9.— ¿El final feliz?

¡Qué diferentes fueron los modales de Cluilio cuando acudí a verlo del brazo de Roscio! Yo diría que, ante mi repentinamente proclamado conocimiento del famoso actor, había reaccionado con escepticismo (¿y quién podía reprochárselo?). Pero ahora que todo estaba claro, se me elogiaba y respetaba, sin que se mencionaran las deficiencias morales y sociales de nuestra profesión. Por el contrario, hablamos largo y tendido de esta obra y de aquel actor, y lamentamos muy profundamente los envilecidos gustos de la Urbe, en comparación con los más selectos del sur. Mis relatos acerca del teatro asiático fueron escuchados con admiración, y tuve buen cuidado de extenderme en alabanzas sobre la generosidad demostrada por La Mancha cuando estuvo en Éfeso, pues ya había deducido que Cluilio era partidario del «grupo conservador», en la escasa medida en que se molestaba en prestar atención a los asuntos políticos. No cabía duda de que los años pasados en Lucania habían despertado en él pocas simpatías hacia las aspiraciones del Comité de Defensa de los Derechos Civiles, y yo mantuve un estricto silencio respecto a Esperanza Divina y sus compañeros.

Luego, Roscio, con gran cautela, condujo la conversación hacia Señora de Gracia y su futuro. El anciano (que había colocado ante nosotros una hospitalaria mesa de tortas secas y vino dulce) se disculpó profusamente por no haberla llamado aún para que la conociéramos, aduciendo que estaba pasando la tarde fuera de casa, que había ido con su niñera a visitar a unas amiguitas de su misma edad. Pensé que era probable que lo hubiese dispuesto así a propósito, y que la reunión que tendría lugar aproximadamente en una hora entre el abogado, la sacerdotisa y yo, estaba organizada de tal forma que se produjera sin ninguna confusión emocional causada por la presencia de quien la motivaba.

Pero la asistencia de Roscio le creaba al anciano una situación muy diferente, y de inmediato envió a un servidor corriendo calle abajo para que trajera a Señora de Gracia a casa, toda enfangada y pegajosa como estaba.

Bueno, ¿qué puedo decirte sobre lo que hice y dije entonces? No es mucho lo que un adulto desconocido pueda conseguir de una criatura de dos años, como no sea plantearle necias adivinanzas y hacerla saltar sobre sus rodillas, dejarla jugar con su bastón («a lomos de un caballito a casa del rey Tarquino»), ese tipo de cosas.

Roscio era mucho mejor en eso que yo, y tuvo la previsión de comprar un puñado de dulces que me entregó con disimulo para que pudiera dárselos a Gracia como si hubiese sido idea mía. Más aún, la hizo cantar una serie de canciones que a ella le encantaron (al fin y al cabo, él contaba con la ventaja de conocerla y haber jugado con ella antes), y eso era algo en lo que yo podría imitarlo con gran pericia, una vez comprendiese lo que hacia falta. No era tan diferente de mi trabajo como cantor de salomas en el Lady Yael.

El anciano archivero lo observaba todo sentado con su benigna sonrisa soñadora, salpicando la conversación de vez en cuando con uno de sus extraños chistes amargos, que siempre provocaban paroxismos de risa en Gracia. También practicaba con ella un complicado juego geométrico, que implicaba el uso de pinzas para ropa y trocitos de cuerda, así como gritos de alegría cada vez que una nueva y asombrosa forma se creaba a partir de un enredo aparentemente insoluble.

Llegado el momento, anunciaron la entrada del abogado, una persona muy precisa y muy perspicaz respecto de los intereses de su cliente Cluilio. Poco después de su llegada, fue transportada hasta el jardín una silla de mano dentro de la que se encontraba la sacerdotisa. No se parecía en nada a su colega de las Murallas del Amor, pues se trataba de una robusta dama sensual acabada de entrar en la mediana edad, con cabello rizado, perfumada, y vagamente benevolente, tremendamente sentimental con Gracia, y dada a gestos elegantes de sus carnosos dedos blancos cargados de anillos. Tras una intrascendente charla preliminar, Gracia fue enviada a la cama (beso de buenas noches a todos los presentes, promesa por mi parte de que le contaría un cuento para dormir una vez concluidos nuestros asuntos; había avanzado mucho en la tarea de ganarme su favor, gracias al trabajo llevado a cabo por Roscio), y a continuación permanecimos sentados con nuestro vino y nos miramos los unos a los otros.

Durante esta pausa levemente incómoda, miré a Roscio, y me sobresalté al ver al Cuervo.

Ahora quiero observar aquí, y señalar que constituye un hecho significativo, que esta fuese la última ocasión en que El Cuervo se me ha aparecido hasta el momento de escribir las palabras presentes. Descanse en paz.

Dijo, en el griego de Roscio (nos encontrábamos en la Lanuvium «cultural» y estaba también la cortesía específica debida a mi persona):

—Verás, querido Cluilio, la fallecida esposa de nuestro buen amigo Marfil era una persona muy, muy cara para mi, oh, si lo era. Y una artista de... oh, tal asombro y perspicacia... toda Asia estaba entusiasmada con ella. ¡Yo mismo la dirigí cuando estaba allí y conozco muy bien sus cualidades! ¡Pero si el mismo Lucio Sila, magnánimo mecenas, no tenía ojos para nadie más cuando ella dominaba el proscenio! Y conocéis bien su capacidad de juicio en estas cosas —ya lo creo que la conocían; quedó muy claro que el nombre tenía mucho peso en los mejores círculos de esta ciudad—. ¡Ha sido una tragedia tan grande que en las ciudades del sur se viera destinada a revelar su talento..., en el centro mismo de esta guerra terrible! Ella, por supuesto, procedía de África, y su esposo de... ¿Sardes?

—Pérgamo —corregí yo.

—Ah, si, hay una pequeña diferencia. Sólo quiero dejar claro que ninguno de ellos es en absoluto itálico, ni siquiera de la Urbe, por cosmopolita que pueda ser ahora. ¿No es...? y lo expreso con tanta vehemencia, mi querido amigo Cluilio, porque deseo que puedas entenderlo... ¿No es más apropiado, por tanto, que su adorada hija sea al fin devuelta a su propia gente?

—¡¿A África...?! —dijo la sacerdotisa, en tono horrorizado.

—¡Oh, no, no, querida señora, oh, en absoluto a África! Me refiero sólo a la compañía de los artistas entre los cuales fue concebida y nació, o habría nacido de no haber destruido toda nuestra camaradería esta terrible guerra. No me siento muy cómodo presentando esta verdad para que sea considerada... —y bajando la voz, muy prudente y discreto—, pero hemos visto a la querida niña, su complexión, la escultura, diría yo, sus dulces facciones... Bien, a un ciudadano latino de orgulloso y buen linaje, que tal vez busque esposa para su afortunado hijo, ¿le propondríais vosotros a esta niña tan... oscura...? —Dejó que su voz se apagara y sus manos describieron la elaborada par bola que yo le había visto por última vez cuando hizo el papel de usurero Uxorius, en Éfeso.

Cluilio frunció el entrecejo.

—¿Sugieres acaso, señor, que mi Señora de Gracia seria despreciada? Tienes sin duda una pobre idea del gusto y el discernimiento de las familias con las que me relaciono. Tendrán conocimiento de mi nombre, y no puedo ni pensar que vayan a mirar más allá.

—Por supuesto, por supuesto, si... ¿Pero estamos hablando, o no, de dentro de quince años...?

Cluilio volvió a fruncir el ceño, esta vez con más tristeza que resentimiento.

—Ya sé a qué te refieres. Quieres decir que para entonces estaré muerto, y muy probablemente olvidado, y que mi bonita Señora de Gracia tendrá que valerse por si misma, oh, ya sé a qué te refieres. Tal vez preferiría no tener que tomar en consideración una circunstancia semejante. Pero, por otro lado, nuestra querida señora, la santa sacerdotisa...

La sacerdotisa sonrió y se encogió de hombros.

—Por supuesto que nosotras haríamos todo lo posible para contribuir a las perspectivas de la niña, pero debo reconocer que hay algo de verdad... Eso, desde luego, no sería motivo para que no fuese integrada como virgen litúrgica del templo. Tengo entendido que la madre expresó ese deseo...

El abogado, al ver que Cluilio se mostraba muy dubitativo ante esto, decidió intervenir.

—No existe ningún documento material a ese respecto, ¿no es así? Tú, señor, no pudiste, según creo, llevarte los archivos en la prisa por sacar a la niña de la zona de guerra, ¿No es así?

En efecto, así había sido; y en efecto, Cluilio sabía que ya no era así.

Yo le había llevado las tablillas que lo probaban y las había dejado, la noche anterior, en sus manos. Yo no había tenido ninguna posibilidad; él era, después de todo, el custodio oficial de las mismas. Abrí la boca para decirlo (nada podía ganar con engaños insignificantes), y él me vio abrir la boca. Alzó una mano temblorosa para imponerme silencio. Su propia boca se abrió y cerró durante un breve instante de indecisión, que él ocultó aclarándose la garganta, tosiendo, enjugándose los ojos; luego tomó una decisión.

—No —dijo—. No. No existe ningún documento que corrobore eso. Este joven me trajo una de las tablillas que simplemente dice que yo trasladé a una niña recién nacida que es así y as a este lugar en la fecha inscrita. Por comparación con el calendario, y con otras pruebas, logró descubrir que la niña era suya. Pero eso es todo.

—Entonces, en ese caso —decidió el abogado—, parece claro que si estás dispuesto a aceptar a este caballero como el padre, dependen por completo de vosotros dos los arreglos que dispongáis para la crianza de la niña. Colijo que no tienes ningún documento escrito del templo en tu poder, ¿verdad?

—Fue un acuerdo oral —dijo la sacerdotisa—. Eso, desde luego, lo ha habido. Nuestro respetado Cluilio expresó su intención de que, al morir él, la niña fuera puesta bajo los cuidados del templo, con una dote proporcionada. Apenas puedo creer que desee volverse atrás de la palabra dada, ya que siempre lo he conocido como un hombre muy honorable.

—Señora —replicó Cluilio con gravedad—, no debes temer por eso. Pero suponiendo que yo, tras reflexionarlo, llegue a la conclusión de que la niña, después de todo, no es completamente apta para la vida religiosa, sin duda no desear s que se la imponga en contra de su voluntad, ¿no es cierto? Pero, por favor, ten la seguridad, la absoluta seguridad, de que en ningún caso la dote, o una donación equivalente, o incluso una más cuantiosa, ser incluida en mi testamento. Soy, al fin y al cabo, un hombre de buena posición económica.

—Ah, en ese caso... —dijo la sacerdotisa, agitando la totalidad de sus doce anillos y sonriendo con gran alivio. Y eso fue lo único que dijo.

Al cabo de un tiempo notablemente breve, habíamos llegado a un acuerdo total. Cluilio cuidaría de Gracia hasta que muriera o se encontrara demasiado enfermo. Si yo (su padre reconocido) me hallaba cerca en dicho momento, me haría cargo inmediato de su cuidado y custodia. Si no estaba cerca (llegado este punto tuve que fingir que mis servicios teatrales eran requeridos constantemente), la sacerdotisa aceptaría la tutela temporal hasta que pudiese ponerse en contacto conmigo. Roscio intervino:

—Pero sin duda no habrá dificultad ninguna para ello. Marfil y yo vamos a asociarnos; ¡en todo momento, donde yo esté, mi querido Marfil se hallar al alcance de mi voz!

Me hizo un guiño que significaba «¡sin comentarios!», pero yo me hallaba demasiado aturdido para poder hacerlos, en cualquier caso...

Si Gracia deseaba entrar en la carrera teatral a la edad de, digamos, catorce años, no se interpondría obstáculo alguno en su camino.

El abogado redactó el documento apropiado, que fue firmado por las tres partes interesadas, y como testigos firmaron Roscio y un vecino al que llamaron especialmente con este propósito.

A continuación nos separamos entre grandes muestras de estima mutua. Me adentré en la casa y le conté el cuento prometido a Gracia, a quien encontré sentada y bien despierta, esperándolo con una terca confianza en mi fiabilidad; ella sí que no tenía prejuicios contra los sirios. El cuento trataba de una niña negra que vivía junto a un gran río, donde los hombres se sostenían sobre una sola pierna en barcas pequeñas y alanceaban peces.

Me resultó difícil expresarle mi gratitud a Cluilio. A él le resultó difícil responder a mis expresiones. Nos hablamos entrecortadamente, nos estrechamos la mano, y mascullamos algo acerca de volver a vernos al día siguiente. El anciano estaba muy acongojado. Se me ocurrió, con una fuerza renovada, que tal vez no le quedara mucho tiempo de vida, que podría ser cuestión de días más que de meses o años.

A continuación, Roscio, que ya no era El Cuervo, me llevó a su casa situada en el centro de la ciudad. Miriam, Raquel y Abigail eran sus huéspedes. Las encontramos sentadas en torno a una mesa, cosiendo cuentas en sus propios trajes (los lamentables trapos estilo Catón). Nos abrazamos, y reímos, y vertimos lágrimas, y bebimos vino; y danzamos, con los trajes nuevos, y con los trajes viejos y, hacia el final de la velada (lo cual resultó muy vergonzoso después de emociones tan serias), más o menos sin traje alguno.

¿Final feliz...?

Desearía poder decir que sí.

Es verdad que durante todo el invierno y la primavera siguiente viví en Lanuvium, en la suntuosa casa de Roscio, y trabajé con ahínco como socio suyo en todos sus montajes teatrales, viajando por diferentes ciudades, en Lanuvium mismo y, al menos una vez al mes, en la Urbe, donde Roscio aún esperaba poder fundar un teatro permanente, y donde se había embarcado en un ambicioso programa para instruir a jóvenes aprendices que formarían una compañía estable de repertorio sin la cual, sostenía él, cualquier mención de un edificio teatral no sería más que charlatanería.

Sin embargo, toda esta vigorosa actividad estuvo constantemente ensombrecida por la inestabilidad política. Trabajábamos con esperanza, pero sin confianza, lo cual no constituye un buen estado de cosas. Si hay algo que el teatro necesita para desarrollar sus energías, es una cierta seguridad en su situación, y ese ano nadie podía disfrutar de semejante lujo en la Urbe.

En todo momento circulaban rumores acerca del gobierno, de la guerra del este, de El Mulero y sus viajes, de la guerra samnita-lucana; cualquiera de ellos bastaba para que los contratistas no entregaran el material prometido, las actuaciones fuesen canceladas por decreto oficial, los artistas visitantes se retiraran, etcétera. Más tarde hablaré más de esos rumores.

Por lo que respecta a mi vida privada, era en verdad feliz, todo lo feliz que puede ser un hombre cuyas aflicciones se ven mitigadas por la constante compañía de su hija. Me refiero a que cada vez que hablaba o jugaba con Gracia, veía a Jibia y oía su voz. No puedo decir con seguridad si eso me provocaba felicidad o dolor.

Cluilio murió a mediados del invierno, durante la bulliciosa fiesta estacional; se había puesto una máscara y uno de nuestros trajes teatrales para encarnar al anciano de capa roja que penetra por el tejado de las casas y da a los niños sus regalos anuales. Gracia parecía creer totalmente en el mítico visitante (viejo Saturno lo llamaban los latinos) aunque, dado que Cluilio había hecho cortar la mitad de la máscara para que no se asustara (y por lo tanto la mayor parte de su cara resultaba claramente visible), no podíamos estar seguros de que no lo hubiese reconocido. No obstante, si lo había identificado, era como un Cluilio metamorfoseado a propósito para ofrecerle un tipo de relación muy especial, y eso significaba que la niña debía cuidar mucho que no se advirtiese que ella sabía quién era...

Habían danzado juntos por la habitación, Cluilio le había cantado una canción de mediados de invierno, se la había sentado sobre las rodillas y le había permitido que le pusiera en la boca pasas de Corinto y que le diera sidra caliente, y luego simplemente había dicho:

—El viejo Saturno está cansado, querida mía. He tenido que viajar desde muy lejos para llegar hasta aquí, por encima de todas las montañas. ¿No te molesta que me vaya a dormir...?

Se tendió sobre su diván y su vida cesó.

Su niña, desde ese momento, era mi niña, circunstancia que, sorprendentemente, ella aceptó con escasa aflicción. Para ella era completamente lógico que cuando el viejo Saturno (o, en este caso, el abuelo) estaba cansado, tuviera que irse a dormir; y que una nueva persona, un padre, se encargara de ella hasta que el anciano despertara. Durante mucho tiempo la niña me habló de él según esa idea:

—Cuando el abuelo haya descansado, papá, iremos a comer al campo —decía, o—: ¿Cuando el abuelo salga de su casa de dormir me llevar a ver al oso bailarín? —La «casa de dormir» era una austera tumba de mármol que el anciano se hizo construir junto a la vía, no lejos de la puerta de su propio jardín.

Pero llegó un momento en que ella se habituó a la idea de que ya no vería más a Cluilio, y se apegó a mí exactamente con la misma dulce calidez de afecto que en otra época me había demostrado su madre.

Cluilio me legó a la anciana niñera en su testamento. Las llevé a ella y a Gracia a vivir conmigo en casa de Roscio; cuando nos hallábamos fuera de la ciudad, la sacerdotisa del templo se hacia cargo de ambas y malcriaba a la niña de forma espantosa.

En muchos sentidos era una vaca tonta, aquella sacerdotisa, y codiciosa por añadidura, pero no podía negarse su bondad hacia la niña. Yo le tenía una confianza absoluta por lo que a Gracia respectaba.

Oh, sí, todo esto me causaba felicidad. Pero de ningún modo era un final.

Vida de un republicano en tiempos de Sila y Cayo Mario
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml