18

El presidente Zerimski entró pavoneándose en el salón. Sus colegas se levantaron inmediatamente de los puestos que ocupaban alrededor de la alargada mesa de roble y lo aplaudieron hasta que hubo ocupado su asiento bajo el retrato de Stalin, recuperado del sótano del Museo Pushkin, donde languidecía desde 1956.

Zerimski vestía un traje azul oscuro, camisa blanca y corbata de seda roja. Parecía muy diferente a los otros hombres sentados alrededor de la mesa, que seguían vistiendo las ropas mal cortadas que habían llevado durante toda la campaña electoral. El mensaje estaba bien claro: todos debían visitar a un buen sastre al día siguiente.

Zerimski dejó que los aplausos continuaran durante un tiempo, antes de indicar a sus colegas que se sentaran, como si no fueran más que otra multitud aduladora.

—Aunque oficialmente no tomaré posesión de mi cargo hasta el lunes —empezó a decir—, hay uno o dos aspectos en los que tengo la intención de introducir cambios inmediatos.

El presidente observó a aquellos fieles que le habían apoyado en los años difíciles y que ahora estaban a punto de ver recompensada su lealtad. Muchos de ellos habían esperado media vida a que llegara este momento.

Dirigió la atención hacía un hombre bajo de estatura y fornido que miraba fijamente hacia delante sin ver. Joseph Pleskov había sido ascendido por Zerimski desde guardaespaldas a miembro de pleno derecho del Politburó, al día siguiente de que matara a tres hombres que habían tratado de asesinar a su jefe mientras estaba de visita en Ucrania. Pleskov poseía una gran virtud, que Zerimski exigiría a todos los ministros de su gabinete: mientras comprendiera bien sus órdenes, las llevaría a cabo.

—Joseph, viejo amigo —dijo Zerimski—. Tú serás mi ministro del Interior.

Varios de los rostros de los presentes trataron de no demostrar sorpresa o decepción; la mayoría de ellos sabían que estaban mejor cualificados para realizar el trabajo que aquel antiguo estibador de Ucrania, y algunos sospechaban que ni siquiera sería capaz de escribir correctamente la palabra «Interior». El hombre, bajo y corpulento, resplandeció ante su líder como un niño al que se le hubiera regalado un juguete inesperado.

—Tu primera responsabilidad, Joseph, consistirá en ocuparte del crimen organizado. No se me ocurre ninguna forma mejor de emprender esa tarea que deteniendo a Nicolai Romanov, el llamado zar. Porque, mientras yo sea presidente, no habrá lugar para ningún zar, ni imperial ni de ningún otro tipo.

Uno o dos de los rostros que habían parecido malhumorados apenas un momento antes, se animaron de repente. Pocos de ellos habrían estado dispuestos a detener a Nicolai Romanov, y ninguna creía que Pleskov estuviera a la altura de las circunstancias.

—¿De qué lo acuso? —preguntó Pleskov inocentemente.

—De lo que quieras, desde fraude hasta asesinato —contestó Zerimski—. Sólo tienes que asegurarte de que se sostenga en pie.

Pleskov ya parecía un poco receloso. Le habría resultado mucho más fácil si su jefe le hubiera dado la orden de limitarse a asesinarlo. La mirada de Zerimski recorrió a todos los presentes.

—Lev —dijo, dirigiéndose a otro hombre que le había sido ciegamente fiel—. Te encargaré la responsabilidad de la otra mitad de mi programa de la ley y el orden. —Lev Shulov parecía nervioso, sin saber muy bien si debía sentirse agradecido por lo que estaba a punto de recibir—. Serás mi nuevo ministro de Justicia.

Shulov sonrió.

—Debes tener bien claro que, en estos momentos, hay demasiadas cosas estancadas en los tribunales. Nombra a una docena de jueces nuevos. Asegúrate de que todos sean miembros del partido desde hace tiempo. Empieza por explicarles que, por lo que se refiere a la ley y el orden, sólo tengo dos políticas: juicios más cortos y sentencias más largas. Y estoy impaciente por dar ejemplo en alguien notable durante los primeros días de mi presidencia, para que a nadie le quepa la menor duda acerca del destino que les aguarda a quienes se crucen en mi camino.

—¿Ha pensado ya en alguien, señor presidente?

—Sí —contestó Zerimski sin vacilación—. Recordarás…

Se oyó en ese momento una llamada suave a la puerta. Todos se volvieron a mirar quién se atrevía a interrumpir la primera reunión de gabinete del nuevo presidente. Dmitri Titov entró sin hacer ruido, apostando a que Zerimski se habría sentido mucho más molesto si no le hubiera interrumpido. El presidente tamborileó con los dedos sobre la mesa, mientras Titov recorría la estancia hasta llegar junto a él, se inclinaba y le susurraba algo a la oreja.

Inmediatamente, Zerimski se echó a reír. Los demás hubieran querido imitarlo, pero no pudieron hacerlo hasta haberse enterado del chiste. Zerimski miró a sus colegas.

—El presidente de Estados Unidos está al teléfono. Parece ser que desea felicitarme.

Ahora sí, todos se sintieron justificados para unirse a las risas.

—Mi siguiente decisión como jefe vuestro consiste en determinar si le hago esperar… otros tres años… —todos rieron aún más fuerte, excepto Titov—, o si debo aceptar la llamada.

Nadie expresó su opinión.

—¿Averiguamos qué es lo que quiere ese hombre? —preguntó Zerimski.

Todos los presentes asintieron. Titov tomó el teléfono que estaba a su lado y se lo entregó a su jefe.

—Señor presidente —dijo Zerimski.

—No, señor —fue la respuesta inmediata—. Soy Andy Lloyd, jefe de personal de la Casa Blanca. ¿Puedo ponerle con el presidente Lawrence?

—No, no puede —replicó Zerimski con enojo—. Dígale a su presidente que la próxima vez que llame procure estar él mismo al otro extremo de la línea, porque yo no suelo tratar con recaderos.

Tras decir esto colgó el teléfono con fuerza y todos se echaron a reír.

—Sigamos, ¿qué estaba diciendo?

—Estaba a punto de decirnos —contestó Shulov—, en quién deberíamos sentar un ejemplo para demostrar la nueva la nueva disciplina del ministerio de Justicia.

—Ah, sí —asintió Zerimski, que volvió a sonreír, justo en el momento en que volvía a sonar el teléfono.

Zerimski señaló con un gesto a su jefe de personal, que contestó.

—¿Sería posible hablar con el presidente Zerimski? —preguntó una voz.

—¿Quién lo llama? —preguntó Titov.

—Tom Lawrence.

Titov le entregó el teléfono a su jefe.

—El presidente de Estados Unidos —fue todo lo que dijo.

Zerimski asintió con un gesto y tomó el teléfono.

—¿Eres tú, Victor?

—Soy el presidente Zerimski. ¿Con quién hablo?

—Con Tom Lawrence —contestó el presidente, que enarcó una ceja mirando al secretario de Estado y al jefe de personal de la Casa Blanca, que escuchaban por sus extensiones respectivas.

—Buenos días. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Sólo le llamaba para añadir mis felicitaciones a todas las demás que sin duda estará recibiendo después de su impresionante victoria. —Lawrence había querido decir «inesperada», pero el departamento de Estado le aconsejó que descartara esa palabra—. Ha ganado por un margen muy estrecho, pero en política todos experimentamos ese problema de vez en cuando.

—No será un problema que yo vuelva a experimentar —dijo Zerimski.

Lawrence se echó a reír, suponiendo que el comentario trataba de ser simplemente divertido. No lo habría hecho así de haber visto la expresión pétrea de los que estaban sentados alrededor de la mesa del gabinete, en el Kremlin.

—Continúe —le susurró Lloyd a Lawrence.

—Lo primero que quisiera hacer es conocerte un poco mejor, Victor.

—En ese caso tendrá que empezar por comprender que sólo mi madre me llama por mi nombre de pila.

Lawrence miró las notas que tenía extendidas sobre su mesa. Posó la mirada sobre el nombre completo de Zerimski, Victor Leonidovich. Subrayó «Leonidovich», pero Larry Harrington negó con un gesto de la cabeza.

—Lo siento —dijo Lawrence—. ¿Cómo quieres que te llame entonces?

—Lo mismo que esperaría de alguien que se dirigiera a usted cuando no lo conoce.

Aunque sólo podían escuchar una parte de la conversación, los que estaban sentados alrededor de la mesa en Moscú disfrutaban con aquel primer encuentro entre los dos líderes. Los que no disfrutaban eran los que se encontraban en el despacho Oval.

—Pruebe un camino diferente, señor presidente —sugirió el secretario de Estado, colocando una mano sobre su extensión del teléfono.

Tom Lawrence miró las preguntas preparadas por Andy Lloyd y pasó una página.

—Confiaba en que no pasaría mucho tiempo antes de que pudiéramos encontrar una oportunidad para reunirnos. Y ahora que lo pienso —añadió—, es bastante sorprendente que no nos hayamos tropezado hasta ahora el uno con el otro.

—Al contrario, no es nada sorprendente —dijo Zerimski—. La última vez que usted visitó Moscú, en junio, su embajada no me envió ninguna invitación, ni a mí ni a mis colegas, para la cena que se celebró en su honor.

Hubo murmullos de apoyo que se extendieron alrededor de la mesa.

—Bueno, estoy seguro de que sabe usted muy bien que los viajes al extranjero son cosas que se dejan bastante en manos de los funcionarios locales…

—Me interesará mucho ver a cuáles de esos funcionarios locales le parecerá necesario sustituir después de un error de cálculo tan fundamental —Zerimski hizo una pausa, antes de añadir—: Empezando, quizá, por su embajador.

Se produjo otro prolongado silencio mientras los tres hombres que ocupaban el despacho Oval comprobaban las preguntas que habían preparado tan minuciosamente. Por el momento no habían anticipado una sola de las respuestas de Zerimski.

—Le puedo asegurar —añadió Zerimski— que yo no permitiría que ninguno de mis funcionarios, ya fuera local o no, actuara en contra de mis deseos personales.

—Es usted un hombre con suerte —dijo Lawrence, dejando de preocuparse por las respuestas preparadas, que no le servían para nada.

—La suerte no es un factor que yo tenga en cuenta —afirmó Zerimski—. Sobre todo cuando tengo que tratar con mis oponentes.

Larry Harrington empezaba a parecer desesperado, pero Andy Lloyd garabateó una pregunta en un bloc que colocó ante la nariz del presidente. Lawrence asintió con un gesto.

—Quizá debiéramos acordar un encuentro rápido para poder conocernos un poco mejor.

El trío de la Casa Blanca se preparó para ver su oferta rechazada robustamente.

—Consideraré muy seriamente su oferta —dijo Zerimski, ante la sorpresa de todos, a ambos lados de la línea—. ¿Por qué no le dice al señor Lloyd que se ponga en contacto con el camarada Titov? Es el responsable de organizar mis entrevistas con los dirigentes extranjeros.

—Desde luego que lo haré —asintió Lawrence, que se sintió aliviado—. Pediré a Andy Lloyd que llame al señor Titov dentro de los dos próximos días. —Lloyd garabateó otra nota y se la entregó. El presidente la leyó—: Y, naturalmente, estaría encantado de visitar Moscú.

—Adiós, señor presidente —dijo Zerimski.

—Adiós…, señor presidente —replicó Lawrence.

En cuanto Zerimski colgó el teléfono abortó la inevitable ronda de aplausos volviéndose rápidamente hacia su jefe de personal, para decirle:

—Cuando Lloyd llame, propondrá que visite Washington. Acepta la oferta. —Su jefe de personal lo miró, sorprendido. El presidente se volvió a mirar a sus colegas—. Estoy decidido a que Lawrence se dé cuenta lo antes posible de la clase de hombre con el que tiene que tratar. Y, lo que es más importante, deseo que el público estadounidense lo descubra por sí mismo —juntó los dedos de las manos—. Tengo la intención de empezar por asegurarme de que el proyecto de ley de reducción de armamentos sea derrotado en el Senado. No se me ocurre un regalo de Navidad más apropiado para… Tom.

Esta vez dejó que le aplaudieran brevemente, antes de silenciarlos con otro gesto de la mano.

—Pero, por el momento, tenemos que volver a nuestros problemas nacionales, que son mucho más acuciantes. Como veis, me parece importante que nuestros propios ciudadanos se den cuenta igualmente del temple de su nuevo líder. Deseo ofrecerles un ejemplo que no deje en nadie la menor duda acerca de cómo tengo la intención de tratar a quienes considero que se oponen a mí.

Todos esperaron a ver a quién había seleccionado Zerimski para concederle ese dudoso honor. Volvió la mirada hacia el recientemente nombrado ministro de Justicia.

—¿Dónde está ese pistolero de la Mafya que trató de asesinarme?

—Está encerrado en la prisión del Crucifijo —contestó Shulov—. Donde supongo que querrá que permanezca durante el resto de su vida.

—Desde luego que no —dijo Zerimski—. La cadena perpetua es una sentencia demasiado leve para un criminal tan bárbaro. Esa es la persona ideal a la que hay que juzgar. La transformaremos en nuestro primer ejemplo público.

—Me temo que la policía no ha podido encontrar ninguna prueba de que…

—En ese caso fabrícala —ordenó Zerimski—. De todos modos, a su juicio no van a asistir más que leales miembros del partido.

—Comprendo, señor presidente —dijo el nuevo ministro de Justicia. Vaciló un instante, antes de preguntar—: ¿En qué había pensado usted?

—En un juicio rápido, con uno de los nuevos jueces presidiéndolo y un jurado compuesto exclusivamente por funcionarios del partido.

—¿Y la sentencia, señor presidente?

—Pena de muerte, naturalmente. Una vez emitida la sentencia, informará a la prensa de que yo mismo asistiré a la ejecución.

—¿Y cuándo se cumplirá? —preguntó el ministro de Justicia, que anotaba cada palabra de Zerimski.

El presidente pasó las páginas de su dietario y empezó a buscar un hueco de quince minutos.

A las ocho de la mañana del próximo viernes. Y ahora veamos algo todavía más importante, mis planes para el futuro de las fuerzas armadas.

Le dirigió una sonrisa al general Borodin, que estaba sentado a su derecha, y que todavía no había abierto la boca.

Para usted, mi querido vicepresidente, el premio más grande de todos…