4.— Mi fiesta de cumpleaños (I)

¿He explicado ya todo lo que necesitas saber acerca de mi mismo y del servicio de recaudación de impuestos? Espero haber dejado claro que cuando Paletilla sugirió que «el tipo de gente adecuado» fuera invitado a mi fiesta de cumpleaños, yo ya había descartado que nos limitáramos a comer y beber, y podíamos añadir tontear con las danzarinas del vientre. Puede que el propio Paletilla, a su edad, no sirviera para mucho más que lanzar vituperios, pero yo era un agente experimentado, sabía cómo arreglar las cosas y sabía qué quería arreglar.

No me gustaba pensar que después de todos estos años tranquilos me había visto devuelto sin remedio al enano amarillo, la «habitación trasera», el único diente de oro.

La fiesta comenzó con un altercado con Jibia. Bueno, no tanto un altercado, debería más bien decir un intercambio de opiniones desde diferentes puntos de vista. Era todavía muy temprano por la mañana, la carne de cerdo que ella había comprado olía a fresca y así lo dije.

—Claro que es fresca. ¿Cuándo te he traído comida podrida? ¿Te crees que no sé distinguir la buena carne de cerdo de la mala? Está s cambiando de tema. He dicho que por qué no has invitado a ninguna mujer. La profesión está llena de ellas; sé que eres muy aficionado a ellas; ¿acaso no tienen ni una pizca de la dignidad necesaria para un acontecimiento tan distinguido como éste? Por supuesto sé que no son miembros de tu maravilloso gremio. ¿O acaso no crees que vayan a gustarles las hermanas sirias?

Iba a invitar mujeres, mitad y mitad, de hecho más de la mitad. Me negaba a enfadarme. El teatro siempre ha permitido una cierta igualdad en el trato social entre los sexos, al menos desde que dejó de ser una actividad principalmente religiosa.

Apruebo dicha práctica, aunque para la mayoría de la gente ajena al teatro es sólo una evidencia de debilidad moral. De todas maneras, en este caso no trataríamos de asuntos exclusivamente teatrales—. ¿No te das cuenta? No sabía que iba a convertirse en algo tan político. Tendremos que hablar con seriedad, discutir seriamente esta noche lo que debe hacerse.

—Claro que lo veo. Y, por supuesto, las mujeres no serian capaces de hacerlo. Entonces, ¿las hermanas sirias van a echaros una mano con la intriga patriótica? Me consta que la mayor tiene cabeza, además de trasero.

—¿Cuánto calculas que tardar en cocerse esa carne? He limpiado la hoguera del patio trasero; ser mejor que lo hagamos allí o apestar toda la casa. Quiero despejar mi oficina y poner cojines sobre la alfombra, dejar espacio en una esquina para bailar cuando hayamos acabado de comer. No permitimos el acceso a nuestra habitación personal, puedes usarla para servir y para los preparativos, apilar los platos sucios y todo eso...

Ella se puso de pie con aire ominoso, con ambas manos se alisó las trenzas enhebradas apretadamente en cuentas, pegándolas a su cabeza más de lo que estaban normalmente... un gesto que siempre precedía a una declaración de intenciones.

—Si está s diciéndome seriamente que has dejado la elección de los invitados por completo en manos de ese viejo tirano refunfuñón de Paletilla, que nunca ha permitido que ninguna mujer lo aconsejara en otra cosa que no fuese el tipo de aceite que debía ponerse en su calva cabeza, entonces lo único que puedo decirte es: por lo que a mi concierne se trata de tu propio cumpleaños y la carne de cerdo puede asarse ella misma.

Esto era muy serio. Algunos propietarios la habrían emprendido a correazos con ella allí mismo y en ese preciso instante. Pero recordé al Cuervo, e hice una sena sagrada para evitar que nos escuchase. Ella lo vio y me dedicó una feroz sonrisa maliciosa.

—Todo eso está muy bien —le dije—, pero va es demasiado tarde para remediarlo. Aunque, de todas formas, algunos traerán a sus amigas consigo. Tú no serás la única mujer presente, te lo prometo. ¿Te satisfaría eso?

—No. Pero no te preocupes. —Apartó los ojos de mí con gesto furtivo—. No te preocupes, ya está todo arreglado.

—¿Qué quieres decir con que todo está arreglado? ¡Quieres mirarme a la cara! Has estado haciendo algo. ¿Qué?

Jugó con su collar de piedrecillas.

Antes de ir al mercado llamé a unas cuantas puertas. No todos estaban en casa, pero al menos logré hablar con Cloe. No deberías haberte olvidado de Cloe, es amiga desde hace mucho tiempo; y ella me prometió traer a alguien más. Por cierto, hablaba en serio con respecto a la siria de más edad; solía vivir con un juez en Damasco, y le preparaba todos los veredictos. No, no quiero que me beses. Pon una marmita grande de agua a hervir en el fogón, por favor. Tenemos mucho trabajo por delante... debería haber adivinado que Cloe llegaría al menos con una hora de adelanto. Nuestra antigua amistad le confería el derecho, según su opinión, de tomarse estas libertades sin previo aviso. Había abandonado el escenario para casarse, diez años antes más o menos, y desde entonces había enviudado dos veces.

Sus dos esposos fueron apacibles maestros artesanos, muy trabajadores, y ella dio a luz muchísimos hijos. De su segundo marido heredó un negocio de vestuario para teatro, que dirigía con brío y energía inmensos, y casi tenía el monopolio del negocio en el distrito. Se había vuelto muy corpulenta y, por alguna caprichosa razón (no era una viuda inconsolable), vestía siempre de negro, con una masa de pañuelos negros en la cabeza y chales en torno de los hombros. Su cabello, cuando ella permitía que se le viera, era tan abundante como siempre, sin mácula alguna de gris.

Tenía el engañoso aspecto de una vieja esposa campesina en una fiesta rural.

Entró andando pesadamente por la puerta justo cuando

Jibia se había retirado a la habitación trasera para tomar un baño y cambiarse de vestido. La comida estaba cocinándose sin problemas y yo le daba los últimos toques a la decoración de la estancia delantera. Aún tenía aspecto de oficina. Aunque una oficina con flores y telas grises, y una variedad de atractivas ánforas de vino, platillos de nueces, frutas, uvas pasas y todo eso.

—Marfil, cariño mío, ¿cómo está s? Treinta y cinco, ¿verdad? ¡Ya treinta y cinco! ¡Treinta y cinco! ¿Cómo puede ser que seas mayor que yo? Antes no era así... ¿o silo era? —Jadeó y se abanicó. Avanzó con vivos pasos cortos hacia dondequiera que deseara ir—. Bueno, bien; ¿dónde está Jibia?, ¿dónde está mi adorable pájaro negro?... Jibia, verdaderamente un nombre monstruoso para una muchacha hermosa... ¿dónde está? ¡Tengo que hablar con ella! —Se lanzó por la cortina de cuentas que cubría la puerta entre ambas habitaciones. Jibia, lustrosa estatua de ébano, de pie dentro de una tina y vertiendo agua sobre su cabeza, chilló de placer al verla y se abrazaron con desinhibido ardor. Cloe, con toda la parte frontal chorreando, se volvió de repente hacia mí y me envió hacia la puerta—. Hay una amiga que viene detrás de mi; pobre criatura, no podía seguirme el paso; ¡ve a recibirla, muchacho, corre, jamás adivinarías quién es!

En el escalón de entrada hallé la más elegante aparición, balanceándose sobre unos altos zuecos que se quitó una vez dentro de la casa. A primera vista, sin ellos, una princesa persa en miniatura, en un auténtico arco iris de ondulantes sedas, con un paje de rostro pintado y con turbante de brocado que sujetaba un parasol sobre su cabeza. La contemplé fijamente, consternado. Ella me sonrió, bueno, un esbozo afectado de sonrisa, un delicado movimiento de los músculos de la boca, demasiado leve para estropearle el maquillaje, y un temblor de mariposa de sus pestañas postizas, negras como la brea.

Buen Dios, era Irene... No la había visto desde mis dieciséis años. Si yo tenía treinta y cinco, ella debía de tener treinta y ocho, poco más o menos, pero aparentaba un máximo de veinte.

Su cabello ya no era anaranjado... ¿sería todavía su propio pelo? Su paje le retiró con dificultad todos los envoltorios de tela oriental y dejó tan sólo una especie de fina diadema (¡de plata y esmeraldas!) entre la confusión verde mar de serpenteantes bucles. Pendientes como argénteos platos de sopa, los pechos semidesnudos entre los holgados pliegues del vestido, los pezones asomando con precisión en rojo ocre y dorado. Olía como un templo donde el incienso hubiese ardido durante toda la noche.

Y ésta era la desapacible ramera de voz aguda que solía gritar su insatisfecha lujuria por el Eróstrato portador del fuego; la que me metió en el carro del viejo Paletilla cuando el resto de la compañía partió al pueblo después de una representación, la que desnudó mi intacto cuerpo y me había agarrado y golpeado hasta que comencé febrilmente, a hacerle lo mismo; la que me impulsó a decirle (r)te amo», en diez tonos diferentes, cuando todo hubo acabado y luego me abofeteó y dijo que todo eran mentiras. Me sentí tan genuinamente intimidado por su nueva apariencia que no creo que hubiese podido siquiera besarla si ella no hubiese dado un salto para besarme. Sus duros y menudos brazos me rodearon por detrás, sus uñas se clavaron en mis nalgas.

—Por la sangre del toro, has engordado —dijo—. ¡Oh, Dios, pero... tu pierna... ¿por qué Cloe no me ha dicho nada?! ¿Por qué no me lo contaste tú?

La corpulenta Cloe me observaba y sonreía con malicia desde la habitación trasera.

—¿Y qué me dices de la gordura? —dijo—. En cuanto a la pierna, todos nos hemos habituado a ella, ya no hay pesar, este hombre trabaja condenadamente bien para todos nosotros. ¿Sabes dónde ha estado, esta zorra de Irene? ¿Sabes dónde ha estado, cariño? En el último rincón del mar Negro, nada menos. ¡En Trebisonda!, ¿puedes creerlo? ¡Haciéndole el amor al rey del Ponto!

El rey del Ponto era algo así como un chiste para nosotros en aquellos días (más tarde cambiaríamos de opinión): un bárbaro oriental que ansiaba ser griego y civilizado, y que envenenó o estranguló a todos sus parientes. El mismo (según se decía) tomaba cada día veneno en el desayuno con el fin de inmunizarse.

Nosotros lo llamábamos rey Estricnina, y especulábamos impúdicamente acerca de sus hábitos sexuales (su harén era del tamaño de una legión). ¿Era realmente posible que Irene hubiese vivido allí? Si, lo era; y la historia que relató de las aventuras vividas una vez que consiguió salir, sufragando su viaje hacia el oeste atravesando un surtido de ejércitos del frente de batalla de Capadocia sin otro recurso que su propia carne dorada (y un dobladillo del vestido lleno de joyas), habría dejado atónito a un bardo árabe.

En este punto, Jibia se reunió con nosotros completamente vestida, o más bien descubierta, con un traje de plumas y tiras de cuero escarlata entrecruzados. Vio mis cejas alzadas.

—Al fin y al cabo es tu cumpleaños. No quiero que tus más viejas amistades acaparen toda tu atención. Y además, lo ha hecho Cloe. Su regalo de cumpleaños para ti.

Acto seguido, ella e Irene se midieron mutua y escrutadoramente. Por fortuna ambas decidieron, más o menos, aplazar sus manifestaciones de desaprobación ante lo que velan.

A la hora prevista llegaron el resto de los invitados. En total unos doce, y atestaron mi pequeña habitación hasta casi hacerla reventar. Entre ellos se encontraba otro agente (actuaciones circenses más que temas teatrales, y por lo tanto no exactamente un rival), un anciano filósofo que escribía farsas de éxito comercial con un nombre falso, unos cuantos actores del teatro municipal y un funcionario del gobierno encargado de dar las licencias que aceptaba sobornos de la gente de teatro, y por tanto considerado amigo. Y, por supuesto, Paletilla. Este trajo consigo a un actor itálico que ninguno de nosotros había visto antes. Se llamaba Roscio. Su conducta modesta y modales taciturnos resultaban engañosos. Una vez que cogía impulso, nadie podía pararlo; pero entre desconocidos se sentía cohibido por una bizquera nada atractiva. Paletilla nos lo presentó como «el mejor Pantaleón [sic] del mundo del teatro», añadiendo, en voz más baja, «¡ay, sólo en las obras latinas!». En efecto, su griego era vacilante.., hasta que cogía impulso. El filósofo traía del brazo a una necia ramera; la incitó a formularle preguntas condescendientes a Roscio, insinuando así la naturaleza insignificante del teatro itálico. La réplica fue bastante modesta:

—Permítame decir, en primer lugar, que somos una imitación en su totalidad... nuestros Plauto y Terencio8 despiertan mucha euforia entre el público itálico, pero han realizado una notoria piratería de la obra de vuestro Menandro,9 en todos los conceptos.

Se sintió incómodo cuando le pedimos que explicara la diferencia en estilos de producción.

—Nosotros no... os ruego me disculpéis, gentiles damas, por mencionar semejante circunstancia... no llevamos el falo para ornamentar nuestros personajes; dicho aditamento sería considerado una gran indecencia por las autoridades.

Luego, el filósofo, burlón y despectivo, hizo mención de Los Cinco Bolsillos Calientes; el gobierno y la indecencia parecían ir del brazo en este caso, pensaba él. Roscio se mostró aún mas incomodo al explicar que el teatro para soldados era algo muy diferente, en absoluto representativo, y tampoco particularmente itálico... ¿no había oído decir él que los Bolsillos eran originarios de Esmirna? El filósofo —que tal vez sabía sobre Italia más de lo que dejaba entrever— preguntó entonces por el teatro de la Urbe, su dimensión, antigüedad, sistema económico y demás.

Roscio lo miró directamente con un ojo, y dejó que el otro vagara con expresión arrepentida hacia los que estábamos a su alrededor, lo que causaba un efecto irresistiblemente burlesco, un ratero de bolsas cogido con las manos en la masa, fingiendo que su mano no se encontraba ni por asomo en la bolsa de su víctima.

—Ah —dijo—, el teatro de la Urbe... ¿cómo puedo confesar que no existe nada semejante? Hace pocos años, no muchos, había uno casi terminado. Pero el gobierno ordenó desmantelarlo, que todas las piedras fueran quitadas una a una, quitadas hasta los cimientos; nada de teatro, nada.

Todos nos sentimos horrorizados y, como es natural, quisimos saber más.

Roscio nos contó que según la Urbe un teatro permanente «feminizaría a la gente fuerte, que induciría a los niños a mantener relaciones anales...», todo disparates por el estilo, por supuesto, disparates de Catón, nada representativos.

Sólo el filósofo parecía haber oído hablar de Catón. Lo describió como «el moralista arquetípico de Roma, aunque felizmente muerto». Frotó la nariz en los pechos desnudos de su ramera, y vituperó el celo de Catón por la destrucción de Cartago, que se produjo, según dijo, «el mismísimo año en que destruyeron Corinto».

—Hoy en día —prosiguió—, ¿qué es Corinto? Un acantonamiento militar y una compañía de entretenimiento para la guarnición de naturaleza muy detestable. Oh, en efecto, nada representativo, mi querido señor, debemos aceptar tu afirmación.

Pero cuando tengamos que observar sus envilecidas posturas, afectadas y sin alma, en nuestro escenario profanado, ¿cómo nos traerá eso consuelo alguno?

Resultaba desagradabilísimo que esta vieja alcachofa acosara de tal modo a mi invitado extranjero, en especial cuando Paletilla había insinuado que aquel itálico podría prestarnos una ayuda muy concreta si se le trataba como era debido. Aunque, por otro lado, tal vez no fuera mala cosa que Roscio se apercibiese con rapidez de la fuerza del sentimiento que prevalecía en Éfeso. Me encontraba aún debatiendo conmigo mismo la forma de afrontar la desagradable situación cuando, para sorpresa mía, Irene se precipitó al ataque. Tenía los ojos enrojecidos y una expresión furiosa; cargó contra el filósofo, profiriendo lo que mas tarde aclaró que eran juramentos persas de naturaleza muy piadosa, aunque en griego parecían lisa y llanamente groserías.

—¡Por la sangre del toro-le ladró—, cómo te atreves! Este dulce hombrecillo ha dejado completamente claro que se opone con vehemencia a todo lo que nos oponemos nosotros. ¡Lo han perjudicado tanto como intentan perjudicarnos a nosotros! ¡Pero si él representa todas esas obras de Menandro, como dice, y ni siquiera le conceden un edificio donde representarlas, de modo que nadie asiste y él se halla en la ruina...! ¡Por la sangre del toro, yo a eso lo llamo heroísmo!

Se había pasado, por exceso, al otro extremo, y Roscio tuvo que asegurarle que era sólo en la Urbe donde «el público es contrario; en las ciudades del sur, querida señora, muchos miles componen nuestra audiencia...» Pero ella apenas le hizo caso; y, para cuando concluyó, la muchacha del filósofo lloraba ebria y vomitaba echada de través sobre el regazo de Cloe, en un rincón, mientras, en su desconcierto, el anciano había volcado una fuente de pescado asado y se arrastraba por el suelo en busca de su broche (de algún modo, mezclado con la salsa derramada). Jibia permanecía durante la mayor parte del tiempo en la habitación trasera, sirviendo. La ramera más bien dulce que acompañaba al funcionario de licencias se ofreció, servicial, a ayudarla; lo que significó que se movía con dificultad entre nosotros, tumbados sobre cojines, pasando platos calientes de comida por encima de nuestras cabezas, y muchas más ánforas de vino de lo que era prudente a aquellas alturas de la velada.

A pesar de la malicia del filósofo y de su bien merecido revés, la atmósfera se había vuelto bulliciosamente festiva con bastante rapidez. Con demasiada rapidez. Teníamos todos los nervios de punta, y existía el peligro deque la política esencial quedase pronto aniquilada por una descuidada complacencia. Vi que dos de los actores amenazaban con llegar a las manos por el hermoso jovencito que pertenecía a uno de ellos, y que, obviamente, el agente de circo y su bello mancebo habían olvidado que en la habitación se hallaban presentes otras personas. Una vez que los dedos comenzaran a deslizarse errabundos por debajo de la ropa interior, se habría acabado la conversación. Tenía que captar la atención de Paletilla, y de modo directo. Estaba mascullando Dios sabe qué seniles recuerdos de pasadas épocas más viriles, con la cara metida en los cálidos pliegues del cuello de Cloe; le asesté un golpe en los riñones. El comprendió lo que quería decirle, y se enderezó para volverse y hacerme un guiño tranquilizador, confiado; el antiguo actor a punto de retomar el control de su evanescente ensayo. Agitó la mano libre (que sujetaba una pingüe costilla de cerdo) hacia Roscio, el cual, gracias a los cielos, parecía preparado para ello; pie, entrada, o comoquiera que lo interpretase. El itálico se libró cortésmente del brazo con que la ramera del oficial de licencias le rodeaba la cintura, y se puso de pie con gracilidad. Paletilla dio palmas para imponer silencio; por fin consiguió algo parecido.

Roscio tenía una revelación que hacernos; y Paletilla estaba dirigiendo el espectáculo para nosotros.

—Por favor, gentiles damas, gentiles caballeros; se me solicita aquí con gran honor en medio de vuestra notable cultura griega, porque es sabido que siento con más pasión de la que podría expresar lo que le suceder a vuestro teatro de Éfeso. Ahora, os ruego, creedme: existe peligro, si, y gran confusión... ¡pero en absoluto proviene de donde creéis! Hemos bebido, hemos hablado, y he oído a muchos de vosotros decir en esta última hora: «¡Que las maldiciones caigan sobre este general romano por los problemas que traer consigo!». ¡Por favor, dejad que Roscio os diga que no es con el general romano con quien están a punto de llegar los problemas, porque, creedme todos que el general está en la ignorancia más absoluta, tiene que estarlo, tengo la seguridad de ello, porque yo, Roscio, soy su amigo predilecto, y es sólo por él que me encuentro en la provincia de Asia!

Bueno, no era esto precisamente lo que esperaba ninguno de nosotros. Excepto Paletilla; él ya lo sabía, y ahora permanecía sentado como un ídolo de piernas cruzadas, bañándose en el aplauso que esperaba recibir. No obstante, antes de que Roscio pudiera explicarse con más detalle, Jibia lo relegó de pronto al fondo de la escena; entró con un tintineo de la cortina de cuentas al tiempo que se quitaba el delantal, salpicaba perfume en su escote y batía palmas para solicitar silencio, sin darse cuenta de que el dramático silencio de Paletilla aún era respetado. Puesto que desde las entrañas de su caliente cocina percibió con intranquilidad la rapidez con que la meretriz del funcionario de licencias dispensaba el vino, decidió evitar problemas y enfriar los ánimos con algunas normas culturales.

—Primero el cumpleaños —anunció—, la política para más tarde, y podéis esperar hasta después para precipitaros todos a la autodestrucción. No me he quemado con grasa de cerdo durante buena parte del día para que me privéis después de toda decencia, ni me aburráis hasta la muerte con una inútil repetición de lo que ya todos sabemos de la villanía de los generales.

«Algo de canto —anunció—, poesía, baile, guardando el decoro, si alguien encuentra espacio para ello. Es el cumpleaños de Marfil, y estamos aquí para rendirle honores, como colegas, como artistas compañeros. Debemos ofrecerle nuestro talento, quienes tengamos alguno».

Esta reprimenda, de boca de una mujer de baja condición, con actitud de censura a algunos de los hombres más engreídos de la provincia, debía será suavizada con buen humor si se pretendía que nadie se sintiese ofendido. Por tanto, a pesar de mi postura reclinada, colaboré con mi propia ofrenda a mi propio cumpleaños: una canción animada y de ritmo rápido, y (a decir verdad) de segunda categoría que, según me constaba, había escrito el anciano filósofo. Después de eso, Paletilla realizó algunas de sus laboriosas hazañas de prestidigitación, Cloe e Irene cantaron sobre Eróstrato, y uno de los actores declamó alrededor de trescientos versos de Píndaro en alabanza a la atlética juventud desnuda. Jibia le pidió algo en latín a Roscio. La última revelación respecto a su predilecto amigo militar había quedado, efectiva pero inconscientemente, a un lado; pero él aceptó la situación, sin duda porque se dio cuenta de que Paletilla había calculado mal el momento de su intervención. Nos negó un discurso cómico porque, según dijo, no sabríamos dónde echarnos a reír, y a cambio nos ofreció una demostración del potencial de su lengua con un discurso de Catón sobre la decadencia y la corrupción. En este caso dejó más que claro, mediante la expresión de su rostro, dónde iban las risas: se las ofrecimos en abundancia.

—Cartago est delenda —fue la frase final, reiterada varias veces entre resoplidos, jadeos, y cadencias equivocadas; casi estallamos de risa, por lo ridículo que resultaba. Luego nos dijo lo que significaba.

«Cartago tiene que ser destruida.» ¿Qué griego no conoce su significado en nuestra época? Pero recuerda que esto sucedió hace diez años... Dejamos de reír. Asentimos con la cabeza mientras el provecto filósofo alardeaba como un gallo con una floritura de sus mugrientas patillas que significaba «ya os lo dije». Nos sentimos seguros de estar de un humor seriamente político, y el funcionario de licencias le pidió a su muchacha que «dejara el ánfora y se sentara en silencio». Jibia y Roscio, aunque con propósitos Opuestos, lograron al menos que en la reunión reinase un adecuado sentido de su verdadero cometido.

—Primero —dije yo—, necesitamos saber más sobre ese general. Nuestro amigo nos ha informado que es... ¿en algún sentido es su patrón? ¿Podemos saber exactamente como?

Y lo supimos. El general (si, se trataba de La Mancha, Cornelio Sila, un general enérgico) era, a diferencia de la mayoría de los romanos, un amante de las artes..., de las artes griegas, nuestras artes; y también de los artistas. Roscio era uno de los artistas a los que amaba, tanto ideal como físicamente.

En efecto, Roscio pensaba que la invitación para que viajara desde Italia a encontrarse con el general aquí era en primer lugar personal; a menudo el lecho del general tenía compañía como resultado de mensajes abruptos enviados a grandes distancias; ése era su estilo. Pero había algo más en todo ello. Si La Mancha enviaba a un artista latino a preparar a los habitantes cultivados de una ciudad griega para su llegada, sólo podía significar que tenía alguna intención de reconciliar a la provincia con el control de Roma por el método de proteger sus instituciones artísticas. Tal vez incluso tenía en mente dignificar el teatro de Éfeso... o más bien («mis más sentidas disculpas, damas y caballeros, por favor, condenad mi mal uso de vuestra lengua») dignificar el drama latino al hacer que Roscio actuara en nuestro escenario.

Pero, en ese caso, como señaló el funcionario de licencias, ¿por qué los recaudadores de impuestos habían estado comportándose como un puñado de basura? ¿Y por qué los agentes secretos se habían incautado de todos los documentos de su departamento de la sede del gobierno provincial?

—Todo el edificio es un hervidero de ellos ya se han llevado a dos de mis asistentes a los barracones para someterlos a un exhaustivo interrogatorio. Sólo esperan que uno de los pobres infelices me implique, lo sé demasiado bien; ya me tendrían allí de no ser porque el padre de mi mujer fue tino de sus apreciados informadores y el pobre diablo todavía tiene influencia..., ni siquiera entiendo en qué quieren implicarme...

Un actor intervino con un relato de cómo los agentes secretos registraron la sala de descanso del teatro y lo interrogaron, durante dos horas, acerca de los supuestos significados subversivos de un traje de Soldado Fanfarrón que habían encontrado colgado en el armario.

El funcionario de licencias divagó acerca de cómo una vez su suegro puso al descubierto ante la gente de Testarroja el plan de extorsión que tramaban los publicanos y sus subordinados, y de que su esposa estaba aterrorizada por miedo a que esto fuese descubierto por los agentes secretos que durante el último mes habían actuado contra Testarroja que, como todos seguramente sabíamos, fue depuesto del cargo por pertenecer al mismo partido que el tal Mancha que estaba enamorado de Roscio; así pues, ¿qué conclusiones debíamos sacar?

—Primero —continuó el funcionario—, nadie del gobierno de la Urbe se siente en absoluto complacido con la victoria obtenida por vuestro general en el este. Los recaudadores de impuestos y los agentes secretos está n actuando aquí en contra de los intereses del general. ¿Y qué podemos decir de esta victoria, en cualquier caso? La información que he obtenido afirma que no ha sido más que un arreglo, un remiendo para que La Mancha pueda regresar a Roma con la reputación de que goza en su propio partido, justo lo bastante incrementada para que le entreguen el liderazgo político del «grupo conservador» en las próximas elecciones. El «grupo de los hombres nuevos» está a punto de caer, tienen el sentimiento público en contra, ese rey de los gilipollas suyo, el otro general (ya sabéis a quién me refiero, el viejo borracho al que llaman Mulero), fue cónsul una y otra vez y nunca consiguió retener el mandato. Ahora creen que podría estar a punto de caer para siempre.

El filósofo añadió:

—Incluso tuvo que marcharse al exilio voluntario no hace mucho; conocí a un hombre que lo conoció por esta zona... en Halicarnaso, según creo. Nosotros no le gustábamos, ni siquiera sabía hablar griego; bueno, dicen que regresó a Roma rehabilitado. Pero si este Mancha está liderando la protesta contra él, por obligación va a sentirse amenazado...

—¿Lo bastante amenazado para ordenarle al servicio civil que haga añicos todos los buenos sentimientos entre los nativos, es decir nosotros, y La Mancha? ¿Sólo para que la situación resulte tensa? —Comenzaba a detectar la silueta de una probable intriga entre todos los chismorreos y prejuiciosas especulaciones. Pero aun en el caso de que así fuese, ¿para beneficio de quién...?

—¿Para beneficio de quién? —gritó el agente de circo por encima de todas las voces que hablaban a un tiempo—. ¿Para beneficio de quién organizan estos despliegues vomitivos en nuestro teatro? Me han solicitado quince espectáculos variopintos, juglares, bailarines funambulistas, una mujer que baila con un elefante, para que aparezcan en medio de una actuación de lucha a espada, ¡y por Dios sí no creo que vayan a poner a mis actores en peligro físico! Distracción cómica, lo llaman; quieren que la mujer del elefante salga desnuda y, por el amor de Dios, la pobre criatura ha pasado ya de los cuarenta. ¡Y me preguntaron durante cuánto tiempo podrían actuar los bailarines funambulistas mientras los gladiadores les arrojaban flechas! Siempre he dirigido un negocio limpio, mucho más limpio, si se me permite decirlo, que varios de los negocios suplementarios del amigo Marfil, aunque nada tengo contra él o no me encontraría en este cumpleaños, ¿no es cierto?

Se apartaba del tema de una manera que decidí no consentir. Lo interrumpí en seco y puntualicé con firmeza las cuestiones de importancia. ¿Por qué la administración civil iba a realizar tinos esfuerzos que resultaban tan desbaratadores para satisfacer los envilecidos gustos de los soldados de La Mancha, si querían desacreditar al general?

Paletilla dijo que era un error del servicio civil, que cada uno emporcaba el evacuatorio del otro sin siquiera saber que lo hacia.

El bello mancebo que pertenecía a tino (¿o dos?) de los actores discutió esto con repentina vehemencia. Al parecer, también él fue sometido a un interrogatorio en la sala de descanso del teatro, y por lo que a él respectaba, no había ningún error; los hombres habían acudido allí para torturarlo, física y moralmente, y lo lograron. Nos enseñó algunas contusiones bastante horribles por todo un flanco y entre los muslos.

—Vaya si sabían lo que estaban haciendo —dijo—. No se molestaron en explicar por qué, pero me doy cuenta cuando bastardos como esos actúan según un plan preestablecido. Cuando sólo buscan placer y diversión, el ambiente es muy distinto.

Besó a sus dos amigos y volvió a caer en un autocompasivo silencio.

Cloe le acarició un hombro con distraída bondad; también ella había permanecido en silencio, y sus ojos recorrieron con cautela la habitación como preguntándose si era prudente hablar libremente. La había desconcertado el reconocimiento del funcionario de licencias de las actividades de su suegro, supongo. ¿Realmente éramos todos de una misma opinión en esta charla? Las contusiones del muchacho resultaban inquietantes; su piel blanca había recibido golpes cortantes aquí y allá, y tenía costras de sangre seca pegadas al flanco.

—No —dijo Cloe, tras una pausa—, esto no tiene nada que ver con el placer y la diversión. Pero es algo más que el efecto de las luchas de facciones... el «grupo de los nuevos hombres», el «grupo de los conservadores», las elecciones y todo eso. Esta gente, todos ellos, creen tener la autoridad de Dios para gobernar el mundo; y tanto si reconcilian a esta provincia protegiendo nuestro teatro, como sí nos torturan hasta someternos mediante este tipo de cosas... —alzó una vez más la túnica del mancebo para mostrarnos las feas marcas—, existe una única política detrás de todo ello. Por supuesto que se contradicen entre si; y se interponen en el camino del otro. Pero de un modo general, son nuestros directores de escena; nos han dado una máscara para que nos la pongamos: la máscara de El Obediente Pueblo Sometido.

Con independencia de qué trama tenga la obra, nosotros representamos el papel que dicta la máscara. La única diferencia radica en que La Mancha, si hemos de creer a Roscio, le habla con amabilidad a su reparto; y el servicio civil no lo hace.

Roscio se mostraba desconcertado, incluso avergonzado, ante el punto de vista de victimas intransigentes evidenciado por los griegos a los que tanto admiraba; pero tuvo el buen sentido de no discutir las interpretaciones que Cloe hacía de la alardeada cultura de su general. Bajó su ojo bizco y dedicó su atención a un plato de fruta. Por supuesto, nada de esto nos había acercado a la meta principal de la velada: ¿qué, en nombre de todo lo conocido, podíamos tramar que preservara nuestra profesión contra sus enemigos romanos? Cuanto más impredecibles e inconsecuentes se demostraba que eran estos enemigos, menos oportunidad teníamos de contrarrestarlos... o al menos eso me parecía.

Jibia, un poco apocada porque temía haberse mostrado demasiado autoritaria antes, expuso su propio análisis. Y fue un análisis preciso, todo hay que decirlo. Nos pidió que consideráramos cómo actuaríamos nosotros en lugar de La Mancha.

—Realmente no ha ganado una guerra, sólo ha remendado una paz dudosa y le ha dado el nombre de victoria. Pero sus soldados saben con toda exactitud lo que ha hecho; tiene que ser así, no han saqueado ninguna ciudad, y en cualquier victoria auténtica tiene que haber siempre muchos saqueos. Los niños armenios no tenían ninguna importancia, y cualquiera podía capturar niños y encerrarlos dentro de empalizadas.

Su rostro, mientras decía esto último, adquirió una expresión muy dura y sus rasgos se afilaron.

—La Mancha —continuó— necesitaba la completa lealtad de sus hombres para cualquier exigencia militar que surgiera ante sus intenciones políticas respecto a Italia. Había, por tanto, que compensarlos por la escasez de botín, por la escasez de todos esos placeres que derivan de la búsqueda del botín. Éfeso no estaba en guerra; pero, aparte de la guerra, Éfeso era el sustituto más parecido de lo auténtico que podía encontrarse en poco tiempo.

«No me digáis —añadió con ferocidad— que estos juegos circenses suyos van a quedar confinados a los limites del teatro.

—Eso es lo que propone La Mancha —dijo Cloe, de acuerdo con la opinión de Jibia, y luego amplió el argumento—; y los recaudadores de impuestos saben que eso es lo que él propone. También saben y esperan que así sea, que los soldados a los que se deja sueltos no son tan fáciles de meter en cintura; saben también, y así lo esperan, que si La Mancha demuestra ser incapaz de controlarlos aquí, nunca se atreverá a llevarlos a Italia para amenazar al «grupo nuevo», dado que no tendrán la disciplina necesaria para resistir en el frente de batalla contra los regimientos de un viejo elefante de la guerra como es El Mulero. Así que lo han preparado todo de manera que las cosas se escapen de las manos. Primero, para desacreditar a La Mancha como soldado; segundo, para desacreditarlo como líder de facción; y la sangre en la que sus píes está n destinados a resbalar es la nuestra, y la de nadie más.

La compañera de lecho del filósofo dijo algo inteligente desde la niebla de su poso de vino:

—En un caso estamos atrapados, en el otro, nos atrapan. Así pues, ¿qué hacer?

Luego tuvo que ir a orinar a toda prisa, no logró llegar al patio trasero a tiempo y Jibia tuvo que correr en busca de un cazo e interceptaría justo en la cortina de cuentas. Cuando todos nos instalamos otra vez (y la cortesana del funcionario de licencias se ofreció cortésmente a secar el suelo, con el pañuelo de cuello del filósofo), nos empeñamos en la consideración de un plan.

Lamento decir que no se trató de un plan muy preciso. De hecho, fue lo que Irene (quien sorprendentemente tenía poco que proponer, según pensé, considerando sus experiencias internacionales) definió como «todo un plan de pueblo sometido, repugnante, degradante», aunque no presentó objeción final ninguna a que se llevara a cabo. Todos confiamos en Roscio. El nos aseguró que si a La Mancha se le contaba con exactitud lo que habíamos deducido del estado de cosas en Éfeso, y se le informaba de ello antes de que llegase a la ciudad, cambiaría sus disposiciones de forma indiscutible, y sin duda para beneficio nuestro. Él, Roscio, tomaría un caballo a primera hora de la mañana y cabalgaría a toda velocidad para encontrarse con el ejército en marcha. Su general le haría el amor en el campamento a la noche siguiente, si eso parecía necesario; y él lo persuadiría a toda costa de los peligros de la situación en que se hallaba. ¿Confiaríamos en él?

No teníamos alternativa.

Consideramos todo esto, nos encogimos de hombros, nos preguntamos qué había sucedido con la famosa sutileza del intelecto griego, y también (o al menos Paletilla lo hizo) ¿qué había pasado con las hermanas sirias? Él tenía entendido que debían ser la apoteosis que coronara mi fiesta, así que, ¿dónde diablos estaban? Jibia le dijo que se encontraban en el patio trasero, con sus músicos, a la espera de nuestra llamada. Las llamamos.

Jibia se llevó a Cloe a la habitación trasera para mantener con ella una charla privada. Quería que Irene también las acompañara pero Irene se negó, argumentando que obtenía tanto placer como cualquiera de los hombres ante la visión de lustrosos culos jóvenes y entrepiernas depiladas ondulando a través de una capa de gasa, que le recordaba al harén de Trebisonda.

Entonces nos arrellanamos y contemplamos con la mirada fija las ondulaciones durante una hora, más o menos. Las sirias permitían las caricias de mis invitados hasta el límite especificado en su contrato. Tras haberse refrescado con comida y bebida (también especificado en el contrato), manifestaron signos de relajar un poco su disciplina profesional, en consonancia con la naturaleza de la noche: al fin y al cabo, yo era tanto su amigo como su agente, y los cumpleaños en Siria son ocasiones de generosidad sin freno; las danzarinas se volvieron más ardientes y la música más inflamada, hasta que el sereno municipal llamó a la puerta para decir que todos los vecinos de la calle se estaban quejando por el sonido penetrante de los vientos de madera, y que si continuábamos así tendría que llamar de verdad a los guardias. ¿Sabían los caballeros la hora que era?

Los caballeros lo sabían; y, uno a uno, todos se marcharon a sus casas llevándose consigo a sus compañeros de lecho. Una de las sirias se quedó; yo no sabía por qué, pero si era para dormir conmigo, no tenía en cuenta a Jibia...

Vida de un republicano en tiempos de Sila y Cayo Mario
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