14.— El relato de Furia de Caballo (II)

¡Ah, y esa otra cosa, esa gran cosa que tengo que contarte...!

El barco volvió a nosotros cuando estábamos en África, a principios del verano, y tuvimos noticia de las guerras de Estricnina, que en parte les había ido bien, aunque muchos resultaron muertos, y las naves rotas. Calculaban que el hombre llamado La Mancha jamás podría, con sus propias fuerzas, hacerse con la victoria. Y menos aún en caso de que sus enemigos ayudaran al Mulero a volver a Roma.

Uno de los hombres del barco me contó, después de beber mucho y de una noche escandalosa en una taberna, que la nueva esposa del rey Estricnina tenía mucho que ver con todo ello. Que el rey estaba empeñado en mantener los barcos en el este para que participaran en su propia batalla, pero que ella impuso su criterio y consiguió enviarlos a África el mismo día en que acabaron las tormentas.

Así que yo le pregunté: «¿Qué nueva esposa?» Oh, Dios, he aquí una cosa extraña. Ten presente que el hombre había bebido y que nada de lo que dijo era en absoluto las palabras de un hombre de juicio, en absoluto... pero dijo esto. Ella era «la mujer embarcada en Italia tres años antes, durante el mal tiempo» —no embarcó en la nave de él, sino en el barco consorte durante el mismo viaje—. Ella fue embarcada por un hombre que la transportó mediante engaños a los mercados de Delos por un gran precio, aunque ella misma creía que viajaba a cargo de él, y libre, en dirección a la costa de Bitinia.

Pero ella influyó en los hombres del barco trabajando para su placer... dijo que bailaba sobre popa, de esta y aquella manera, durante los... cuartillos, ¿llaman así a ese tipo de guardia?; es un nombre extraño... y mientras me lo contaba, profirió tantas carcajadas indecentes, que yo no le habría creído una sola palabra... pero dijo lo siguiente:

«Piernas peludas que erizaban los pelos del pellejo de todo el mundo, ah, truhanes». Y de esa manera, ¿sabes?, los persuadió de llevarla a Bitinia a pesar de todo, y obtuvieron muchos más beneficios por hacerlo desde el momento en que el rey Estricnina la tomó y convirtió en su esposa.

Al parecer no tiene más que bondades para estos piratas, valiéndose del corazón del rey.

«Piernas peludas»... ¿Es posible? Quiero decir, que tú sabes, y yo sé...

Vi a Copo de Nieve en uno de mis sueños y le pregunté si era posible. Ella dijo que por supuesto, que por qué no iba a serlo. Pero una vez todo dicho, no logro aclararme las ideas. Le pregunté al marinero en qué lugar de Italia la habían embarcado. Me dijo que en Tarento. No sabía más al respecto. El tipo estaba cayéndose contra la pared, pero le pregunté el nombre de la nave consorte.

Oh, ahora procura recordarlo; necesitar s, desde luego, hacer tus propias pesquisas, porque yo no cesaré en las mías.

El Quimera, un barco de Creta, capitán Dolon, creo que es ése el nombre, pero nunca he tenido oportunidad de encontrarme con él. Para todos nosotros era momento de zarpar, ¿me oyes?, y nuestra nave no se encontraba para nada en la misma parte de la flota que el Quimera, así que no tuve ninguna oportunidad, hombre, ¿me oyes? Para será sincero contigo, también yo bebí aquella noche. Me arrancaría cinco dedos, hombre, por haber estado sobrio, y haber podido...

Oh, ya lo creo que podría ser. Puede que ella esté aún viva, y que todas las cosas repugnantes que él contó no sean más que producto de la bebida y de sus sucios modales. Te diré una cosa, el día que sepa con certeza que es verdad, yo mismo, para divertirme, mataré a ese Mulero y pondré fin al asunto de una vez.

Porque entonces ya no habrá ninguna necesidad de todo eso que tengo que hacer por él. Hasta entonces, continuare. Yo alzo mi larga mano derecha, con mi esposa rata de diente de hierro, cada vez que él me lo ordena; y cada vez, rueda una cabeza..., cabezas romanas, llevo cuenta de las cabezas para él; tantos más que han abandonado la Urbe, marchado, marchado al mundo de los muertos por orden de su propio hermano... ¿o no volver n más bien con el viento, como los hombres muertos de Cartago?

Tantos más, cuéntalos; y luego viene otra vez La Mancha, y él tiene sus propios hermanos, y también él tiene su propia larga mano derecha, y una vez más hay que hacer la cuenta.

YO, FURIA DE CABALLO, HAGO TODO LO QUE ELLOS ORDENAN, PORQUE PREVEO ADONDE LOS LLEVA ESO... así que lo hago.

Pero, si al menos pudiera saber... «Piernas peludas»... Oh, ¿ser posible?

Al final oyó un sonido proveniente de la habitación interior. Era el desgraciado artesano de máscaras, enfermo, que deliraba y farfullaba, incapaz de comprender el aterrorizado comedimiento de su esposa. Furia de Caballo (que estuvo a punto de matarlo al sospechar que era un espía) se detuvo en el momento preciso, atravesó la habitación cuidadosamente, le hizo un solemne saludo de caballería con la espada, acercó la punta de la misma con severo respeto a la máscara de Palas Atenea colocada sobre un estante encima de la cama, que inspiraba temor reverencial, besó a la esposa con el más absoluto decoro, y se marchó caminando de puntillas con sumo cuidado.

No pronunció una sola palabra más, excepto cuando pasó junto a Roscio, en cuyo hombro descansó una mano, y dijo:

—Dile a tu hombre que no creo que yo tenga mucho más tiempo. Debe encontrarla por si mismo. Dile eso.

Durante una semana vivimos en esta Urbe de venganza consumada y muerte. En la octava noche de tumultos, el viejo Cenizas, realmente enfadado, hizo que sus legionarios más responsables cayeran sobre los miembros de la Oficina de Investigación Política mientras dormían, la mayoría de ellos en el campamento del Campo de Marte, pero sus jefes se encontraban en las dependencias del servicio de la mansión de El Mulero (casa expropiada a un rival «apreciado», puesto que la suya propia fue quemada cuando La Mancha lo hizo huir el año anterior). Todos los integrantes de la banda de convictos asesinos fueron degollados. Sólo Furia de Caballo libró una lucha digna de mención por encima de los tejados, jardines y terrazas ornamentales de la zona elegante de la ciudad, durante la que mató a casi una veintena de legionarios.

Por último, logró eludirlos escalando el Monumento de los Libertadores, de cincuenta y siete pies de altura (erigido a los héroes republicanos que expulsaron a los reyes tiranos), desde donde se puso a rugir poemas en su propia lengua mientras esquivaba las flechas disparadas contra él. No consiguió eludirías todas. Con innumerables varas y puntas de flecha sobresaliendo de su cuerpo, cantó tres o cuatro veces un último estribillo desafiante; creo que era el que decía:

Pequeñas mulas, cuando me trajeron encadenado a este país libre,

¿pensaron acaso que rascaría por siempre vuestros cautivos pellejos?

A continuación se lanzó de cabeza al podio de mármol. ¿Para morir? Para acudir a su campo de manzanos, junto a su Copo de Nieve, en el lejano confín oriental del océano...

El Mulero lo hizo enterrar con todos los honores militares, lo que escandalizó a muchos. Pero dado que, por lo demás, no hizo ninguna declaración pública acerca de la «acción política» de su colega de consulado, se dio por supuesto que el terror había acabado, por el momento, y que una vez más se aplicarían conceptos más reconocibles de ley y orden normales.

Los samnitas y lucanos fueron retirados de la policía y destinados a guarniciones exteriores. Antes de que se marcharan, se les garantizó que los derechos civiles de sus comunidades serían finalmente confirmados. Yo no podía creer que un hombre como Esperanza Divina confiara en garantías semejantes, pero quizá no necesitaba hacerlo. Había dejado el legado de su intransigencia en el seno de la odiada Urbe, y se contentaba con volverle la espalda y dejar que germinase. No había dado señal alguna de desear abandonar la profesión militar y volver a la carrera judicial. Aproximadamente un año después, fue asesinado durante un motín inexplicable acaecido en un campamento de tránsito, cerca de Rímini. Supuse que había usado en exceso su bastón con algún subordinado pertinaz, en cumplimiento de la extraña disciplina de la Urbe. O quizá los monedas melladas pensaron que ya había llegado el momento de que también él fuese «depreciado». Nunca me contaron toda la historia.

Tras la muerte de Furia de Caballo, decidí acudir a Ostia y enterarme de qué pasaba con los piratas. El barco de Habacuc ya no se encontraba allí. Había una sola dotación en el puerto, con su nave, y se preparaba para zarpar. Las cubiertas estaban despejadas en previsión de posible lucha, y los guerreros estaban todos armados y alineados a lo largo de la amurada. Era obvio que temían un ataque, por parte de los guardias de vigilancia de costas, destinado a impedir la partida. El segundo oficial me conocía, y tras algunos gritos desde el muelle de atraque y malos entendidos generales, me permitió subir a bordo.

Me dijo que todos los esfuerzos que dedicaron a llevar al Mulero a Italia y asegurar su éxito fueron, por lo que él podía ver, una completa pérdida de tiempo. No existía ninguna probabilidad de que Cenizas ratificara el tratado de El Mulero con su confederación, y mientras El Mulero continuara en su estado de salud actual, no creía que pudiera ejercerse más presión sobre Cenizas a través de él. Consideraron la posibilidad de someter a bloqueo la costa italiana, pero decidieron, por razones estratégicas, que probablemente no serviría de nada.

Las tripulaciones se enfurecieron y saquearon parte de Ostia dos días antes. La marina de guerra no intervino para impedirlo, y aún en ese momento se encontraban todos los marinos confinados en su campamento. Pero no podía descartarse un ataque sorpresa sobre el último barco que quedaba. Habría zarpado con los demás, pero en el último momento se le había abierto una pequeña vía de agua.

En general, se mostraba muy filosófico sobre todo el asunto. Dijo que Estricnina tenía trabajo más que suficiente para ellos en aguas orientales donde, de todas formas, se sentían mucho más felices, y que había sido fantástico mientras duró. Él mismo había pasado un día y una noche en la Urbe, y jamás había estado tan borracho en toda su vida.

Ah, si, él sabía algo respecto a Dolon y el Quimera. Incluso en otra época navegó a bordo de esa nave, algunos años antes, cuando era piloto. ¿Tarento? Sí, recordaba Tarento. ¿Una mujer? ¿Piernas peludas? Ah, nunca la olvidaría. Me contó una anécdota que me envió directamente a ver a Peloplateado. Estaba ardiendo, tanto mi cerebro como mi cuerpo.

Vida de un republicano en tiempos de Sila y Cayo Mario
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