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—Le diré de dónde procede mi información —dijo Tom Lawrence—. Del propio presidente de Colombia. Me dio personalmente las gracias por haber intervenido en las elecciones, en su nombre.

—Eso no demuestra nada —dijo Helen Dexter, que no mostró la menor señal de emoción.

—¿Acaso duda de mi palabra, Helen? —preguntó el presidente, que no intentó ocultar su enojo.

—Desde luego que no, señor presidente —contestó Dexter con calma—, pero si acusa usted a la Agencia de llevar a cabo operaciones encubiertas sin su conocimiento, espero que tales acusaciones no se basen únicamente en la palabra de un político latinoamericano.

El presidente se inclinó hacia delante.

—Le sugiero, Helen, que escuche con atención la grabación de una conversación que tuvo lugar hace muy poco en este mismo despacho. Porque lo que va a escuchar ahora me pareció que tenía algo de verdad, y se trata de algo a lo que sospecho que no se ha visto usted muy expuesta en los últimos años.

La directora siguió sin mostrar la menor señal de sentirse incómoda, aunque Nick Gutenburg, sentado a su derecha, se removió inquieto en su asiento. El presidente hizo un gesto de asentimiento hacia donde estaba Andy Lloyd, que se levantó y apretó el botón de una grabadora que se había colocado sobre la esquina de la mesa del presidente.

«¿Le importaría dar más detalles?»

«Desde luego, aunque estoy seguro de que no puedo decirles nada que ya no sepan. Mi único y verdadero rival, Ricardo Guzmán, fue convenientemente eliminado de las elecciones dos semanas antes de que se celebraran.»

«Seguramente, no estará sugiriendo…», dijo la voz de Lawrence.

«Bueno, si no ha sido su gente, desde luego que tampoco ha sido la mía», lo interrumpió Herrera antes de que el presidente pudiera terminar su frase.

Se produjo un prolongado silencio y Gutenburg empezó a preguntarse si la conversación no habría terminado, pero al ver que Lawrence y Lloyd no se movían, supuso que aún seguía.

«¿Dispone usted de alguna prueba que vincule el asesinato con la CIA?», preguntó finalmente Lloyd.

«La bala que lo mató procedía de un rifle que fue vendido en una casa de empeños antes de que el asesino escapara del país. Ese rifle fue retirado más tarde de esa tienda por uno de nuestros oficiales y enviado de regreso a Estados Unidos por valija diplomática.»

«¿Cómo puede estar tan seguro de ello?»

«Evidentemente, mi jefe de policía es más comunicativo conmigo que la CIA lo es con usted.»

Andy Lloyd apagó la grabadora. Helen Dexter levantó la mirada y se encontró con la del presidente, que la taladraba.

—¿Y bien? —preguntó Lawrence—. ¿Qué sencilla explicación tiene usted esta vez?

—A juzgar por lo que se ha dicho en esa conversación no existe ninguna prueba de la supuesta implicación de la CIA en el asesinato de Guzmán —dijo ella sin alterarse—. Lo único que todo esto me sugiere es que Herrera trata de proteger a la persona que cumplió sus órdenes.

—Supongo que se refiere al «asesino solitario» que desde entonces desapareció convenientemente en alguna parte de Sudáfrica —comentó el presidente con sarcasmo.

—En cuanto salga de nuevo a la superficie, señor presidente, lo encontraremos y entonces podré proporcionarle la prueba que me pide.

—Un hombre inocente, asesinado en un callejón olvidado de Johannesburgo no será prueba suficiente para mí —le advirtió Lawrence.

—Ni para mí —dijo Dexter—. Cuando logre encontrar al hombre responsable del asesinato, nadie tendrá la menor duda acerca de para quién estaba trabajando.

Su voz, sin embargo, vaciló ligeramente.

—Si no lo hace —le advirtió el presidente tabaleando la grabadora con los dedos—, no me sorprendería nada que esta cinta terminara en manos de cierto periodista del Washington Post, que no es precisamente conocido por sus simpatías hacia la CIA. Dejaremos que sea él quien decida sí Herrera no hace sino cubrirse las espaldas, o simplemente está diciendo la verdad. En cualquier caso, va a tener que contestar un montón de preguntas incómodas.

—Si eso sucediera, es muy posible que usted también tenga que contestar a un par de preguntas, señor presidente —replicó Dexter, sin amilanarse lo más mínimo.

Lawrence se levantó enojado de su asiento y la miró con expresión fulminante.

—Permítame dejarle bien claro que todavía exijo pruebas positivas de la existencia de su misterioso sudafricano. Si no me presentara esas pruebas en el término de veintiocho días, espero encontrar la dimisión de ustedes dos sobre mi mesa. Y ahora, salgan de mi despacho.

La directora y el vicedirector se levantaron para abandonar el despacho, sin pronunciar una sola palabra más. Ninguno de los dos dijo nada hasta que se encontraron sentados en el asiento de atrás del coche de Dexter. Una vez que el chófer hubo salido de los terrenos de la Casa Blanca, ella oprimió un botón del apoyabrazos y un cristal ahumado se elevó, de modo que el chófer, un antiguo funcionario activo, no pudiera escuchar la conversación que se mantenía a su espalda.

—¿Ha hablado ya con Fitzgerald?

—No —contestó Gutenburg—. Me dijo usted que esperara tres días. Tenía la intención de llamarlo el lunes.

****

«Sentimos mucho tener que informarle…»

Connor leía la carta por tercera vez cuando sonó el teléfono de su despacho. Se sentía apabullado por la incredulidad. ¿Qué podía haber salido mal? La cena en casa de los Thompson no podía haber sido más agradable. Cuando él y Maggie se marcharon, pocos minutos antes de la medianoche, Ben había sugerido incluso jugar una partida de golf en el Burning Tree al fin de semana siguiente, y Elizabeth Thompson le había pedido a Maggie que pasara a tomar café con ella mientras los hombres se dedicaban a darle golpes a una pequeña pelota blanca. Al día siguiente, su abogado había llamado para decirle que el contrato que la Washington Provident le había enviado para su consideración no necesitaba más que unas pocas correcciones sin importancia.

Connor tomó el teléfono.

—Sí, Joan.

—Tengo al vicedirector en la línea.

—Pásamelo —dijo con voz cansada.

—¿Connor? —dijo la voz de un hombre en quien nunca había confiado—. Ha surgido algo importante, y la directora me ha pedido que le informe de inmediato.

—Desde luego —asintió Connor, sin comprender del todo las palabras de Gutenburg.

—¿Te parece a las tres de la tarde, en el lugar habitual?

—Desde luego —repitió Connor.

Momentos después, cuando escuchó el clic, todavía sostenía el teléfono en la mano. Leyó la carta por cuarta vez y decidió no decirle nada a Maggie hasta haberse presentado como candidato para cubrir otro puesto de trabajo.

****

Connor fue el primero en llegar a Lafayette Square.

Se sentó en un banco, frente a la Casa Blanca. Pocos minutos más tarde, Nick Gutenburg se sentó en el otro extremo del banco. Connor llevó buen cuidado de no mirar siquiera en su dirección.

—El propio presidente ha pedido que te hagas cargo de esta misión —murmuró Gutenburg, que miraba fijamente en dirección de la Casa Blanca—. Quería que se ocupara nuestro mejor hombre.

—Pero yo abandonaré la Compañía dentro de diez días —dijo Connor.

—Sí, eso me dijo el director. Pero el presidente insistió en que hiciéramos todo lo posible para convencerte de que te quedaras hasta haber terminado esta misión. —Connor guardó silencio—. Connor, el resultado de las elecciones en Rusia podría afectar al futuro del mundo libre. Si ese lunático de Zerimski fuera elegido, significaría el regreso a la guerra fría, de la noche a la mañana. El presidente podría olvidarse de su proyecto de ley de reducción de armamento y el Congreso exigiría un aumento del presupuesto de defensa, lo que podría llevarnos a la bancarrota.

—Pero Zerimski todavía ocupa un lugar secundario en las encuestas —comentó Connor—. ¿Acaso no se espera que Chernopov gane cómodamente?

—Es posible que las cosas parezcan así ahora —asintió Gutenburg—, pero todavía faltan tres semanas y el presidente —y resaltó la palabra mientras seguía mirando fijamente hacia la Casa Blanca— tiene la sensación de que, con un electorado tan volátil, podría suceder casi cualquier cosa. Se sentiría mucho más tranquilo sabiendo que tú estabas allí, sólo por si acaso se necesitara tu clase particular de experiencia.

Connor no dijo nada.

—Si lo que te preocupa es tu nuevo trabajo —siguió diciendo Gutenburg tras un rato de silencio—, estaría encantado de ponerme en contacto con el presidente de la empresa a la que te vas a unir, para explicarle que sólo se trata de una misión corta.

—Eso no será necesario —dijo Connor—. Pero necesitaré un poco de tiempo para pensármelo.

—Desde luego —admitió Gutenburg—. Cuando lo hayas decidido, llama a la directora y comunícale tu decisión.

Y, tras decir esto, se levantó y se alejó hacia la Plaza Farragut. Tres minutos más tarde, Connor se alejó en la dirección opuesta.

****

Andy Lloyd tomó el teléfono rojo. Esta vez reconoció la voz de inmediato.

—Estoy casi seguro de saber quién cumplió la misión en Bogotá —dijo Jackson.

—¿Trabajaba para la CIA? —preguntó Lloyd.

—Sí.

—¿Tiene pruebas suficientes para convencer al Comité Selecto del Congreso sobre Inteligencia?

—No, no las tengo. Casi todas las pruebas que pudiera aportar serían circunstanciales. Pero si se las considera conjuntamente, dan como resultado demasiadas coincidencias para mí gusto.

—¿Como por ejemplo?

El agente de quien sospecho que apretó el gatillo fue despedido poco después de que el presidente se entrevistara con Dexter en el despacho Oval y le exigiera saber quién era el responsable del asesinato de Guzmán.

—Eso ni siquiera se admitiría como prueba.

—Quizá no. Pero el mismo agente estaba a punto de aceptar un nombramiento como jefe del departamento de secuestros y rescates de la Washington Provident cuando, de repente, y sin ninguna explicación, se le retiró la oferta de trabajo.

—Una segunda coincidencia.

—Pues aún queda una tercera. Tres días más tarde, Gutenburg se reunió con el agente en cuestión en el banco de un parque en Lafayette Square.

—¿Para qué?

—Para ofrecerle la oportunidad de permanecer en la nómina de la CIA.

—¿Para hacer qué?

—Para cumplir una sola misión.

—¿Tenemos alguna idea de cuál es esa misión?

—No. Pero no se sorprenda si eso le obliga a alejarse mucho de Washington.

—¿Tiene usted alguna forma de descubrir hasta dónde?

—No, por el momento. Ni siquiera lo sabe su esposa.

—Está bien, veamos las cosas desde su punto de vista —dijo Lloyd—. ¿Qué cree usted que hará Dexter ahora para asegurarse de dejar bien cubierto su trasero?

—Antes de que pueda empezar a contestar esa pregunta necesito conocer el resultado de su última entrevista con el presidente —dijo Jackson.

—Les dio, tanto a ella como a Gutenburg, un plazo de veintiocho días para demostrar que la Agencia no estaba implicada en el asesinato de Guzmán, y para aportar pruebas incontrovertibles de quién lo mató. Tampoco les dejó la menor duda de que, si no lo conseguían, exigiría la dimisión de ambos y haría llegar al Washington Post las pruebas de las que dispone.

Se produjo un prolongado silencio antes de que Jackson hablara.

—Eso significa que al agente en cuestión le queda menos de un mes de vida.

—Ella jamás se atrevería a eliminar a uno de los nuestros —dijo Lloyd, incrédulo.

—La sección de la CIA para la que trabaja este agente ni siquiera existe oficialmente, señor Lloyd. Es lo que en la Compañía se conoce como un agente encubierto no oficial.

—¿Un agente encubierto no oficial? —repitió Lloyd.

—Así es. Se trata de alguien que no está adscrito a ninguna agencia gubernamental. De ese modo, si algo saliera mal, la CIA puede negar el tener cualquier conocimiento de sus actividades.

—Bueno, pues algo está saliendo terriblemente mal —dijo Lloyd. Hizo una pausa, antes de preguntar—: Ese hombre es un buen amigo suyo, ¿verdad?

—Lo es —asintió Jackson con serenidad.

—En ese caso será mejor que haga todo lo posible para mantenerlo con vida.

—Buenas tardes, directora. Soy Connor Fitzgerald.

—Buenas tardes, Connor. Qué agradable escucharlo —dijo Dexter con un tono de voz más cálido que el adoptado en su última entrevista.

—El vicedirector me pidió que la llamara una vez que hubiera tomado una decisión sobre la cuestión de la que él y yo hablamos el lunes.

—Sí —dijo Dexter, volviendo a su estilo normalmente seco.

—Estoy dispuesto a asumir esa misión.

—Me alegra oírselo decir.

—Con una condición.

—¿Y cuál es?

—Necesitaré tener pruebas de que la operación ha sido aprobada por el presidente.

Se produjo un largo silencio, antes de que Dexter dijera:

—Informaré al presidente, a petición suya.

****

—¿Cómo funciona? —preguntó la directora.

Ya no recordaba la última vez que había visitado el laboratorio OTS, en Langley.

—En realidad, es bastante sencillo —contestó el profesor Ziegler, director de los servicios técnicos de la CIA.

Se volvió hacia una batería de ordenadores y apretó algunas teclas. El rostro de Tom Lawrence apareció en la pantalla. Después de que Dexter y Nick Gutenburg hubieran escuchado un momento las palabras del presidente, la directora preguntó:

—¿Qué hay de notable en eso? Todos hemos escuchado antes a Lawrence pronunciando un discurso.

—Quizá, pero nunca le habrá escuchado pronunciar este discurso en particular —dijo Ziegler.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Gutenburg.

Sobre el rostro del profesor se extendió una sonrisa casi infantil de satisfacción.

—He almacenado en mi ordenador, bajo el nombre clave de Tommy, más de mil discursos, entrevistas de radio y televisión y conversaciones telefónicas, pronunciadas por el presidente o en las que ha tomado parte durante los dos últimos años. Cada palabra o frase que ha utilizado durante ese tiempo y que ha quedado grabada se encuentra ahora en este banco de memoria. Eso significa que puedo hacerle pronunciar un discurso sobre cualquier tema que usted elija. Puedo decidir incluso cuál es su postura sobre cualquier tema concreto.

Dexter empezó a considerar las posibilidades.

—Si a Tommy se le planteara una pregunta, ¿daría una respuesta convincente? —preguntó.

—No de forma espontánea —admitió Ziegler—, pero si tuviera usted una idea aproximada de las preguntas que se le podrían plantear, creo que podría engañar hasta a la misma madre de Lawrence.

—De modo que lo único que tenemos que hacer —intervino Gutenburg— es anticipar lo que probablemente va a decir la otra parte.

—Algo que quizá no sea tan difícil de hacer como se piensa —dijo Ziegler—. Después de todo, si uno recibiera una llamada telefónica del presidente, no es nada probable que se le ocurra preguntarle nada sobre la fortaleza del dólar o lo que ha desayunado, ¿verdad?

En la mayoría de los casos uno sabría de antemano la razón por la que efectúa esa llamada. No tengo ni la menor idea de para qué podría necesitar usted a Tommy, pero si tuviera que preparar una declaración de apertura y cierre, así como, por ejemplo, las cincuenta cuestiones o declaraciones a las que más probablemente tendría que responder, casi le puedo garantizar que Tommy podría mantener una conversación verosímil.

—Estoy seguro de que es capaz de hacerlo —dijo Gutenburg.

La directora efectuó un gesto de asentimiento y luego le preguntó a Ziegler:

—¿Y por qué desarrollamos este programa?

—Lo preparamos para el caso de que el presidente muriera mientras Estados Unidos estuviese en guerra y necesitáramos convencer al enemigo de que aún estaba con vida. Pero Tommy tiene otros muchos usos, directora, como por ejemplo…

—Estoy segura de que es así —le interrumpió Dexter.

Ziegler pareció decepcionado, consciente de que la directora daba por terminada la atención que le había dedicado.

—¿Cuánto tiempo se tardaría en preparar un programa específico? —preguntó Gutenburg.

—¿Cuánto tiempo se tardaría en elaborar lo que se necesitaría que contestara el presidente? —replicó Ziegler, mostrando de nuevo aquella sonrisa infantil.

****

Ella mantuvo el dedo apretado sobre el botón hasta que Connor tomó finalmente el teléfono de su despacho.

—¿Qué problema hay ahora, Joan? Me voy a quedar sordo.

—Tengo al teléfono a Ruth Preston, la secretaria personal del presidente.

—La siguiente voz que Connor escuchó fue la de una mujer.

—¿Es Connor Fitzgerald?

—Al habla —contestó Connor.

Notó el sudor en la palma de la mano que sostenía el teléfono. Algo que nunca le sucedía cuando esperaba a apretar el gatillo.

Tengo al presidente en la línea. Quiere hablar con usted. Escuchó un clic y luego una voz familiar le dijo:

—Buenas tardes.

—Buenas tardes, señor presidente.

—Creo que ya sabe por qué lo llamo.

—Sí, señor, lo sé.

El profesor Ziegler apretó el botón indicador de «inicio de la declaración». La directora y el vicedirector no movieron ni un músculo.

—Tengo la sensación de que debía llamarlo para comunicarle lo importante que considero esta misión —pausa—. Porque no me cabe la menor duda de que es usted la persona adecuada para llevarla a cabo —pausa—. Así que espero que esté usted de acuerdo en asumir la responsabilidad.

Ziegler apretó el botón de «Espera».

—Aprecio la confianza que ha depositado en mí, señor presidente —dijo Connor—, y le agradezco que se haya tomado el tiempo para llamarme personalmente…

—Número once —dijo Ziegler, que se conocía de memoria todas las respuestas posibles.

—Creo que, teniendo en cuenta las circunstancias, era lo menos que podía hacer.

—Gracias, señor presidente. Aunque el señor Gutenburg me aseguró que usted estaba enterado, y la propia directora me llamó más tarde para confirmarlo, me sentía incapaz de asumir la misión a menos que estuviera seguro de que la orden procedía directamente de usted.

—Número siete.

—Comprendo perfectamente su ansiedad. —Pausa.

—Número diecinueve.

—Quizá cuando todo esto haya pasado, puedan usted y su esposa visitarme en la Casa Blanca…, es decir, si la directora lo permite.

Pausa.

—Número tres —dijo Ziegler.

Se escuchó una risotada. Connor apartó ligeramente el teléfono de su oreja.

—Nos sentiríamos muy honrados, señor —dijo, una vez que se desvaneció el sonido de la risa.

—Declaración de cierre —dijo Ziegler.

—Bien. Espero verle en cuanto regrese. —Pausa—. A menudo pienso lo triste que es que Estados Unidos no aprecie siempre a sus héroes. —Pausa—. Ha sido agradable hablar con usted. Adiós.

—Adiós, señor presidente.

Connor todavía sostenía el teléfono en la mano cuando Joan entró en el despacho.

—De modo que ese es otro mito que acaba de saltar por los aires —le dijo su secretaria. Connor la miró, y levantó una ceja, con una expresión interrogante—. Que el presidente siempre tiene la costumbre de llamar a todo el mundo por su nombre de pila.