13

Maggie salió con el coche del apartamento de la universidad a las doce y un minuto. Giró a la izquierda por Prospect Street, frenando sólo ligeramente ante la primera señal de stop, antes de acelerar y alejarse. Sólo se tomaba una hora para almorzar y si no lograba encontrar aparcamiento cerca del restaurante, se reduciría el tiempo que podrían estar juntas. Y hoy necesitaba cada minuto de aquella hora.

No obstante, si se hubiera tomado la tarde libre no se habría quejado nadie de la oficina de ingresos. Después de veintiocho años trabajando para la universidad, los seis últimos como decana de ingresos, si hubiera reclamado el pago de horas extras atrasadas, la Universidad de Georgetown habría tenido que pedir un crédito extraordinario.

Hoy, al menos, los dioses estuvieron de su parte. Una mujer salió con su coche a pocos metros del restaurante donde habían acordado verse. Maggie introdujo en el parquímetro cuatro monedas de veinticinco centavos para cubrir la hora.

Al entrar en el Café Milano, Maggie indicó su nombre al maître.

—Sí, desde luego, señora Fitzgerald —dijo, conduciéndola hasta una mesa junto a la ventana, para unirse a alguien que nunca había llegado tarde a ninguna cita.

Maggie besó en la mejilla a la mujer que había sido la secretaria de Connor durante los últimos diecinueve años, y se sentó frente a ella. Probablemente, Joan amaba a Connor tanto como hubiera amado a cualquier hombre, un amor por el que no había sido recompensada más que con algún que otro beso en la mejilla y un regalo por Navidad, que siempre terminaba por comprarle la propia Maggie. Aunque Joan no había cumplido aún los cincuenta años, su sensato traje de paño, los zapatos de tacón bajo y el recogido peinado de su cabello negro revelaban que ya hacía tiempo que había dejado de intentar atraer al sexo opuesto.

—Yo ya he elegido —dijo Joan, cerrando el menú.

—Yo también sé lo que voy a tomar —dijo Maggie.

—¿Cómo está Tara? —preguntó Joan.

—Colgada por ahí, por utilizar sus propias palabras. Sólo confío en que termine su tesis. Aunque Connor nunca le diría nada, la verdad es que se sentiría muy decepcionado si no lo hiciera.

—Habla muy cariñosamente de Stuart —observó Joan, al tiempo que el camarero aparecía a su lado.

—Sí —asintió Maggie con una ligera tristeza—. Por lo visto voy a tener que acostumbrarme a la idea de que mi única hija viva a dieciocho mil kilómetros de distancia. —Levantó la cabeza para mirar al camarero—. Cannelloni y una ensalada para mí.

—Y yo tomaré la pasta de cabello de ángel —dijo Joan.

—¿Algo para beber, señoras? —preguntó el camarero, esperanzado.

—No, gracias —contestó Maggie con firmeza—. Sólo un vaso de agua. —Joan asintió con un gesto para pedir lo mismo—. Sí, Connor y Stuart se llevan bien —dijo Maggie una vez que el camarero se hubo alejado—. Stuart vendrá a pasar las Navidades con nosotros, así que tendrás la oportunidad de conocerlo.

—Lo espero con ilusión —dijo Joan.

Maggie se dio cuenta de que Joan hubiera querido añadir algo, pero después de muchos años había aprendido que no servía de nada presionarla. Si era algo importante, Joan se lo haría saber cuándo le pareciese bien.

—He tratado de llamarte varias veces en los últimos días. Esperaba que pudieras acompañarme a la ópera o salir a cenar juntas una noche, pero por lo visto nunca te consigo.

—Ahora que Connor ha dejado la compañía, han cerrado la oficina de la calle M y a mí me han trasladado a la sede central —dijo Joan.

Maggie admiraba la forma que tenía Joan de elegir las palabras, tan cuidadosamente, sin dar ni la menor indicación de dónde trabajaba, ni la menor sugerencia de para quién lo hacía, ni una sola pista que indicara cuáles eran sus nuevas responsabilidades, ahora que no estaba con Connor.

—No es ningún secreto para nadie que confía en que finalmente te puedas unir a él en la Washington Provident —dijo Maggie.

—Me encantaría que fuera así. Pero no serviría de nada efectuar ningún movimiento hasta que no sepamos qué está ocurriendo en realidad.

—¿Qué quieres decir con eso de «ocurriendo»? —preguntó Maggie—. Connor ya ha aceptado la oferta de Ben Thompson. Tiene que estar de regreso antes de Navidad, para poder empezar su nuevo trabajo a primeros de enero. —Se produjo un prolongado silencio, antes de que Maggie dijera finalmente en voz baja—: De modo que, a fin de cuentas, no consiguió el trabajo de la Washington Provident.

En ese momento llegó el camarero con sus comidas.

—¿Un poco de queso parmesano, señora?

—Sí, gracias —asintió Joan, que se quedó mirando fijamente su plato de pasta.

—De modo que esa fue la razón por la que Ben Thompson me trató tan fríamente en la ópera el pasado jueves. Ni siquiera me invitó a tomar nada.

—Lo siento —dijo Joan, cuando el camarero ya se alejaba—. Supuse que lo sabías.

—No te preocupes. Connor me lo habría comunicado en cuanto consiguiera otra entrevista, y luego me habría dicho que la nueva empresa le ofrecía un puesto mucho mejor que el de la Washington Provident.

—Qué bien lo conoces —dijo Joan.

—A veces me pregunto si lo conozco de verdad —dijo Maggie—. Ahora mismo, por ejemplo, no tengo ni la menor idea de dónde está ni lo que está haciendo.

—Yo no sé mucho más que tú —dijo Joan—. Por primera vez en diecinueve años, no me informó antes de marcharse.

—Todo parece ser diferente esta vez, ¿verdad, Joan? —preguntó Maggie, que la miró directamente a los ojos.

—¿Qué te hace decir eso?

—Me dijo que se marchaba al extranjero, pero se marchó sin llevarse su pasaporte. Supongo que todavía está en Estados Unidos, pero por qué…

—Eso no demuestra que no esté en el extranjero —dijo Joan.

—Posiblemente —concedió Maggie—, pero sería la primera vez que ha escondido su pasaporte allí donde sabía que yo lo encontraría, junto con…

Abrió el bolso, sacó un grueso sobre marrón y se lo pasó por encima de la mesa. Joan leyó: «Maggie, para abrir sólo si no regreso para el 17 de diciembre».

—¿Una felicitación de Navidad, quizá? —preguntó Joan, a la ligera.

—No —contestó Maggie, casi echándose a reír—. No conozco a muchos esposos que regalen a sus mujeres una tarjeta de Navidad y, desde luego, no metidas en sobres marrones.

Se produjo una larga pausa antes de que Joan le sugiriese finalmente:

—Quizá debieras abrirlo ahora. Posiblemente descubrirías que te preocupas de modo innecesario.

—No hasta el 17 de diciembre —dijo Maggie con serenidad—. Si él regresara a casa antes de esa fecha y descubriera que lo he abierto… El camarero reapareció para retirar los platos.

—¿Van a tomar postre? —preguntó.

—No para mí —contestó Joan—. Sólo café.

—Yo también —dijo Maggie—. Solo y sin azúcar —miró la hora. Sólo le quedaban quince minutos. Se mordió el labio—. Joan, nunca te he pedido que rompieras una confidencia, pero hay algo que tengo que saber.

Joan miró por la ventana y observó al hombre joven de agradable aspecto que había permanecido apoyado contra la pared, al otro lado de la calle, durante los últimos cuarenta minutos. Creía haberlo visto antes en alguna otra parte.

Cuando Maggie abandonó el restaurante a la una menos siete, no se dio cuenta de que aquel mismo joven tomaba un teléfono móvil y marcaba un número que no estaba en la guía.

—¿Sí? —dijo Nick Gutenburg.

—La señora Fitzgerald acaba de almorzar con Joan Bennett en el Café Milano, en Prospect. Estuvieron juntas durante cuarenta y siete minutos. He grabado toda la conversación.

—Bien. Tráigame inmediatamente la cinta a mi despacho.

Cuando Maggie subía los escalones que conducían a su oficina de ingresos, el reloj del patio de la universidad marcó exactamente la una.

****

Eran las diez en Moscú. Connor disfrutaba con el final de Giselle, interpretada por el ballet Bolshoi, Pero, a diferencia de la mayor parte del público, no mantenía los prismáticos de ópera fijos en la interpretación virtuosa de la prima ballerina. De vez en cuando giraba a la derecha y comprobaba que Zerimski estaba todavía en su palco. Connor sabía lo mucho que Maggie habría disfrutado con la danza de las Wilis, en la que aparecen treinta y seis jóvenes con sus vestidos de novia, realizando piruetas a la luz de la luna. Trató de no quedarse hipnotizado por sus pliés y arabescos, y concentrarse en lo que ocurría en el palco de Zerimski. Maggie iba a menudo al ballet cuando él no estaba en la ciudad y le habría divertido saber que el líder comunista ruso había logrado en una sola velada lo que ella no había conseguido en treinta años.

Connor estudió a los hombres que ocupaban el palco. A la derecha de Zerimski estaba Dmitri Titov, su jefe de personal. A la izquierda estaba el hombre anciano que lo había presentado antes de que pronunciara su discurso de la noche anterior. Por detrás de él, entre las sombras, estaban los tres guardaespaldas. Connor supuso que habría por lo menos otra docena en el pasillo, fuera del palco.

Las entradas para el enorme teatro, con sus hermosas gradas y platea, con sillas sobredoradas tapizadas de terciopelo rojo, estaban siempre agotadas con varias semanas de antelación. Pero la teoría de Maggie también se aplicaba en Moscú: siempre se encuentra una entrada, incluso en el último minuto.

Momentos antes de que el director tuviera prevista su entrada en el foso de la orquesta, una parte de la multitud había empezado a aplaudir. Connor había levantado la vista del programa para ver a una o dos personas que señalaban hacia un palco de la segunda grada. Zerimski había calculado su entrada a la perfección. Se quedó de pie en la parte delantera del palco, saludando con la mano y sonriendo. Algo menos de la mitad del público presente se levantó de sus asientos y lo vitoreó ruidosamente, mientras que el resto permaneció sentado, algunos aplaudiendo amablemente, mientras otros mantenían sus conversaciones, como si no estuviera allí. Aquello parecía confirmar la exactitud de las encuestas de opinión: que Chernopov sólo aventajaba ahora a su rival por unos pocos puntos porcentuales.

Una vez que se hubo izado el telón, Connor descubrió rápidamente que Zerimski mostraba por el ballet el mismo interés que había demostrado por el arte. Había sido otro largo día para el candidato y a Connor no le sorprendió comprobar que apenas si podía contener algún que otro bostezo ocasional. Su tren había salido para Yaroslavl a primeras horas de esa mañana y había iniciado de inmediato su programa con una visita a una fábrica de ropa, en las afueras de la ciudad. Una hora más tarde, al dejar a los funcionarios sindicales, había comido un bocadillo antes de recorrer un mercado de frutas, luego una escuela, una comisaría de policía y un hospital, seguido de un mitin improvisado en la plaza principal de la ciudad. Por último, lo condujeron rápidamente de regreso a la estación, donde subió al tren que se había dispuesto para él.

El dogma que Zerimski proclamaba ante todo aquel que quisiera escucharlo no había cambiado mucho con respecto al expresado el día anterior, excepto que la palabra «Moscú» había sido sustituida por «Yaroslavl». Los matones que le rodeaban durante la visita a la fábrica tenían aspecto de ser más aficionados que los que lo protegieron cuando pronunció el discurso en el Salón Lenin. Estaba claro que los locales no querían permitir que los moscovitas entraran en su territorio. Connor se dio cuenta de que cualquier atentado contra la vida de Zerimski tendría muchas mayores probabilidades de éxito en las afueras de la capital. Necesitaría llevarse a cabo en una ciudad lo bastante grande como para poder desaparecer en ella, y lo bastante orgullosa como para permitir que los tres profesionales de Moscú se tomaran el día libre.

La visita de Zerimski a los astilleros de Severodvinsk, que se produciría dentro de unos pocos días, seguía siendo su mejor apuesta.

Incluso en el tren de regreso a Moscú, Zerimski no había descansado. Llamó a los periodistas extranjeros a su vagón para celebrar otra conferencia de prensa. Pero antes de que nadie pudiera hacerle ninguna pregunta; fue él quien preguntó:

—¿Han visto las últimas encuestas de opinión, que demuestran que vamos bastante por delante del general Borodin y que ahora ya sólo estamos a un punto de Chernopov?

—Hasta ahora siempre nos había dicho que ignoráramos las encuestas de opinión —dijo valerosamente uno de los periodistas, Zerimski frunció el ceño. Connor seguía situado al fondo de la melée, sin dejar de estudiar al que probablemente se convertiría en presidente si nadie lo remediaba. Sabía que tenía que conocer perfectamente cada expresión, movimiento y manierismo de Zerimski, y ser capaz de pronunciar su discurso al pie de la letra.

Cuatro horas más tarde, al entrar el tren en la estación de Protsky, Connor tuvo la sensación de que había a bordo alguien que lo observaba, aparte de Mitchell. Después de veintiocho años, raras veces se equivocaba con aquellas cosas. Empezaba a preguntarse incluso si acaso la presencia de Mitchell no era un poco demasiado evidente y no habría por allí alguien más profesional. Si lo había, ¿qué querían? Al principio del día tuvo la sensación de que alguien o algo que no había observado antes se había cruzado en su camino. Detestaba aquella clase de paranoia pero, como sucede con todos los profesionales, no creía en las coincidencias.

Dejó la estación y regresó al hotel volviendo varias veces sobre sus propios pasos para asegurarse de que nadie lo había seguido. Pero finalmente pensó que tampoco necesitaban seguirlo si sabían dónde se alojaba. Trató de desechar de su mente aquellos pensamientos mientras preparaba la maleta. Esta noche perdería de vista a quien le siguiera, a menos, claro está, que ya supieran con toda exactitud a dónde iba. Después de todo, si sabían por qué estaba en Rusia, sólo tenían que seguir el itinerario de Zerimski. Poco después bajó a la recepción del hotel y pagó su cuenta en metálico.

Había cambiado de taxi cinco veces antes de permitir que el último taxi lo dejara a las puertas del teatro. Dejó la maleta a una vieja mujer sentada tras un mostrador, en el sótano, y alquiló un par de prismáticos de ópera. Al dejar la maleta dio a la dirección la seguridad de que devolvería los prismáticos.

Cuando finalmente bajó el telón, una vez terminada la representación, Zerimski se levantó y saludó de nuevo al público. La respuesta no fue tan entusiasmada como a su llegada, pero Connor pensó que seguramente se había quedado con la impresión de que su visita al Bolshoi había merecido la pena. Al bajar la escalera del teatro informó en voz alta a todos los presentes de lo mucho que había disfrutado con la magnífica actuación de Ekaterina Maximova. Una hilera de coches lo esperaban a él y a su séquito; él subió al tercero. La comitiva y su escolta de policía se dirigió con rapidez hacia otro tren que lo esperaba en otra estación. Connor observó que el número de motociclistas de escolta había aumentado de dos a cuatro.

Aparentemente, otros empezaban a pensar que bien podía ser él el próximo presidente.

****

Connor llegó a la estación pocos minutos después de Zerimski. Mostró su pase de prensa al guarda de seguridad antes de comprar un billete para el tren de las once cincuenta y nueve a San Petersburgo.

Una vez se encontró en su compartimiento–litera, cerró la puerta con llave, encendió la luz sobre su litera y empezó a estudiar el itinerario de Zerimski en San Petersburgo.

En un vagón situado en el otro extremo del tren, el candidato también repasaba el itinerario con su jefe de personal.

—Otra especie de repaso de lo que hay que hacer desde primeras horas de la mañana hasta últimas horas de la noche —gruñó.

Y eso fue antes de que Titov añadiera una visita al Hermitage.

—¿Por qué tengo que molestarme en acudir al Hermitage si sólo voy a estar unas pocas horas en San Petersburgo?

—Porque fue usted al Pushkin y no visitar el museo más grande de Rusia sería un verdadero insulto para los ciudadanos de San Petersburgo.

—Podemos estar agradecidos de marcharnos antes de que se levante el telón en el Kirov.

Zerimski sabía que la reunión más importante del día sería con el general Borodin y el alto mando militar, en los cuarteles Kelskov. Si lograba convencer al general para que se retirara de la carrera presidencial y lo apoyara, los militares, o al menos casi dos millones y medio de ellos, se pondrían probablemente de parte suya y el gran premio sería suyo. Había planeado ofrecerle a Borodin el puesto de ministro de Defensa, hasta que descubrió que Chernopov ya le había hecho la misma promesa. Sabía que Chernopov se había entrevistado el lunes anterior con el general y había abandonado la entrevista con las manos vacías. Eso le pareció una buena señal a Zerimski. Tenía la intención de ofrecerle a Borodin algo que le pareciera irresistible.

Connor también se dio cuenta de que la entrevista del día siguiente con el líder militar podía decidir el destino de Zerimski. Apagó la luz unos pocos minutos después de las dos y se quedó dormido.

Mitchell había apagado la luz de su compartimiento en cuanto el tren salió de la estación, pero no pudo quedarse dormido.

Sergei no había podido ocultar su entusiasmo ante la perspectiva de viajar en el expreso Protski. Había seguido a su socio a su compartimiento como un satisfecho perrillo faldero. Cuando Jackson abrió la puerta, Sergei anunció:

—Esto es más grande que mi piso. —Saltó a una de las literas, se quitó los zapatos, y se tapó con las mantas sin molestarse en quitarse la ropa—. Así me ahorro tener que lavarlas y cambiarlas —explicó, mientras Jackson colgaba la chaqueta y los pantalones de la más tenue percha de hierro que hubiera visto nunca.

Mientras el estadounidense se preparaba para acostarse, Sergei frotó la ventanilla empañada con el codo, formando un círculo a través del cual pudo mirar.

No dijo nada más hasta que el tren empezó a salir lentamente de la estación.

Jackson se subió a su litera y apagó la luz.

—¿Cuántos kilómetros hay hasta San Petersburgo, Jackson?

—Seiscientos treinta.

—¿Y cuánto tardaremos en llegar allí?

—Ocho horas y media. Allí nos espera otro día muy largo, así que procura dormir.

Sergei apagó su luz, pero Jackson permaneció despierto. No estaba seguro de saber por qué razón habían enviado a su amigo a Rusia. Evidentemente, Helen Dexter deseaba quitar a Connor de en medio, pero Jackson todavía no sabía hasta dónde sería capaz de llegar con tal de salvar su piel.

A primeras horas de aquella misma tarde había intentado llamar por el teléfono celular a Andy Lloyd, pero no consiguió establecer comunicación. No quería arriesgarse a llamar desde el hotel, así que decidió intentarlo de nuevo al día siguiente, después de que Zerimski hubiera pronunciado su discurso en la plaza de la Libertad, una vez que todos se hubieran despertado en Washington. En cuanto Lloyd supiera lo que sucedía, Jackson estaba seguro de que le daría autoridad para abortar toda la operación, antes de que fuera demasiado tarde. Cerró los ojos.

—¿Está casado, Jackson?

—No, divorciado —contestó.

—Ahora hay más divorcios al año en Rusia que en Estados Unidos. ¿Lo sabía, Jackson?

—No, pero durante los dos últimos días he empezado a darme cuenta de que esa es la clase de información inútil que llevas grabada en esa cabeza tuya.

—¿Y qué me dice de los niños? ¿Tiene hijos?

—Ninguno —dijo Jackson—. Perdí…

—¿Por qué no me adopta a mí? Entonces podría regresar a Estados Unidos con usted.

—No creo que Ted Turner pudiera permitirse el adoptarte. Y ahora quédate dormido, Sergei.

Se produjo otro silencio prolongado.

—Una pregunta más, Jackson.

—No tengo forma de evitarlo.

—¿Por qué es ese hombre tan importante para usted?

Jackson esperó algún tiempo antes de contestar.

—Hace veintinueve años me salvó la vida en Vietnam, así que supongo que podría decirse que le debo todos estos años que he vivido. ¿Tiene eso algún sentido?

Sergei habría contestado, pero ya se había quedado dormido.