1.— Las tierras desoladas
No reviste importancia cómo logré alcanzarla ni con qué argumentos la persuadí de que me permitiera viajar con ella, fuera cual fuese su destino no quería revelármelo, y no intenté preguntárselo más de dos o tres veces. Puesto que no tenía dinero, toleraba mi compañía; en caso contrario, habría mendigado, robado, o incluso se habría prostituido: tan obstinadamente decidida estaba a continuar avanzando hacia el sur, hacia las montañas de Samnium y Lucania, el último reducto salvaje de la guerra supuestamente concluida.
Cuanto más controlaban las legiones las tierras por las que pasábamos, más insegura era nuestra presencia en ellas. Al principio, mediante fanfarronadas, yo lograba que los decuriones incultos y corruptos nos permitieran seguir camino (me hice un salvoconducto falso en una tablilla oficial que me proclamaba «legado de intendencia, en viaje por asuntos gubernamentales con esposa»); pero no podía confiar en impresionar a ninguna fuerza de legionarios instruidos. Es cierto que tenía una moneda mellada (la de Peloplateado, que robé durante mi peregrinación por la costa), pero me abstenía de usarla hasta yerme absolutamente forzado a ello, dado que ignoraba qué complicaciones podría acarrearnos.
Aunque Jibia guardaba un resuelto silencio siempre que la interrogaba acerca de sus propósitos, me contaba día a día sus planes inmediatos. Por ejemplo, decía:
—¿Ese camino tiene una bifurcación hacia Nápoles? No necesito ir a Nápoles. Si continuamos recto, llegaremos a Nola, ¿correcto? Bien, continuemos adelante.
Por el momento yo tenía dinero suficiente para sufragar un transporte rodado, pero a medida que nos acercábamos a la zona de guerra eso era menos fácil. El ejército había requisado los caballos y transportes; a los mozos y postillones los habían matado, reclutado o hecho huir; y la mayoría de las casas de posta estaban cerradas a todo aquel que no fuese un cliente con dignidad oficial.
No obstante, ella siempre seguía adelante, casi nunca se detenía para comer o dormir. Mi propia fortaleza me sorprendía, pero la suya era sobrenatural y yo temía cuál podría será su final.
Sus rasgos negro purpúreo habían devenido de un verde grisáceo debido al esfuerzo, y su respiración producía un siseo mientras avanzaba. Durante buena parte del tiempo yo sospeché que Jibia aún no sabía exactamente quién era, cuál era mi identidad, ni en qué época de nuestras existencias estábamos viviendo. Más de una vez volvió a lanzarse a aquella tonta disputa sobre El Cuervo y mi diez por ciento. En otra ocasión me lo contó todo sobre una aventura amorosa que estaba viviendo (¿contra su voluntad?, no quedaba claro) con el agente de su honorable amo, como si yo fuese una comprensiva joven actriz con la que hubiera trabado amistad en el pórtico del teatro.
A lo largo de un día de pesadillescos despropósitos, ella se creyó Irene, y habló acerca de la anatomía del rey Estricnina con vehemente obscenidad. Y cuando al día siguiente intenté (oh, con muchísimo tacto) averiguar si aún se hallaba bajo aquella horripilante delusión, ella me miró con los ojos abiertos de par en par, como una niña obstinada, y dijo:
—No sé de qué está s hablando; por supuesto que soy Irene. Soy ella y soy yo misma. Pensaba que tendrías el suficiente juicio como para saber eso.
Pero nunca perdía de vista el concepto de «viaje». Yo empecé a comprender que no sabia hacia dónde se encaminaba, excepto que se trataba de un lugar allende (o en medio de) las montañas del suroeste. Solía detenerse en santuarios y templos e interrogar a los sacerdotes. No me permitía presenciar esas conversaciones.
Un día decidí escuchar a hurtadillas. Al final de un atardecer nos encontrábamos bajando, entre la lluvia y el trueno, por un vado en un valle árido. Allí vimos media docena de cruces con restos de cadáveres clavados en ellas (un espectáculo corriente al pie de estas colinas) y un pequeño edificio redondo de piedra con tejado cónico de paja. En el interior, la tosca estatua de algún Dios local de los viajeros..., al menos llevaba sombrero y sandalias.
Realizamos una ofrenda, que de inmediato fue recogida por un jorobado de voz taimada que ocupaba una casucha cercana (el único sitio habitable de aquel lugar desolado) y que se escabulló corriendo al interior del templo para ver quién estaba allí. Era uno de los autonombrados hombres santos, que a veces se encuentran viviendo a expensas de los santuarios de la región y que exigen contribuciones a los extranjeros.
Jibia expresó su deseo de hablar con él y me ordenó que saliera. Me acerqué con cautela al muro del templo y conseguí oír algunas de sus palabras. El hombre santo decía algo acerca de un río.
—Ah, no —parloteaba rápidamente—, ningún río. No en ese lugar. El bosque estaba allí, desde luego, hasta que los legionarios lo talaron para hacer una empalizada. ¿Está s segura con respecto al río?
Jibia hablaba con rapidez, en tono demasiado bajo para que pudiera oír lo que decía.
—Ya veo, ya veo, mi querida señora, que insistes en ese río.
Espera un momento, había un lugar; yo nunca he estado en él.
Mucho más arriba en las montañas. Río, bosque, templo, asentamiento de casas como gradas, todas ladera arriba, una encima de la otra... Pero ¿cómo lo llamaban...? Mi memoria falla a estas alturas. El bendito Dios hace todo lo posible por mi, pero ¿Qué puede hacer, que sirva de algo, cuando es tan poca la gente que acude aquí con ofrendas para él? Si yo pudiera prometerle una hermosa cabra joven, por ejemplo, quizá fuese capaz de devolverme la memoria; no ha tenido carne fresca desde..., vaya, querida, no sé desde cuándo...
Típico. Podía oír cómo ella contaba monedas que dejaba caer en el codicioso platillo. Lo siguiente que oí fue que él preguntaba quién era el hombre cojo que esperaba fuera (¿su esclavo, tal vez?), y si cabía la posibilidad de que ella hiciera fecundo al bendito Dios con la ofrenda de una hermosa señora como la que nadie podría ofrecerle jamás. No sé si, de hecho, ella habría consentido en yacer con la obsequiosa criatura en caso de ser la única manera de averiguar lo que quería saber; pero el hombre cojo que aguardaba fuera no permitiría que el jorobado se tomara esas libertades. Entré en el santuario, lo cogí por el cuello, posé mi cuchillo pirata sobre uno de sus ojos, y le advertí que hiciera fecundo al Dios en ese momento y lugar, pero sin ayuda de «mi esposa».
Lo hizo. El templo por el que la señora le había preguntado estaba a tres días de viaje, subiendo por un valle que era así y aseguró, juró chillando, que ningún ejército lo había destruido. A continuación vacié el cuenco de ofrendas en mi bolsillo, aferré a Jibia por una muñeca y la saqué de allí hacia la tormentosa intemperie. Tal vez si era yo quien la instaba a avanzar, en lugar de ser al revés, ella aceptaría mi iniciativa y me explicaría el significado de todo aquello. Pero me equivocaba por completo; se mantuvo en un silencio impenetrable. Sin embargo, yo sabía que había oído la palabra «esposa».
El valle se vio cada vez más transitado por columnas de legionarios que iban de un lado a otro; gran parte del tiempo las evitábamos manteniéndonos en las laderas superiores, que estaban constantemente cubiertas de lluvia y niebla. Pero se produjeron una serie de incidentes atemorizadores. Dado que sobrevivimos a ellos, no vale la pena relatarlos, aunque alguno de ellos tuvo consecuencias.
Una patrulla de infantería, de ojos desesperados, sin afeitar y exhausta nos detuvo, nos dio el alto en una aldea en ruinas (casi despoblada) para comprobar nuestra identidad. Nos condujeron ante un oficial del pretorio, muy enojado, en misión de espionaje. Se negó completamente a aceptar mi cuento del «legado de intendencia».
—Tonterías, aquí no hay ninguna intendencia. Aquí los hombres comen lo que pueden saquear, y eso es todo. Si no me dices la verdad sobre los asuntos que te han traído hasta aquí, me lo dirá la mujer. No creas que no sé cómo hacerlo. Además, mis soldados también lo saben.
Indiscutiblemente, era la ocasión para recurrir a la moneda mellada. El sabía lo que era, y me insultó por no estar a la altura de mi trabajo.
—Esa basura del legado de intendencia, ¿qué mierda de cobertura es ésa? ¿Cuánto hace que te dedicas a esto, cojo? ¿Y quién es la mujer?
Yo ya había adquirido un cierto conocimiento de las características de la campaña en esta zona, y ahora recurrí a él. Le dije que había conocido a Jibia en uno de los campamentos base, que ella había huido allí de los rebeldes de Lucania. Había servido a un líder lucano, un jefe terrorista muy buscado al que llamaban Esperanza Divina. Ahora me acompañaba a un lugar en el que se habían hecho prisioneros, para ver si podía identificarlo. Adorné esto con profusión de detalles circunstanciales, pero él sonrió burlonamente.
—Puedes estar seguro de que a quienquiera que hayan apresado, no ser ese asesino de Esperanza Divina. De todas formas, ¿dónde está ese «lugar»? No he oído nada de que haya en las jaulas nadie de quien se sospeche que sea un jefe..., nuestros hombres tienen tendencia a clavarlos en cuanto les ponen las manos encima. Como procedimiento de espionaje, es completamente derrotista, pero es satisfactorio.
Me inventé un largo relato sobre una unidad avanzada que había establecido su base al otro lado de unos barrancos insalvables, en dirección este, y él nos dejó marchar de mala gana.
Resultaba obvio que su propio conocimiento de la disposición de las legiones por aquel espantoso territorio yermo era extremadamente limitado; tuve la impresión de que el ejército de la Urbe estaba muy lejos de ganar la guerra, y que todo se reducía a una serie de salvajes asesinatos en apartados rincones de desierto, sin demasiada relevancia, con poco o ningún control del poder central. Al marcharnos, me dijo:
—Haznos a todos un jodido favor, ¿quieres? Una vez que llegues hasta allí y vuelvas a salir, si lo consigues alguna vez, ten preparado un informe completo de cuantas personas veas, ya sean terroristas o de los nuestros; y a cualquiera como yo con quien te encuentres, cuéntaselo todo. La única manera que tenemos de salvar la vida aquí, es saberlo todo de todas partes. Esa moneda mellada tuya no es sólo para que los maricones del pretorio les saquen brillo a sus cifras, ¿sabes? Dios, ya nos vendría bien que La Mancha regresara.
Después de este encuentro hice que Jibia se cambiara de ropa, y que se vistiera con atuendo de muchacho. Vestida así se parecía moderadamente a un joven, un trabajador de circo mal alimentado, quizá contratado para cuidar de los animales africanos, extraño personaje para vagabundear por la zona de guerra; pero, por otro lado, todos los civiles, hombres o mujeres, eran anómalos en la zona de guerra, y yo esperaba que el disfraz al menos distrajera la atención inmediata hacia su persona. El «hombre santo» había resultado alarmante, y la idea del persuasivo interrogatorio que había manifestado el oficial del pretorio lo era más todavía; tal vez no habría más incidentes de esa naturaleza, Juzgué mal las circunstancias.
Los tres días del «hombre santo» resultaron ser una apreciación demasiado optimista. Caminamos durante una semana, y al final estábamos muertos de hambre, con la ropa hecha jirones, con los cuerpos molidos y contusionados, y los pies dentro de las gastadas sandalias convertidas en un pútrido amasijo negro.
Jibia, que iba delante, fue la primera en ver el templo, al trasponer la cima de una colina dentada. Se dejó caer entre rocas y arbustos espinosos, contemplando el profundo valle del otro lado, aguardando a que me arrastrara hasta su lado.
Bueno, hubo un templo, en efecto, las columnas de piedra aún se mantenían erguidas, al igual que la mayoría de las vigas (una estructura negra en forma de araña) se alzaban de la informe pila de muros de adobe y tejas derrumbadas. Detrás del templo sobre la lejana ladera, se encontraban los restos del «asentamiento». ¿Gradas? Tal vez en otro tiempo. Ahora parecían un panal de abejas pisoteado por un caballo. El bosque continuaba allí: gruesos árboles enanos en el fondo del valle, maleza descuidada que estrangulaba el abandonado recinto del templo. Y allí estaba también el río.., crecido; llovió incesantemente desde el día en que salimos del santuario.
Jibia estaba murmurando, en voz baja al principio, y luego rápidamente, aumentando de escala en trastornado crescendo:
—Nada —decía—, nada, nada en absoluto, nada, todo desaparecido, desaparecido, desaparecido, desaparecido... ¡No...!
Y con un último alarido agudo se lanzó hacia delante, tan rápida como una jabalina al vuelo, pasando por encima de piedras redondeadas, de esquisto, por caídas verticales, saltando y tropezando, atravesando sin dificultad arbustos y enredos de maleza hasta desaparecer de mi vista entre el follaje, allá abajo.
Yo la seguí con mucha prudencia. Mi pierna lesionada sabia demasiado de laderas como ésta. Al llegar abajo me vi detenido por el furioso río. Sin embargo, de alguna forma Jibia lo había cruzado, y podía oír su voz que gritaba como un lobo entre los árboles del otro lado.
Si ella podía hacerlo, yo también...; que Dios nos ayudara a ambos; tenía que poder. La fuerte corriente fría me cubrió hasta el pecho; golpeándome corazón y pulmones como un martillo; mis pies tropezaban con piedras grandes y pequeñas; caí bajo el agua cuando estaba en medio y por poco me arrastra la corriente, pero logré llegar al otro extremo. Me tendí al borde mismo de la margen, con medio cuerpo aún dentro del torrente, incapaz de ir más allá. Enfrente, por entre las hojas empapadas, podía ver a Jibia que corría por el recinto, deteniéndose repentinamente aquí y allá tratando de identificar los restos (el plinto de una estatua, un tramo de escalones), y luego apresurándose hacia el siguiente, en una espiral de desesperación, que iba en aumento al comprender el pleno alcance de la ruina y destrucción del santuario. Luego ascendió por la colina hasta las casas asoladas, aún corriendo y tropezando, aún aullando.
Tres famélicos montañeses, cubiertos con pieles de cabra sin curar y pertrechados con piezas sueltas de legionario, salieron de detrás de un muro semiderrumbado, y silenciosamente se interpusieron en el camino de Jibia. En ese mismo momento, algunos más (siete u ocho, no me molesté en contarlos) aparecieron en la margen del río a menos de un paso de mis brazos extendidos.
Aunque hubiese podido moverme, no habría podido huir de ellos.
En la bodega de una casa destruida nos presentaron a su jefe. Era Esperanza Divina, el infame lucano; y una vez que sus hombres descubrieron la falsa tablilla de «legado» dentro de mi bolsa empapada, no manifestó la más mínima intención de permitirnos el consuelo de esperanza ninguna.
—Veo que hablas griego, y trabajas para los romanos, lo cual es todavía peor que si fueses romano. Supongo que te has perdido, porque aquí no hay ninguna intendencia de la Urbe. Mis jóvenes guerreros se han asegurado de que así fuera. Un buen número de vuestra gente se ha perdido últimamente por estas montañas; porque son nuestras montañas y nosotros no desvelamos sus secretos. Ahora bien, puede que tú tengas algunos secretos propios, o quizá no, pero es cosa mía averiguarlo antes de que mueras.
Era un hombrecillo moreno de rostro afilado, bastante joven, con voz de conferenciante universitario, razonable, carente de emociones, tolerante con la incomprensión de los demás.
Su aspecto (el cabello abundante y las patillas negras como la brea, sus pertrechos de bandido fanfarrón) parecía irrelevante y accidental, como si por descuido se hubiese vestido con los atavíos de un actor, en lugar de con los suyos propios, y fuera a descubrir el error en cualquier momento.
—Por supuesto —dijo— que vosotros me habéis labrado una gran reputación de torturador. No es fiel a la verdad. Cierto es que intentamos causaros el máximo daño posible, pero no tenemos tiempo ni nos interesan las técnicas elaboradas. Comenzaremos con el joven, y veremos qué sientes respecto a él..., es la costumbre romana, ¿verdad? Supongo que es tu esclavo. Así pues, contempla lo que significa ser «tuyo» en «nuestras» montañas.
Se apoderó de mi bastón, que yo había aferrado con fuerza desde el principio, apretándolo entre los dedos insensibles, fríos por el agua, sin darme siquiera cuenta de que lo hacía. Los hombres arrancaron de un sólo tirón la ropa que cubría el torso de Jibia. De inmediato vieron que se trataba de una mujer, y uno de ellos profirió una carcajada seca, única indicación de sorpresa que se dignaron manifestar; y de inmediato Esperanza Divina comenzó a golpear a Jibia por todas partes, por delante y por detrás, con una fuerza asombrosamente formidable. Ella rodó por el suelo ovillada en una curiosa forma de erizo; gemía un poco, y la saliva manaba por una comisura de su boca.
Él se detuvo tan abruptamente como había empezado, y me miró con expresión escrutadora.
—Ya veo, no te importa observar esto. Sientes algo por ella, está claro, ya que de lo contrario, ¿por qué la habrías hecho cambiar de ropa? Eres un griego, no un romano... o un sirio, ¿no? Continuaré. —Pero no lo hizo. La extraña pasividad de Jibia lo perturbaba, y tal vez lo desconcertaba tanto que preguntó—: ¿Está enferma?
—Es su mente la que está enferma —repliqué—. No sacarás nada de ella. No es... no es decente golpear a una pobre mujer lunática.
La voz se me quebró mientras hablaba.
—Por supuesto que no lo es —me contestó él—, pero resulta útil. Vas a hablar, ¿no es cierto?
Comenzó a golpearla otra vez, sólo para volver a detenerse
—Se me ocurre que un agente romano no viajaría por esta región con una lunática, si tuviera cualquier propósito militar serio. ¿Te importaría decirme quién es, antes de que le haga más daño? Bien cabe la posibilidad de que pertenezca a nuestro pueblo y yo esté cometiendo un error. —Se sentó sobre una pila de baldosas y aguardó mi respuesta. Yo lo miré fijamente, con impotencia. ¿Una explicación para este hombre despiadado?
—Por supuesto que ella es de vuestro pueblo —dije cuanto pude articular—. ¿Es que no te das cuenta de nada cuando ves una mujer de este modo...?
—No —me interrumpió él—. ¿Cómo podría? Soy un terrorista, no un médico. Espero a que tú me lo expliques. Empieza por el principio.
Pero ¿dónde estaba el principio? ¿En las Murallas del Amor? ¿En Éfeso? ¿En Pérgamo, incluso? Hice una serie de comienzos en falso, hasta que perdió la paciencia, me hizo desvestir también a mí, y la emprendió contra mí con el bastón, poniendo especial cuidado en golpearme la parte lesionada de la cadera. Debido a que estaba gritando e intentando protegerme, no vi que Jibia se levantaba ni oí que empezaba a hablar. Para cuando Esperanza Divina me concedió un respiro, ella ya se encontraba de pie apoyada contra un rincón, y hablaba muy rápidamente con voz enronquecida, autoritaria, parecía incluso medio racional.
Le contaba a este diablo cruel lo que a mi se había negado a contarme: le explicaba por qué buscaba del templo, tenía la seguridad de haber estado antes allí, sabía qué aspecto tenía el lugar, había perdido todo rastro de su nombre y emplazamiento, toda noción de por qué había estado allí, salvo que era la «vida», la totalidad de su «vida», y que no podría «vivir» hasta que lo averiguase.
—Si supiera por qué estuve aquí, sabría cuál es la razón de todo.
Tiró de la empapada faja y bajó la parte delantera de las bragas hasta dejar completamente a la vista la cicatriz que atravesaba su vientre.
—Esto —dijo—, esto, ¿cuándo sucedió? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Y por qué sueño con ella en el mismo sueño en que veo este templo, este bosque, el río, las casas?, ¿por qué...? Y, oh, Dios, ¿quién ha destrozado este lugar y dónde está toda la gente?