23
A las siete de la mañana, los tres matones entraron en su celda y lo condujeron al despacho del jefe de policía. Una vez que hubieron salido de la estancia, Bolchenkov cerró la puerta y, sin decir una sola palabra, se acercó a un armario situado en un rincón. En su interior había un uniforme de policía y le indicó a Connor por señas que se lo pusiera. Debido al peso que había perdido durante la última semana, la ropa le colgaba fláccidamente y agradeció los tirantes. Pero con la ayuda de una gorra de ala ancha y de un largo abrigo azul, se las arregló para parecerse a cualquiera de los miles de policías que esa mañana recorrerían las calles de San Petersburgo. Dejó el uniforme de la prisión al fondo del armario, preguntándose cómo lo haría desaparecer el jefe de policía. Sin decir una palabra, Bolchenkov lo hizo salir de su despacho a una diminuta antecámara, donde lo encerró con llave.
Después de un prolongado silencio, Connor escuchó una puerta que se abría, luego unos pasos, seguidos por otra puerta al abrirse, que podría haber sido la del armario de la oficina del jefe. No movió un solo músculo mientras trataba de averiguar qué estaba pasando. La primera puerta se abrió de nuevo y dos o posiblemente tres personas entraron ruidosamente en el despacho. Salieron unos pocos segundos más tarde, arrastrando algo o a alguien fuera de la estancia y cerrando la puerta con fuerza tras ellos.
Momentos más tarde, la puerta de la pequeña antecámara se abrió y Bolchenkov le indicó que saliera. Cruzaron el despacho y salieron al pasillo. Si el jefe giraba a la izquierda, significaría que regresarían a la celda; pero giró a la derecha. Connor notaba las piernas muy débiles, pero lo siguió todo lo rápidamente que pudo.
Lo primero que vio al salir al patio fue el cadalso y a alguien que colocaba un magnifico sillón sobredorado con elegante tapicería roja a pocos pasos por delante.
No tuvo que hacer un gran esfuerzo para imaginar quién se sentaría allí. Mientras él y Bolchenkov cruzaban el patio, Connor observó a un grupo de policías vestidos con largos abrigos azules como el que llevaba, y que obligaban a entrar a los viandantes que pasaban por la calle, presumiblemente para ser testigos de la ejecución.
El jefe se movió con rapidez y cruzó la gravilla hasta un coche situado en el lado más alejado del patio. Connor estaba a punto de abrir la puerta del pasajero cuando Bolchenkov negó con un gesto de la cabeza y le indicó el asiento del conductor. Connor se instaló tras el volante.
—Conduzca hasta la puerta y deténgase —dijo el jefe, que se instaló en el asiento del pasajero.
Connor mantuvo puesta la primera marcha y condujo lentamente cruzando el patio, deteniéndose ante dos guardias apostados junto a la puerta cerrada. Uno de ellos saludó el jefe de policía e inmediatamente empezó a comprobar bajo el vehículo, mientras el otro miraba por la ventanilla posterior e inspeccionaba el maletero.
El jefe se inclinó y tiró de la manga del puño izquierdo de Connor. Una vez que los guardias hubieron terminado de efectuar su registro, regresaron a sus puestos y saludaron de nuevo a Bolchenkov. Ninguno de ellos mostró el menor interés por el conductor. Se corrió la enorme cerradura de madera y las grandes puertas de la prisión del Crucifijo se abrieron de par en par.
—Póngase en marcha —ordenó el jefe en voz baja, en el momento en que un muchacho entraba corriendo en los terrenos de la prisión, con aspecto de saber a dónde se dirigía exactamente.
—¿Por dónde? —preguntó Connor en un susurro.
—A la derecha.
Connor hizo girar el coche, cruzó la calle y empezó a conducir a lo largo del Neva, hacia el centro de la ciudad. No se veía ningún otro coche.
—Cruce el siguiente puente —dijo Bolchenkov—, y luego tome la primera a la izquierda.
Al pasar ante la prisión por el extremo más alejado del río, Connor miró hacia sus altos muros. La policía todavía trataba de encontrar a gente que pudiera añadir al pequeño grupo que había formado para asistir a su ejecución. ¿Cómo iba Bolchenkov a salirse de esta?
Connor siguió conduciendo durante otro par de cientos de metros, hasta que Bolchenkov le ordenó:
—Deténgase aquí.
Aminoró la marcha y detuvo el coche detrás de un gran BMW blanco, cuya portezuela posterior estaba abierta.
—Aquí es donde nos separamos, señor Fitzgerald —dijo Bolchenkov—. Espero que no tengamos que volver a vernos nunca más. —Connor asintió con un gesto. Al bajar del coche, el jefe añadió—: Es usted un ser privilegiado al tener un amigo tan notable.
Transcurrió algún tiempo antes de que Connor pudiera comprender todo el significado de aquellas palabras.
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—Su vuelo sale desde la puerta de embarque 11, señor Jackson. El embarque se producirá dentro de unos minutos.
—Gracias —dijo Connor, que tomó la tarjeta de embarque.
Empezó a caminar lentamente hacia Salidas, esperando que el funcionario no comprobara su pasaporte demasiado minuciosamente. Aunque habían sustituido la fotografía de Jackson por la suya, Chris tenía tres años más que él, era cinco centímetros más bajo y estaba calvo. Si le hubieran pedido que se quitara el sombrero, habría tenido que explicar por qué llevaba la cabeza cubierta con marcas parecidas a las de Gorbachev. En California se habrían limitado a suponer que se había hecho miembro de alguna secta.
Entregó el pasaporte con la mano derecha, ya que si hubiera utilizado la izquierda, se le habría levantado la manga, revelando el número tatuado en su muñeca. Una vez que estuviera en Estados Unidos se compraría una correa de reloj mucho más ancha.
El funcionario sólo dirigió una mirada superficial al pasaporte, antes de permitirle pasar. Su maleta recientemente comprada, que no contenía más que un cambio de ropa y un neceser, pasó sin dificultades los controles de seguridad. La tomó y se dirigió hacia la puerta número 11, donde se sentó en el extremo más alejado del vestíbulo de espera, frente a la salida que conducía hasta el avión.
En el tiempo transcurrido desde que saliera del Crucifijo, Connor no se había relajado ni por un momento.
—Esta es la primera llamada para el vuelo 821 de Finn Air a Frankfurt —dijo una voz por los altavoces.
Connor no se movió. Si le hubieran dicho la verdad, jamás habría permitido que Chris ocupara su lugar. Intentó encajar en su lugar todo lo ocurrido desde que se separara de Bolchenkov.
Bajó del coche de policía y se dirigió rápidamente hacia el BMW que esperaba. El jefe ya había iniciado su camino de regreso al Crucifijo cuando Connor se instaló en el asiento trasero del coche, junto a un hombre joven, delgado y pálido, que llevaba un largo abrigo negro de cachemira. Ni él ni los dos hombres sentados en la parte delantera del coche dijeron nada o hicieron ademán de reconocer su presencia.
El BMW se puso en marcha en la calle vacía y avanzó rápidamente, alejándose de la ciudad. Una vez que salieron a la autopista, el conductor no hizo caso del límite de velocidad. En el momento en que las manecillas del reloj del tablero del coche marcaron las ocho en punto, una señal de tráfico indicó a Connor que se encontraban a 150 kilómetros de la frontera finesa.
A medida que estos iban disminuyendo: cien, luego cincuenta, treinta y diez, Connor se preguntaba cómo iban a explicar la presencia de un policía ruso a los guardias fronterizos. Pero no fue necesario dar ninguna explicación. Cuando el BMW estaba a unos trescientos metros de la tierra de nadie que separaba los dos países, el conductor hizo ráfagas cuatro veces con las luces. La barrera de la frontera se elevó inmediatamente, permitiéndoles cruzar a Finlandia sin necesidad de disminuir siquiera la velocidad. Connor empezaba a apreciar la extensión de la influencia de la Mafya rusa.
En el coche, nadie había dicho una sola palabra desde que se iniciara su viaje y, una vez más, los carteles de la carretera dieron a Connor la única pista de hacia dónde se dirigían. Empezó a pensar que su destino final debía de ser Helsinki, pero una docena de kilómetros antes de que llegaran a las afueras de la ciudad, tomaron por una carretera lateral, paralela a la autopista. El coche disminuyó la velocidad mientras el conductor trataba de evitar los baches y tomaba con cuidado las curvas cerradas que les fueron adentrando más y más en el campo. Connor contempló el paisaje pelado, cubierto por una espesa capa de nieve.
—Esta es la segunda llamada para el vuelo 821 de Finn Air con destino a Frankfurt. Se ruega a los señores pasajeros que suban al avión.
Cuarenta minutos después de salir de la autopista, el coche entró en el patio de lo que a primera vista parecía una granja abandonada. Una puerta se abrió incluso antes de que el coche se detuviera. El joven alto bajó del coche y condujo a Connor al interior de la casa.
Ni siquiera saludó a la acobardada mujer ante la que pasaron. Connor le siguió subiendo un tramo de escalones hasta el primer rellano. El ruso abrió una puerta y Connor entró en una habitación. La puerta se cerró con fuerza tras él y escuchó otra llave que cerraba otra cerradura.
Recorrió la habitación y miró por la única ventana. Uno de los guardaespaldas montaba guardia en el patio y le miró fijamente. Se apartó de la ventana y observó que había un conjunto completo de ropas y un gorro negro de piel de conejo extendidos sobre una pequeña cama, de aspecto incómodo.
Connor se quitó toda la ropa y la dejó sobre una silla, junto a la cama. En un rincón de la habitación vio una cortina de plástico y, por detrás, una vetusta y oxidada ducha. Con ayuda de una tosca pastilla de jabón y un pequeño chorro de agua tibia, Connor dedicó varios minutos a tratar de eliminar el hedor que el Crucifijo había dejado en su cuerpo. Se secó con dos paños de secar platos. Al mirarse en el espejo se dio cuenta de que tardaría algún tiempo en cicatrizar las heridas de la cabeza y lograr que su cabello recuperara su longitud natural. Pero el número tatuado en la muñeca permanecería con él durante el resto de su vida.
Se puso las ropas que le habían dejado sobre la cama. Aunque los pantalones le venían algo cortos, la camisa y la chaqueta le encajaban bastante bien, a pesar de que debía de haber perdido por lo menos cinco kilos desde que lo encerraron en la prisión.
Escuchó una suave llamada en la puerta y la llave giró en la cerradura. La mujer a la que había visto en el vestíbulo al llegar estaba allí de pie, llevando una bandeja. La dejó sobre la mesita de noche y se marchó silenciosamente antes de que Connor pudiera darle las gracias. Miró el cuenco de sopa caliente y los tres bollos de pan y literalmente se relamió los labios. Se sentó y empezó a atacar la comida, pero después de haber tomado unas pocas cucharadas de sopa y haber devorado uno de los bollos, ya se sentía lleno. De repente, abrumado por el mareo, se derrumbó sobre la cama.
—Esta es la tercera llamada para el vuelo 821 de Finn Air con destino a Frankfurt. Se ruega a los señores pasajeros que suban al avión. A pesar de todo, Connor no se movió.
Por lo visto, debió de quedarse dormido porque lo siguiente que recordó fue despertarse y encontrar al joven pálido de pie, al pie de la cama, mirándole.
Salimos para el aeropuerto dentro de veinte minutos —le dijo y arrojó sobre la cama un grueso paquete marrón.
Connor se sentó y abrió el sobre. Contenía un billete de primera clase hasta el aeropuerto internacional Dulles, mil dólares y un pasaporte estadounidense.
Revisó el pasaporte y leyó el nombre «Christopher Andrew Jackson» encima de una fotografía de sí mismo. Miró al joven ruso.
—¿Qué significa esto?
—Significa que todavía está usted con vida —dijo Alexei Romanov.
—Ultima llamada para el vuelo 821 con destino a Frankfurt. Se ruega a los señores pasajeros que ocupen sus asientos inmediatamente.
Connor se dirigió hacia el agente de la puerta de embarque, le entregó la tarjeta y luego se encaminó hacia el avión que esperaba. La azafata comprobó su número de asiento y le indicó la sección delantera del avión. Connor no tuvo que buscar el asiento de ventanilla en la quinta fila, porque el joven ruso ya se había instalado en el asiento de al lado. Evidentemente, su trabajo no sólo consistía en recoger el paquete, sino también en entregarlo y asegurarse de que se cumpliera el contrato. Al pasar sobre los pies de su escolta, una azafata le preguntó:
—¿Me permite su sombrero, señor Jackson?
—No, gracias.
Se reclinó en el cómodo asiento, pero no se relajó hasta que el avión hubo despegado. Entonces empezó a comprender por primera vez que había escapado realmente. Pero no dejó de preguntarse hacia dónde. Miró a su izquierda: a partir de ahora, alguien estaría con él día y noche hasta que hubiera cumplido con su parte del trato.
Durante el vuelo a Alemania, Romanov no abrió la boca ni una sola vez, excepto para comer unos pocos bocados de la comida que le sirvieron. Connor dejó el plato vacío y luego pasó el tiempo leyendo la revista de vuelo de Finn Air. Cuando el avión aterrizó en Frankfurt, lo sabía todo sobre saunas, lanzadores de jabalina y la dependencia finesa con respecto de la economía rusa.
Al dirigirse hacia la sala de tránsitos, Connor detectó inmediatamente al agente de la CIA. Se separó rápidamente de su escolta, para regresar veinte minutos más tarde, ante el evidente alivio de Romanov.
Sería mucho más fácil para Connor desprenderse de su acompañante una vez que se encontrara de regreso en su propio territorio, pero sabía que si trataba de escapar, cumplirían la amenaza que el jefe de policía le había descrito tan vívidamente. Se estremeció sólo de pensar en que cualquiera de aquellos matones pudiera poner un solo dedo encima de Maggie o de Tara.
El 777 de United Airways despegó a su hora exacta con dirección a Dulles. Connor consiguió comer la mayor parte de su primero y segundo platos. En cuanto la azafata le retiró la bandeja, apretó el botón del reposabrazos, reclinó el asiento y empezó a pensar en Maggie. Cómo envidiaba el hecho de que ella siempre pudiera… Pocos momentos más tarde se había quedado dormido en un avión, por primera vez en veinte años.
Al despertar, estaban sirviendo un aperitivo. Tuvo que haber sido la única persona del vuelo que se comió todo lo que le sirvieron, incluidos los dos pequeños tarros de mermelada.
Durante la hora final, antes de que aterrizaran en Washington, sus pensamientos regresaron a Chris Jackson y al sacrificio que había hecho. Connor sabía que nunca podría pagárselo, pero estaba decidido a no permitir que fuera un gesto inútil.
Sus pensamientos se desviaron hacia Dexter y Gutenburg, que a estas alturas ya debían de suponer que estaba muerto. Primero lo habían enviado a Rusia para salvar su propia piel. Después habían asesinado a Joan, simplemente porque podría haber transmitido cierta información a Maggie. ¿Cuánto tiempo tardarían en decidir que la propia Maggie se había convertido en un riesgo excesivo para ellos y en que también necesitaban eliminarla?
—Al habla el capitán. Acabamos de recibir permiso para aterrizar en el aeropuerto internacional Dulles. Que la tripulación de cabina se prepare para el aterrizaje, por favor. Deseo darles la bienvenida a Estados Unidos, en nombre de Delta Airways.
Connor comprobó su pasaporte. Christopher Andrew Jackson acababa de regresar a su patria.