2.— Un cumpleaños y algunos juegos
El momento con el que me enfrenté pocos días antes de mi trigésimo quinto cumpleaños. Llegó la noticia de que el ejército marchaba hacia nosotros; y la noticia por si sola, mucho antes de que pudiera verse tan siquiera un soldado, mucho antes de que los clavos de sus sandalias levantaran una sola mota de polvo en el lejano camino, la sola noticia abolió las leyes. Tampoco era siquiera el ejército de un enemigo. Nuestros magnánimos protectores formaron columna con unas cuantas centurias y las pusieron en ruta; y ese fue el final de nuestras griegas vidas de saltamontes. Verás, las hormigas (recordando a Esopo) no sólo son diligentes: son también terriblemente atemorizadoras y marchan en columna, no necesitan ser vistas para vencer, basta con que sólo se oiga hablar de ellas.
Debo contarte primero quién era yo. Lo que hacia. Dónde.
Estaba contento en la ciudad de Éfeso. Hermoso clima primaveral, sol brillante. Tenía un par de habitaciones alquiladas en el pórtico del teatro..., bueno, no exactamente en el pórtico; por debajo de un colgadizo adosado al edificio siguiente, se podía ir andando de uno a otro sitio sin recorrer más de un par de pasos4 por la calle abierta. Era una situación propicia para que los clientes potenciales vinieran a mi en lugar de yerme forzado a ir en su busca. Trabajaba como agente de actores, bailarines, músicos y demás, ocasionalmente artistas de circo; el pórtico del teatro era nuestra plaza de mercado laboral, donde se ofrecían para trabajar y entraban en contacto con empresarios y organizadores de espectáculos, tanto de la propia Éfeso como de las poblaciones rurales de hasta cincuenta o sesenta millas tierra adentro.
También se hacían muchos negocios con Samos e Icaria, y con varias de las otras islas.
El teatro en sí era una empresa municipal y realmente demasiado distinguida para los actores con los que trabajaba, pero de vez en cuando tenía la posibilidad de procurarle algún artista inesperadamente desconocido y valioso, y mis relaciones con la administración eran buenas, en términos generales. Para las presentaciones de festivales especiales, tanto en el teatro como en el templo de la Madre5 de Éfeso, que requerían grandes coros y grupos de extras, podía contar con que me llamarían para que les suministrara carros enteros de personal a media jornada.
También me ocupaba de un negocio ligeramente turbio pero productivo proporcionaba chicas y chicos para las fiestas privadas de los grandes, aunque no era en ningún sentido un alcahuete vulgar. Debían ser algo más que meros receptáculos sexuales, yo insistía en artistas convenientemente educados (flautistas, cantantes, bailarines funámbulos), y debían demostrarme su talento en dichas artes antes de que les permitiera entrar en mis libros. Las prostitutas y prostitutos lisos y llanos podían obtenerse mediante cualquiera de los rufianes y horribles viejas de toda la ciudad.
Yo mismo había abandonado el proscenio unos cinco años antes, tras el accidente que me dislocó la cadera y me incapacitó para cualquier papel que no fuese el de anciano o mendigo o el de soldado herido. No se debió a ninguna espectacular catástrofe dramática, como la rotura de las cuerdas de la grúa que he mencionado antes; de hecho, había provocado las más sonoras carcajadas del espectáculo, y en ese momento, incluso yo me puse a reír. Lo que sucedió fue lo siguiente: representábamos una necia farsa en un teatro improvisado en una remota región de Anatolia Central. Como de costumbre, yo tenía un papel de mujer, una cortesana atontada que se encuentra siempre en el dormitorio del caballero equivocado y acaba escondida en armarios, entre la ropa sucia o debajo de un mueble con alguien sentado encima...
En una escena debía realizar una salida rápida desde un balcón por una escalerilla de cuerda que no debía encontrarse allí, y caer con profusión de chillidos y salpicaduras en una tina llena de agua que, casualmente, alguien había colocado debajo.
El idiota que debería haber retirado la escalera estaba tan satisfecho de sí mismo, después de una ronda de aplausos conseguidos por una improvisación no autorizada con su falo de cuero, que se olvidó por completo del asunto, y salió de la parte superior de la skené, sin realizar ninguna de las tareas concomitantes destinadas a preparar la escena para mi episodio.
Así pues, salí según lo ensayado, jadeando y resoplando, con mis tetas postizas ondulando hacia todas partes, y salté por la barandilla del balcón con la técnica exacta que me permitiría llegar a salvo hasta la una llena de agua, pero me pillé el pie izquierdo en los condenados escalones de la maldita escalerilla.
Caí de lado, me hice un corte en la mandíbula con el borde de la una, me rompí la muñeca y descubrí, al intentar ponerme de pie, que algo realmente malo le había sucedido a mi pierna en el sitio en que se une con la pelvis. Durante algunos días pensé que se trataba sólo de una torcedura. Poco a poco, llegué a darme cuenta de que era algo permanente; y como me regocijaba con las comedias de acción (toda la secuencia de saltos mortales, pedos, puntapiés en el estómago, juegos de palabras, reacciones retardadas y tambaleos de borracho destinados a aumentar la hilaridad, paso a paso, hasta la explosión general... el deleite de conseguir el punto correcto, me encantaba), con mucha tristeza, con mucha, mucha tristeza, me dejé persuadir de que cambiase por completo mi forma de vida.
Había tenido tendencia a despreciar a los agentes. Pero no se puede negar que forman parte del teatro... y una parte necesaria; de hecho, puede obtenerse un auténtico placer del trabajo que desempeñan, y he intentado acomodarme.
Alquilé esas habitaciones en Éfeso y examiné todos mis viejos contratos. Al principio fue bastante difícil, pero al cabo de un año comencé, de modo imperceptible, a ganar lo suficiente para vivir sin angustias y labrarme una modesta reputación. Bastante modesta, no lo negaré, pero podía presumir de ser conocido. Mi único problema residía en que nunca parecía ganar el suficiente dinero, en ningún momento, como para ser capaz de invertir con una ganancia apreciable. Es cierto que financié algunos espectáculos, y no todos con malos resultados, pero al final cometí el grave error de invertir todos los beneficios en un grupo de bailarines, de primerísima clase, que se marchaban de gira por las provincias occidentales de Persia; justo cuando toda Armenia, Capadocia y Galicia estallaron en una guerra a gran escala. Los bailarines quedaron atrapados al otro lado de la zona bélica, y jamás regresaron. Oí decir que fueron aceptados en la compañía de ensayo del sátrapa local del Gran Rey, lo cual fue un alivio para mi desde el punto de vista personal (muchos de ellos eran íntimos amigos míos), pero, por supuesto, todo el dinero desapareció con ellos para siempre.
La única propiedad que me quedaba en Éfeso (y que no tenía absolutamente ninguna intención de transformar en dinero) era una joven que legó un actor de tragedia (un hombre llamado Cuervo), a quien representé durante unos doce años. La había comprado de niña y le había enseñado a tocar la flauta y el tambor para que acompañase sus recitales, que habían disfrutado de una gran demanda en los banquetes de naturaleza más cultural.
Ella era muy diestra en este arte, y se había tomado el trabajo de aprender todos los monólogos de El Cuervo, además de una buena cantidad de otros varios. Ella podía declamarlos con gran apasionamiento, y a veces él la usaba como compañera en los pasajes dialogados (sólo en la lengua griega; era un políglota de consideración pero, en ese terreno en concreto, no quería tener ningún rival, y menos aún en su propia discípula).
Era una muchacha negra, de andar suave, cabeza redonda, cuello recto, nacida, según creía ella, muy al sur del Alto Egipto.
Apenas podía recordar algo de su lengua nativa (es probable que nunca la hubiese aprendido realmente), y en todos los aspectos, excepto en su color, parecía tan griega como tú o como yo (más adelante descubrir s lo muy griego que puedo afirmar que soy).
Su verdadero nombre era impronunciable en cualquier parte que se hallara río abajo de las primeras cataratas del Nilo. Dentro de la profesión la llamábamos Jibia por lo pegajoso de su afecto, su repentina rapidez de movimientos y sus cambios de humor, que alternaban con largos períodos de engañosa inactiva placidez y, por supuesto, por su piel oscura, impregnada, por decirlo así, de la propia tinta que usaba para ocultarse.
Ella y yo convivíamos como marido y mujer. Nuestro hogar era la habitación interior de las dos que tenía alquiladas; la exterior la ocupaba mi despacho. Por lo general, veía a mis clientes en las calles o el pórtico, pero necesitaba un sitio para guardar los libros. Jibia hacía las veces de mi secretaria, muy competente en general, aunque si desaprobaba cualquier transacción en concreto tenía la mala costumbre de sabotearía sobre los libros y, finalmente, hacer que me cansara tanto de intentar aclararla que yo cesaba en mi empeño.
Cuando era bebé le habían practicado unos cortes en la cara, marcas tribales, por debajo de los pómulos. Esto causaba a veces un efecto alarmante en los desconocidos, pero cuando uno la conocía ya no volvía a reparar en el detalle. Jibia no tenía ni idea de lo que significaban dichas señales. Creía recordar a su madre con la misma desfiguración, ¿o no era su madre?; no estaba segura. Los primeros años de su vida le resultaban muy confusos; detestaba hablar de ellos. A saber cuáles fueron los acontecimientos que habían ocurrido, y mucho debió ser lo sucedido entre los ocultos ríos del África profunda y el atestado corral de niños del mercado de Antioquia (tan miserable como una cuadra de vacas) donde El Cuervo tan felizmente reparó en su presencia; el caso es que la habían aterrorizado hasta borrarle la memoria, y no había nada más de que hablar.
Comenzó a convertirse en un ser humano, según suponía ella, en torno a la edad de cinco años. Antes de eso... una etíope negra, inocente, completamente desnuda, amada de Dios, aunque procediera de los confines del mundo.
Debería estar hablando de mi cumpleaños y de la noticia de las hormigas en marcha. Pero la evocación de mi Jibia recorre todos mis nervios, desordena mi instinto literario con un poso de recuerdos sexuales, se aferra a las válvulas de mi corazón...
Primero tengo que escribir un poco más sobre ella.
Habían pasado dieciocho meses desde que El Cuervo murió y me la dejó a mí; lo estipulado en su testamento no dejaba de ser desconcertante.
Mi estimada ayudante Jibia, puesto que no tiene ninguna perspectiva inmediata de matrimonio, por razón del intenso egoísmo con que la he retenido durante muchos años para mi mismo y el ejercicio de mi arte, no debe recibir su inmediata libertad (como de otro modo yo habría deseado) para evitar que caiga en poder de personas sin escrúpulos, y se vea entonces aún menos capacitada de lo que prescribe su condición presente para ejercer la libertad de elección de su forma de vida.
Por lo tanto, le solicito con toda seriedad a mi amigo, colega y agente conocido en la profesión como «Marfil» (por el color de las máscaras femeninas que solía llevar cuando también él hollaba las tablas) que acepte la total responsabilidad de la antes mencionada Jibia, con la intención final de liberarla tan pronto como pueda jurar en conciencia, ante un magistrado competente, que él es capaz de asegurar que sus necesidades estar n adecuadamente cubiertas.
Tengo conocimiento (y hace tiempo que lo sé, aunque nadie sepa que poseo dicho conocimiento) de que ciertos episodios carnales subrepticios han ocurrido ya entre el antes mencionado Marfil y la antedicha Jibia. Me enorgullezco, sin embargo, de haber sido, como artista interpretativo, sensible en todo momento a las necesidades emocionales de los poetas a quienes he honrado incluyéndoles en mi repertorio (el majestuoso Esquilo, el profundo Sófocles, Eurípides el eterno ambiguo y, en la lengua latina hacia la que estos envilecidos tiempos nos han empujado lamentable y políticamente, los nada despreciables Ennio y Pacuvio) y, por lo tanto, he aprendido a transmutar mis propias pasiones temporales (en particular la cólera de los celos) en material de trabajo, y no les he permitido jamás el acceso a las relaciones que mantengo con los compañeros de mi vida privada.
Que Marfil se ocupe de querer a esta muchacha con tanto ardor y constancia como siempre le ha prometido; de este modo me dar una amplia reparación póstuma por la usurpación de mi lecho. Puede que él no lo sepa, pero yo la amaba; y continuaré amándola; y si las sombras caminan, como han sostenido muchos distinguidos filósofos, la mía estar infatigablemente vigilante por la felicidad de mi Jibia.
Que ella toque la flauta y el tambor (viento: El triunfo de Agamenón) en mis exequias funerarias; y que también declame una parte del coro de Las suplicantes, de Esquilo:
¡Oh, tierra montañosa de Argos, cuyo gran rey
protege nuestro ruego de suplicantes, ¿a dónde huiré?
¿Qué negra caverna ocultar nuestras cabezas del terror?
Hasta:
¡Ah, quisiera antes, colgada, abrazar a la Muerte
y con ella desplomarme en el apretado lazo,
que yerme en las manos de un esposo execrado!
;Antes que el esperma del hombre, el estéril hueso de la
Muerte!6
Si eso puede declamarlo en presencia de Marfil sin vacilar, y si Marfil puede oírla y abrazarla después con toda sinceridad, sabré, desde el otro mundo, que mi confianza está justificada. En caso contrario, se merecen el uno al otro; que sus sufrimientos no sean mayores que los míos.
Item: También regalo y lego a mi amigo, colega y agente (conocido en la profesión como Marfil, etcétera) mi máscara de Delirio de Hércules como recuerdo; mis guiones de trabajo, según están escritos por la propia mano de Jibia; dos sartenes pequeñas y la botella de aceite con el tapón verde de vidrio, y todos los efectos femeninos, abalorios y adornos comprados alguna vez por mi para placer de Jibia, y que aún pueda usar.
No había contado con la ayuda de ningún abogado para redactar este documento, podía verlo con bastante claridad; y la expresión de la cara del abogado que lo leyó en voz alta para la reunión de amigos, parientes, familiares dependientes y servidores, habría constituido por sí misma una máscara cómica.
En cuanto a mí, la traviesa perversidad de El Cuervo tuvo el efecto exacto que presumiblemente perseguía: no sabía dónde mirar; para ser más preciso, era incapaz de mantener esa mirada de ojos muy abiertos de Jibia, y después tuve grandes dificultades para hablarle. Lo mismo le sucedió a ella. Nos habíamos sentido muy seguros de que nuestras ardorosas citas eran mantenidas en absoluto secreto, y creo que ninguno de los dos las consideraba algo más que instantáneas satisfacciones de pasajeros deseos.
Ahora, no obstante, nos veíamos forzados a establecer una relación de naturaleza mucho más absoluta. El éxito que tuviéramos en ello se haría evidente a su debido tiempo.
En general, sin embargo, conservamos más armonía que discordia en nuestra cohabitación, inevitablemente estrecha.
Desde el principio decidimos que ella no debía concebir: yo no podía hacer frente a la llegada de hijos. Dos habitaciones, negocios poco lucrativos, un futuro de extrema incertidumbre..., por no hablar de todos los problemas legales concernientes a la condición social y a la ciudadanía. Ella dijo:
—Mi madre era una propiedad comercial, y ellos me vendieron y separaron de ella; tenían derecho de hacerlo, ¿sabes? No voy a permitir que vuelva a suceder lo mismo. Si sucede, se lo contaré al Cuervo. El sabrá qué hacer al respecto.
Bueno, sí, una especie de broma, y cuando dijo la frase estaba pegada a mí, pasándome una uña por la nuca. Pero yo no podía negar que se trataba de una broma algo inquietante. Acordamos dejar el asunto, y no volvimos a hablar de él. Sabía que me había hablado con franqueza. No sentía deseo alguno de desafiarla.
Ahora ya no necesito decir nada más acerca de Jibia.
Bien, pues, pasemos a mi cumpleaños. Pensé que sería agradable buscar a tantos de mis amigos como pudiera encontrar en esa época en Éfeso, e invitarlos a una pequeña fiesta. Organizaría una actuación para después de la cena, algo muy extravagante.
Un trío de jóvenes sirias, hermanas, que actuaban con muy escasa ropa, gemas en el ombligo, velos sobre el rostro, cascabeles en los tobillos y, de vez en cuando, pantalones transparentes, eso era todo. Había visto su actuación y catalogado la misma como ideal para «un público reducido que supiera comportarse». Danzas y posturas poéticas para ser contempladas, largo y tendido, por hombres sensuales pero cultivados que se sintieran en paz con el mundo. En ese momento se encontraban entre dos contratos y, dado que las tenía en mis libros, tal vez podría persuadirías de aceptar unos honorarios reducidos... Bueno, quizá no. En cualquier caso, tenía que encontrar algunos invitados.
Tomé mi bastón y salí cojeando.
El primero con quien me tropecé fue un viejo compañero llamado Paletilla, un actor y empresario más o menos retirado que me había iniciado en la profesión, y respecto al que siempre sentí que tenía una particular deuda de gratitud. Acababa de salir por la puerta de artistas del teatro, y tenía un aspecto muy sombrío. Le hablé del cumpleaños.
—Ah, si; ¿ah, si? ¿Treinta y cinco? Has recorrido ya la mitad de la vida, a menos que vivas más de lo que le corresponde por derecho a cualquier actor en esta época. Has prosperado, querido hijo; y ahora no puedes ir a ninguna parte que no sea hacia abajo. ¿Sirias, con cascabeles en los tobillos? ¿Por qué no? En efecto, ¿por qué no? Cuando todos las hayamos disfrutado podremos llevarlas al matadero y cortarlas en sangrantes chuletas.
—¿Puede saberse de qué estás hablando? Siempre he creído que estas mujeres orientales te resultaban atractivas... ¿que lo pensaba...? Lo sabía. Recuerda aquella vez en Esmirna, con la contorsionista de Sidón, cuando perdiste tres representaciones enteras porque no podías desprenderte de ella...
—Querido hijo, ésta no es ocasión para tu complaciente humor de vestuario. ¿No sabes lo que ha ocurrido ahí dentro?
Señaló el teatro con un pulgar, y escupió vigorosamente sobre el polvo. Tras algunas pesadas pero vagas denuncias contra la época y los hombres que la conformaban, condescendió a revelarme sus noticias.
Al parecer había establecido un acuerdo verbal para interpretar en una nueva comedia, cuyos ensayos estaban a punto de comenzar, un pequeño papel («una perla, querido hijo, pero muy, muy costosa; no quieren creer que aún tengo el vigor para representar un personaje protagonista; pero yo conozco mi propio valor, y por tanto, creí tontamente que también ellos lo conocían»). Acababa de acudir a la oficina del empresario para formalizar el contrato, y le comunicaron que la producción se había cancelado. «¡Cancelado! —dije—, mi querido señor, yo tenía tu palabra de que el contrato era seguro, tu palabra, señor, como es costumbre entre caballeros. No puedes hablar en serio de que ha sido cancelada. Pospuesta, lo aceptaría...» De hecho, la gente del teatro estaba tan enojada y trastornada como él, aunque uno no lo habría dicho, por la forma en que él los vilipendiaba.
La raíz del problema era económica: debían una enorme cantidad de impuestos atrasados al tesoro del gobernador provincial. Los habían valorado en una cifra ridículamente elevada, y confiaban en que su recurso formal, encauzado por los canales correctos casi un año antes, sería al final aprobado. Así que, por supuesto, no habían pagado. Ahora, de modo repentino y sin ninguna posibilidad en absoluto de diferir el pago, los publicanos, responsables de las recaudaciones, enviaron su guardia para que confiscaran todos los bienes muebles de las instalaciones, y, sin ton ni son (porque ¿cómo podría el teatro pagar sus deudas a menos que pudiera atraer público?), ordenaron la congelación de todos los contratos hasta que apareciese el dinero.
Éste fue el momento en que la ley de Éfeso dejó de tener validez, aunque, por supuesto, entonces no me di cuenta de ello. De lo que si me di cuenta al asomar la cabeza por la entrada de artistas fue de que, inexplicablemente, se producía una peculiar violación de nuestra profesión y de nuestro domicilio establecido. El proscenio estaba sembrado de trajes, instrumentos musicales y montones de vistosos muebles; algunos actores y personal de escena estaban por ahí en apretados grupos, gesticulando con frustrada agitación, mientras un grupo de arrogantes pequeños funcionarios a las órdenes de los publicanos, con cara inexpresiva, inventaban y tasaban los objetos, y arrojaban el material valioso en montones sin considerar los posibles daños. Vi a dos de ellos sacando a rastras la hermosa pantalla de tapicería, toda recamada con pequeños espejos de vidrio, que fue usada de telón de fondo de la obra El casamiento de las amazonas, y que había costado una fortuna. La arrojaron a la orquesta, se enganchó en el borde del proscenio, la tela se rasgó con una fea rotura de tres puntas, y todo un racimo de espejos se estrelló contra el mármol haciéndose añicos. Uno de los funcionarios la desprendió con un puntapié de su bota claveteada, que arrancó un ornamento dorado del borde del marco. Supervisando este acto de barbarie, había un hombre robusto con unos documentos prendidos a un tablero. Me vio y se me acercó agitando con irritación el montón de textos ante mi rostro.
—No, no, sal de aquí, no se permite la entrada de nadie que no sean los empleados registrados y los funcionarios responsables... funcionarios responsables... ¿por qué no hay un guardia en la puerta?... Tú, quédate junto a la entrada y mantén fuera a toda esta gente.
Retrocedí con renuencia, y la puerta se cerró de golpe a mis espaldas. Un hombre de aspecto brutal y estructura maciza tomó posiciones en el umbral, los brazos cruzados sobre el pecho, en los que sostenía la cachiporra oficial.
Paletilla se encogió de hombros.
—No hacía falta que te molestaras; podría haberte anunciado lo que sucedería si intentabas entrar. A mí me arrojaron de la oficina antes de haber dicho la mitad de lo que me proponía.
—Pero seguramente no pueden hacer eso. Este tipo de cosas no es legal desde, desde..., bueno, desde que yo era niño.
Sí, ya sé que solía ser una práctica habitual, pero seguramente no me cabe duda, de que todo ha cambiado. Recuerdo que Testarroja me dijo, en persona, que lo habían cambiado todo. Me lo dijo personalmente cuando fui a verlo para hablar de los cantantes del coro para su fiesta privada. —Tenía entonces algunos problemas con mis propios atrasos en el pago de los timbres de una buena cantidad de contratos con artistas, y pensé que una palabra dicha al oído correcto en el momento apropiado...—. Me lo dijo en persona: y me dijo la verdad. Esos atrasos eran un disparate y nunca tendría que pagarlos.
—Testarroja —dijo con solemnidad mi viejo amigo—. Testarroja era un caballero. Su palabra era su garantía.
—¿Qué quieres decir con «era»? ¿Acaso ha muerto? ¿Por qué no me he enterado?
—Porque nadie se ha enterado, querido hijo, excepto esos bastardos de ahí dentro y los chupasangre que les dan las órdenes. Oh, si, me lo han dicho ellos. Algo tenían que decirme para sacarme del edificio. ¡Así ardan las gónadas de esos bastardos! ¡Testarroja ha sido llamado de regreso!
En este punto debo explicar que Testarroja era un romano.
Administrador máximo de la provincia de Asia en la que residíamos todos, y en lo posible fingíamos no tener conocimiento alguno de su existencia. Era tino de los escasos romanos que alguna vez nos había inspirado, a cualquiera de nosotros, algún motivo de respeto. Era, como decía Paletilla, un caballero, por completo honrado, desprovisto de rapacidad. Sin ayuda de nadie, poco más o menos, había reformado la totalidad de nuestro sistema de impuestos. Si bien nosotros no reconocíamos, en teoría, el derecho de su Urbe a gobernarnos, durante un considerable período de tiempo tuvimos la posibilidad de reconocerlo, en términos prácticos, como persona a quien obedecer no constituía ninguna deshonra. Casi había llegado a hacernos creer, a algunos, que el gobierno era esencialmente benigno; y ahora, a ese hombre decente, lo habían retirado.
—Por el amor de Dios, ¿por qué?
—Querido hijo, en la Urbe se han hecho acusaciones contra él: malversación de fondos públicos, desfalco, soborno, sabe Dios qué. ¡Disparates!
—Por supuesto que son disparates, toda la política de esa gente es un disparate. Pensaba que eso ya lo sabías.
—Pero no puede ser culpable... ¿Testarroja? Eso no lo verás en toda tu vida.
—No es una cuestión de mi vida, sino de la suya. Por imparcial que pueda habernos parecido mientras estuvo aquí, era miembro de un partido, fue destinado aquí por su partido, y su partido va no está en el poder.
—¿Sabes cuál era su partido?
—¿Acaso importa? Esa república que tienen se basa en alguna clase de principio de irrigación eterna, como corresponde a su patética ambición de ser ingenieros militares y nada más: un cubo sube del pozo, y otro cubo baja. Cuando el que se encuentra abajo sube, el que está arriba tiene que caer. Uno de ellos gritó «lo tenemos» y el otro «nuestra intención es tenerlo».
Testarroja tuvo la posibilidad de ser honrado porque su gente «lo tenía». Ahora los otros quieren su oportunidad. Están reformando los escalafones corrompidos de privilegio y poder; de chupasangres y pisoteadotes de la dignidad pública; así que tienen que pisotear nuestra dignidad para demostrar a sus desvalidos votantes que van en serio. Comienzan por librarse de cualquiera que piense de modo diferente. Y esto —volvió a señalar con el pulgar y a escupir como antes—, esto es sólo el principio. Vamos, no servirá de nada que te toques el diminuto falo, querido hijo mío.
Me apresuré a retirar la mano del interior de la ropa; no resulta agradable que alguien sea testigo de las propias supersticiones, ni siquiera un amigo—. Si los malos tiempos se nos vienen encima, no hay nada que tus dedos puedan hacer para evitarlos.
Aún estaba desconcertado. Puede que su análisis del sistema de partidos de la Urbe fuese preciso, pero a duras penas resultaba esclarecedor. ¿Qué votantes romanos pueden haber deseado de verdad la disolución de nuestro teatro? ¿Por qué razón?
—¿Acaso lo creían subversivo, y por eso necesitaban cerrarlo?
—Oh, no, cerrarlo no, no, no, no... ¿No ves que ejercen presión para abrirlo otra vez para sus propios propósitos?
—¿Propósitos?
—Chuletas, sangrantes chuletas, ¿qué te he dicho? Trae a tus muchachitas sirias, córtalas en trocitos en la humeante arena. Gladiadores, carniceros con red y tridente, rufianes de las estepas de Escitia que destrozan osos y cocodrilos con garfios y acotilíos. Si en las mazmorras hay alguien a quien ya no quieren tomarse la molestia de alimentar, lo sacan fuera, le rasgan la ropa, y miran cuánto necesita un grupo de leones para acabar con él. ¿Has visto alguna vez a un león arrancando la carne del costillar de un hombre vivo? Si es una mujer, tanto mejor: la cuelgan por un pie de un poste, y hacen que media veintena de lobos hambrientos salten por una escalerilla para ver si pueden morderle los pezones. Oh, si, los juegos romanos... hombres y bestias, y bestias y hombres, y después de tres horas de eso, ¿quién ser capaz de distinguir la diferencia?
Estaba muy conmocionado. Se me paralizó la lengua, como solía sucederme de niño.
—Pero, pero, pero esto es un... un... teatro... nosotros...
—¡Es un teatro, no un circo, es un teatro en el que no deben celebrarse juegos! —Se agachó violentamente hacia mí e inició un feroz susurro teatral (Primer Asesino de La muerte de Ibico, revelándole el plan a su cómplice)—. Excepto en la medida en que alguna pésima pantomima de Corinto... del teatro de la guarnición, ¿puedes creerlo? ¿Has oído hablar de ellos, Los Cinco Bolsillos Calientes?., excepto en la medida en que los va a traer para que representen Eros en primavera como una serie de interludios, mientras lavan la sangre de la orquesta.
—¿Eros en primavera? ¿Qué es eso?
—Conejos y conejas, jabalís y jabalinas, sementales y yeguas, todos los pobladores de cuatro patas de páramos y pantanos haciendo lo que hacen en el despertar del año. ¿No puedes imaginártelo?
Si, había oído hablar de Los Cinco Bolsillos Calientes. Dos parejas, de sexo indeterminado, y una quinta persona que quedaba en reserva; llevaban una variedad de máscaras de animales y actuaban cargados de afrodisíaco para asegurar que nada fuera simulado. El único elemento de drama en sus espectáculos era quién iba a poseer al quinto en reserva, y por qué orificio.
Eran propiedad de un abastecedor de barcos al que Testarrona había expulsado de la provincia, por suministrarle a la flota una carne de cerdo salada que estaba podrida. Una vez intentó que les consiguiera contratos, y Jibia logré que no tuviese éxito en el empeño. Pero ¿un teatro de guarnición? ¿Acaso se los había vendido al ejército? Y si así era, ¿por qué el ejército iba a tener que...?
—Pero, seguramente...
—¡Quieres dejar de decir «seguramente»! Te quedas ahí con la boca abierta, como la primera vez en que te puse sobre un escenario y te quedaste completamente en blanco. ¿Seguramente, qué, muchacho, seguramente, qué? —Comenzaba a gritar y se aglomeraba un grupo bastante grande de curiosos. Un hombrecillo de nombre Dulcera, que dirigía una agencia de muy mala reputación en una caseta de un callejón cercano, se encontraba de pie junto a mí. Recordé que durante un tiempo llevó la representación de los «Bolsillos» en nombre del corrupto proveedor. Intenté hacerle recobrar un poco de sensatez al furibundo Paletilla.
—¿Pero quién va a comprar entradas? Hay que cobrar muchísimo por un asiento para lograr que este teatro cubra gastos, los dos sabemos eso; si bajan los precios para la clase de gente que quiere ese tipo de espectáculo...
—¡Va! ¡Siempre hay ese tipo de gente, siempre se encuentra un público asqueroso para la crueldad y la mierda, si te tomas la molestia de cavar lo bastante hondo!
—No, no comprendes a dónde voy a parar: el coste de las entradas...
Entonces, Dulcera metió baza:
—No creo que vaya a pagarse nada para poder asistir al espectáculo. Distribuyen las entradas como regalo para los soldados el día de pago; dos para cada hombre, para que lleven a sus amiguitas. En este mismo momento tengo en mi oficina una cuantiosa factura por armenios de doce años de edad. ¿Acaso no sabéis que hay una guerra?
Así que era eso. Esa era la noticia. Existía una explicación que el pobre viejo y confundido Paletilla no había logrado desentrañar.
El ejército romano avanzaba a través de la provincia hacia Éfeso por primera vez en cuarenta años; y nosotros tendríamos que alojar a los soldados. Algún general había ganado una victoria, en alguna parte del este donde yo había perdido a mis bailarines; por lo que decía Dulcera, era evidente que los armenios habían sufrido. Si él estaba importando niños, también debía haber un gran número de cautivos adultos. Pensé en los lobos y los leones; pensé en Jibia y el mercado de Antioquia.
Me pregunté qué clase de hombre seria el general. A lo que sucedía en esta coyuntura dentro de la administración, lo que fuera, debería ponérsele freno antes de que la totalidad de nuestra profesión, a lo largo de la costa, quedara arruinada por completo. La rapacidad de los impuestos, y ahora el ejército; jamás podríamos hacer frente a ambas cosas al mismo tiempo.
En todos los años de mi vida nunca tuvimos que hacerlo. Cabía, pensé, la posibilidad de que tal vez el general no fuese personalmente responsable. ¿No podría alguien abordarlo con precaución? Tenía la vaga idea de que se le conocía como «La Mancha», que sonaba siniestro; desde luego, no sugería otro Testarroja.
Todo esto se lo comenté a Paletilla, bajando la voz. Él miró a Dulcera con reserva.
—Aquí no, querido hijo. En los escalones de este pórtico hay demasiadas cagadas de perro. Hablaremos de ello en tu fiesta. No me cabe duda de que invitar s al tipo de gente adecuado; puedo darte los nombres de uno o dos que me consta que estar n en la ciudad. No haremos esto a través del gremio. Afecta a muchísimos más artistas que a los pomposos bastardos clásicos de este teatro. A los tradicionales y a los no tradicionales; te daré unos cuantos nombres... Impuestos atrasados, ¡vaya! Nunca había oído semejante pretexto. En mi modesta opinión, detrás de esto se esconden celos vengativos.
Aún parecía creer a medias que todo el asunto había sido organizado para privarlo de su prestigioso papel secundario; lo contemplé mientras se alejaba furioso, dando traspiés calle abajo, farfullando y mascullando, el hombro derecho corcovado que proyectaba una sombra abultada sobre la blanca pared.
Mi viejo amigo lo había olvidado, quizá, pero debería saber que yo tenía bastante más conocimiento sobre el impago de impuestos del que la gente en su mayoría sospechaba. Impago de impuestos, crueldad, mierda. Dediquemos algunas páginas a rememorar cómo lo adquirí.