25
—¿Me está diciendo que los tres han desaparecido de la faz de la tierra? —preguntó la directora.
—Eso es lo que parece —contestó Gutenburg—. Fue una operación tan profesional que si no supiera que está muerto habría dicho que tiene todas las características de Connor Fitzgerald.
—Puesto que sabemos que eso es imposible, ¿quién cree que fue?
—Sigo apostando por Jackson —contestó el vicedirector.
—Bien, si ha regresado al país, la señora Fitzgerald sabrá que su esposo está muerto, de modo que a partir de ahora podemos esperar que su vídeo casero aparezca en las noticias en cualquier momento.
Sonrió con una mueca, satisfecho consigo mismo.
—No existe ni la menor posibilidad —dijo, colocando sobre la mesa de su jefa un paquete sellado—. Uno de mis agentes encontró finalmente la cinta. Fue anoche mismo, pocos minutos antes de que cerrara la biblioteca.
—Supongo que eso es al menos algo —dijo la directora, abriendo el paquete—. Pero ¿quién le va a impedir a Jackson decirle a Lloyd quién está enterrado realmente en el Crucifijo?
Gutenburg se encogió de hombros.
Aunque lo haga, ¿de qué le serviría esa información a Lawrence? No va a telefonear a su compinche, Zerimski, pocos días antes de que haga a Washington una visita de buena voluntad, para hacerle saber que el hombre al que ahorcó por planear su asesinato no fue un terrorista sudafricano contratado por la Mafya, sino un agente de la CIA que cumplía órdenes procedentes directamente de la Casa Blanca.
—Quizá no —admitió Dexter—, pero mientras Jackson y la señora Fitzgerald estén por ahí en libertad, tendremos un problema. De modo que le sugiero emplear a la mejor docena de agentes que tengamos disponibles para encontrar su pista con la mayor rapidez posible. No me importa en qué sector estén trabajando ahora o qué misión tengan asignada. Si Lawrence descubre lo que ocurrió realmente en San Petersburgo, tendrá motivos más que suficientes para pedir la dimisión de alguien. —Gutenburg permaneció insólitamente silencioso—. Y puesto que es su firma la que aparece al pie de cada documento importante —siguió diciendo la directora—, no me quedará más remedio que sacrificarle.
Unas pequeñas gotas de sudor aparecieron en la frente de Gutenburg.
****
Stuart pensó que estaba saliendo de una pesadilla. Trató de recordar lo que había sucedido. La madre de Tara los había recogido en el aeropuerto y estaban en el coche que ella conducía hacia Washington. Pero el coche había sido detenido por una patrulla de la policía de tráfico. Uno de los dos policías le había pedido que bajara su ventanilla y luego… ¿Qué había ocurrido luego?
Miró a su alrededor. Estaba en otro avión, pero ¿adónde iba? La cabeza de Tara descansaba sobre su hombro; al otro lado estaba su madre, también medio dormida. Todos los demás asientos estaban vacíos.
Empezó a repasar de nuevo los hechos, como hacía siempre que se preparaba para un caso. El y Tara habían aterrizado en Dulles. Maggie los estaba esperando en la puerta de salidas…
Su concentración se vio interrumpida por un hombre de edad media, elegantemente vestido, que apareció a su lado y se inclinó sobre él para controlar su pulso.
—¿Adónde vamos? —preguntó Stuart en voz baja. Pero el médico no le respondió. Realizó el mismo examen rutinario con Tara y Maggie y luego desapareció hacia la parte delantera del avión.
Stuart se desabrochó el cinturón de seguridad pero no tuvo fuerzas suficientes para incorporarse. Tara había empezado a removerse. Maggie permanecía profundamente dormida. Comprobó sus bolsillos. Le habían quitado la cartera y el pasaporte. Desesperado, intentó encontrarle algún sentido a todo aquello. ¿Por qué iba alguien a llegar a estos extremos sólo por unos pocos cientos de dólares, unas tarjetas de crédito y un pasaporte australiano? Y, lo que era más extraño aún, parecían haberlo sustituido por un delgado volumen de poemas de Yeats. Hasta que conoció a Tara nunca había leído a Yeats, pero después de que ella regresara a Stanford había empezado a disfrutar de su obra. Abrió el libro por el primer poema: «Diálogo del sí mismo y el alma». Encontró subrayadas las palabras: «Me siento satisfecho de vivirlo todo de nuevo, y una vez más». Revisó las páginas y descubrió que había otras líneas también subrayadas.
Mientras consideraba el significado de todo aquello, apareció junto a su lado un hombre alto, de fuerte constitución, que se irguió amenazadoramente sobre él.
Sin decirle una sola palabra, arrebató el libro de manos de Stuart y regresó hacia la parte delantera del avión.
Tara le tocó la mano. Se volvió rápidamente hacia ella y le susurró junto a la oreja:
—No digas nada.
Ella se volvió a mirar a su madre, que todavía no se había movido, aparentemente en paz con el mundo entero.
Una vez que Connor hubo dejado las dos maletas en la bodega y comprobado que los tres pasajeros estaban con vida y no habían sufrido daño alguno, abandonó el avión y subió a la parte trasera de un BMW cuyo motor todavía estaba en marcha.
—Seguimos manteniendo nuestra parte del acuerdo —dijo Alexei Romanov, sentado a su lado.
Connor asintió para mostrar su acuerdo mientras el BMW salía por las puertas metálicas e iniciaba su viaje hasta el aeropuerto nacional de Washington.
Después de su experiencia en Frankfurt, donde el agente local de la CIA estuvo a punto de localizarlo debido a que Romanov y sus dos guardaespaldas hicieron prácticamente de todo excepto anunciar públicamente su llegada, Connor se dio cuenta de que si quería llevar a cabo su plan para rescatar a Maggie y a Tara, tendría que dirigir la operación él mismo. Romanov terminó por aceptar cuando le recordó la cláusula con la que su padre había estado de acuerdo. Ahora, Connor sólo podía confiaren que Stuart tuviera tantos recursos como le había parecido que tenía cuando le interrogó en la playa, en Australia. Rezaba para que Stuart se diera cuenta de las palabras que había subrayado en el libro que le había introducido en el bolsillo.
El BMW se detuvo frente al nivel superior de la entrada de Salidas, en el aeropuerto nacional de Washington. Connor bajó del coche, seguido de cerca por Romanov. Los otros dos hombres se les unieron y siguieron a Connor, que entró tranquilamente en el aeropuerto y se dirigió al mostrador de billetes. Necesitaba que todos se relajaran antes de efectuar su siguiente movimiento.
Cuando Connor entregó su billete, el hombre que estaba detrás del mostrador de la American Airlines le dijo:
—Lo siento, señor Radford, pero el vuelo 383 a Dallas lleva unos pocos minutos de retraso, aunque esperamos recuperar el tiempo una vez en ruta. Subirá al avión por la puerta 32.
Connor se dirigió con naturalidad hacia el vestíbulo, pero se detuvo al llegar a una batería de teléfonos. Eligió uno con cabinas ocupadas a ambos lados. Romanov y los dos guardaespaldas se quedaron a unos pocos pasos de distancia, con aspecto de no sentirse muy complacidos. Connor les sonrió con expresión inocente y luego introdujo la tarjeta telefónica internacional de Stuart en la ranura y marcó un número.
El teléfono sonó un tiempo antes de que finalmente contestara alguien.
—¿Sí?
—Soy Connor.
Se produjo un prolongado silencio.
—Creía que sólo Jesús era capaz de resucitar de entre los muertos —dijo Carl finalmente.
—Pasé algún tiempo en el purgatorio antes de conseguirlo —replicó Connor.
—Bueno, al menos estás vivo, amigo mío. ¿Qué puedo hacer por ti?
—En primer lugar y por lo que se refiere a la Compañía, no habrá segunda oportunidad.
—Entendido —dijo Carl.
Connor estaba contestando la última pregunta de Carl cuando escuchó la última llamada para el vuelo 383 a Dallas. Colgó el teléfono, le sonrió de nuevo a Romanov y se dirigió rápidamente hacia la puerta 32.
****
Cuando Maggie abrió finalmente los ojos, Stuart se inclinó hacia ella y le advirtió que no dijera nada hasta que hubiera despertado por completo. Unos momentos más tarde apareció una azafata y les pidió que bajaran sus bandejas. Apareció ante ellos una selección de comida incomestible, como si se encontraran en un vuelo normal de primera clase.
Mientras contemplaba un pescado al que deberían haber dejado en el mar, Stuart les susurró a Maggie y a Tara:
—No tengo ni la menor idea de por qué estamos aquí ni adónde vamos, pero debo creer que todo esto está relacionado de alguna forma con Connor.
Maggie asintió y empezó a contarles en voz baja todo lo que había descubierto desde la muerte de Joan.
—Pero no creo que la gente que nos retiene sea de la CIA —dijo finalmente—, porque le dije a Gutenburg que si faltaba durante más de siete días, el vídeo sería emitido a través de los medios de comunicación.
—A menos que ellos lo hayan encontrado antes —dijo Stuart.
—Eso no es posible —le aseguró Maggie con firmeza.
—Entonces, ¿quiénes diablos son? —preguntó Tara. Nadie se atrevió a opinar. Poco después reapareció la azafata y les retiró en silencio las bandejas. Una vez que se hubo marchado, Maggie preguntó:
—¿Tenemos alguna otra cosa en la que basarnos?
—Sólo que alguien puso en mi bolsillo un libro de poemas de Yeats dijo Stuart.
Tara observó que Maggie se sobresaltaba visiblemente.
—¿Qué o curre? —le preguntó, mirando ansiosamente a su madre, cuyos ojos se llenaron ahora de lágrimas.
—¿No comprendes lo que significa?
—No —contestó Tara, extrañada.
—Tu padre tiene que estar todavía vivo. Déjame que vea el libro —dijo Maggie—. Es posible que haya dejado un mensaje en él.
—Me temo que no puedo. Apenas lo había abierto cuando apareció un forzudo procedente de la parte delantera del avión y me lo quitó —dijo Stuart—. Sin embargo, observé que había unas pocas palabras subrayadas.
—¿Qué decían? —preguntó Maggie con impaciencia.
—No les encontré mucho sentido.
—Eso no importa. ¿Puedes recordarlas?
Stuart cerró los ojos y trató de concentrarse.
—«Satisfecho» —exclamó de repente. Maggie sonrió.
—«Me siento satisfecho de vivirlo todo de nuevo, y una vez más.»
****
El vuelo 383 aterrizó en Dallas a tiempo y cuando Connor y Romanov salieron del aeropuerto les esperaba otro BMW blanco. ¿Acaso la Mafya había hecho un pedido al por mayor de aquel tipo de coche?, se preguntó Connor. El nuevo par de guardaespaldas daba la impresión de haber sido contratado para una película de gánsteres y hasta las sobaqueras les abultaban por debajo de las chaquetas.
Sólo podía confiar en que la sucursal de Ciudad de El Cabo fuera reciente, aunque le resultaba difícil creer que Carl Koeter, con más de veinte años de experiencia como agente operativo de la CIA en Sudáfrica, no fuera capaz de ocuparse del último recién llegado.
El trayecto hasta el centro de Dallas duró poco más de veinte minutos. Connor permaneció en silencio en el asiento trasero del coche, consciente de que podía encontrarse con alguien más que hubiera trabajado para la CIA durante casi treinta años. Sabía que ese era el mayor riesgo que había asumido desde su regreso a Estados Unidos. Pero si los rusos esperaban que cumpliera la cláusula más exigente de su contrato, tenía que poder utilizar el único fusil idóneo para llevar a cabo el asesinato de uno de los hombres mejor protegidos del mundo.
Después de otro viaje en silencio, bajaron frente al Harding’s Big Game Emporium. Connor entró rápidamente en la tienda, seguido de cerca por Romanov y sus dos sombras. Se acercó al mostrador y fingió sentir un profundo interés por una hilera de pistolas automáticas en el extremo del fondo de la tienda.
Connor miró a su alrededor. Su búsqueda tenía que ser rápida, sin llamar la atención, pero meticulosa. Después de unos pocos segundos se convenció de que no había cámaras de seguridad en la tienda.
—Buenas tardes, señor —le saludó un joven dependiente vestido con un largo guardapolvo marrón—. ¿En qué puedo servirle?
—Tengo que emprender un viaje de caza y quisiera comprar un rifle.
—¿Ha pensado en algún modelo en particular?
—Sí, en un Remington 700.
—No será ningún problema, señor.
—Es posible que necesite unas pocas modificaciones —dijo Connor. El dependiente vaciló.
—Discúlpeme un momento, señor.
Desapareció tras una cortina, hacia la trastienda. Momentos más tarde apareció un hombre de mayor edad, vestido también con un largo guardapolvo marrón. Connor se sintió inquieto; había esperado poder comprar el rifle sin necesidad de tener que conocer a Jim Harding.
—Buenas tardes —saludó el hombre, que miró atentamente a sus clientes—. Tengo entendido que está interesado en comprar un Remington 700. —Hizo una pausa y añadió—: Con modificaciones.
—Sí. Me fue usted recomendado por un amigo —dijo Connor.
—Su amigo tiene que ser un profesional —observó Harding.
En cuanto se mencionó la palabra «profesional» Connor supo que estaba siendo puesto a prueba. Si Harding no hubiera sido el Stradivarius de los fabricantes de armas, habría abandonado la tienda sin decir una sola palabra más.
—¿En qué modificaciones había pensado, señor? —preguntó Harding, cuya mirada no abandonó en ningún momento el rostro de su cliente.
Connor describió con detalle el arma que había dejado en Bogotá, y observó atentamente para ver si se producía alguna reacción. El rostro de Harding, sin embargo, permaneció impasible.
—Es posible que tenga algo que le interese, señor —dijo finalmente. Luego se volvió y desapareció tras la cortina.
Una vez más, Connor consideró la idea de marcharse, pero Harding reapareció al cabo de pocos segundos, llevando consigo un maletín de cuero con el que estaba familiarizado y que dejó sobre el mostrador.
Este modelo llegó a nuestro poder tras la reciente muerte de su propietario —explicó. Posó las manos sobre los cierres, abrió la tapa e hizo girar el maletín para que Connor pudiera inspeccionar el rifle—. Todas sus partes componentes han sido fabricadas a mano y dudo mucho que pueda encontrar usted una pieza más exquisita de artesanía a este lado del Mississippi —Harding tocó el rifle con cariño—. La culata es de fibra de vidrio para conseguir una mayor ligereza y un mejor equilibrio. El cañón ha sido importado de Alemania; me temo que los Krauts siguen produciendo lo mejor. La mira telescópica es una Leupold 10 Power, con mil puntos, de modo que ni siquiera tiene que ajustar para compensar el viento. Con este rifle puede matar un ratón a cuatrocientos pasos de distancia, por no hablar de un alce. Si le importan los detalles técnicos, podría usted efectuar medio minuto de ángulo a cien metros —levantó la mirada para ver si su cliente comprendía de qué estaba hablando, pero el semblante de Connor permaneció inexpresivo—. Un Remington 700 con esta clase de modificaciones sólo lo buscan los clientes más perspicaces —concluyó diciendo.
Connor no tocó ninguna de las cinco piezas de los lugares donde estaban encajadas, por temor a que el señor Harding descubriera hasta qué punto era perspicaz.
—¿Cuánto? —preguntó, dándose cuenta por primera vez de que no tenía ni idea del precio de un Remington 700 fabricado a mano.
—Veintiún mil dólares —dijo Harding—. Aunque disponemos del modelo estándar en el caso de que usted…
—No —lo interrumpió Connor—. Este ya está bien.
—¿Cómo desea pagar, señor?
—En efectivo.
—En ese caso necesitaré su identificación —dijo Harding—. Me temo que todavía hay más papeleo que rellenar desde que la ley de identificación y registro instantáneo sustituyó a la ley Brady.
Connor sacó un permiso de conducir de Virginia que había comprado el día anterior por cien dólares a un carterista en Washington. Harding estudió el permiso y asintió.
—Todo lo que necesitamos ahora, señor Radford, es que rellene usted estos tres formularios.
Connor escribió el nombre, la dirección y el número de seguridad social del ayudante de dirección de una zapatería en Richmond.
Mientras Harding introducía los números en el ordenador, Connor trató de aparentar sentirse aburrido, pero en silencio rogaba para que el señor Radford no hubiera informado sobre la pérdida de su permiso de conducir durante las últimas veinticuatro horas.
De repente, Harding levantó la mirada de la pantalla.
—¿Es un apellido doble? —preguntó.
—No —contestó Connor sin la menor vacilación—. Gregory es mi nombre. A mi madre le gustaba mucho Gregory Peck.
—A la mía también —dijo Harding con una sonrisa. Después de unos momentos más de espera, añadió—: Todo parece estar en orden, señor Radford.
Connor se volvió y le hizo un gesto a Romanov, que se acercó a donde estaba y sacó un grueso fajo de billetes de un bolsillo interior de la chaqueta. Empleó algún tiempo en contar ostentosamente los billetes de cien dólares. Contó 210 antes de entregárselos a Harding. Lo que Connor había confiado en que fuera una simple compra casual, lo estaba convirtiendo rápidamente el ruso en una pantomima. Los matones podrían haber salido a la calle para vender entradas para la representación.
Harding extendió un recibo por el dinero en efectivo y se lo entregó a Connor, que se marchó sin decir una sola palabra más. Uno de los guardaespaldas tomó el maletín con el rifle y salió corriendo a la acera como si acabara de robar un banco. Connor subió al asiento de atrás del BMW y se preguntó si no sería posible llamar más la atención. El coche se alejó del bordillo de la acera con un chirrido de neumáticos y se introdujo en el tráfico, que avanzaba con rapidez, arrancando un guirigay de pitidos. Sí, pensó Connor, era evidente que aún podían llamar más la atención. Permaneció en silencio mientras el conductor superaba todos los límites de seguridad en el camino de regreso al aeropuerto. Hasta el propio Romanov empezó a parecer un poco receloso. Connor estaba descubriendo rápidamente que los miembros de la nueva Mafia de Estados Unidos eran unos meros aficionados comparados con sus primos de Italia. Pero no tardarían en ponerse al día, y en cuanto lo hicieran, que Dios ayudara al FBI.
Quince minutos más tarde, el BMW se detuvo frente a la entrada del aeropuerto. Connor bajó del coche y echó a caminar hacia las puertas giratorias, mientras Romanov daba instrucciones a los dos hombres del coche, antes de sacar varios billetes más de cien dólares del fajo que llevaba y entregárselos. Cuando se unió a Connor, ante el mostrador de embarque, le susurró en voz baja:
—El rifle estará en Washington dentro de cuarenta y ocho horas.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Connor mientras se dirigían hacia la sala de salidas.
****
—¿Conoce de memoria toda la obra de Yeats? —preguntó Stuart con incredulidad.
—Bueno, la mayor parte —admitió Maggie—, pero eso es porque leo unos pocos poemas casi cada noche, antes de acostarme.
—Querido Stuart, todavía te quedan muchas cosas que aprender sobre los irlandeses —comentó Tara—. Y ahora, procura recordar algunas palabras más.
Stuart pensó un momento.
—¡«Hundidas»! —exclamó triunfante.
—¿«A través de tierras hundidas y montañosas»? —preguntó Maggie.
—En efecto.
—Bueno, eso quiere decir que no nos dirigimos a Holanda —dijo Tara.
—Deja de hacerte la graciosa —dijo Stuart.
—Entonces trata de recordar algunas palabras más —dijo Tara. Stuart empezó a concentrarse de nuevo.
—«Amigo» —dijo finalmente.
—«Siempre hicimos que el nuevo amigo conociera al viejo» —dijo Maggie.
—Lo que quiere decir que estamos a punto de conocer a un nuevo amigo en un nuevo país —dijo Tara.
—Pero ¿a quién? ¿Y dónde? —preguntó Maggie, mientras el avión continuaba su viaje a través de la noche.
****
Momentos después de leer el mensaje de prioridad, Gutenburg estaba marcando el número de Dallas. Cuando Harding se puso al aparato, el vicedirector de la CIA se limitó a decir:
—Descríbalo.
—Un metro ochenta, posiblemente ochenta dos u ochenta y tres. Llevaba sombrero, de modo que no pude verle el color del pelo.
—¿Edad?
—Cincuenta, con un margen de error de uno o dos años arriba o abajo.
—¿Ojos?
—Azules.
—¿Ropa?
—Chaqueta deportiva, pantalones caqui, camisa azul, zapatos mocasines, sin corbata. Inteligente, pero natural. Supuse que era uno de los suyos, hasta que me di cuenta de que iba acompañado por un par de conocidos matones locales, que parecían tratar de pasar desapercibidos. También había un joven alto con el que no habló en ningún momento, pero que fue el que pagó el rifle… en efectivo.
—¿Y el primer hombre dejó bien claro que quería esas modificaciones en particular?
—Sí. Estoy bastante seguro de que sabía lo que andaba buscando.
—De acuerdo… Guarde el dinero en efectivo. Es posible que podamos identificar alguna huella en los billetes.
—No encontrará en ellos ninguna de sus huellas —dijo Harding—. Fue el joven el que pagó, y uno de los matones sacó el maletín de la tienda.
—Evidentemente, fuera quien fuese no quería correr el riesgo de pasarlo por el sistema de seguridad del aeropuerto —comentó Gutenburg—. Los dos matones deben de ser simples correos. ¿Con qué nombre firmó los formularios?
Gregory Peck Radford.
—¿Identificación?
—Permiso de conducir de Virginia. La dirección y la fecha de nacimiento concordaban con el número correcto de la seguridad social.
Un agente pasará a verle en menos de una hora. Puede empezar por enviarme por correo electrónico los detalles que tenga usted sobre los dos matones, y necesitaré un dibujo por ordenador del principal sospechoso, hecho por un artista de la policía siguiendo su descripción.
—Eso no será necesario —dijo Harding.
—¿Por qué no?
—Porque toda la transacción ha quedado registrada en vídeo. —Gutenburg no pudo ver la sonrisa de satisfacción de Harding cuando añadió—: Ni siquiera usted habría detectado la cámara de seguridad.
****
Stuart siguió concentrándose.
—¡«Descubriré!» —exclamó de pronto.
—«Descubriré dónde se ha ido ella» —dijo Maggie con una sonrisa.
—Vamos a conocer a un nuevo amigo en un nuevo país y él nos encontrará —dijo Tara—. ¿Recuerdas alguna otra cosa, Stuart?
—«Todas las cosas caen…»
—«…y se reconstruyen de nuevo» —susurró Maggie cuando el hombre que le había arrebatado el libro a Stuart reaparecía a su lado.
—Y ahora escuchen con mucha atención —les dijo, mirándolos fijamente—. Si confían en sobrevivir, y a mí no me importa lo más mínimo, seguirán mis instrucciones al pie de la letra. ¿Entendido?
Stuart miró al hombre a los ojos y no abrigó la menor duda que los consideraba a los tres simplemente como un trabajo más por realizar. Asintió con un gesto.
—Muy bien —siguió diciendo el hombre—. Cuando el avión aterrice se dirigirán directamente a la zona de equipajes, tomarán su equipaje y pasarán por la aduana sin llamar la atención. No utilizarán los lavabos. Repito: no utilizarán los lavabos. Una vez que hayan pasado por la aduana y estén en la sala de llegadas, saldrán a su encuentro dos hombres que les acompañarán a la casa donde permanecerán durante un futuro más o menos previsible. Esta tarde volveré a reunirme con ustedes. ¿Ha quedado claro?
—Sí —asintió Stuart con firmeza, en nombre de los tres.
—Si cualquiera de ustedes fuera lo bastante estúpido como para echar a correr, o si tratara de conseguir ayuda de alguien, la señora Fitzgerald será asesinada inmediatamente. Y si ella no estuviera presente por la razón que fuese, tendría que elegir entre cualquiera de ustedes dos. —Miró a Tara y a Stuart—. Esas fueron las condiciones que aceptó el señor Fitzgerald.
—Eso no es posible —empezó a decir Maggie—. Connor nunca…
—Señora Fitzgerald, creo que, a partir de ahora, sería más prudente dejar que el señor Farnham hable en nombre de todos ustedes —dijo el hombre. Maggie le habría corregido si Tara no se hubiese apresurado a darle una ligera patada en la pierna—. Necesitarán todo esto —añadió.
—Entregó tres pasaportes a Stuart, que los comprobó y pasó uno a Maggie y otro a Tara, mientras el hombre regresaba a la cabina.
Stuart miró el pasaporte que quedaba que, como los otros dos, llevaba el águila estadounidense en la tapa. Al abrirlo, encontró su propia fotografía sobre el nombre de «Daniel Farnham», de profesión catedrático de Derecho en la universidad y dirección en el número 75 de Marina Boulevard, en San Francisco, California. Se lo entregó a Tara, que lo miró extrañada.
—Me gusta tratar con profesionales —dijo Stuart—, y empiezo a darme cuenta de que tu padre es uno de los mejores.
—¿Estás seguro de que no puedes recordar más palabras? —preguntó Maggie.
—Sí —contestó Stuart—. No, no, no…, «anarquía». Maggie sonrió.
—Ahora ya sé adónde vamos.
Hay un largo trayecto desde Dallas a Washington. Los dos hombres que habían dejado a Connor y Romanov en el aeropuerto habían tenido la intención de interrumpir su viaje en alguna parte, antes de continuar hasta la capital al día siguiente. Poco después de las nueve de esa misma noche, después de haber recorrido unos seiscientos kilómetros, se detuvieron en un hotel en las afueras de Memphis.
Los dos agentes veteranos de la CIA que les vieron aparcar el BMW informaron a Gutenburg cuarenta y cinco minutos más tarde.
—Se han alojado en el Memphis Marriott, en las habitaciones 107 y 108. Pidieron el servicio de habitaciones a las nueve treinta y tres y actualmente están en la habitación 107, viendo la televisión.
—¿Dónde está el rifle? —preguntó Gutenburg.
—Sujeto por unas esposas a la muñeca del hombre que se aloja en la habitación 108.
—En tal caso van a necesitar un camarero y una llave de paso —dijo Gutenburg.
Poco después de las diez, un camarero acudió a la habitación 107 y preparó la mesa para la cena. Abrió una botella de vino tinto, sirvió dos copas y la comida en los platos. Les dijo a los clientes que regresaría en unos cuarenta y cinco minutos para retirar la mesa. Uno de ellos le pidió que le cortara el filete en trozos pequeños, puesto que sólo podía utilizar una mano. El camarero lo complació.
—Que lo disfruten —añadió, antes de abandonar la habitación.
Luego, el camarero se dirigió directamente al aparcamiento e informó al agente veterano, que le dio las gracias y le hizo una petición. El camarero asintió y el agente le entregó un billete de cincuenta dólares.
—Evidentemente, ni siquiera está dispuesto a soltarse durante la comida —dijo uno de los agentes una vez que el camarero se hubo marchado.
El camarero regresó al aparcamiento unos pocos minutos después de medianoche, para informar que los dos hombres se habían ido a la cama, cada uno en su habitación. Les entregó una llave de paso y, a cambio, recibió otro billete de cincuenta dólares. Se marchó con la sensación de que había realizado un buen trabajo. Lo que no sabía era que el hombre de la habitación 107 tenía las llaves de las esposas, para estar seguro de que nadie intentaría robarle el maletín a su compañero mientras estuviera dormido.
A la mañana siguiente, cuando el cliente de la 107 se despertó, se sintió insólitamente amodorrado. Comprobó su reloj y se sorprendió al ver lo tarde que era. Se puso los vaqueros y se dirigió hacia la puerta que conectaba las dos habitaciones, para despertar a su compañero. Se detuvo de repente, cayó de rodillas y empezó a vomitar. Sobre la alfombra, en medio de un charco de sangre, había una mano cortada.
****
Al descender del avión en Ciudad de El Cabo, Stuart observó la presencia de dos hombres que vigilaban cada uno de sus movimientos. Un funcionario de inmigración selló sus pasaportes y se dirigieron hacia la zona de recuperación del equipaje. Después de esperar sólo unos pocos minutos, el equipaje empezó a aparecer en la cinta sin fin. A Maggie le sorprendió ver su vieja maleta. Stuart, en cambio, empezaba a acostumbrarse a la forma de trabajar de Connor Fitzgerald.
Una vez que hubieron retirado las maletas, Stuart las colocó sobre un carrito y se dirigieron hacia la salida verde de aduanas. Los dos hombres les siguieron de cerca.
Mientras Stuart pasaba el carrito con el equipaje por la aduana, un funcionario se interpuso en su camino, señaló la maleta roja y pidió a su propietaria que la colocara sobre el mostrador. Stuart ayudó a Maggie a levantarla, mientras los dos hombres que los seguían continuaban adelante, de mala gana. Una vez que pasaron por las puertas de apertura automática, se estacionaron a pocos pasos de la salida. Cada vez que se abrían las puertas podían mirar hacia el interior de la sala. Pocos momentos más tarde se les unieron otros dos hombres.
—Señora, ¿quiere abrir la maleta, por favor? —pidió el funcionario de aduanas.
Maggie presionó sobre los cierres y sonrió ante la confusión que encontró. Sólo una persona podía haber preparado aquella maleta. El funcionario de aduanas rebuscó por entre las ropas durante un momento y finalmente sacó una bolsa de cosméticos. Abrió la cremallera y extrajo un pequeño paquete de celofán que contenía un polvo blanco.
—Pero si eso no es… —empezó a decir Maggie. Esta vez fue el propio Stuart el que la contuvo.
—Me temo que tendremos que efectuarle un registro físico —dijo el funcionario—. Quizá, teniendo en cuenta las circunstancias, quiera que la acompañe su hija.
Inmediatamente, Stuart se preguntó cómo podía saber el funcionario que Tara era la hija de Maggie. Aparentemente, no supuso que él era su hijo.
—¿Les importaría seguirme a los tres? —pidió el funcionario—. Les ruego que traigan la maleta y el resto de su equipaje. —Levantó una sección del mostrador y los hizo pasar a través de una puerta que daba a una pequeña habitación donde había una mesa y dos sillas—. Uno de mis colegas se reunirá con ustedes dentro de un momento —les dijo el funcionario.
Luego, cerró la puerta y escucharon el sonido de la llave al girar en la cerradura.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Maggie—. Esa maleta no era…
—Espero que esté a punto de descubrirlo —la interrumpió Stuart.
—Se abrió entonces la segunda puerta que tenía la habitación y entró un hombre alto, de aspecto atlético, de cabeza calva a pesar de que no debía de tener más de cincuenta años. Vestía unos pantalones vaqueros azules y un suéter rojo y, ciertamente, no daba la impresión de ser un funcionario de aduanas. Se dirigió directamente a Maggie, le tomó la mano derecha y se la besó.
—Me llamo Carl Koeter —se presentó con un fuerte acento sudafricano—. Es un gran honor para mí conocerla, señora Fitzgerald. He deseado durante muchos años conocer a la mujer que ha sido lo bastante valerosa como para casarse con Connor Fitzgerald. Me llamó ayer por la tarde y me pidió que le asegurara que está con vida. —Maggie habría dicho algo, pero Carl siguió hablando—. Naturalmente, yo sé mucho más de usted que usted de mí, pero desgraciadamente no tendremos tiempo en esta ocasión para remediarlo —les sonrió a Stuart y a Tara y se inclinó ligeramente—. Les ruego que sean tan amables de seguirme.
Se volvió y empezó a empujar el carrito del equipaje para hacerlo pasar por la puerta.
—«Siempre hicimos que el nuevo amigo conociera al viejo» —susurró Maggie.
Stuart sonrió.
El sudafricano les condujo por una empinada rampa a lo largo de un pasillo oscuro y vacío. Maggie se puso rápidamente a su altura y empezó a hacerle preguntas sobre su conversación telefónica con Connor. Al final del túnel, subieron por otra rampa y salieron por el extremo más alejado del aeropuerto. Koeter los condujo rápidamente a través del sistema de seguridad, donde sólo les sometieron a la comprobación más rutinaria. Después de otro largo trayecto, salieron a una sala vacía de salidas, donde Koeter entregó tres billetes a un agente que aguardaba en la puerta y recibió tres tarjetas de embarque para un vuelo de Qantas a Sydney, que había sido misteriosamente retenido durante quince minutos.
—¿Cómo podemos agradecérselo? —le preguntó Maggie. Koeter le tomó de la mano y se la besó de nuevo.
—Señora —replicó—, encontrará en todo el mundo a personas que jamás podrán pagarle a Connor Fitzgerald lo mucho que le deben.
****
Los dos miraron la televisión y ninguno dijo nada hasta que hubo terminado la información, de doce minutos de duración.
—¿Puede ser posible? —preguntó la directora en voz baja.
—Sí…, si de algún modo cambió de puesto con él en el Crucifijo —contestó Gutenburg.
Dexter guardó silencio durante algún tiempo, antes de decir:
—Sólo habría hecho eso en el caso de que estuviera dispuesto a sacrificar su propia vida. —Gutenburg asintió con un gesto—. ¿Y quién es el hombre que pagó el rifle?
Alexei Romanov, el hijo del zar y el número dos de la Mafya rusa. Uno de nuestros agentes lo detectó en el aeropuerto de Frankfurt y sospechamos que él y Fitzgerald están trabajando ahora juntos.
—De modo que ha tenido que ser la Mafya rusa la que lo ha sacado del Crucifijo —dijo Dexter—. Pero si quería un Remington 700, ¿quién es el blanco?
—El presidente —dijo Gutenburg.
—Podría tener usted razón —replicó Dexter—. Pero ¿cuál de los dos?