6.— En la vía, rumbo norte
Lanuvium es una ciudad latina emplazada a unas veinte millas al sur de Roma, y aproximadamente a doscientas sesenta al noroeste de las montañas de Lucania. Se trata de una población acomodada, muy partidaria de la Urbe durante la guerra originada por el derecho de sufragio, una comunidad privilegiada, en suma.
Apenas me había puesto en camino, cuando me encontré manteniendo una conversación no deseada con el oficial de la organización de espionaje con el que me había tropezado días antes. Ahora, al parecer, se alojaba en una casa civil cercana a la vía, y había convertido en un deber personal formular toda clase de preguntas a todo tipo de viajeros.
—Espero que tengas algo que decirme; Dios mío, estás en un estado realmente lamentable, hombre, con independencia de dónde hayas estado.
Me recordé a mi mismo que nos hallábamos a diez millas de cualquier zona de guerra; su información debía encontrarse al menos a una distancia equivalente de cualquier posible verdad. Por supuesto, lo primero que quiso saber fue: ¿había identificado a Esperanza Divina? Luego, ¿dónde estaba la negra? ¿Con qué unidades armadas me había encontrado y en qué montañas?, y ¿cuál era la situación de los terroristas? Lo habían retirado de las líneas durante unos días, para que informara y recibiera órdenes, y ahora a punto de volver a la acción y, como de costumbre, necesitaba desesperadamente datos concretos.
Oh, sería fácil decirte que le conté disparates, que envié a la legión a una caza quimérica en dirección completamente errónea...; valentía, nobleza, inventiva, solidaridad de la resistencia inquebrantable, todo eso, demasiado fácil. Y también ventajoso para mí. Reparar mi reputación ante los lectores póstumos.
Ay, no obtendré ningún beneficio contándote lo mucho que deseaba traicionar a Esperanza Divina ante estos romanos. Eso si que me habría resultado fácil de hacer en aquel momento.
Ese abogado, su gusto por el majestuoso Esquilo, su inquebrantable determinación de rechazar cualquier compromiso por miedo a que lo convencieran, en cierto modo, de que el gobierno de la Urbe podría gobernar alguna vez en interés de alguno de sus pueblos sometidos... este hombre, mientras viajaba, había colgado en el fondo de mi imaginación, hora tras hora, durante todo el día, a lo largo de toda la noche, había colgado de su cruz como una calavera putrefacta ensartada contra el muro de un establo en desorden y abandonado. Con mi bastón en sus manos, él había golpeado a Jibia hasta darle muerte..., una muerte demorada, una muerte diferida, había otros factores, si..., no pensaba discutir eso. Había sido la mano de ese hombre.
Ahora le contaría al espía de la Urbe todo lo que quería saber.
Yo había visto a los centinelas de Esperanza Divina, me habían conducido por su ruta de escape, había visitado su reducto seguro; sin duda, era más que suficiente para asegurar su captura inmediata. Se lo diría; y él colgaría. En el fondo de mi imaginación, los clavos le atravesaban tendones y huesos.
Entonces él (el romano) cometió un error. Me trajeron la sopa de habas que él había pedido, en ella había asaduras de carnero. Contó un mediocre chiste de soldados acerca de los leones masticando los genitales de Esperanza Divina. Bien, no me habría importado que se lo sirvieran a las bestias salvajes, si se exceptuaba el hecho de que yo lo había soñado en la cruz. En mi mente, su calavera era la calavera que él había creído apropiada para el emperador Darío; por tanto, su muerte estaba unida, supongo, a la muerte de mi Jibia. Los leones no tenían nada que hacer en el asunto. No puedo decirte por qué peculiaridad de pensamiento vengativo me había decidido por los clavos o nada, pero la decisión estaba tomada, y entonces perdí pie.
Y, una vez que hube perdido pie, comencé a reflexionar. Mi odio hacia Esperanza Divina era personal, directamente personal. Deseo de venganza. Y envuelta en esa venganza personal, una cólera general contra su fan tica intransigencia, una intransigencia que yo asociaba con Jibia desde la primera vez en que fue «transportada», en el teatro de las Murallas del Amor... no, se remontaba a un momento anterior, cuando Irene me planteó que yo retrasaba indebidamente la liberación de Jibia. Cuando le dije a ella que era una mujer libre, ¿acaso se me había arrojado a lo s brazos? ¿Y por lo que respecta a Irene? Metió la mano y sacó el premio para el rey Estricnina: yo, por supuesto, ¿quién si no?
Pero estas dos mujeres habían sido arrebatadas de mi lado, apartadas de mí, aunque no por mi culpa. Alivio combinado con dolor en ambos casos; aflicción con liberación, horror con... con nada. Las había odiado a ambas, a ambas las había amado más allá de toda medida.
Había prometido encontrar a la niña. Si todo era verdad.
Pero ¿podría quererla después de tanta confusión de amores perdidos? Esto lo vería a su debido tiempo. Primero, tenía que buscarla. No habría podido siquiera comenzar a hacerlo de no haberlo propiciado Esperanza Divina. Yo lo odiaba; y tenía ante mí la oportunidad para destruirlo.
Debía ser responsable (cosa ajena a mi naturaleza, pero aún así necesaria) y considerar las bases públicas que había (más allá de lo personal) para aprovechar esta oportunidad. Su terrible guerra lucana ininterrumpida... oh, los efectos de la misma ya los había visto. Esa tierra tenía derecho a que se le concediera un poco de paz, al menos. Por supuesto, no era mi tierra (la cual estaba llena de Estricnina y de La Mancha.., no pienses en eso), y su sufrimiento no era para nada asunto mío. Pero podía poner fin a ese sufrimiento facilitando información, y sin duda por el bien del mundo en general, debía hacerlo tan pronto como pudiera.
No obstante, el hombre había dicho «leones». Los «leones» pertenecían a los juegos romanos, repugnante intruso con la cara y los colmillos de Dulcera, sentado en el centro del proscenio en el mismísimo teatro que fue mi vida desde la primera vez en que oí a Irene y a la generosa Cloe clamar, en libidinoso contrapunto, por Eróstrato y su antorcha. Los «leones» no servirían en esta ocasión.
Y ahora que lo pensaba, una cruz tampoco serviría. ¿Qué podía decir de aquellas goteantes cruces erigidas en lo alto de la orquesta del teatro de las Murallas del Amor? ¿Regueros de sangre, mierda y carne licuada deslizándose desde los peñascos de la acrópolis, hasta el lugar donde nosotros intentábamos hacer reír a la gente...?
Si bien la mano de Esperanza Divina, empuñando mi bastón, había asesinado a Jibia, era la Urbe, después de todo, la que había manejado esa mano.
No. No iba a contarles nada. Que buscaran a sus enemigos como pudieran, y si no podían encontrarlos, que vivieran con esos enemigos aún vivos. Así que tergiversé la historia para este romano; le dije que Jibia había muerto y que el prisionero que había ido a identificar no era Esperanza Divina.
—¿Ha muerto...? —Manifestaba incredulidad—. No puede haber muerto. Vamos a ver, por el amor de Dios, piensa en ello.
Está bien, puede que no lo haya encontrado, pero ella lo conoce, ¿no?, es algo único, ya que casi nadie de fuera de las montañas puede estar del todo seguro acerca del aspecto de ese bastardo, ni siquiera sabemos su nombre verdadero, ni su población de origen antes de comenzar los ataques contra nosotros. Esa negra era única. ¡Dios Hércules, no puede haber muerto! Vaya, pero sí para el hombre que la tuviera en su poder podría valer.., podría valer, pues condenados miles.
Entonces comprendí que, desde el primer día en que nos encontramos, había estado maldiciéndose a sí mismo por habernos dejado partir; durante sus frustrados afanes estaba rumiando, una y otra vez, las posibilidades que tenía de volver a cruzarse con Jibia. Se consumía de avaricia irracional ante su sólo pensamiento. Y ahora, sin pensármelo dos veces, le había contado la inútil verdad.
Entonces volvió a mi memoria la forma en que Dulcera omitió la verdadera historia que le contara Miriam porque, por principio, en los servicios de espionaje la verdad nunca era tal verdad. ¿Seria éste el mismo caso? Sí, lo era, porque él dijo:
—De acuerdo, juega con cautela, ¿por qué no?, es propio de tu oficio. Pero no pienses que soy incapaz de hacer que te resulte provechoso.
Hacer que me «resultara provechoso» equivalía al dinero suficiente para llegar hasta Lanuvium. Propuse una cifra. Sus ojos destellaron y comenzó a regatearme un pequeño porcentaje. Estaba usando los fondos del gobierno, no los de su propio bolsillo, así que no puso mucho ahínco en el asunto. Acabamos por acordar una adecuada cifra intermedia.
A continuación, le di la inverosímil y quimérica información que debería haberle dado media hora antes, de acuerdo con los poetas de la nobleza humana. Plausible, realista; él la comprobó con mapas y documentos que se hizo traer de la sala de operaciones. Me inventé un centurión que se había hecho cargo de Jibia.
—¿Marco Claudio? No lo conozco. Eh, ¿alguno de vosotros ha oído hablar de un tal Marco Claudio, centurión, adjunto al pretorio del decimocuarto? —Nadie lo había oído nombrar, cosa que lo inquietó por un momento (y a mí durante más de un momento, porque no esperaba todas estas comprobaciones). —A continuación reflexionó y solventó el asunto—. Ah, sí, por supuesto, es muy probable que haya sido provisionalmente trasladado del vigésimo cuarto, he oído decir que los lleva de un lado para otro, maldita basura... Dios mío, pero los del vigésimo cuarto no han distinguido un culo de un codo desde que Esperanza Divina los destrozó el mes pasado en el Horcajo del Cuerno de Carnero, y por Dios que es mejor así, para que ningún cabeza de mierda del vigésimo cuarto tenga la más remota idea de qué hacer con la moza negra. Llegaré a un acuerdo con él con la facilidad con que me la casco, ¡y después ser toda mía!
Manifestamos ambos, como buenos camaradas, esperanzas de futura colaboración, una vez concluida la misión que me ocupaba en ese momento... y hacia el norte, con los fondos adecuados, en dirección a Lanuvium.