10
Gutenburg le entregó un gran sobre marrón que contenía cuatro pasaportes, tres billetes de avión y un fajo de billetes de diferentes monedas.
—¿No tengo que firmar nada al recibir todo esto? —preguntó Connor.
—No. Puesto que todo ha sido un poco precipitado, nos ocuparemos del papeleo cuando regreses. Una vez que llegues a Moscú, tienes que ir al cuartel general de Zerimski y presentar tus credenciales como periodista sudafricano que trabaja por libre. Te darán una carpeta de prensa en la que se detalla su programa durante la campaña electoral.
—¿Dispongo de algún contacto en Moscú?
—Sí, Ashley Mitchell —contestó Gutenburg con una vacilación—. Es su primera gran misión y sólo ha sido informado de lo más básico y necesario. También se le ha dado instrucciones de que únicamente se ponga en contacto contigo si se transmite la luz verde, en cuyo caso te proporcionará el arma.
—¿Fabricación y modelo?
—El habitual Remington 700 hecho a mano —contestó Gutenburg—, pero si Chernopov se mantiene por delante en las encuestas, no espero que se vayan a necesitar tus servicios, en cuyo caso regresarás a Washington un día después de terminadas las elecciones. Me temo que esta misión resultará ser bastante tranquila, y no creo que suceda nada.
—Esperemos que así sea —dijo Connor, que se alejó del vicedirector sin estrecharle la mano.
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—Creo que me retorcieron tanto el brazo a la espalda, que no pude decirles que no —dijo Connor, guardando otra camisa azul en la maleta.
—Podrías haberte negado —dijo Maggie—. Iniciar un nuevo trabajo en el primer mes habría sido una muy buena excusa. —Hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Cuál fue la reacción de Thompson?
—Se ha mostrado muy comprensivo —contestó Connor—. No tiene ningún problema en que yo empiece un mes más tarde. Parece ser que diciembre siempre es un mes tranquilo.
Connor apretó las ropas, preguntándose cómo iba a meter el neceser. Ya empezaba a desear el haberle permitido a Maggie hacerle la maleta, pero no quería que se encontrara con diversos objetos que no concordaban del todo con su historia. Se sentó pesadamente sobre la tapa de la maleta. Maggie apretó el cierre y ambos cayeron sobre la cama, riendo. Él la tomó en sus brazos y la mantuvo abrazada más tiempo que de costumbre.
—¿Va todo bien, Connor? —le preguntó ella en voz baja.
—Todo va perfectamente, cariño —contestó él, soltándola. Luego, tomó la maleta y la bajó a la planta baja—. Siento mucho no estar aquí para el Día de Acción de gracias. No olvides decirle a Tara que espero verla para Navidades, ¿quieres? —le dijo a Maggie, que le siguió hasta salir por la puerta principal.
Connor se detuvo junto a un coche que ella no había visto nunca.
—Y también a Stuart —le recordó Maggie.
—Sí, claro —asintió él, colocando la maleta en el portaequipajes—. Será agradable volver a verlo.
Tomó nuevamente a su esposa entre sus brazos y esta vez procuró que no durara demasiado.
—Santo cielo, ¿qué le vamos a regalar a Tara para Navidad? —preguntó Maggie de repente—. Ni siquiera lo había pensado.
—Si hubieras visto la última factura de su teléfono, no tendrías ni que pensarlo —dijo Connor, que se instaló tras el volante.
—No recuerdo haber visto antes este coche —dijo Maggie.
—Es de la empresa —le explicó, poniéndolo en marcha—. Adiós, cariño.
Sin decir una palabra más hizo descender el coche por el camino de acceso a la casa y salió a la calle. Detestaba despedirse de Maggie y siempre procuraba que aquellas despedidas fueran lo más cortas posible. Comprobó el retrovisor. Ella se había quedado de pie en el extremo del camino de acceso a la casa, despidiéndose de él con la mano, cuando giró por la esquina de Cambridge Place y tomó el camino del aeropuerto.
Al llegar al final de la carretera de acceso al aeropuerto Dulles, no necesitó mirar la flecha indicadora del aparcamiento prolongado. Bajó por la rampa y tomó un tiquet de la máquina, antes de aparcar en un alejado rincón. Cerró el coche y se dirigió hacia la entrada del aeropuerto, para tomar el ascensor y subir un piso, hasta el mostrador de embarque de la United Airlines.
—Gracias, señor Perry —dijo la azafata uniformada que comprobó su billete—. El vuelo 918 está casi preparado para subir a bordo. Diríjase, por favor, a la puerta C7.
Después de pasar los controles de seguridad, Connor subió a la escalera mecánica que conducía a la terminal de campo. Una vez en la sala de espera, se sentó en un extremo y cuando se pidió a los pasajeros que subieran a bordo, se instaló en su habitual asiento de ventanilla, cerca de la cola. Veinte minutos más tarde escuchaba al capitán que explicaba que aunque no despegarían a la hora prevista, conseguirían llegar milagrosamente a su hora.
Mientras tanto, en la terminal, un hombre joven, vestido con un traje azul oscuro, marcó un número en su teléfono celular.
—¿Sí? —preguntó una voz.
—El agente Sullivan llamando desde «Casa de postas». El pájaro ha levantado el vuelo.
—Bien. Informe de nuevo en cuanto haya cumplido con el resto de su misión.
La línea se cortó. El joven desconectó el teléfono y tomó el ascensor hasta la planta baja. Se dirigió hacia un coche situado en uno de los extremos alejados del aparcamiento a largo plazo, lo abrió, tomó el boleto, pagó el importe del aparcamiento y se dirigió hacia el este.
Treinta minutos más tarde devolvió las llaves en el depósito de coches y firmó en el libro registro. Demostraba que el vehículo había sido retirado a su nombre y entregado nuevamente a su nombre.
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—¿Puede estar absolutamente seguro de que no quedará el menor rastro de que existió alguna vez? —preguntó la directora.
—Ni el menor rastro —contestó Gutenburg—. No olvide que, como agente encubierto no oficial, ni siquiera aparece en los libros de la Compañía.
—¿Y qué me dice de su esposa?
—¿Por qué iba ella a sospechar algo? El cheque mensual de su paga ha sido abonado en la cuenta conjunta de ambos. No se preocupará lo más mínimo. Por lo que a ella se refiere, él ha dimitido de su puesto actual y empezará a trabajar para la Washington Provident desde el primero de enero.
—¿Y su antigua secretaria?
—La he trasladado a Langley, para poder tenerla vigilada.
—¿A qué división?
—Oriente Próximo.
—¿Por qué a Oriente Próximo?
—Porque tendrá que estar en el despacho durante su horario de trabajo, desde las seis de la tarde hasta las tres de la mañana. Y durante los próximos ocho meses la voy a hacer trabajar tanto que se sentirá demasiado cansada como para pensar en cualquier otra cosa que no sea lo que va a hacer cuando se jubile.
—Bien. ¿Dónde está Fitzgerald en estos momentos? Gutenburg comprobó su reloj.
—A medio camino sobre el Atlántico. Aterrizará en Heathrow, Londres, dentro de unas cuatro horas.
—¿Y el coche?
—Ya ha sido devuelto al depósito. Será pintado de nuevo y se le instalará un nuevo conjunto de asientos.
—¿Qué me dice de su oficina en la calle M?
—Será remozada de la noche a la mañana, y todo ese piso quedará a cargo de agentes de bienes raíces a partir del lunes.
—Parece haber pensado usted en todo, excepto en lo que ocurra cuando él regrese a Washington —dijo la directora.
—Él no va a regresar a Washington —replicó Gutenburg.
****
Connor se unió a la larga cola que esperaba pasar por el control de pasaportes. Cuando finalmente le tocó el turno, un funcionario comprobó su pasaporte y le dijo:
—Espero que disfrute de su estancia de quince días en Inglaterra, señor Perry.
En la pequeña casilla que preguntaba: «¿Cuánto tiempo tiene la intención de permanecer en Gran Bretaña?», el señor Perry había escrito: «Catorce días». Pero sería el señor Lilystrand el que regresaría al aeropuerto a la mañana siguiente.
Dos hombres le observaron al abandonar la terminal tres y tomar el autobús hasta la estación de autobuses de Victoria. Cuarenta y dos minutos más tarde, esos mismos dos hombres lo vieron unirse a la cola que esperaba en una parada de taxis. Siguieron por separado el taxi negro hasta el hotel Kensington Park, donde uno de ellos ya le había dejado un paquete en la recepción.
—¿Algún mensaje para mí? —preguntó Connor al firmar la tarjeta de registro.
—Sí, señor Lilystrand —dijo el conserje—. Un caballero dejó esto para usted esta misma mañana. —Le entregó a Connor un gran sobre marrón—. Su número de habitación es el 211. El mozo le subirá el equipaje.
—Yo mismo lo haré, gracias.
En cuanto entró en la habitación, Connor abrió el sobre. En su interior encontró un billete a Ginebra, a nombre de Theodore Lilystrand y cien francos suizos. Se quitó la chaqueta y se tumbó en la cama pero, a pesar de sentirse agotado, no pudo dormir. Encendió la televisión y zapeó entre los interminables programas, lo que Tara llamaba surfear por la televisión. Pero eso no le ayudó.
Siempre había detestado tener que esperar. Era el único momento en el que aparecían las dudas. No dejaba de recordarse a sí mismo que ésta sería su última misión. Empezó a pensar en las Navidades, con Maggie y Tara… y sí, también Stuart. Detestaba que se le prohibiera llevar fotografías consigo, por lo que siempre tenía que visualizarlas mentalmente. Pero lo que más detestaba de todo era que no se le permitiera tomar un teléfono y hablar con ellas cuando se encontraba en el extranjero.
Connor no se movió de la cama hasta que se hizo de noche. Entonces salió de su celda de una noche para buscar algo que comer. Compró el Evening Standard es un quiosco de la esquina y se dirigió hacia un restaurante italiano en High Street, Kensington, que sólo estaba medio lleno.
El camarero le indicó una mesa tranquila en un rincón. La luz apenas si era lo bastante fuerte como para leer el periódico. Pidió una Coca dietética con mucho hielo. Los británicos nunca comprenderían el significado de «mucho hielo», de modo que no le sorprendió cuando el camarero regreso pocos minutos más tarde con un vaso largo donde flotaban tres pequeños cubitos de hielo y una diminuta rodaja de limón.
Pidió cannelloni y una ensalada. Resultaba extraño que siempre eligiera los platos favoritos de Maggie cuando estaba en el extranjero. Cualquier cosa, con tal de que le recordara a ella.
«Lo único que tienes que hacer antes de empezar tu nuevo trabajo es encontrar un sastre decente —le había dicho Tara la última vez que hablaron—. Y quiero acompañarte para elegir tus camisas y corbatas.»
«Tu nuevo trabajo.» Pensó una vez más en aquella carta. «Sentimos mucho tener que informarle…» A pesar de haber reflexionado muchas veces sobre el mismo tema, no se le ocurría ninguna razón por la que Thompson hubiera podido cambiar de idea. Simplemente, aquello no encajaba.
Empezó a leer la primera página del periódico: Nueve candidatos se presentaban a una elección por el puesto de primer alcalde de Londres. Esto sí que es extraño, pensó Connor, ¿es que nunca tuvieron alcalde? ¿Y qué era Dick Whittington? Miró las fotografías de los candidatos y sus nombres, pero no significaban nada para él. Uno de ellos dirigiría la capital de Inglaterra dentro de un par de semanas.
Pagó la cuenta en efectivo y dejó una propina que no daría al camarero razón alguna para recordarlo. Al regresar al hotel, encendió la televisión y vio unos minutos de una comedia que no le hizo reír. Después de probar con un par de películas, se quedó dormido a ratos intermitentes. Pero se sintió reconfortado por la idea de que él, al menos, estaba mejor cuidado que los dos hombres estacionados en la acera, frente al hotel, que esa noche no pegarían ojo. Había detectado su presencia pocos minutos después de salir de Heathrow.
Comprobó la hora. Pasaban unos pocos minutos de la medianoche, de modo que en Washington serían unos pocos minutos después de las siete. Se preguntó qué estaría haciendo Maggie esta noche.
****
—¿Y cómo está Stuart? —preguntó Maggie.
—Todavía está allí —contestó Tara—. Llega a Los Ángeles dentro de quince días. Estoy tan impaciente…
—¿Vendréis los dos directamente aquí?
—No, mamá —contestó Tara, haciendo esfuerzos por no parecer exasperada—. Como ya te he dicho varias veces, vamos a alquilar un coche y a subir por la costa Oeste. Stuart nunca ha estado en Estados Unidos y quiere ver Los Ángeles y San Francisco. ¿Recuerdas?
—Conducirás con cuidado, ¿verdad?
—Mamá, llevo conduciendo desde hace nueve años y nunca me han puesto una multa. ¿Quieres dejar de preocuparte y decirme que vas a hacer esta noche?
—Voy a escuchar a Plácido Domingo en La Bohéme. Decidí esperar a que tu padre se hubiera marchado para ir a verlo porque sé que él estaría ya medio dormido antes de que hubiera terminado el primer acto.
—¿Vas a ir sola?
—Sí.
—Bueno, ten cuidado, mamá, y procura no sentarte en las seis primeras filas.
—¿Por qué no? —preguntó Maggie inocentemente.
—Porque entonces es posible que algún hombre rico salte de uno de los palcos y te viole.
Maggie se echó a reír.
—Me considero una mujer apropiadamente casta.
—¿Por qué no le pides a Joan que te acompañe? Así podréis hablar de papá durante toda la noche.
—La llamé a la oficina, pero el número parece estar estropeado. Probaré a ponerme en contacto más tarde con ella, en su casa.
—Adiós, mamá, hablaremos mañana —dijo Tara. Sabía que su madre la llamaría cada día mientras Connor estuviese fuera de casa.
Cada vez que Connor viajaba al extranjero o se tomaba una noche libre para hacer pareja con el padre Graham en el club de bridge, Maggie aprovechaba para poner al día algunas de sus actividades académicas. Podría tratarse de cualquier cosa, desde la Patrulla de Recuperación de Papel de la Universidad de Georgetown, la PREPAUG, de la que era miembro fundador, hasta la Sociedad Poética de Mujeres Vivas y la clase de baile irlandés, donde impartía lecciones. El ver bailar a los jóvenes estudiantes, con las espaldas rectas, y los pies deslizándose sobre la pista, le hacía recordar a Declan O’Casey, que ahora era un destacado profesor, con su propia cátedra en la Universidad de Chicago. No se había casado y seguía enviándole una tarjeta de felicitación cada Navidad, y otra sin firmar el Día de San Valentín. Pero la vieja máquina de escribir con la «e» doblada siempre ponía al descubierto su identidad.
Tomó de nuevo el teléfono y marcó el número de la casa de Joan, pero no obtuvo respuesta. Se preparó una ensalada ligera y luego tomó el coche para ir al Kennedy Center. Siempre resultaba fácil encontrar una entrada suelta, por muy famoso que fuera el tenor invitado.
Maggie se sintió transfigurada por el primer acto de La Bohéme y sólo deseó haber tenido con ella a alguien con quien compartir la experiencia. Tras bajar el telón, se unió a la fila de personas que salían al vestíbulo. Al acercarse al atestado bar, Maggie creyó ver fugazmente a Elizabeth Thompson. Recordó que la había invitado a tomar café pero nunca llegó a concretar cuándo. Eso no dejó de sorprenderle porque la oferta le había parecido bastante sincera cuando se la hizo.
En ese momento, Ben Thompson se volvió y la vio. Maggie le sonrió y se dirigió hacia ellos.
—Qué agradable verle, Ben —dijo.
—También lo es verla a usted, señora Fitzgerald —replicó él, pero no con el tono cálido de voz que ella recordaba de la cena de hacía un par de semanas.
¿Por qué no la había llamado? Sin dejarse amilanar, se lanzó a entablar una conversación.
—Domingo es magnífico, ¿no le parece?
—Sí, y fuimos extremadamente afortunados por atraer a Leonard Slatkin y sacarlo de St. Louis —comentó Ben Thompson.
A Maggie le sorprendió que no la invitara a tomar nada y cuando finalmente pidió un zumo de naranja, aún le extrañó más que no hiciera el menor intento por pagarlo.
—Connor espera con impaciencia el momento de unirse a ustedes, en la Washington Provident —dijo entonces, al tiempo que tomaba un sorbo del zumo.
Elizabeth Thompson pareció sorprendida, pero no hizo ningún comentario—. Le está particularmente agradecido, Ben, por haberle permitido retrasar la incorporación durante un mes y poder completar así ese contrato inacabado para su antigua empresa.
Elizabeth estaba a punto de decir algo cuando sonó el tercer timbrazo de llamada.
—Bueno, será mejor que regresemos todos a nuestros asientos —dijo Ben Thompson, a pesar de que su esposa apenas se había terminado la mitad de su bebida—. Ha sido muy agradable volver a verla, señora Fitzgerald. —Tomó a su esposa firmemente por el brazo y la condujo hacia el auditorio—. Espero que disfrute del segundo acto.
Maggie no disfrutó del segundo acto. No pudo concentrarse y la conversación que acababa de tener lugar en el vestíbulo no dejaba de pasar una y otra vez por su cabeza. Pero, por muchas veces que la repasara, no lograba reconciliar aquella escena con lo que había ocurrido apenas un par de semanas antes en casa de los Thompson. Si hubiera sabido cómo ponerse en contacto con Connor, habría roto la regla de toda una vida para llamarlo por teléfono. De modo que hizo lo más cercano a eso que se le ocurrió. En cuanto llegó a su casa volvió a llamar a Joan Bennett.
El teléfono sonó y sonó.
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A la mañana siguiente, Connor se levantó temprano. Pagó la cuenta en efectivo, llamó un taxi y ya estaba camino de Heathrow antes de que el mozo de servicio se diera cuenta de que se marchaba. A las siete cuarenta subió al vuelo 839 de la Swissair con destino a Ginebra.
El vuelo duró algo menos de dos horas y reajustó las manecillas del reloj a las diez treinta cuando las ruedas del avión tocaron pista.
Durante la escala, aprovechó las ventajas ofrecidas por Swissair para tomar una ducha. Entró en las «instalaciones exclusivas», la descripción que ofrecían en la revista de vuelo, como Theodore Lilystrand, un banquero de inversiones de Estocolmo, y salió cuarenta minutos más tarde convertido en Piet de Villiers, periodista del Johannesburg Mercury.
Aunque todavía le faltaba una hora para su nuevo vuelo, Connor no se dejó ver por ninguna de las tiendas libres de impuestos y sólo pidió un croissant y una taza de café en uno de los restaurantes más caros del mundo.
Finalmente, se dirigió hacia la puerta de embarque 23. No había una larga cola para tomar el vuelo de Aeroflot a San Petersburgo. Pocos minutos más tarde, cuando llamaron a los pasajeros, avanzó hasta llegar al fondo del avión. Empezó a pensar en lo que necesitaba hacer a la mañana siguiente, en cuanto el tren entrara en la estación Raveltai, en Moscú. Repasó de nuevo la información transmitida por el vicedirector y se preguntó por qué Gutenburg había repetido las palabras: «Procure que no le cojan. Pero si fuera detenido, niegue absolutamente tener algo que ver con la CIA. Y no se preocupe…, la Compañía siempre se ocupará de usted».
Únicamente a los reclutas novatos se les recordaba el undécimo mandamiento.
—El vuelo a San Petersburgo acaba de despegar y nuestro paquete va a bordo.
—Bien —dijo Gutenburg—. ¿Alguna otra cosa que informar?
—No —contestó el joven agente de la CIA y vaciló antes de añadir—: Excepto…
—¿Excepto qué? Vamos, dígalo.
—Creo que reconocí a otra persona que subió al mismo avión.
—¿Quién era? —espetó Gutenburg.
—No recuerdo su nombre, y ni siquiera estoy tan seguro de haberlo visto. No podía arriesgarme a apartar la vista de Fitzgerald más de unos pocos segundos.
—Si recuerda quién era, llámeme inmediatamente.
—Sí, señor.
El joven apagó su teléfono y se dirigió a la puerta 9. Unas pocas horas más tarde estaría de regreso tras su mesa de despacho en Berna, y habría reasumido su papel como agregado cultural de la embajada de Estados Unidos.
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—Buenos días, soy Helen Dexter.
—Buenos días, directora —contestó rígidamente el jefe de personal de la Casa Blanca.
—Creía que el presidente querría saber inmediatamente que el hombre al que nos pidió que tratáramos de localizar en Sudáfrica se ha puesto de nuevo en movimiento.
—No estoy seguro de comprender lo que quiere decir —dijo Lloyd.
—El jefe de nuestra oficina en Johannesburgo acaba de informarme que el asesino de Guzmán subió a bordo de un vuelo de South African Airways con destino a Londres hace dos días. Llevaba un pasaporte a nombre de Martin Perry. Sólo permaneció una noche en Londres. A la mañana siguiente tomó un vuelo de Swissair a Ginebra, utilizando un pasaporte sueco a nombre de Theodore Lilystrand.
Lloyd no la interrumpió esta vez. Después de todo, siempre podía reproducir la cinta si el presidente deseaba escuchar con exactitud lo que había dicho.
—En Ginebra tomó un vuelo de Aeroflot con destino a San Petersburgo. Esta vez llevaba un pasaporte sudafricano a nombre de Piet de Villiers. Desde San Petersburgo tomó un tren nocturno con destino a Moscú.
—¿A Moscú? ¿Por qué a Moscú?
—Si no recuerdo mal se van a celebrar elecciones en Rusia —dijo Dexter.
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Cuando el avión aterrizó en San Petersburgo, el reloj de Connor indicaba que eran las cinco cincuenta. Bostezó, se desperezó y esperó a que el avión carreteara hasta detenerse, antes de mover las manecillas del reloj y ajustarlas a la hora local. Miró por la ventanilla, en un aeropuerto sumido en la semioscuridad porque faltaban la mitad de las bombillas. Caía una nieve ligera, que no acababa de cuajar. Los cien cansados pasajeros tuvieron que esperar otros veinte minutos antes de que llegara un autobús para transportarlos a la terminal. Algunas cosas parecían negarse simplemente a cambiar, tanto si todo estaba controlado por el KGB como por la delincuencia organizada. Los estadounidenses habían terminado por referirse a ella como la Mafya, para evitar cualquier confusión con la versión italiana.
Connor fue el último en bajar del avión y el último en salir del autobús.
Un hombre que había viajado en primer clase en el mismo avión se apresuró a situarse en la parte delantera de la cola para estar seguro de ser el primero en pasar por los servicios de inmigración y aduanas. Daba gracias por el hecho de que Connor siguiera la rutina del libro de texto. Una vez que el hombre se hubo bajado del autobús, no miró en ningún momento hacia atrás. Sabía que los ojos de Connor estarían alerta en todo momento.
Cuando Connor salió a pie del aeropuerto y se encontró sobre la calzada llena de agujeros, treinta minutos más tarde, llamó al primer taxi vacío y le pidió que lo llevara a la estación Protski.
El viajero de primera clase siguió a Connor hasta el vestíbulo de reservas, que parecía más una casa de la ópera que una estación de ferrocarril. Observó atentamente para comprobar qué tren tomaba. Pero había otro hombre de pie entre las sombras que conocía incluso el número de litera que ocuparía Connor.
El agregado cultural estadounidense en San Petersburgo había pasado por alto una invitación para asistir aquella misma noche al Ballet Kirov, y poder informar así a Gutenburg en el momento en que Fitzgerald subiera al tren nocturno con destino a Moscú.
No sería necesario acompañarlo en el tren, puesto que Ashley Mitchell, su colega en la capital, lo estaría esperando en el andén número 4 a la mañana siguiente, para confirmar que Fitzgerald había llegado a su destino. El agregado había recibido una orden clara indicándole que ésta era una operación de Mitchell.
—Una litera de primera clase a Moscú —dijo Connor en inglés al empleado de reservas.
El hombre empujó hacia él un billete sobre el mostrador de madera y quedó decepcionado cuando el cliente le entregó un billete de diez mil rublos. Había confiado en ganarse algún dinero extra con el cambio cuando este pasajero le pagara en moneda extranjera; habría sido el segundo en esta noche.
Connor comprobó su billete antes de dirigirse hacia el expreso de Moscú. Recorrió el andén atestado de gente y pasó ante varios vagones viejos, de color verde, que daban la impresión de ser anteriores a la Revolución de 1917. Se detuvo ante el vagón K y le presentó el billete a una mujer que estaba de pie ante la puerta abierta. La mujer lo taladró y se hizo a un lado para dejarle subir al vagón. Connor recorrió el pasillo, buscando el compartimiento número 8. Una vez que lo encontró, encendió la luz y se encerró dentro, no porque temiera que le robaran los ladrones, como tan a menudo se informaba en la prensa estadounidense, sino porque necesitaba cambiar una vez más de identidad.
Había visto al joven de rostro desconocido, de pie bajo el tablero de llegadas en el aeropuerto de Ginebra, lo que le hizo preguntarse dónde reclutarían últimamente a sus hombres. Ni siquiera se molestó en tratar de detectar al agente en San Petersburgo; sabía que allí habría alguien para comprobar su llegada, y que alguien más estaría esperando en el andén de Moscú. Gutenburg ya le había informado plenamente sobre el agente Mitchell, a quien había descrito como bastante inexperto y desconocedor del estatus que ocupaba Fitzgerald.
El tren salió de San Petersburgo exactamente un minuto antes de la medianoche, y el sonido suave y rítmico de las ruedas del vagón, que traqueteaban sobre los rieles, pronto hizo que Connor se quedara adormilado. Se despertó con un sobresalto y comprobó su reloj; las cuatro treinta y siete. Lo máximo que había podido dormir durante tres noches.
Entonces recordó su sueño. Estaba sentado en un banco en Lafayette Square, frente a la Casa Blanca, hablando con alguien que en ningún momento le miraba. La reunión mantenida con el vicedirector durante la semana anterior volvía a reproducirse palabra por palabra, pero seguía sin recordar de qué trataba la conversación que tanto le incordiaba. En cuanto Gutenburg llegaba a la frase que quería recordar, se despertaba.
No había logrado solucionar el problema cuando el tren entró en la estación Raveltai, a las ocho treinta de esa mañana.
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—¿Dónde está usted? —preguntó Andy Lloyd.
—En una cabina telefónica de Moscú —contestó Jackson—, adonde he llegado vía Londres, Ginebra y San Petersburgo. En cuanto bajó del tren se iniciaron las maniobras de despiste. Se las arregló para despistar a nuestro hombre en Moscú en apenas diez minutos. Si no hubiera sido yo mismo quien le enseñó la técnica de regresar sobre sus pasos, también me habría despistado a mí.
—¿A dónde terminó por ir? —preguntó Lloyd.
—Se aloja en un pequeño hotel, en el lado norte de la ciudad.
—¿Sigue allí?
No, salió aproximadamente una hora más tarde, pero tan bien disfrazado que estuve a punto de perderlo. De no haber sido por su forma de andar podría haberme dado esquinazo.
—¿A dónde fue? —preguntó Lloyd.
—Siguió otra ruta tortuosa y terminó en el cuartel general de la campaña de Victor Zerimski.
—¿Por qué él?
—Todavía no lo sé, pero salió del edificio llevando toda la propaganda sobre la campaña de Zerimski. Luego compró un mapa en un quiosco de prensa y almorzó en un restaurante cercano. Por la tarde alquiló un pequeño coche y regresó a su hotel. Desde entonces, no ha salido del edificio.
—Oh, Dios mío, eso quiere decir que esta vez será Zerimski —dijo Lloyd de repente.
Se produjo una prolongada pausa al otro extremo de la línea, antes de que Jackson dijera:
—No, eso no es posible.
—¿Por qué no?
—El nunca estaría de acuerdo en llevar a cabo una misión tan delicada a menos que recibiera la orden directamente de la Casa Blanca. Lo conozco el tiempo suficiente como para estar seguro de eso.
—Procure no olvidar que su amigo llevó a cabo exactamente la misma misión en Colombia. Sin lugar a dudas, Dexter lo convenció de que esa operación también había sido aprobada por el presidente.
—Podría existir un escenario alternativo —dijo Jackson con serenidad.
—¿Cuál?
—Que no sea Zerimski al que intentan asesinar, sino al propio Connor.
Lloyd se anotó el nombre en el mazo de papel adhesivo.