10.— La actuación de gala
Durante tres días disfruté del privilegio de ver a Roscio crear su programa. Es decir, que permanecí sentado en medio de una especie de tormenta equinoccial (metafórica y literalmente, ya que diluviaba a intervalos impredecibles, los asientos de piedra del teatro se transformaban intermitentemente en cascadas de jardín ornamental, y el piso del escenario despedía vapor entre chaparrones), mientras Roscio corría arriba y abajo, gritaba, cantaba, saltaba sobre el escenario y empujaba a sus actores o tironeaba de ellos; se deslizaba a los rincones con tino u otro actor y le susurraba cosas feroces al oído; se ponía la máscara de todos los demás y demostraba enfurecido cómo debía representarse cada personaje; imprecaba, besaba, hablaba con voz arrullante y golpeaba la cabeza contra las columnas, chillando como una gaviota.
Sus actores eran cultos y, en su mayoría, suboficiales jóvenes de la centuria de guardia en el pretorio de La Mancha, que hablaban griego. No estaban nada mal; supongo que Roscio había tenido algo que ver con su formación original. Eran un completo contraste con la compañía a cargo de la obra de Menandro, la cual dirigía Paletilla con un sólido estilo anticuado, como correspondía a un grupo de actores que estaban representando papeles que habían hecho centenares de veces antes y sabían con total exactitud lo que se esperaba de ellos. Las principales tensiones del trabajo surgieron cuando Paletilla y Roscio tuvieron un altercado sobre quién debía ensayar en el teatro en determinados momentos. El director de escena había estructurado un arreglo alternativo con un pequeño salón de conciertos bajo techado que estaba al otro extremo de la ciudad, y ninguno de los dos quería tener que utilizarlo. Los miembros del coro de la obra Las Ranas (nos decidimos por Las Ranas porque el teatro tenía un admirable conjunto de trajes, sólo parcialmente dañado por los recaudadores de impuestos) acudieron a un gimnasio extramuros, para fastidio de los atletas aristocráticos que solían ocuparlo en circunstancias normales. También eso causó inconvenientes, y nuestro neurótico director de escena cayó en repetidos accesos de desesperación, acusándonos a todos de querer sabotear su reputación teatral.
Al caer la tarde, tederos encendidos iluminaban la orquesta y siempre había alguien trabajando a la luz de los mismos casi cada noche, desde que oscurecía hasta el alba. Me encontré convertido en ayudante general de producción de casi todo el mundo. Me las ingeniaba para escabullirme a intervalos erráticos para dormir, y Jibia me llevaba las comidas al teatro. Ella pasaba la mayor parte del tiempo corriendo por la ciudad con recados imprescindibles que realmente no eran en absoluto responsabilidad suya. Pero el personal corriente del teatro había demostrado ser por completo ineficaz. Consistía sobre todo en mancebos tontos que el director de escena gustaba de acariciar; mientras que Roscio era, supongo, un genio; y Paletilla había conseguido larga experiencia con el chapucero trabajo de improvisación de desaliñadas compañías itinerantes. Ambos planteaban exigencias que estos exquisitos jóvenes urbanos eran incapaces de satisfacer, y Jibia cargaba con la difícil tarea.
Al tercer día (el del ensayo general), la histeria había llegado al punto de la crisis. La compañía que representaba la obra de Plauto estaba en el escenario haciendo un último ensayo completo sin trajes; la compañía que representaría la de Menandro disputaba por sus trajes en voz muy alta con dos de las ayudantes de Cloe; las «ranas» croaban una variación vocal de último momento en lo alto de las gradas; y había aún otras de las muchachas de Cloe sobre escalerillas por todo el teatro, colgando decorados y riñendo con tramoyistas y carpinteros, el ruido de cuyos martillazos, serruchos y lenguaje impropio (demasiado fuerte, para demostrar su independencia) reverberaba en todo el auditorio. La propia Cloe andaba a grandes zancadas con la falda remangada hasta el muslo, chillándoles a sus empleadas, y de vez en cuando injuriando a Paletilla.
En el proscenio, Irene y Jibia estaban enzarzadas en una discusión. Deduje que, de alguna forma desconcertante, Roscio las había contratado a ambas para presentar un prólogo de declamación y canto, y esperaba que ellas resolvieran los detalles de su actuación. Yo estaba exhausto y me dolía la cabeza, pero por el momento no tenía nada que hacer. Contemplaba el caos desde una hilera intermedia de las gradas.
Vi a una persona que penetraba en el teatro por una de las puertas. Volvía a llover, aunque ninguno de nosotros reparaba ya en ello; pero ese hombre se cubría la cabeza con la capucha y se envolvía en la capa. Se trataba de una figura grácil, erguida, de cuerpo fuerte. Supuse que era alguien del personal que se ocupaba de la atención al público (recientemente nombrado para esta ocasión especial). Subió por las gradas y se sentó a pocos pasos de donde yo estaba. Miraba con gesto vivo hacia un lado y otro. No creo que nadie más lo hubiese observado. Pasado un rato, la lluvia cesó y del teatro volvió a elevarse vapor. Cloe, deteniéndose en los escalones, escurrió agua de sus pesadas faldas con ambas manos.
—Después de esto, algunos de nosotros disfrutaremos de reumatismo —anunció—. Sólo espero que mañana llueva y ese condenado general acabe en cama. —Entonces vio al desconocido—. ¿Quién es ése? —me preguntó. Me encogí de hombros—. Entonces no debería estar aquí. No se permite la entrada de público en los ensayos generales, a menos que sea por invitación, y nadie ha sido invitado. Esto es un ensayo privado. ¿Quiere tener la amabilidad de marcharse?
El hombre se había quitado la capucha al cesar la lluvia.
Se apreciaba en su rostro una enorme marca marrón de nacimiento que le bajaba desde el ojo hasta la quijada, como si alguien le hubiese salpicado pintura. Tenía el pelo espeso, con copete, encanecido en las sienes. Parecía de modales suaves, sensible, quizá s un poco tímido. Entonces vi sus ojos, azul hielo intenso y absolutamente aterrorizadores. Nunca cambiaban, con independencia de cuál fuese la expresión que se agitara en su rostro.
—Lamento muchísimo si molesto, señora, pero el director artístico me dio a entender que era posible estar aquí si no estorbaba el trabajo.
Roscio se levantó la máscara y echó una mirada atónita a lo que sucedía.
—Está todo en orden, al caballero se le permite estar aquí.
Y luego prosiguió con su papel de usurero Uxorius. Cloe profirió un bufido y regresó a su trabajo. Yo me enderecé con alarma y me compuse la ropa. ¿Esa marca de nacimiento, el permiso de Roscio? Por supuesto... ¡y lo llamaban La Mancha...!
¿Habría algún castigo por insultar a un general de incógnito? Lo supuse más que probable. Mi padre lo habría sabido; mi padre habría estado ya lamiendo los pies de aquel hombre... Oh, Dios, el maldito Mancha caminaba hacia mi para hablarme. ¿Qué iba a decirle?
—Disculpe, usted es Marfil, según creo. Tengo entendido que el general va a invitar a algunas personas, artistas, músicos, gente así, a una reunión informal que celebrar mañana por la noche en su vivienda, después de la cena. Me ha encargado que averigüe si le gustaría ser una de esas personas.
Yo repliqué que me sentiría muy honrado y que sin duda aceptaría la invitación del general. Le hablé con menos deferencia de la que habría empleado de ser él realmente el secretario de protocolo del general. No tengo nada que objetar ante el incógnito, pero me tomo a mal que me lo froten por las narices.
Al igual que los carpinteros del escenario, también yo tenía una cierta independencia que mantener. Sonrió, de manera bastante cálida (pero sin repercusión en sus ojos), avanzó en silencio a través del ensayo de Plauto (los soldados actores no demostraron percibir su presencia, sin duda conocían los métodos que empleaba), le dedicó un cortés asentimiento de cabeza a Roscio, y desapareció en la skené.
Un poco más tarde lo vi charlando, muy tranquilamente, con Jibia e Irene. Crucé los dedos.
El ensayo general, que vino inmediatamente después, pasó sin más que el número habitual de esos desastres que encogen el estómago. Uno de los incidentes revistió cierto interés. Como gesto de cortesía para con las prácticas de nuestro teatro griego, Roscio le había ordenado a Cloe que añadiera falos a los trajes del grupo que representaría la obra de Plauto. Justo antes de que la compañía se pusiera a actuar, un beligerante joven suboficial del cuerpo auxiliar de fortificación (que representaba el papel de viejo malvado, y bastante bien) se adelantó y dijo que los hombres consideraban aquellos tiesos apéndices algo degradante para la Urbe, y que se negaban a tener nada que ver con ellos. Eran hombres y eran soldados, y semejantes trucos sucios resultaban apropiados sólo para... Roscio se apresuró a interrumpirlo, pero llegó demasiado tarde. Paletilla intervino rugiendo, diciendo que el traje fálico tenía las connotaciones más ancestrales y sacras, y que el zapador estaba insultando deliberadamente a sus anfitriones del teatro y a la totalidad de la cultura de Homero, Platón y Pitágoras. Todos los demás se unieron a la discusión, y se cruzaron sin miramientos frases como «grecos repugnantes» y «esclavos imperialistas».
La Mancha salió de la skené, avanzó con suavidad por el proscenio y le habló (en griego) al suboficial, en voz baja, con su fácil sonrisa agradable, igual que antes.
—Tú, ven aquí, por favor, aquí. Mi amigo Roscio ha decidido, por razones que no te conciernen, que en este escenario debéis vestiros todos como un montón de jodidos burros hambrientos de sexo, pichas de salchicha, cojones de globo. Por favor, haz lo que él dice. Debéis colgaros, con entusiasmo, estos consoladores rojos y amarillos de ensueño de colegiala, para que se os balanceen entre las piernas y todos los griegos rían con disimulo. Quiero que así se haga. Así que hacedlo. Gracias.
A continuación abandonó el teatro. El suboficial estaba tan pálido como su ropa y temblando de pies a cabeza.
Después de eso no surgió ninguna otra complicación intercultural, y Paletilla se disculpó con profusión ante Roscio por haberlo acusado de «colonizar el teatro de Éfeso».
No necesito describir la actuación de gala en si, excepto para dejar constancia de que fue un enorme éxito. En mi opinión, el prólogo, a cargo de Irene y Jibia, constituyó la mejor parte.
Probablemente: a) porque fue la única parte en la que actuaron mujeres, y b) porque era nuevo. A Menandro y Aristófanes los conocía desde hacía mucho; y Plauto me pareció bastante desprovisto de originalidad.., pero hay que tener en cuenta que yo no podía seguir con detalle el diálogo en latín, aunque me atrevería a decir que era ingenioso. El prólogo lo componían una compilación de versos clásicos ligeros, animadas tonadas tradicionales y algunas danzas delicadamente salaces. El tema de la obra era la guerra ha terminado: bienvenidos a las bendiciones de la paz (la mayoría de ellas son eróticas).
Ambas actuaron con una técnica excelente, tal y como yo habría esperado; sin embargo, lo que le confirió su particular tono picante fue la muy vivida sensación transmitida a los presentes de que las dos mujeres estaban... bueno, no precisamente riñendo, pero de alguna forma encubierta «disputándose» el guión, y la re presentación incluso, en el momento de presentarlo ante el público. Actuaron sin máscaras; Cloe las había ataviado con ropajes exquisitos. Irene era un hombre joven con el traje de caza de un clan montañés, sombrero de paja y calzones de montar azules ajustados como una segunda piel.
Nunca antes la había visto representar nada parecido a un «papel»: era imponente. La Mancha la aplaudió con especial energía. Roscio me contó que fue por insistencia personal de La Mancha que les adjudicó el prólogo a dos mujeres. Al parecer le gustaban tanto como los hombres. Jibia llevaba un traje transparente de pastora y demostraba tener un sentido de la comedia muchísimo mayor del que estoy seguro que jamás llegó a sospechar su viejo Cuervo.
Hubo otro detalle en el prólogo del que, extrañamente, no llegué a darme cuenta hasta que hubo concluido (había estado demasiado atareado durante los febriles días de preparación como para poder mirar con algún sentido crítico lo que estaba preparándose...): la aparición de mujeres en el teatro público, sin máscaras, intercambiando palabras de un diálogo (contrariamente a la mera exhibición de sí mismas en una danza o declamando un cierto tipo de interludio coral), constituía una innovación sin precedentes. Cloe e Irene, como miembros de la antigua compañía de Paletilla, por ejemplo, jamás aparecían en el teatro normal de una ciudad. Las festividades de aldeas y las actuaciones privadas en casas particulares eran una cuestión muy diferente. Supongo que los colegas conservadores, como el propio Paletilla, se sintieron tan aliviados al ver que los actores de la legión llevaban el falo griego en una comedia derivada de nuestro teatro, que olvidaron sentirse escandalizados; pero, en un cierto sentido, este elegante prólogo resultó tan desbaratador para nuestro hábito de vida en Éfeso, como lo habrían sido los Bolsillos Calientes... ¿«Colonizando nuestro teatro»...? No lo creo. Fue una innovación tan grande para Roscio como lo era para nosotros. De no haber sido por acontecimientos posteriores y devastadores de verdad, podríamos haber construido todo un clima teatral de vanguardia sobre ese precedente. Ahora bien, yo nunca he pensado en mí mismo como en alguien de vanguardia. Pero todo el trabajo de teatro en que he estado implicado desde esta extraordinaria gala ha sido, en tino u otro sentido, una evolución del prólogo femenino; así pues, ¿debería tal vez ser más conocido por los historiadores teatrales? No, por supuesto que no..., el mérito directo le pertenece a Roscio.
Y, debo admitirlo, a ese asesino sediento de sangre, La Mancha.
«Perdónale, Musa, sus millares y más millares de inocentes asesinados; él le confirió nueva vida a un escenario inactivo.» Eso sí que es un epitafio.
Después de la actuación, en medio de la multitud que salía, alguien me tocó un codo. Era Dulcera, con su absurdo gorro en forma de cresta de gallo.
—Bonito espectáculo, muy bonito, ya lo creo. Ese italiano conoce su oficio. Oye, ¿quién era la moza de las bragas azules?
Tenía una curva muy bien dibujada, muy airosa en la parte trasera. —Si no había reconocido a Irene (ella llevaba zuecos altos la última vez en que él la vio, y hoy llevaba el pelo corto, rubio y sin ondular), yo no iba a decirle quién era. Me enseñó los colmillos—. Vale, pues, mantenla en secreto. Pero si esta noche vas a la juerga del general, vigila al viejo Dulcera; le habré quitado esas bragas azules antes de que puedas romper un huevo.
Se mezcló con la multitud y desapareció. No se me había ocurrido que La Mancha invitaría a Dulcera. ¿Posibilidades?