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Zerimski estrechó cálidamente la mano a todas las personas que le presentaron, y hasta rió las bromas de John Kent Cooke. Recordó los nombres de todos los invitados y contestó a todas las preguntas que se le hicieron con una sonrisa.

—Es lo que los estadounidenses llaman una ofensiva cálida —le había dicho Titov.

No haría sino aumentar el horror de lo que había planeado para aquella noche.

Ya se imaginaba a los invitados diciéndole a la prensa: «No podía haberse mostrado más relajado y natural, especialmente con el presidente, a quien llamaba "mi querido y buen amigo Tom"». Estaba seguro de que los invitados recordarían que Lawrence no demostró el mismo grado de calidez y se comportó de un modo un tanto gélido con su huésped ruso.

Una vez terminadas las presentaciones, John Kent Cooke golpeó una mesa con una cuchara.

—Siento interrumpir una ocasión tan agradable —empezó a decir—, pero el tiempo pasa y posiblemente ésta sea la única oportunidad que vaya a tener en mi vida de informar a dos presidentes al mismo tiempo —se escaparon unas risas entre los presentes—. Así que allá va.

—Se puso unas gafas y empezó a leer de una hoja de papel que le había entregado su ayudante de relaciones públicas.

—A las once veinte acompañaré a los dos presidentes a la entrada sur del estadio y a las once treinta y seis los conduciré hasta el campo. —Levantó la mirada—. He dispuesto que la bienvenida sea ensordecedora —dijo con una sonrisa.

Rita se echó a reír, un poco demasiado fuerte.

—Cuando lleguemos al centro del campo, presentaré a los presidentes a los capitanes de los dos equipos, que presentarán a su vez a sus segundos y a sus entrenadores. Luego, los presidentes serán presentados a los árbitros del partido. A las once cuarenta, todos nos volveremos hacia la grada oeste, donde la banda de los Redskins interpretará el himno nacional ruso, seguido, tras una corta pausa por el himno de las «barras y estrellas». Exactamente a las once cuarenta y ocho, nuestro honorable invitado, el presidente Zerimski lanzará al aire un dólar de plata. A continuación, acompañaré a los dos caballeros fuera del campo y los conduciré de regreso hasta aquí, donde espero que todos disfrutemos viendo cómo los Redskins derrotan a los Packers.

Los dos presidentes se echaron a reír. Cooke miró a sus invitados y sonrió con alivio al ver que la primera parte de la prueba había quedado atrás.

—¿Alguna pregunta? —inquirió.

—Sí, John. Tengo una pregunta —dijo Zerimski—. No ha explicado por qué tengo que lanzar la moneda al aire.

—Para que el capitán que adivine si caerá de cara o cruz pueda elegir qué equipo inicia el juego.

—Qué idea tan divertida —dijo Zerimski.

****

A medida que transcurrieron los minutos, Connor empezó a comprobar su reloj con más frecuencia. No quería estar dentro del JumboTron más tiempo del estrictamente necesario, pero necesitaba tiempo para familiarizarse con un rifle que no había utilizado desde hacía varios años.

Comprobó de nuevo el reloj. Las once y diez. Esperaría otros siete minutos. Por muy impaciente que te sientas, nunca te pongas ávido; eso no hace sino aumentar el riesgo.

Las once y doce. Pensó en Chris Jackson y en el sacrificio que había hecho sólo para darle a él una oportunidad.

Once catorce. Pensó en Joan y en su muerte, cruel e innecesaria, ordenada por Gutenburg simplemente por el hecho de que ella había sido su secretaria.

Once quince. Pensó en Maggie y en Tara. Si lograba salir bien librado de esto, tendrían la oportunidad de vivir en paz. En cualquier caso, dudaba de volverlas a ver alguna vez.

Once diecisiete. Connor abrió la trampilla y se deslizó lentamente fuera del confinado espacio. Reunió toda su fortaleza para utilizarla un momento antes de pasar las piernas sobre la viga y sujetarse firmemente a ella con los muslos. Tampoco esta vez miró hacia abajo, mientras iniciaba el lento gateo de catorce metros, de regreso al pasillo.

Una vez que llegó a la seguridad de la repisa, se aupó sobre el pasillo. Se sujetó a la barandilla unos pocos segundos, recuperando el equilibrio e inició una serie de breves ejercicios de estiramiento.

Once veintisiete. Respiró profundamente mientras repasaba su plan por última vez, y luego se dirigió rápidamente hacia el JumboTron, deteniéndose únicamente para recoger la lata vacía de Coca que había dejado sobre el escalón.

Golpeó ruidosamente la puerta. Luego, sin esperar respuesta, la abrió, entró y gritó por encima del ruido de la unidad de ventilación.

—Soy yo.

Arnie lo miró desde la repisa, situada por encima, con la mano derecha moviéndose todavía hacia el gatillo de su Armalite.

—¡Lárgate de aquí! —exclamó—. Te dije que no regresaras hasta que los presidentes no hubieran salido del campo. Tienes suerte de que no te haya metido una bala en el cuerpo.

—Lo siento —dijo Connor—. Como hacía tanto calor aquí, sólo pensé en traerte otra Coca.

Le pasó la lata vacía y Arnie se inclinó para cogerla con la mano libre. En cuanto sus dedos tocaron el borde de la lata, Connor la soltó, lo sujetó por la muñeca y, con todas las fuerzas que pudo reunir, tiró de él para derribarlo de la repisa.

Arnie lanzó un terrible grito y se precipitó hacia abajo, cayendo de cabeza sobre el pasillo galvanizado, mientras el rifle quedaba atravesado.

Connor se giró en redondo y saltó sobre su adversario antes de que tuviera la oportunidad de levantarse. Cuando Arnie levantó la cabeza, Connor le propinó un golpe directo a la barbilla que lo dejó momentáneamente atontado; luego tomó las esposas que le colgaban del cinturón. Vio fugazmente la rodilla que salía volando hacia su entrepierna, pero se movió hábilmente a la izquierda y consiguió evitar el pleno impacto del golpe. Cuando Arnie intentaba ponerse en pie, Connor le propinó otro puñetazo, esta vez en toda la nariz. Escuchó el crujido del hueso y la sangre empezó a correrle por la cara. A Arnie se le doblaron las piernas y se derrumbó sobre el suelo. Connor saltó de nuevo sobre él y, cuando Arnie trataba de incorporarse, le propinó un fuerte golpe en el hombro derecho que le produjo espasmos de dolor. Esta vez, cuando se derrumbó sobre el pasillo, se quedó finalmente quieto.

Connor se quitó rápidamente el largo guardapolvo blanco, la camisa, la corbata, los pantalones, los calcetines y la gorra. Los arrojó formando un montón en el rincón; luego abrió las esposas de Arnie y le despojó rápidamente de su uniforme. Mientras se lo ponía, descubrió que los zapatos le venían por lo menos dos números demasiado pequeños y que los pantalones eran unos cuatro o cinco centímetros demasiado cortos. No tuvo más alternativa que levantarse los calcetines y ponerse sus zapatillas que, por lo menos, eran negras.

No creía que, en el barullo que estaba a punto de producir, nadie recordara haber visto a un agente del servicio secreto que no llevaba zapatos regulares.

Connor recuperó la corbata del montón de ropa del rincón y ató fuertemente los tobillos de Arnie. A continuación, incorporó al hombre, todavía inconsciente, y lo apoyó contra la pared; lo levantó y le pasó los brazos alrededor de una viga de acero que corría a lo ancho del JumboTron, volviéndole a poner después las esposas, dejándolo allí colgado. Finalmente, se sacó un pañuelo del bolsillo, lo enrolló hasta formar una pelota y se lo introdujo a Arnie en la boca. El pobre bastardo iba a estar dolorido durante varios días. No sería una gran compensación para él la probabilidad de perder aquellos pocos kilos extra de los que su jefe se había quejado.

—No es nada personal —dijo Connor.

Se puso la gorra y las gafas oscuras de Arnie, que estaban junto a la puerta, y tomó su rifle. Tal como había imaginado, era un M–16. No habría sido el arma que hubiese elegido, pero podía realizar el trabajo. Subió rápidamente los escalones hasta el rellano del segundo piso, donde antes había estado sentado Arnie, tomó sus prismáticos y, a través del hueco entre el panel publicitario y la pantalla de vídeo, observó a la multitud, allá abajo.

Once treinta y dos. Habían transcurrido tres minutos y treinta y ocho segundos desde que Connor entrara en el JumboTron. Había calculado cuatro minutos para el asalto. Empezó a respirar profunda y regularmente.

De repente, escuchó una voz tras él.

—Hércules 3.

Al principio, no pudo determinar de dónde procedía el sonido, pero entonces recordó la pequeña radio de dos ondas que llevaba Arnie en el cinturón. La cogió de un manotazo.

—Hércules 3, adelante.

—Pensamos que te habíamos perdido por un momento, Arnie —dijo el jefe—. ¿Todo va bien?

—Sí —contestó Connor—. Sólo necesitaba hacer aguas menores y me pareció mejor no hacerlo sobre la gente.

—Afirmativo —dijo Braithwaite con una risa—. Sigue vigilando tu sección. No tardará en encenderse la luz roja y Cascada saldrá al campo.

—Así lo haré —dijo Connor, con un acento por el que su madre le habría castigado.

La línea se cortó.

Once treinta y cuatro. Observó las gradas del estadio. Sólo permanecían vacíos unos pocos asientos rojos y amarillos. Procuró no distraerse con las piernas del conjunto de animadoras, que levantaban al aire, justo por debajo de donde se encontraba.

Un rugido brotó de la multitud cuando los equipos salieron de los túneles de vestuarios, situados en el extremo sur del estadio. Corrieron lentamente hacia el centro del campo, mientras la multitud empezaba a gritar: «¡Vivan los Redskins!».

Connor se llevó a los ojos los prismáticos de Arnie y los enfocó hacia las torres de iluminación, por encima del estadio. Casi todos los agentes estaban vigilando ahora a la multitud, buscando cualquier sugerencia de problema. Ninguno de ellos demostraba ningún interés por el único lugar de donde realmente iban a brotar los problemas. La mirada de Connor se posó sobre el joven Brad, que miraba hacia abajo desde la grada norte, comprobándola fila tras fila. El muchacho daba la impresión de sentirse cerca del cielo.

Connor se giró y enfocó los prismáticos hacia la línea de las cincuenta yardas. Los dos capitanes estaban ahora uno frente al otro. Las once treinta y seis. Se escuchó otro rugido cuando John Kent Cooke condujo orgullosamente a los dos presidentes hacia el campo, acompañado por una docena de agentes que eran casi tan corpulentos como los jugadores. Una sola mirada le bastó a Connor para saber que tanto Zerimski como Lawrence llevaban puestos chalecos antibalas.

Le habría gustado alinear el rifle sobre Zerimski y enfocar la mira telescópica sobre su cabeza, allí mismo, pero no podía arriesgarse a que lo detectara uno de los tiradores de élite de las torres de iluminación, todos los cuales estaban preparados con los rifles apoyados en el pliegue del codo. Sabía que habían sido entrenados para apuntar y disparar en menos de tres segundos.

Mientras los presidentes eran presentados a los jugadores, Connor dirigió su atención a la bandera de los Redskins, que ondeaba al viento, por encima del extremo occidental del estadio. Abrió el rifle para descubrir, tal como había esperado, que estaba en condiciones de disparar, perfectamente cargado, con el seguro levantado y amartillado. Introdujo la primera bala en la recámara y cerró el cañón. El ruido actuó sobre él como el crujido de una pistola al disparar y de repente sintió que el ritmo de los latidos de su corazón se duplicaban.

Once cuarenta y uno. Ahora, los dos presidentes charlaban con los árbitros del encuentro. A través de los prismáticos, Connor pudo ver a John Kent Cooke que comprobaba nervioso su reloj. Se inclinó y susurró algo cerca de la oreja de Lawrence. El presidente de Estados Unidos asintió, tocó ligeramente el codo de Zerimski y lo condujo hacia un espacio situado entre los dos equipos. Había dos pequeños círculos blancos sobre la hierba, con un oso pintado dentro de uno y un águila dentro del otro, de modo que los dos líderes supieran dónde debían colocarse exactamente.

—Damas y caballeros —dijo una voz por los altavoces—. Rogamos que se levanten para escuchar el himno nacional de la República Rusa.

Se escuchó el repiqueteo de los asientos al golpear contra los respaldos cuando la gente se levantó. Muchos se quitaron las gorras de los Redskins y se volvieron hacia el lugar ocupado por la banda y el coro, en el extremo occidental del campo. El director de la banda levantó la batuta, permaneció así un instante, y luego la hizo descender con brío. La multitud escuchó inquieta un himno que pocos de ellos habían escuchado con anterioridad.

Aunque Connor había escuchado muchas veces el himno nacional ruso, había descubierto que muy pocas bandas, fuera de la del propio país, lo interpretaba con el ritmo que se debía o con las estrofas completas que tenía. Así pues, decidió esperar a que sonara el de las «barras y estrellas», antes de aprovechar su única oportunidad.

Una vez terminada la interpretación del himno ruso, los músicos empezaron a estirarse y moverse, en un intento por calmar sus nervios. Connor esperó a que el director de la banda levantara una vez más la batuta, que había decidido sería el momento de apuntar el rifle hacia Zerimski. Miró hacia el mástil, en el extremo más alejado del estadio; la bandera de los Redskins colgaba ahora fláccidamente, indicando que no había prácticamente nada de viento.

El director de la banda levantó la batuta por segunda vez. Connor pasó el rifle por el hueco entre el panel publicitario triangular y la pantalla de vídeo, utilizando la estructura de madera como punto de apoyo. Hizo oscilar la mira telescópica, barriendo el campo y luego la enfocó sobre la nuca de Zerimski, ajustando el enfoque hasta que la imagen llenó completamente el centro de la mira del rifle.

Empezaron a sonar los primeros compases del himno de Estados Unidos, y los dos presidentes se pusieron visiblemente firmes. Connor exhaló con suavidad. Tres…, dos…, uno. Apretó suavemente el gatillo justo en el instante en que Tom Lawrence levantaba el brazo derecho sobre su pecho para colocar la mano sobre el corazón. Distraído por ese movimiento repentino, Zerimski volvió la cabeza hacia la izquierda y la bala pasó inofensivamente junto a su oreja derecha.

El canto de setenta y ocho mil voces aseguró que nadie escuchara el blando ruido sordo de la bala, que se incrustó en la hierba, más allá de la línea de cincuenta yardas.

Brad, que estaba tumbado sobre el estómago, en la plataforma de iluminación, por encima de la suite ejecutiva, observaba atentamente a la multitud con los prismáticos. Su mirada se desvió hacia el JumboTron.

La enorme pantalla estaba dominada por un gigantesco presidente Lawrence, con la mano en el corazón, que cantaba vehementemente el himno nacional.

Brad hizo oscilar los prismáticos y, de repente, los volvió atrás. Creía haber visto algo en el hueco entre el panel triangular publicitario y la pantalla. Lo comprobó de nuevo… Era el cañón de un rifle, que apuntaba hacia el centro del campo, desde el hueco por donde antes había visto mirar a Arnie con los prismáticos. Manipuló el exquisito enfoque de los prismáticos y vio un rostro que había visto antes, aquel mismo día. No vaciló un instante.

—A cubierto y evacuar. Arma de fuego.

Brad habló con tal tono de urgencia y autoridad, que Braithwaite y dos de sus ayudantes desviaron instantáneamente los prismáticos hacia el JumboTron. Instantes después los habían enfocado sobre Connor, que se preparaba para efectuar un segundo disparo.

—Relájate —murmuró Connor en voz baja—. No te precipites. Tienes mucho tiempo.

La cabeza de Zerimski volvió a llenar la mira telescópica. Connor volvió a ajustar el enfoque y exhaló de nuevo con suavidad. Tres…, dos…

La bala de Braithwaite le alcanzó en el hombro izquierdo y lo echó hacia atrás. Una segunda bala silbó por el hueco donde su cabeza había estado apenas un instante antes.

El himno nacional de Estados Unidos terminó de sonar.

Veintiocho años de entrenamiento habían preparado a Connor para este preciso momento. Todo en su cuerpo le gritaba que escapara en seguida. Inmediatamente puso en marcha su plan A, tratando de ignorar el lacerante dolor del hombro. Se esforzó por avanzar hasta la puerta, apagó la luz y salió al pasillo. Trató de correr hasta la puerta más alejada que conducía al ancho pasillo de conexión con las gradas, pero descubrió que necesitaba de cada gramo de energía sólo para seguir moviéndose. Cuarenta segundos más tarde, justo cuando los dos presidentes eran escoltados desde el campo, llegó a la puerta. Escuchó un rugido de la multitud, cuando los Redskins se preparaban para el saque.

Connor abrió la puerta, avanzó tambaleante hasta el montacargas y apretó el botón varias veces. Oyó cómo se ponía en marcha el pequeño motor, que inició su lento ascenso hacia el séptimo nivel. Sus ojos miraban a derecha e izquierda, en busca de la menor señal de peligro. El dolor de su hombro empezaba a hacerse más y más intenso, pero sabía que no podía hacer nada al respecto. Los primeros lugares donde comprobarían todas las organizaciones policiales sería en los hospitales locales. Introdujo la cabeza por el hueco y vio la parte superior del montacargas que ascendía hacia él. Debían de faltar unos quince segundos. Pero, de repente, el montacargas se detuvo. Alguien debía de estar cargando o descargando en el nivel ejecutivo.

La reacción instintiva de Connor fue echar mano de su plan de emergencia, algo que nunca había tenido que hacer en el pasado. Sabía que no podía quedarse allí por más tiempo; si esperaba más de unos pocos segundos, alguien lo detectaría.

Se movió tan rápidamente como pudo, de regreso hacia la puerta que conducía al JumboTron. En ese momento, el montacargas reanudó su marcha. Unos pocos segundos más tarde apareció una bandeja de bocadillos, un trozo de pastel de chocolate y la Coca dietética que Arnie había esperado.

Connor pasó al otro lado de la puerta señalizada como «Privado», dejándola sin cerrar con llave. Tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para recorrer los setenta metros a lo largo del pasillo, pero sabía que los agentes del equipo móvil de la división de inteligencia protectora empezarían a salir por aquella puerta en cuestión de pocos momentos.

Veinticuatro segundos más tarde, Connor llegó a la enorme viga que sostenía la pantalla de vídeo. Se sujetó a la barandilla con la mano derecha y se aupó sobre el borde del pasillo y la repisa, justo en el momento en que la puerta del pasillo se abría de golpe. Se deslizó bajo el pasillo y escuchó el sonido de cuatro pies que corrían hacia él, pasaban por encima y se detenían ante la puerta que daba al JumboTron. A través de un hueco en el pasillo pudo ver a un agente que sostenía una pistola y abría la puerta. Sin entrar, tanteó en la pared, en busca del interruptor de la luz.

Connor esperó a que se encendieran las luces y los dos agentes desaparecieran dentro del JumboTron, antes de empezar a gatear a lo largo de la viga de catorce metros, por tercera vez en aquel día. Pero ahora sólo podía sujetarse con el brazo derecho, lo que significaba que su avance era todavía más lento. Al mismo tiempo, tenía que estar seguro de que la sangre que le goteaba del hombro izquierdo cayera cincuenta y seis metros hasta el suelo y no sobre la viga, donde todos pudieran verla.

Cuando el primero de los agentes del servicio secreto entró en el JumboTron, lo primero que vio fue a Arnie esposado a la viga de acero. Avanzó lentamente hacia él, comprobando constantemente en todas direcciones, hasta que se encontró de pie a su lado. Su compañero le cubrió mientras él le quitaba las esposas a Arnie y lo descendía suavemente hasta el suelo, luego le sacaba el pañuelo de la boca y comprobaba su pulso. Estaba con vida.

Arnie levantó los ojos hacia el techo, pero no dijo nada. El primero de los agentes empezó a subir inmediatamente los escalones que conducían al segundo nivel, mientras su compañero lo cubría. El primer hombre se asomó con cuidado por el borde, por detrás de la enorme pantalla. Un rugido ensordecedor se elevó del estadio tras un touchdown de los Redskins, pero él lo ignoró. Una vez que llegó a la pared más alejada, se volvió y asintió con un gesto. El segundo agente empezó a subir hasta el nivel superior, donde llevó a cabo un reconocimiento similar.

Los dos agentes bajaron al nivel inferior y comprobaron, cada uno por su cuenta, todo posible escondite, cuando de pronto les llegó un mensaje por la radio del primer agente.

—Hércules 7.

—Aquí Hércules 7, adelante.

—¿Lo habéis descubierto? —preguntó Braithwaite.

—No hay nadie, excepto Arnie, que estaba esposado a una viga, en paños menores. Ninguna de las dos puertas estaba cerrada con llave, y hay un rastro de sangre que conduce hasta el pasillo de comunicación entre las gradas, así que está claro que le alcanzó. Tiene que estar ahí fuera, en alguna parte. Lleva puesto el uniforme de Arnie, así que no debería ser demasiado difícil de localizar.

—No cuentes con ello —dijo Braithwaite—. Si es quien creo que es, podría estar justo delante de tus narices sin que te dieras cuenta.