15
—¿Dónde cree que está ahora? —preguntó Sergei.
—Estará por ahí, en alguna parte, pero si lo conozco bien será casi imposible descubrirlo en medio de esta multitud —contestó Jackson—. Sería como buscar una aguja en un pajar.
—¿Y quién perdió alguna vez una aguja en un pajar?
—Deja ya de hacer comentarios de listillo y cumple el trabajo por el que te pago —le dijo Jackson—. Te daré una bonificación de diez dólares si lo descubres. Y recuerda que probablemente irá disfrazado.
De repente, Sergei experimentó mucho mayor interés por la multitud que se movía en la plaza.
—¿Ve a ese hombre de pie en el escalón más alto de la esquina norte? —preguntó—. El que habla con un policía.
—Sí —contestó Jackson.
—Ese es Vladimir Bolchenkov, el jefe de policía. Es un hombre justo a pesar de ser la segunda persona más poderosa de San Petersburgo.
—¿Y quién es la primera? —preguntó Jackson—. ¿El alcalde?
—No, su hermano Joseph. Es el jefe de la Mafya de la ciudad.
—¿No provoca eso un ligero conflicto de intereses entre ellos?
—No. Aquí sólo lo detienen a uno si no pertenece a la Mafya.
—¿De dónde sacas toda esa información? —preguntó Jackson.
—De mi madre. Se ha acostado con los dos.
Jackson se echó a reír y los dos siguieron mirando al jefe de policía, que hablaba con un oficial uniformado. Le habría gustado mucho escuchar lo que decían. Si aquella conversación hubiera tenido lugar en Washington, la CIA habría podido reproducir cada palabra cruzada entre ellos, incluso aunque les dieran la espalda.
****
—¿Ve a los jóvenes subidos a las estatuas? —preguntó el oficial de policía uniformado, de pie junto a Bolchenkov.
—¿Qué ocurre con ellos? —preguntó el jefe.
—Por si acaso se pregunta por qué no los he detenido, la diré que forman parte de mi equipo y son los que mejor vista tienen sobre la multitud. Mire por detrás de usted, jefe: el vendedor de perritos calientes, los dos hombres de los carretones de flores y los cuatro vendedores de periódicos también son míos. Y cuento con doce autobuses cargados de policía uniformada a menos de una manzana de distancia, que pueden llegar en cuanto los llame. Durante la próxima hora también habrá unos cien hombres vestidos de paisano que entrarán y saldrán de la plaza. Tenemos cubiertas todas las salidas y cualquiera que domine la plaza tendrá a uno de mis hombres a muy pocos pasos de distancia.
—Si el hombre al que buscamos es tan bueno como creo que es —dijo el jefe—, habrá encontrado algún lugar en el que usted no haya pensado.
****
Connor pidió una taza de café y siguió vigilando la actividad que se desarrollaba en la plaza, bajo el lugar donde él se encontraba. Aunque todavía faltaban treinta minutos para que llegara el candidato, la plaza ya estaba llena de gente, desde incondicionales de Zerimski hasta simples curiosos. Le divertía observar cómo el vendedor de perritos calientes trataba de ocultar el hecho de que era un policía. El pobre hombre acababa de recibir otra queja, probablemente por no haber puesto suficiente ketchup. Connor dirigió su atención hacia el extremo más alejado de la plaza. El pequeño estrado levantado para la prensa era ahora la única zona que no estaba ocupada de gente. Se preguntó por qué rondarían por allí tantos policías vestidos de paisano, muchos más de los necesarios para impedir que cualquier persona no autorizada entrara en una zona reservada. Allí ocurría algo que no encajaba. Se distrajo cuando el camarero le sirvió un café caliente. Comprobó su reloj. Zerimski ya debería haber terminado su reunión con el general Borodin. El resultado se conocería en las noticias de todas las emisoras aquella misma noche. Connor se preguntó si lograría averiguar, por la actitud de Zerimski, si se había llegado a algún acuerdo.
Pidió la cuenta y, mientras esperaba, se concentró por última vez en la escena que se extendía bajo él. Ningún profesional habría considerado nunca la plaza de la Libertad como un lugar adecuado para cometer un atentado. Además de todos los problemas que ya había identificado, todo el mundo podía darse cuenta de la meticulosidad con que actuaba el jefe de policía. A pesar de todo, Connor tuvo la sensación de que el mismo tamaño de la multitud le proporcionaría la mejor oportunidad de estudiar a Zerimski de cerca, que era la razón por la que había decidido no sentarse en esta ocasión entre los puestos reservados para la prensa.
Pagó la cuenta en efectivo, se dirigió lentamente hacia la joven sentada en el pequeño guardarropa y le entregó su resguardo. Ella le tendió el abrigo y el sombrero y él le dio un billete de cinco rublos. Había leído en alguna parte que los viejos siempre dejaban pequeñas propinas.
Se unió a un gran grupo de empleados que abandonaban las oficinas del primer piso y a los que evidentemente se había dado tiempo libre para que asistieran al mitin. Probablemente, los directores de cualquier empresa que se encontrara a medio kilómetro a la redonda de la plaza, habría aceptado ya que esa tarde no podría hacerse mucho trabajo. Dos policías de paisano, de pie a pocos metros de la puerta, escudriñaban al grupo de empleados, pero debido al aire frío, todos andaban arrebujados, mostrando lo menos posible de sí mismos. Connor se sintió arrastrado por la multitud, que fluía hacia la plaza.
La plaza de la Libertad ya estaba llena cuando Connor trató de abrirse paso entre los cuerpos, para avanzar poco a poco hacia el podio. Debía de haber por lo menos setenta mil personas. Sabía que el jefe de policía estaría rezando para que descargara una tormenta, pero aquel era un día típico de invierno en San Petersburgo: frío, áspero y despejado. Miró hacia el recinto destinado para la prensa, rodeado por un cordón, alrededor del cual parecía desarrollarse todavía mucha actividad. Sonrió al detectar a Mitchell en su lugar habitual, a unos diez pasos de donde él mismo habría estado sentado normalmente. Pero no hoy, amigo mío. Esta vez, al menos, Mitchell llevaba un abrigo cálido y un gorro apropiado para protegerse la cabeza.
****
—Buen día para los carteristas —comentó Sergei, vigilando a la multitud.
—¿Se arriesgarán a actuar en presencia de tanta policía? —preguntó Jackson.
—Siempre se puede encontrar a un policía cuando no se lo necesita —dijo Sergei—. Ya he visto a algunos viejos compinches largándose con carteras. Pero la policía no parece estar interesada en esas cosas.
—Quizá porque ya tienen bastantes problemas de los que ocuparse, con una multitud de casi cien mil personas y esperando que Zerimski llegue en cualquier momento.
Sergei miró hacia donde estaba el jefe de policía.
—¿Dónde está? —preguntó Bolchenkov a un sargento con un walkie–talkie.
—Salió de la reunión con Borodin hace dieciocho minutos y la comitiva baja en estos momentos por la calle Preyti. Llegará dentro de unos siete minutos.
—En ese caso, nuestros problemas empiezan dentro de siete minutos —dijo el jefe, que miró su reloj.
—¿No cree que nuestro hombre podría intentar disparar contra Zerimski mientras esté en el coche?
—No lo creo —contestó el jefe—. Nos enfrentamos con un verdadero profesional. No aceptaría disparar contra un blanco móvil, especialmente en un coche a prueba de balas. En cualquier caso, no podría estar seguro de saber por dónde pasaría el vehículo de Zerimski. No, nuestro hombre está entre la multitud, en alguna parte. Lo noto hasta en los huesos. No olvide que la última vez que intentó hacer algo así fue contra un blanco de pie, y quieto, al aire libre. De ese modo es casi imposible equivocarse de persona, y con una multitud tan grande como ésta se tiene una mejor probabilidad de escapar.
Connor seguía abriéndose paso lentamente hacia la plataforma. Observó a la multitud y distinguió a varios policías más de paisano. A Zerimski no le importaría, pues no harían sino aumentar el número de asistentes.
Lo único que le importaba era atraer a más gente que Chernopov.
Connor comprobó los tejados de los edificios circundantes. Aproximadamente una docena de vigilantes escudriñaban a la multitud con binoculares.
Si hubieran llevado trajes amarillos de policías de tráfico, no habrían llamado más la atención. Alrededor del perímetro de la plaza también había por lo menos un par de cientos de policías uniformados. Evidentemente, el jefe creía en el valor de la disuasión.
Las ventanas de los edificios que rodeaban la plaza estaban atestadas de empleados que trataban de conseguir la mejor vista posible de lo que ocurría bajo ellos. Una vez más, Connor miró hacia el recinto reservado para la prensa, que ahora empezaba a llenarse. La policía comprobaba cuidadosamente las credenciales de todos los que se presentaban; no había en ello nada de extraño, de no ser por el hecho de que a algunos de los periodistas se les pedía que se quitaran los gorros o sombreros. Connor observó un momento con atención. Todas aquellas personas a las que se comprobaba tenían dos cosas en común: eran hombres y eran altos. Eso le hizo detenerse en seco. Entonces, por el rabillo del ojo, vio a Mitchell, a pocos pasos de donde él estaba, entre la multitud. Frunció el ceño.
¿Cómo le había reconocido el joven agente? De repente, sin advertencia previa, un fuerte rugido se elevó por detrás de donde estaba, como si una estrella del rock acabara de aparecer sobre el escenario. Se volvió y vio que la comitiva de Zerimski se abría paso lentamente, rodeando tres lados de la plaza, hasta detenerse en la esquina noroeste. La multitud aplaudía con entusiasmo, aunque posiblemente no podían ver al candidato, ya que todas las ventanillas de los coches estaban ahumadas. Las portezuelas de las limusinas Zil se abrieron, pero no hubo forma de saber si Zerimski se encontraba entre los que bajaron de los vehículos, de tantos y tan corpulentos guardaespaldas como lo rodeaban.
Cuando el candidato subió finalmente los escalones, pocos momentos más tarde, la multitud empezó a vitorearlo todavía con más fuerza, se alcanzó el clímax cuando él se adelantó en el estrado. Se detuvo y saludó con el puño en una dirección y luego en otra. A estas alturas, Connor ya podría haber vaticinado cuántos pasos daría antes de detenerse y volver a saludar.
La gente saltaba para ver mejor, pero Connor desdeñó el estruendo que lo rodeaba. Seguía vigilando a los policías, la mayoría de los cuales no miraban hacia el estrado. Estaban buscando algo, o a alguien en particular. Un pensamiento cruzó por su mente como un relámpago, pero lo rechazó al instante. No, no era posible. Volvía a estar paranoico. En cierta ocasión, un agente veterano le había dicho que la peor de todas era siempre la última misión.
Pero, si se tenía alguna duda, la regla era siempre la misma: abandonar la zona donde uno se sintiera en peligro. Miró a su alrededor, sopesando rápidamente qué salida tomaría. Ahora, la multitud empezaba a tranquilizarse, mientras esperaban a que Zerimski empezara a hablar. Decidió que podía empezar a moverse hacia el extremo norte de la plaza en cuanto estallara la primera explosión de aplausos prolongados.
De ese modo era menos probable que alguien le observara deslizarse entre la multitud. Miró, casi como una acción refleja, para ver dónde estaba Mitchell. Todavía estaba allí de pie, a pocos metros a su derecha, e incluso un poco más cerca que cuando lo había distinguido por primera vez.
Zerimski se acercó al micrófono con las manos levantadas para indicar a la multitud que se disponía a iniciar su discurso.
—He visto la aguja —dijo Sergei.
—¿Dónde? —preguntó Jackson.
—Está delante de Zerimski, a unos veinte pasos del estrado. Tiene el pelo de un color diferente y camina como un viejo. Me debe diez dólares.
—¿Cómo has podido distinguirlo desde esta distancia? —preguntó Jackson.
—Porque es el único que trata de abandonar la plaza.
Jackson le entregó un billete de diez dólares en el momento en que Zerimski se detenía delante del micrófono. El viejo que lo había presentado en Moscú estaba sentado a solas al fondo del estrado. Zerimski no era la clase de hombre que permitiera que un error se cometiera dos veces.
—Camaradas —empezó a decir con voz resonante—, es un gran honor para mí presentarme ante vosotros como vuestro candidato. A medida que pasa cada día, soy más y más consciente…
Al mirar de nuevo a la multitud, vio una vez más a Mitchell. Había avanzado otro paso hacia él.
—Aunque son pocos los ciudadanos que desean regresar a los viejos tiempos totalitarios del pasado, la gran mayoría…
Sólo cambiaba alguna que otra palabra, pensó Connor. Miró hacia su derecha. ¿Qué se proponía Mitchell?
—…desean ver una más justa distribución de la riqueza creada gracias a sus habilidades y su duro trabajo.
En cuanto la multitud empezó a vitorear, Connor se desplazó rápidamente unos pocos pasos a la derecha.
En cuanto se apagaron los aplausos, se quedó quieto, sin mover un músculo.
—¿Por qué el hombre del banco está siguiendo a su amigo? —preguntó Sergei.
—Porque es un aficionado —contestó Jackson.
—¿O un profesional que sabe exactamente lo que está haciendo? —sugirió Sergei.
—Dios mío, no me digas que estoy perdiendo mis habilidades —dijo Jackson.
—Por el momento ha hecho de todo, excepto besarlo —dijo Sergei.
—Fijaos en las calles de San Petersburgo, camaradas —siguió diciendo Zerimski—. Sí, veréis Mercedes, BMW y Jaguars, pero ¿quién los conduce? Sólo unos pocos privilegiados…
En cuanto la multitud volvió a estallar en aplausos, Connor avanzó unos pocos pasos más hacia el extremo norte de la plaza.
—Espero con ansia a que llegue el día en que este no sea el único país del mundo donde hay más limusinas que coches familiares…
Connor miró hacia atrás y descubrió que Mitchell había avanzado dos o tres pasos en su dirección. ¿A qué estaba jugando?
—… y donde hay más cuentas bancarias en Suiza que hospitales…
Tendría que despistarlo en cuanto volvieran a estallar los aplausos.
Se concentró en las palabras de Zerimski, para anticipar con exactitud el momento de efectuar su siguiente movimiento.
—Creo que ya lo he descubierto —dijo un policía vestido de paisano, que miraba a través de los prismáticos.
—¿Dónde, dónde? —exigió saber Bolchenkov, arrancándole los prismáticos.
—A las doce, cincuenta metros hacia atrás, sin mover un músculo. Está delante de una mujer que llevaba una bufanda roja. No se parece a la fotografía, pero cada vez que la gente empieza a aplaudir, se mueve con demasiada rapidez para un hombre de su edad.
Bolchenkov empezó a enfocar los prismáticos.
—Lo tengo —dijo. Al cabo de unos segundos, añadió—: Sí, podría ser él. Informe a los que están a la una para que se le acerquen y lo detengan, y diga a la pareja situada a veinte metros por delante de él que cubra a sus compañeros. Terminemos con esto lo antes posible. —El joven oficial lo miró angustiado—. Si he cometido un error —añadió el jefe— asumiré la responsabilidad.
—No olvidemos —siguió diciendo Zerimski— que Rusia puede ser de nuevo la nación más grande del mundo…
Ahora, Mitchell estaba a sólo un paso de Connor, que lo ignoraba premeditadamente. Dentro de unos pocos segundos más se produciría una gran ovación cuando Zerimski le dijera a la multitud lo que tenía la intención de hacer cuando fuera nombrado presidente. Nada de cuentas bancarias engordadas con los sobornos de hombres de negocios deshonestos; esto era lo que siempre arrancaba los vítores más ruidosos de todos. Luego, desaparecería y a partir de entonces se aseguraría de que Mitchell fuera transferido a un trabajo de oficina en alguna estación olvidada e infestada de mosquitos.
—… Me dedicaré por entero a vuestro servicio, y me sentiré más que satisfecho con el salario de un presidente, en lugar de aceptar los sobornos de hombres de negocios deshonestos cuyo único interés estriba en saquear los bienes del país.
La multitud estalló en vítores y aplausos. Connor se volvió de repente y empezó a moverse hacia la derecha. Había avanzado casi tres zancadas cuando el primer policía lo sujetó por el brazo izquierdo. Un segundo más tarde, otro se aproximó por la derecha. Fue arrojado al suelo, pero no ofreció la menor resistencia. Regla número uno: cuando no tienes nada que ocultar, no te resistas a la detención. Le doblaron las manos a la espalda y le pusieron un par de esposas alrededor de las muñecas. La multitud empezó a formar un pequeño círculo alrededor de los tres hombres en el suelo. Ahora estaban mucho más interesados por este espectáculo secundario que por las palabras de Zerimski. Mitchell se quedó ligeramente atrás y esperó al inevitable: «¿Quién es?».
—Un pistolero de la Mafya —le susurró al que estaba más cerca de él.
Luego se movió hacia atrás, en dirección al recinto de la prensa, murmurando periódicamente las palabras «Un pistolero de la Mafya».
—No tengáis la menor duda de que si yo fuera elegido presidente, podéis estar seguros de una cosa…
—Está usted detenido —dijo un tercer hombre, al que Connor no pudo ver.
Tenía la nariz apretada firmemente contra el suelo.
—Lleváoslo —dijo la misma voz autoritaria.
Connor fue arrastrado hacia el lado norte de la plaza. Zerimski había detectado la perturbación producida entre la multitud pero, como un buen profesional que era, la pasó por alto.
—Si Chernopov fuera elegido, los estadounidenses se mostrarían más ansiosos por conocer los puntos de vista de México que los de Rusia —continuó, sin amilanarse.
Jackson no apartó en ningún momento la mirada de Connor, mientras la multitud se apartaba rápidamente, abriendo paso a la policía.
—Amigos míos, sólo faltan seis días para que el pueblo decida…
Mitchell se alejó rápidamente de la conmoción y se dirigió hacia el estrado de la prensa.
—No lo hagáis por mí. No lo hagáis siquiera por el Partido Comunista. Hacedlo por la siguiente generación de rusos…
El coche de policía, rodeado por cuatro motocicletas, empezó a abrirse paso para salir de la plaza.
—… que entonces podrán representar su papel como ciudadanos de la nación más grande del mundo. Yo sólo os pido una cosa: el privilegio de que se me permita conducir a esas personas. —Esta vez permaneció en silencio hasta estar seguro de contar con la atención de todos los presentes en la plaza, antes de terminar suavemente con las palabras—: Camaradas, me ofrezco como vuestro servidor.
Retrocedió un paso y, de repente, el ruido de las sirenas de la policía quedó apagado por el rugido de cien mil voces.
Jackson miró hacia el estrado de la prensa. Se dio cuenta de que los periodistas se mostraban más interesados por el coche de policía que desaparecía que por las palabras de Zerimski, tan frecuentemente repetidas.
—Es un pistolero de la Mafya —informaba la periodista turca a un colega.
Un «hecho» del que le había informado alguien de entre la multitud, y al que más tarde citaría como «fuente autorizada».
Mitchell miraba hacia una hilera de cámaras de la televisión que seguían el progreso del coche de la policía, que desaparecía de la vista, haciendo destellar su luz azul. Su mirada se detuvo sobre la única persona con la que necesitaba hablar. Esperó pacientemente a que Clifford Symonds mirara en su dirección y, cuando finalmente lo hizo, Mitchell le hizo una seña para indicarle que necesitaba hablar urgentemente con él. El periodista de la CNN se reunió rápidamente con el agregado cultural estadounidense, entre la multitud que seguía lanzando vítores.
Zerimski permaneció en el centro del estrado, empapándose con la adulación de la multitud. No tenía ninguna intención de marcharse cuando la gente todavía aullaba su aprobación.
Symonds escuchó con atención lo que Mitchell tuvo que contarle. Tenía que transmitir en apenas doce minutos. La sonrisa de su rostro se hizo más amplia a medida que escuchaba.
—¿Estás absolutamente seguro? —preguntó, una vez que Mitchell terminó de hablar.
—¿Te he dejado alguna vez en la estacada en el pasado? —replicó Mitchell, que fingió sentirse ofendido.
—No —admitió Symonds, como pidiendo disculpas—. Nunca lo has hecho.
—Pero debes mantener esta información totalmente alejada de la embajada. No tiene nada que ver con nosotros.
—Desde luego. Pero, entonces, ¿a quién puedo citar como mi fuente?
—Cita a un cuerpo de policía diligente y lleno de recursos. Eso será lo último que niegue el jefe de policía.
—Será mejor que regrese junto a mi productor si quiero que esto aparezca en las noticias de la mañana —dijo Symonds con una sonrisa.
—Está bien —asintió Mitchell—. Sólo recuerda que nada de todo esto debe dejar ninguna pista que conduzca hasta mí.
—¿Te he dejado alguna vez en la estacada? —replicó Symonds.
Se volvió y regresó rápidamente hacia el recinto reservado a la prensa.
Mitchell se alejó en la dirección opuesta. Aún quedaba otra oreja receptora en la que necesitaba depositar la historia, y eso era algo que tenía que hacer antes de que Zerimski abandonara el estrado.
Una hilera protectora de guardaespaldas impedía a los excesivamente entusiasmados fieles acercarse más al candidato. Mitchell vio a su secretario de prensa a sólo unos pocos metros de distancia, regodeándose con los vítores que recibía su líder.
En un ruso perfecto, Mitchell le dijo a uno de los guardias con quién necesitaba hablar. El hombre se volvió y le gritó al secretario de prensa. Si Zerimski era elegido, pensó Mitchell, aquella no iba a ser precisamente una Administración muy sutil. El secretario de prensa efectuó inmediatamente una seña para que dejara pasar al estadounidense, que entró en la zona acordonada y se unió a otro de sus compañeros de ajedrez. Le informó rápidamente, diciéndole que De Villiers se había disfrazado de anciano y de qué hotel se le había visto salir antes de que entrara en el restaurante.
Al final de ese mismo día, tanto Fitzgerald como Jackson se dieron cuenta de que, en realidad, se las habían tenido que ver con un verdadero profesional.