse entre El Mulero y El Ponto), la enfureció. Había llegado a algún trato con Peloplateado (nunca me lo contó, por supuesto) y ahora, según ella, él renegaba del mismo. Peloplateado quedó atónito al descubrir que ella estaba decidida, como agente de Estricnina, a trabajar en favor de los intereses de Estricnina en detrimento de los de Peloplateado, y no iba a dejarse manipular por Roma para que saliera del país cuando ella no había tomado la determinación de marcharse. Creo que estaba tan enredado en sus propias complejidades que creía que todos los agentes con los que había intrigado alguna vez debían ser considerados, a partir de entonces, como agentes suyos. Había olvidado que Estricnina era, ante todo y en primer lugar, enemigo de todos los romanos, «grupo conservador» o «nuevo».

Cuando se dio cuenta de su error, la hizo arrastrar a toda velocidad a bordo del barco, y les pagó a los piratas para que la vendieran, no al mejor postor de Delos, sino a uno de aquellos cuyos territorios de comercio se encontraran más alejados de la esfera de influencia de la Urbe. Suponía que así lo habían hecho.

—Por supuesto, como comprender s —resolló—, ella sufría un ataque nervioso; quedaba fuera de lo plausible que pudiera confiarse ya en su discreción en transacciones tan delicadas...

—Lo lamentaba, pero eso había sucedido; ¿querría, por favor, soltarlo ahora, o el centurión que tenía detrás de mí me abriría la cabeza en dos?

El crescendo de su narración torrencial me había impedido oír el leve crujido de la puerta a mis espaldas. El centurión era el inmensamente fuerte hijo de El Mulero. Me sacó en volandas de la sala pequeña y me arrojó al centro de la estancia principal.

Alguien recogió mi bastón y mi cuchillo. El hijo de El Mulero agitó la espada, midiendo la distancia hasta mi cuello.

—¡Una sola pregunta más! —grité yo.

La espada se detuvo un momento, y vi que Peloplateado le indicaba al joven con un gesto que me dejase hablar. Por supuesto, no podía hablar, sólo tartamudear, puesto que no había pregunta alguna en mi mente, sólo un frenético deseo de retrasar la catástrofe durante un corto instante. Pero entonces, si, desde luego que hubo una pregunta, aunque no lograba imaginar de qué podría servirme la respuesta a estas alturas. De todas maneras, la verdad es que quería saber. Al fin y al cabo, yo mismo fui, hasta cierto punto, un moneda mellada, y sentí una auténtica curiosidad por el estado mental de la organización que ahora se encontraba a punto de acabar conmigo. Así pues, al tiempo que procuraba que la voz no me temblase, le pregunté a Peloplateado:

—¿Por qué corriste ese necio riesgo con unos piratas indignos de confianza? Podrías haberla matado en aquel momento.

Como respuesta, él me dedicó un encogimiento de hombros que evidenciaba hastío del mundo, profunda compasión hacia mí, por todos los años pasados en los que no había podido aquietar mi mente.

—Tenía que pensar en las futuras relaciones con Estricnina, por supuesto. Obtuve del capitán Dolon un justificante conforme la habían llevado a salvo hasta Bitinia. No seria bueno que El Ponto pensase que habíamos estado «depreciando» deliberadamente a sus agentes. Incluso habrían podido tomar represalias.

Tal vez fue una decisión errónea, ya que ahora vamos a tener que «depreciarte» a ti, algo que realmente no es justo. Pero resulta obvio que a partir de ahora tendrás una opinión muy negativa de nosotros, y debes comprender que no podemos permitirlo.

Así pues, habíamos llegado a ese punto. No volvería a ver a Gracia nunca más, ni a Irene, claro, aunque en su caso las esperanzas no eran más que remotas. ¡Todo era un disparate tan grande! Y cuando llegara al mundo de los muertos, ¿vería siquiera a Jibia? Ese chiflado mezquino de El Cuervo la tendría allí en su poder, y no me permitiría ni acercarme a ella.

Me arrodillé en el suelo y aguardé la espada. Que ardieran las gónadas de los bastardos, sangre del toro, vaya un disparate...

Desde detrás de una puerta que se hallaba al otro extremo de la habitación, llegó un ruido como de lucha de rinocerontes. La puerta se abrió con brusquedad y apareció una mujer (delgada, de rasgos delicados, cabello blanco), una mujer hermosa quizá, con círculos negros de fatiga y desesperación extremas en torno a los ojos. El hijo de El Mulero bajó la espada y avanzó hacia ella.

—No, madre... ¡Ahora no...!

Los rugidos y pisotones sobrenaturales continuaban al otro lado de la puerta. La mujer dijo:

—Está sucediendo otra vez, no puedo mantenerlo quieto. ¡Es como si ya estuviese muerto y, oh, Dios, no quisiera morir...!

Por un instante, una tumultuosa lucha ocupó la puerta abierta; una figura atormentada, aparentemente toda envuelta en ropas de cama, sacudiendo lo que parecían seis o siete brazos a cada uno de los cuales se aferraba un pedisequus (como la estatua que vi en Pérgamo, la famosa estatua, ¿cómo se llamaba?, la del anciano y los dos jóvenes envueltos en serpientes, que me provocaba pesadillas cuando era niño; Dios, qué cosa tan horrible de poner en un ágora), y luego, con la misma rapidez con que apareció, el horrible cuadro vivo se desvaneció. Los médicos estaban decididos a devolver al Mulero a su lecho y alejarlo de la vista de la nación.

Madre e hijo se abrazaron, hablando con premura, aturdidos. Cenizas, Peloplateado y los demás empezaron a dar vueltas, olvidándose de mí, reorganizando el gobierno una vez más con irresoluto pánico.

Había un camino de salida de allí, y pasaba por las habitaciones de El Mulero (a despecho de mi pierna lesionada, sin el bastón... ¿dónde estaba?); me lancé hacia la puerta aún abierta y me precipité hacia ella, a través de los pliegues de pesadas cortinas, hasta una estancia oscura y cerrada; un asfixiante olor de todo lo que puede corromperse, o salir de un cuerpo humano que está pudriéndose; cuencos de agua sucia y jofainas llenas de trapos cubiertos de pus; una olla hirviendo sobre un brasero pequeño; el lecho convertido en un espantoso y desordenado cenagal; y El Mulero al que obligaban a meterse en él, contra su voluntad y gritando.

Permanecí en la habitación durante apenas cinco segundos, sin contar los diez que me hicieron falta para forzar los postigos, abrirlos y lanzarme por la ventana. Sin embargo, las palabras apagadas que salieron de su garganta mientras yo trepaba (la habitación estaba tan abarrotada, que no quedaba otra salida), pasaba justo por encima de un extremo de su lecho, por encima de sus enclenques piernas y por debajo del brazo de uno de sus médicos, enfermeros, cuidadores o quienesquiera que fuesen; unas palabras que se clavaron en mis oídos y allí permanecieron, de tal modo que puedo escribirlas con absoluta precisión:

—Lucio Sila. Lucio Sila. A tantos como he matado y él aún llegar. He salvado Roma de todos menos de él. Cuando lo busqué, ¿dónde estaba? Debería haberlo encontrado en la calle, pero no estaba allí.

Al arrojarme por la ventana sobre unas matas de zarzas que crecían desatendidas, oí que mis perseguidores irrumpían en la habitación del enfermo y, según deduje por el ruido, El Mulero les impedía atravesarla levantándose una vez más de la cama.

Se puso a recitar poesía según su estilo de misterioso bardo tribal, y podía oírsele desde el otro lado del jardín:

Cuando vacía se halla la madriguera del león

y todos los idiotas creen que se ha marchado,

él descansa y acecha desde otro sitio.

Tened cuidado, cuidado, con la guarida desierta.

El quinto verso se perdió en una incoherencia métrica, y concluyó con una quebrada cadencia de estúpidas risas entre dientes, como el borracho que cae contra los pórticos a altas horas de la noche cuando regresa a su casa:

¡Oh, Lucio Sila, cómo le enseñamos, todos le hemos enseñado,

enseñado por maestros

para que aprendiera cómo

maltratar y... maltratar y... hacer destrozos!

—Eso está bien —dijo—. Destrozos... Al final he encontrado la rima con eso...ja, ja. Lo he acabado con la rima correcta. Vosotros, los auténticos hombres del pergamino, siempre necesitáis aseguraros de que rima...

Supongo que con todo aquel ruido procedente de la casa, los guardias que deberían estar vigilando el jardín y la calle trasera se habían apresurado a rodearía hasta la puerta lateral para ver si los necesitaban, o algo parecido. En cualquier caso, pude trepar sobre un barril de agua que se hallaba junto a un cobertizo de herramientas, de allí al tejado del cobertizo, y a continuación pasé por encima del muro sin lastimarme demasiado ni ser visto por la policía.

Tal vez contaba con alguna protección..., porque, tras haberme escabullido durante algunos minutos por los estrechos callejones que discurrían entre las elegantes casas, salí de forma inesperada a la avenida principal, y allí sí que había policía, con linternas, y, según creo, perros, corriendo de un lado a otro en grupos, gritando. Sin embargo, logré escapar de ellos.

—¡Aquí, hermano, agáchate aquí abajo, que si no te ensartarán como a un calamar en un arpón...!

Era una anciana, una negra arrugada que tenía un pequeño puesto, brillantemente iluminado con luces de colores, bajo uno de los árboles que flanqueaba la avenida, en el que vendía dulces, pan de jengibre, frutas, agujas e hilo, ese tipo de cosas.

Era, según supe más tarde, un personaje callejero muy conocido, pues llevaba muchos años establecida allí. Me acomodó debajo de la mesa hasta que la búsqueda se desvió hacia otra parte. Luego me urgió a partir y se negó a aceptar ningún pago.

¿Resulta concebible que durante esos pocos minutos fuera poseída por Jibia? Olvídalo. Logré huir, y ellos dejaron a buscarme. Tenían otras cosas en qué pensar.

Abigail, mediante algún oscuro contacto con el mundo criminal (¿de dónde sacaban esas muchachas sirias sus amistades de mal vivir, cuando ellas eran siempre, aparentemente, de una rectitud social tan inhibidora?), encontró una fétida bodega donde poder escondernos, emplazada en un edificio de la vecindad, criadero de ladrones; allí permanecimos hasta que, finalmente, nos llegó la noticia de que Cayo Mario El Mulero estaba completa y definitivamente muerto, y que ya no había que temer que sus tratos con El Ponto salieran a la luz. Su final se produjo tras una hemorragia interna generalizada. Drenado de su sangre. Sí.

Su séptimo consulado fue una realidad durante sólo diecisiete días.

Abandoné la Urbe y jamás he regresado a ella. Cenizas le prometió al electorado que a partir de ese momento todo se haría de acuerdo con los más puros principios de la legalidad republicana, lo que suponía gran cantidad de reformas populistas radicales, por tanto, grandes divisiones. Reunió un nuevo ejército de legionarios para hacerle la guerra a La Mancha, en caso de que resultase necesario. Zanjó los restantes problemas del derecho de sufragio de forma satisfactoria incluso para los irredentistas samnitas y lucanos (o para la mayoría de ellos; las bandas de guerrilleros aún persistían en las regiones despobladas, y probablemente siempre lo harán). Fue una solución que, si se hubiese ofrecido seis años antes, habría evitado millares de muertes.

La Mancha luchaba interminablemente contra Estricnina, y acabaría por tener cierto éxito. Sus tendencias favorables a la cultura griega quedaron agradablemente demostradas por su saqueo de Atenas y la masacre de un enorme número de sus ciudadanos.

Yo permanecí en Lanuvium, donde Roscio me proporcionó un medio de ganarme la vida: la administración permanente del teatro. Me casé con Miriam. Empleé mis mejores talentos como agente de artistas en las negociaciones de un infructuoso acuerdo matrimonial, tras otro para sus dos hermanas que estaban decididas a mostrarse quisquillosas; que tengan buena suerte, pues bien la merecen. Al final hallamos a los hombres adecuados para ellas: músicos de gran calidad, uno griego y el otro egipcio (los latinos no los considerábamos siquiera, por ricos y prestigiosos que fuesen).

¿Un final feliz...?

Me gustaría poder decir que si. Oh, trabajaba en mi cómoda e inútil profesión, y esperaba... a que la siguiente ola de la venganza de los confines del mundo contra la Urbe se abriera camino hasta nosotros por encima del mar.

Tened cuidado, cuidado con la guarida desierta.

Vida de un republicano en tiempos de Sila y Cayo Mario
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