7.— La mujer sabia por la costa

No entraré en muchos detalles sobre la «Gran Huida de El Mulero». El mismo le contó la historia, cada vez más exagerada, a cualquier retórico indigente que le solicitara una limosna durante su corto séptimo consulado y, por tanto, se ha abierto camino hasta los libros de historia. Les atribuyó mucha importancia a los presagios favorables que lo acompañaron (eso dijo él, aunque yo no recuerdo muchos de ellos) durante su peligrosa aventura. Omitió por completo toda referencia a mí, al Lady Yael y a Jibia. Por supuesto, a aquellas alturas estaba ansioso por no tener que mantener ningún pacto con piratas, y no podía admitir que había recibido su ayuda. Por lo que respecta a Jibia, creo que sentía miedo del mismísimo recuerdo de esa mujer. No hay duda de que tenía que haber comenzado a preguntarse si el destino que ella le había revelado era divino o demoníaco.

¿He dicho, por cierto, que el nombre por el cual él la conocía era «Marta»? Era el nombre de otra mujer sabia a la que había empleado años antes, cuando derrotó a las hordas del norte. En cuanto conoció a Jibia, la tomó por una reencarnación. Por lo que dicen, la primera Marta había sido una siria refinada de mediana edad, a quien le gustaban las novelas sentimentales y la limpieza propia de una virgen vestal; pero eso no cambiaba nada.

Profetizó cosas buenas que se hicieron realidad. Jibia había hecho otro tanto, o de eso se convenció él. El espíritu de la verdad divina se encontraba en ambas, y el nombre que él le daba a ese espíritu era «Marta». Quod erat demonstrandum.

Vagamos por la campiña, medio muertos de hambre y miedo, durante algunos días. En un páramo desolado, nos encontramos de forma inesperada con un pastor que reconoció al Mulero y escapó antes de que pudiéramos atraparlo. Nuestra pequeña bolsa de comida fue robada (¿por un hombre, por un zorro?) una noche mientras dormíamos en un bosque. A varias millas del punto de encuentro, con el tiempo corriendo deprisa, fuimos avistados a plena luz del día por una patrulla militar mientras avanzábamos en fila, dando traspiés, por una playa. Le había rogado al viejo estúpido que se mantuviera oculto hasta el anochecer, pero me gritó que era un experto en táctica, que había llevado legiones a lo largo de miles de millas. Si era necesario un grupo para buscar alimentos, maldita sea, lo iba a dirigir él (ningún greco iba a decirle qué hacer en su propia Italia); ¡nos encontrábamos en una playa, podíamos pescar!

Sufría una fiebre muy alta y no era realmente responsable de sus actos, pero sus tres inútiles subordinados, que, como él, habían abandonado por completo el sentido común, le permitían que vagabundeara en su delirio hacia donde él quisiera.

Sólo unos pocos días sin llenarse las tripas, y el coraje y el cerebro de aquella gente desaparecía sin dejar rastro. Por supuesto, eran nobles romanos, con el h bito de mandar. Su nueva situación de indefensos fugitivos perseguidos estaba fuera de cualquier posible experiencia; pero ni siquiera lo intentaban. Constituía una situación que muchísimos nobles romanos descubrirían por si mismos en esta época, y en un futuro inmediato...

En cuanto la caballería nos avistó y adivinó quiénes éramos, galopó hacia nosotros desde la cima de una colina baja. Nos dispersaron como a ratones de campo a los que se ahuyenta del maíz maduro. A todos excepto a Jibia. Ella continuó con su paso preciso y regular hasta llegar a una roca que se encontraba al borde del agua; y se sentó sobre ella, la espalda y el cuello erguidos. ¿Sabes?, en todos aquellos días no la había visto comer ni beber, y no creo que durmiese siquiera. Y no pronunció una sola palabra. El Mulero dijo que había profetizado, así que indudablemente no estaba muda. Pero mi oído no oyó ni una palabra.

No sé hacia dónde huyeron El Mulero y los otros tres. Más tarde oí decir que los habían perseguido mar adentro y que nadaron hasta unas barcas de pesca amistosas con él... o, mejor dicho, hostiles con las legiones de la Urbe. Pero esto yo no lo vi.

Regresé cojeando frenéticamente por el camino recorrido, y me oculté entre unas grandes piedras. La caballería estaba tan ocupada en la persecución de El Mulero, que se olvidó completamente de mí; me encontraba, al fin y al cabo, en la retaguardia; tenía en mente unas ideas tan salvajes acerca de todos ellos...

Desde mi refugio pude ver que uno de los jinetes daba media vuelta y cargaba contra Jibia. Ella se puso de pie, adelantó su tridente y arrojó el manto sobre la arena, ante las patas del caballo. Con esta repentina revelación de su esquelética y negra desnudez, con todo lo que conllevaba de grotesca, el hombre frenó en seco y casi se cayó al suelo. Al momento ella profirió un alarido de risa, separó las piernas, dobló ligeramente las rodillas, se arrancó el taparrabos y orinó copiosamente sobre la roca como una yegua en el potrero. El soldado tiró de las riendas y siguió a sus camaradas a toda prisa. Me cubrí los ojos con el borde del sombrero. Estaba perdido. Estaba acabado. ¿Qué hacer?

Pasados unos quince minutos, me obligué a alzar la vista. La playa desierta se extendía ante mí, y tras ella se alzaban las dunas desprovistas de toda verdadera hierba. A mi derecha, el Mare Nostrum salpicaba espuma bajo una fuerte brisa; el tiempo se había calmado, en efecto. En el centro de la playa, nada, excepto huellas de cascos y pies, y la angulosa silueta de Jibia, aún esparrancada sobre la roca.

Mientras contemplaba su figura solitaria, y recordaba toda clase de cosas que habría preferido no recordar, ella se volvió de cara al agua y avanzó lentamente hacia el mar, entró, continuó adelante hasta que le cubrió las rodillas, los muslos, las escuálidas nalgas, ascendiendo con cada paso un palmo por su tiesa espalda...; ahora los cabellos flotaban a su alrededor y las sucesivas olas cubrían sus hombros. Luego sumergió su cabeza. Dos antebrazos aún por encima de la superficie, los largos dedos apuntando a lo alto. Después, también ellos desaparecieron. Yo permanecí acuclillado e inmóvil, incapaz de intervenir.

Miré al mar donde ella había estado, a la playa donde ella había estado. ¿He dicho que no había nada más que huellas de hombres y caballos? No es del todo exacto. Su manto púrpura yacía allí, y sus harapos, con arena pegada; y junto a ellos el tridente de plata.

Volví a mirar hacia el agua. El sol se había ocultado, había una caprichosa nube oscura en el cielo, por lo demás limpio. Sin previo aviso, comenzó a llover, una lluvia torrencial que acribillaba el mar, punteando la arena con innumerables pequeñas puñaladas y salpicaduras. Durante unos momentos la visibilidad quedó reducida a no más de cinco pasos. Luego, con la misma rapidez con que llegó, la lluvia pasó, aleándose a gran velocidad de tierra, dejando un velo opaco entre mis ojos y el horizonte. En su mismo centro, tal vez a un cuarto de milla de la costa, una negra cabeza redonda salió repentinamente, brillante; un cuello esbelto, hombros y brazos que hendían con fuerza el agua: Jibia nadaba de regreso a la playa, directamente hacia mí.

Sus pies tocaron fondo, se irguió, y corrió a través de un arco iris de brillantes chapoteos. Cuando finalmente salió corriendo del mar, alzó un brazo y apartó el pelo de sus ojos. Sus pasos eran largos y rítmicos; parecía que hubiese estado corriendo durante todo el día y pudiera continuar hasta que cayera la noche. La arena saltaba por el aire tras sus anchos talones.

Yo me encontraba de pie esperándola, helado de aprensión.

Había perdido mi bastón y me había producido una dolorosa torcedura en un tobillo; tenía el sombrero ladeado sobre la cabeza. Por primera vez desde Ostia, pude ver con claridad quién era ella, y me di cuenta de que sus ojos podían yerme. Se detuvo un poco más abajo de donde yo me encontraba, y esperó hasta recuperar el aliento. Sonrió. ¿Con nerviosismo? Se miró los pies.

Dado que no llevaba taparrabos, posó una mano sobre su pubis; y la otra sobre las dos hojas marchitas que una vez fueron hermosos pechos redondos.

—¿Se ha marchado? —preguntó en voz baja, como si continuara una conversación normal que mantuviera desde hacía rato.

Estaba boquiabierto, y necesité un momento para emitir algún sonido.

—¿Q... q... quién? ¿Te refieres a El Mulero...? Sí, eso supongo. No..., no sé bien adónde...

—¿Quieres ir a buscar mi capa, por favor? Tengo frío y no es agradable mirarme en estas condiciones.

Tiraba de la cadena que le rodeaba la cintura.

—No debería llevar esto. Me hace daño. No puedo quitármela. —Hice un movimiento para ayudarla, pero ella con la mano me indicó que me mantuviera a distancia—. No —dijo—, no; mi capa, he dicho. Haz lo que te digo.

Fui en busca de la capa. Cuando regresé, Jibia se había librado de la cadena. Se envolvió con la capa, dándole un uso más civilizado que antes y, aunque se había rasgado y ensuciado tanto durante nuestros vagabundeos, Jibia continuaba teniendo un aspecto de lo más fantástico. A continuación, avanzó hasta el tridente, lo recogió, enredó la cadena en él y los arrojó ambos al mar con un gran arco de su magro brazo derecho.

—Ya está —dijo—, bastar con eso.

Se sentó en la roca y profirió un aullido de desdicha largamente contenida. La rodeé con un brazo, intentando consolarla, pero no sabía qué decir. ¿Habría vuelto ella conmigo, por así decirlo, tras todos aquellos años perdidos? ¿Debíamos reemprender nuestra vida como si nada nos hubiese sucedido? ¿Qué, de hecho, había sido nuestra vida en común? Apenas podía recordarlo..., cuando pensaba en ello nada parecía acudir a mi mente, excepto los dientes de Irene mordiéndome los hombros, cosa que no podía considerarse pertinente; los pequeños y duros pezones de Irene entre mis labios; ¿qué demonios sucedía con mi imaginación?

Llamé a Jibia «querida mía», como ella me había llamado en otro tiempo..., pero no hasta que las cosas se tornaron tan desordenadas..., ¿cierto? La llamé por su nombre, pero no estoy seguro de que lo reconociera como suyo. Súbitamente me asaltó una idea: ¿me conocía ella, de hecho? Le pregunté, con mucha cautela, si sabía quién era yo. Pasado un rato, dominó sus interminables sollozos; su rostro desolado y lloroso se alzó de entre las manos.

—No —replicó—. No estoy segura. ¿Nos hemos conocido antes? Yo estaba en Antioquia. —Le dije que yo era Marfil, y que la ciudad donde nos conocimos era Éfeso—. Ah. Por supuesto. Éfeso. Marfil. Eso sí que lo recuerdo. Tú eras su agente, ¿verdad?, siempre estabas intentando quedarte con más del diez por ciento que te correspondía. A menudo él me decía que eras, con mucho, demasiado inteligente, pero que no podía arreglárselas sin ti, porque si acudía directamente a los empresarios lo engañarían todavía más que tú. —El Cuervo, claro... Ella nunca antes me había ofrecido estos resúmenes de las conversaciones íntimas con él. Jibia prosiguió—: Quiere de verdad representar a Orestes en el Festival de la justicia, y dice que estás intentando disuadirlo, ¿cierto? ¿Por qué? ¿Acaso crees que va no puede hacer un papel de hombre joven? Su cuerpo es tan elegante como el de un corredor; por supuesto que su rostro es todo arrugas y viejo cuero, pero ¿por qué iba a importar eso si lleva la máscara? ¿Es por su voz? Puede que Orestes sea un personaje joven pero, Dios mío, es maduro... Oh, no seas tan estúpido..., ¿cómo puede un hombre de veinte años captar la esencia de un papel de matricida? ¡Debe representarlo él!

—Ya lo representó —le dije—. Lo representó de una manera espantosa; el mejor crítico de Sardes dijo que había actuado como una lavandera. Debería haber seguido mi consejo. No tenía nada que ver con su edad. Era por su temperamento, ¿es que no lo ves? Es un hombre ideal para guerreros dementes, déspotas melancólicos, aspirantes a tiranos demoníacos que llegan al trono por un sendero de asesinatos. Orestes, maldita sea, es un introvertido singularmente débil. Cuando El Cuervo actúa como un héroe consumido por el remordimiento, primero tiene que haberse ganado ese remordimiento, merecérselo con sus crímenes... poder, oro, mujeres, lo que se te ocurra; ¡tiene que haber ascendido y ascendido y ascendido, antes de poder caer! Le dije que no lo intentara con el papel de Orestes, y tenía razón. ¡Él debería haberse disculpado conmigo!

Me estaba exaltando tanto como la primera vez que habíamos mantenido esta conversación... ¿cinco años antes? Y no fue hasta ese instante cuando me di cuenta de que aquella primera vez fue también la primera en que Jibia y yo hicimos...; ella acudió con un mensaje de El Cuervo referente al maldito diez por ciento, nos enzarzamos en una disputa acerca de sus papeles, ella perdió los estribos conmigo porque me burlaba del juicio de su reverenciado maestro (¿y por qué no, si era terrible?)..., me había lanzado a exponer mis propias impresiones sobre lo que había sido su actuación de lavandera en el papel de Orestes para el desdichado público, y ella se echó a reír a pesar de si misma. Nos pusimos a reír juntos, nos aferramos el uno al otro en un ataque conjunto de hilaridad; pasó al menos una hora entera antes de que nos apartáramos de ese abrazo. Y aquí estábamos, en una horrible playa desierta, donde no teníamos más que enemigos, abandonados.

Si esto fuera un romance ligero, se daría a conocer de inmediato todo lo que hubo entre nosotros, todas las dificultades se resolverían, tal vez la propia diosa del amor, procedente del mar, se erguiría sobre nosotros, con una guirnalda de «final feliz» tendida por su mano blanca... No era un romance.

Jibia simplemente se retrajo en un amargo silencio, tras declarar:

—Le dije a El Cuervo que no debía confiar en ti. Tu juicio sobre su interpretación es muy superficial. Hipódamo dice que su Orestes es el conjunto más sutilmente complejo de introspecciones que jamás haya visto.

Hipódamo era el peor crítico de Sardes.

Aguardé un poco; se levantó, malhumorada, y empezó a alejarse por la arena sin rumbo aparente. Yo eché a andar dubitativamente junto a ella... bueno, junto a ella pero algo rezagado.

Tenía que ponerla, por así decirlo, en una posición que la obligara a mirarme tal y como yo fui realmente. Estaba decidido a no aceptar la posibilidad de que esa pudiese ser, precisamente, la posición que ella había adoptado ahora.

¿Era verdad que hicimos el amor aquella tarde en Éfeso, o sólo discutimos? Sabia que físicamente nos besamos y copulamos, si; ¿pero lo hicimos en plenitud? ¿Tal vez no hiciéramos más que ocultar con movimientos físicos una discusión que en esencia continuaba (una cucharada de miel sobre una rebanada de pan amargo), y hoy la discusión se reanudaba? Esto era un absoluto disparate, no iba a ceder ante algo así. Le di alcance.

—Querida mía... —jadeé; ahora iba demasiado rápido para mi—, Jibia, querida Jibia, escúchame. Soy Marfil, soy tu amante, hemos vivido juntos durante varios años... —¿por qué, cuando más lo necesitaba, no podía recordar con exactitud cuántos?—, estuviste a mi servicio, yo te hice libre, íbamos a..., íbamos a... —¿Pero cómo podía decirle lo que íbamos a hacer? Ni siquiera lo había decidido yo de manera clara, mucho menos lo había acordado con ella. Era culpa de Irene, claro, pero nombrar a Irene no resultaba pertinente en ese momento.

Ella se detuvo y me midió con una mirada fría.

—Ah, si, tú me hiciste libre. Tuviste que hacerlo, ¿no es así?

Porque de lo contrario Irene te habría despedido.

Después de todo, nombrar a Irene sí que resultaba pertinente. Oh, ¿dónde estaba la maldita diosa del amor? Decidí que no continuaría por más tiempo con esa conversación. Si yo era un agente sospechoso con motivos ocultos, entonces, por el momento, eso era.

—Jibia, no te marches hasta que no sepas a dónde vas. Hay algo de lo que tenemos que hablar.

—Ah. Muy bien. Pero sé breve. Tengo muchas cosas que atender.

—¿Las tienes? Tal vez, para empezar, podrías decirme qué.

—¿Por qué razón?

—Porque yo podría estar relacionado de algún modo con ella, es muy posible que nuestros intereses sean en parte idénticos...

—Lo dudo.

—He dicho «posible» ¿pero me dar s al menos la oportunidad de averiguarlo?

Habacuc enviaría su pinaza a un punto de encuentro que distaba tres o cuatro millas del sitio en que nos hallábamos, justo antes del alba siguiente. Podía encontrarme allí con ellos, decirles que la caballería había apresado al Mulero, regresar a mi vida de pirata, y dejar que esta africana demente y desconocida se ocupara de sus propios asuntos; me daba cuenta de que ella no pondría ninguna objeción. No iba a echarme de menos más de lo que una hoja de lechuga echa de menos a la babosa.

Sin embargo, ella creyó que lo mejor era responder a mi última pregunta.

Hablando con lentitud, escogiendo las palabras, con inseguridad, ¿tal vez esa inseguridad ocultaba miedo?

—Durante algún tiempo, no sé cuánto, he estado fuera de mi cuerpo. Este es el motivo de que me haya vuelto tan... tan repulsiva. Supongo que lo habrás advertido. Pero eso no importa. Durante todo este tiempo, si en realidad ha sido «tiempo», he sido «transportada»: a toda clase de lugares, ante toda clase de personas y cosas. No siempre se me ha dicho lo que son. A veces, él me lo explica. Si no hubieras intentado engañarlo para sacarle más del diez por ciento, tal vez no me llevaría ante estas... cosas. Pero no importa... ¿Conoces a ese tal Mulero? Le he dicho todo lo que quería saber. No es mi culpa si él lo malinterpreta, sino mi placer, ja, ja. ¿Por qué no ríes? Si El Cuervo pudiera interpretar el papel de Mulero, incluso tú lo aprobarías. Está, como tú dijiste, ganándose... lo merecido por sus crímenes, y aún ganar más y más; no puedo detenerlo, no quiero hacerlo; tiene que crecer. Subir, subir, subir... Pero ya no me necesita. ¿Lo he abandonado? Eso no importa. Pero, hace poco, fui «transportada» a ver una... cosa más. Hay un poblado, no sé dónde..., tú eres un agente, habrás viajado por todos esos lugares... ¿Conoces un pequeño pueblo portuario, con las barracas de la policía alzadas en la periferia de las casas de la gente pobre, casas sucias, cerca de las gradas de los pescadores, con las redes tendidas a secar, cabras entre ortigas, cerámicas rotas, polvo? ¿Y entre ella y el muelle de piedra, una arboleda pequeña, viejos árboles muertos, secos, otra vez ortigas, y un altar... erigido a una señora de piedra con la cabeza desconchada por el viento salobre? ¿No la conoces? Es extraño. Tiene que estar muy cerca; fui «transportada» allí y vi al Mulero. Vi a un hombre con el que se encontraría. En las barracas, en la arboleda. Es por eso que no me necesita. Pero yo debería estar allí, por última vez. ¿Tienes un cuchillo afilado? No pongas esa cara de estúpido. He dicho «cuchillo». ¿Qué llevas en la bolsa?

En mi bolsa no había ningún cuchillo, pero si llevaba uno en el flanco de la bota, por dentro (un luchador de Habacuc me dijo qué hacer con un cuchillo metido en la bota, pero de hecho nunca lo utilicé: los novicios no ganan). Se lo ofrecí a Jibia al tiempo que me preguntaba si iba a apuñalarme con él. No me hubiera sorprendido. Pero ella hizo que lo apartara con un gesto.

—No lo quiero para mí, sino para ti. Córtame el pelo. Al rape.

Cuando acabé, ella tomó el cuchillo y se recortó sus repugnantes unas.

—Y ahora —dijo—, ¿tienes dinero? Bien. Ve al poblado y cómprame ropa. Bragas orientales, si las tienen; faldas de tela fuerte para llevar encima, un sombrero y una capa para protegerme de la lluvia. Sandalias. Tengo que recorrer un largo camino. ¿Crees que estoy lo bastante delgada como para que me tomen por un muchacho? Entonces, tráeme también algunas prendas de muchacho. Diles que las compras para los esclavos que hacen recados fuera de casa; sabrán qué ofrecerte. Y compra una bolsa de viaje como la que tú llevas. Me reuniré contigo en la arboleda, después del anochecer. Mantén el secreto. Estos sitios no son seguros.

Todo esto lo dijo con el tono de una comerciante enérgica (digamos, como la gran Cloe) que les da órdenes a sus subordinados. Como subordinado que era, asentí con la cabeza, repetí sus órdenes y me marché. Al día siguiente me reuniría con la pinaza pero, hasta entonces, ¿por qué no hacer lo que ella quería? No haría ningún mal con ello. Seguro que en el poblado había barracones de la policía... Jamás había visto un asentamiento civilizado que no las tuviera. Incluso podría haber una arboleda.

Vida de un republicano en tiempos de Sila y Cayo Mario
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