17

Tres BMW blancos se detuvieron frente al hotel. El acompañante del conductor de cada uno de los coches bajó rápidamente y comprobó la calle a uno y otro lado. Una vez que los tres se sintieron satisfechos, se abrió la portezuela trasera del coche del centro y Alexei Romanov bajó del vehículo. El hombre, alto y joven, llevaba un largo abrigo negro de cachemira y sin mirar a ninguno de los lados de la calle, se dirigió rápidamente hacia el hotel. Los otros tres hombres le siguieron, formando un semicírculo a su alrededor.

A partir de la descripción que se le había dado por teléfono, Romanov reconoció inmediatamente al alto estadounidense, de pie en medio del vestíbulo, con aspecto de estar esperando a alguien.

—¿Señor Jackson? —preguntó Romanov con acento gutural.

—Sí —contestó Jackson.

Le habría estrechado la mano si Romanov no se hubiera dado media vuelta para retroceder directamente hacia la entrada.

Los motores de los tres coches estaban en marcha y sus puertas seguían abiertas cuando Jackson salió a la calle. Fue dirigido hacia la puerta trasera del vehículo del centro y se sentó entre el hombre que no había querido estrecharle la mano y otro igualmente silencioso, pero de constitución más corpulenta.

Los tres coches se pusieron en marcha y se situaron en el carril central y, como por arte de magia, todos los demás vehículos se apartaron de su camino. Únicamente los semáforos parecían no saber quiénes eran.

Mientras la pequeña comitiva cruzaba la ciudad, Jackson se maldijo nuevamente a sí mismo. Nada de todo esto habría sido necesario si él hubiera podido ponerse en contacto con Lloyd veinticuatro horas antes. Pero eso lo sabía ahora, pensó, después de ocurridos los hechos; era un don que sólo tenían los políticos.

****

—Necesita conocer a Nicolai Romanov —había dicho Sergei.

Marcó el número de teléfono de su madre y cuando alguien contestó el muchacho se comportó de un modo que Jackson no le había visto hasta entonces. Se mostró respetuoso, escuchó con atención y no interrumpió en ningún momento a su interlocutor. Veinte minutos más tarde, colgó el teléfono.

—Creo que ella hará la llamada —dijo—. El problema es que uno no puede convertirse en miembro de Ladrones en la Ley o de la Mafya, como lo llaman ustedes, hasta haber cumplido los catorce años. Ocurrió lo mismo con Alexei, el único hijo del zar.

Sergei pasó a explicar que había solicitado que a Jackson se le concediera una entrevista con el zar, el líder de los Ladrones en la Ley. La organización se había fundado en una época en la que Rusia era gobernada por un verdadero zar, y había sobrevivido hasta entonces, para transformarse en la organización criminal más temida y respetada del mundo.

—Mi madre es una de las pocas mujeres con las que hablará el zar. Le pedirá que le conceda una audiencia —explicó Sergei.

—El teléfono sonó y él lo contestó inmediatamente. Mientras escuchaba con atención a lo que su madre tenía que decirle, se puso blanco y empezó a temblar. Vaciló durante un tiempo, pero finalmente consintió en lo que ella le estaba sugiriendo. La mano todavía le temblaba cuando colgó el teléfono.

—¿Está él de acuerdo en verse conmigo? —preguntó Jackson.

—Sí —contestó Sergei con voz serena—. Dos hombres acudirán a recogerlo mañana por la mañana: Alexei Romanov, el hijo del zar, que lo sucederá cuando muera, y Stefan Ivanitsky, el primo de Alexei, que es el tercero en la cadena de mando.

—¿Cuál es entonces el problema?

—Como no le conocen, imponen una condición.

—¿Y cuál es?

—Si el zar llega a la conclusión de que usted le está haciendo perder el tiempo, los dos hombres regresarán y me romperán una de las piernas, para recordarme que no debo molestarlo de nuevo.

—En ese caso será mejor que no andes por aquí cuando yo regrese.

—Si no me encuentran aquí, le harán una visita a mi madre y le romperán la pierna a ella. Y cuando me pillen a mí, me romperán las dos piernas. Ese es el código no escrito de la Mafya.

Jackson se preguntó por un momento si debía cancelar la entrevista. No quería ser responsable de que Sergei terminara caminando con muletas. Pero el muchacho le dijo que ya era demasiado tarde para cancelar nada. Él ya había aceptado sus condiciones.

Una sola mirada a Stefan Ivanitsky, el sobrino del zar, sentado a su derecha, fue suficiente para convencer a Jackson de que únicamente habría tardado un momento en romperle a alguien una pierna, y de que se habría olvidado de ello todavía más rápidamente.

Una vez que los BMW salieron de los límites de la ciudad, la pequeña comitiva aceleró rápidamente la marcha hasta los ciento diez kilómetros por hora. Durante el ascenso por las tortuosas carreteras que subían a las montañas, se encontraron con muy pocos coches. Pasaron rápidamente ante campesinos situados al lado de la carretera, con las cabezas inclinadas y ninguna señal en sus rostros de que les importara mucho el pasado o el futuro. Jackson empezó a comprender por qué las palabras de Zerimski eran capaces de encender un último rescoldo de la esperanza que pudiera quedar en ellos.

Sin advertencia previa, el coche que abría la marcha giró repentinamente a la izquierda y se detuvo frente a una enorme y sólida puerta de hierro forjado, dominada por un blasón con un halcón negro con las alas desplegadas. Se adelantaron dos hombres, que empuñaban sendos Kalashnikovs y el primero de los conductores bajó la ventanilla de cristal ahumado para permitirle que echaran un vistazo. Todo aquello le recordó a Jackson la llegada al cuartel general de la CIA, sólo que los guardias tenían que contentarse con armas cortas guardadas en sus fundas.

Una vez inspeccionados los tres coches, uno de los guardias asintió con un gesto y las alas del halcón se separaron al abrirse. La comitiva continuó su marcha a una velocidad más majestuosa por un camino de gravilla que serpenteaba por entre un denso bosque. Transcurrieron otros cinco minutos antes de que Jackson viera por primera vez la casa, aunque en realidad no se tratara de una casa. Un siglo antes había sido el palacio del primogénito de un emperador. Ahora estaba habitado por un remoto descendiente que también estaba convencido de su posición hereditaria.

—No hable con el zar a menos que él le hable primero a usted —le había advertido Sergei—. Y trátelo siempre como lo haría con sus antepasados imperiales.

Jackson prefirió no decirle a Sergei que no tenía ni la menor idea de cómo se trataba a un miembro de la familia imperial rusa.

Los coches se detuvieron frente a la puerta principal. Un hombre alto y elegante, con un largo frac negro, camisa blanca y pajarita, estaba de pie, esperando en el escalón superior. Se inclinó ante Jackson, que trató de aparentar que estaba acostumbrado a esta clase de tratamiento. Después de todo, en cierta ocasión había conocido a Richard Nixon.

—Bienvenido al palacio de Invierno, señor Jackson —dijo el mayordomo—. El señor Romanov lo espera en la Galería Azul.

Alexei Romanov y Stefan Ivanitsky acompañaron a Jackson, cruzando la puerta abierta. Jackson y el joven Romanov siguieron al mayordomo por un largo pasillo de mármol, mientras Ivanitsky permanecía de pie ante la puerta. A Jackson le habría gustado detenerse para admirar los cuadros y estatuas dignos de cualquier museo del mundo, pero el paso firme del mayordomo no se lo permitió. El mayordomo se detuvo al llegar al extremo del pasillo, ante dos puertas blancas que llegaban casi hasta el techo. Llamó con suavidad, abrió una de las hojas, se apartó a un lado y permitió que Jackson entrara en la estancia.

—El señor Jackson —anunció, y abandonó la habitación, cerrando silenciosamente la puerta tras de sí.

Jackson entró en una estancia de grandes dimensiones, lujosamente amueblada. El suelo estaba cubierto por una sola alfombra, por la que un turco habría dado su vida. De un sillón Luis XIV de terciopelo rojo se levantó un hombre entrado en años, que llevaba un terno azul a rayas. Tenía el cabello plateado y la palidez de su piel sugería que había sufrido una prolongada enfermedad. Su delgado cuerpo aparecía ligeramente cargado de espaldas al avanzar un paso para estrechar la mano de su invitado.

—Ha sido muy amable por su parte recorrer todo este camino para venir a verme, señor Jackson —le dijo—. Debe disculparme, pero tengo el inglés un poco oxidado. Me vi obligado a abandonar Oxford en 1939, poco después de que estallara la guerra, a pesar de que sólo era mi segundo año de estudios. Como ve, los británicos nunca confiaron realmente en los rusos, ni siquiera cuando más tarde nos hicimos aliados. —Sonrió dulcemente—. Estoy seguro de que mostrarán la misma actitud en sus tratos con los estadounidenses —Jackson no estuvo muy seguro de cómo reaccionar, y prefirió no hacer ningún comentario—. Siéntese, señor Jackson —dijo el anciano, que le indicó con un gesto el sillón gemelo en el que él había estado sentado.

—Gracias —dijo Jackson.

Era la primera palabra que pronunciaba desde que saliera del hotel.

—Y ahora, señor Jackson —dijo Romanov, acomodándose lentamente en su sillón—, si le hago una pregunta, le ruego que esté seguro de contestarla con toda exactitud. Si tiene alguna duda, tómese su tiempo antes de contestar. Porque en el caso de que decidiera mentirme…, ¿cómo podría decirlo?…, bueno, descubrirá que no será esta reunión lo único que se dará inmediatamente por finalizado.

Jackson sabía que aquel anciano era probablemente la única persona del mundo capaz de sacar con vida a Connor de la prisión del Crucifijo. Asintió con un gesto corto para indicar que había comprendido.

—Bien —dijo Romanov—. Ahora quisiera saber un poco más sobre usted, señor Jackson. Me doy cuenta, a simple vista, de que trabaja para alguna institución gubernamental dedicada a imponer la ley y, puesto que está en mi país —resaltó la palabra «mi»—, supongo que tiene que ser la CIA, antes que el FBI. ¿Tengo razón?

—Trabajé para la CIA durante veintiocho años hasta que recientemente fui… sustituido.

Jackson elegía las palabras muy cuidadosamente.

—Va en contra de las leyes de la naturaleza el tener a una mujer como jefe —comentó Romanov, sin la menor sugerencia de una sonrisa—. La organización que controlo jamás consentiría que se cometiera tamaña estupidez.

El anciano se inclinó sobre una mesa situada a su izquierda y tomó un vaso pequeño lleno con un líquido incoloro que Jackson no había observado hasta ese momento. Tomó un sorbo y volvió a dejar el vaso sobre la mesa antes de hacer la siguiente pregunta.

—¿Trabaja actualmente para alguna otra institución gubernamental dedicada a hacer cumplir la ley?

—No —contestó Jackson con firmeza.

—¿Quiere decir que actúa por su propia cuenta? —sugirió el anciano. Jackson no contestó—. Comprendo. A juzgar por su silencio, puedo deducir que no es usted la única persona que desconfía de Helen Dexter.

Jackson tampoco dijo nada, pero empezaba a darse cuenta con rapidez por qué no sería conveniente mentirle a Romanov.

—¿Por qué quería verme, señor Jackson?

Jackson sospechaba que el anciano lo sabía perfectamente, pero decidió seguir la corriente.

—Vengo en nombre de un amigo mío que, debido a mi propia estupidez, ha sido detenido y se encuentra actualmente encerrado en la prisión del Crucifijo.

—Un establecimiento que no es conocido precisamente por su historial humanitario, sobre todo cuando se trata de conceder apelaciones o libertad bajo fianza.

Jackson asintió con un gesto.

—Sé que su amigo no fue el responsable de informar a la prensa de que mi organización le había ofrecido una suma considerable de dinero para eliminar a Zerimski de las elecciones presidenciales. Si ese hubiera sido el caso, a estas alturas ya lo habrían encontrado ahorcado en su celda. No, sospecho que la persona que hizo circular esa falsa información es uno de los acólitos de Helen Dexter. Si hubiera usted acudido a mí un poco antes, señor Jackson, podría haberle advertido acerca del tal Mitchell. —Tomó otro pequeño sorbo del vaso y añadió—: Es uno de los pocos compatriotas suyos que no me disgustaría reclutar para mi propia organización.

Ya veo que se sorprende usted ante la amplitud de mis conocimientos.

Jackson, sin embargo, estaba convencido de no haber movido un solo músculo de su cara.

—Señor Jackson, seguramente no le sorprenderá saber que tengo a mi propia gente bien situada entre los rangos superiores, tanto de la CIA como del FBI, ¿verdad? —La tenue sonrisa apareció de nuevo en su rostro—. Y si lo creyera útil, también tendría en la Casa Blanca a alguien que trabajara para mí. Pero puesto que el presidente Lawrence revela todo aquello que se le pregunta en su rueda de prensa semanal, eso apenas resulta necesario. Lo que me conduce a mi siguiente pregunta. ¿Trabaja su amigo para la CIA?

Jackson no contestó.

—Ah, ya veo. Justo lo que me imaginaba. Bien, en ese caso creo que puede estar seguro de que Helen Dexter no acudirá en esta ocasión con el séptimo de caballería en su rescate.

Jackson siguió sin decir nada.

—Bien —continuó el anciano—, de modo que ahora sé con exactitud qué es lo que espera de mí. —Hizo una pausa—. Lo que no acabo de comprender es qué puede usted ofrecerme a cambio.

—No tengo ni idea de cuál puede ser el precio actual —dijo Jackson.

El anciano se echó a reír.

—No irá a pensar ni por un momento que le he hecho venir hasta aquí sólo para hablar de dinero, ¿verdad, señor Jackson? Sólo tiene que mirar a su alrededor para darse cuenta de que, por mucho que me ofrezca, no sería suficiente. Newsweek falló por defecto cuando especuló acerca de la extensión de mi poder y riqueza. Sólo durante el año pasado, mi organización facturó más de 187.000 millones de dólares, más que la economía de Bélgica o Suecia. Ahora tenemos sucursales totalmente operativas en 142 países. Se abre una nueva cada mes, por parafrasear el eslogan de McDonald’s. No, señor Jackson, no me quedan suficientes días de vida como para despilfarrarlos hablando de dinero con un hombre sin un centavo.

—En ese caso, ¿por qué estuvo de acuerdo en recibirme? —preguntó Jackson.

—No es usted el que hace las preguntas, señor Jackson —replicó Romanov con dureza—. Sólo las contesta. Me sorprende que no haya sido debidamente informado.

El anciano tomó otro sorbo del líquido incoloro, antes de exponer exactamente qué esperaba a cambio de ayudar a Connor a escapar. Jackson sabía que no tenía autoridad para aceptar las condiciones de Romanov en nombre de Connor, pero puesto que le habían dado instrucciones de no hacer preguntas, guardó silencio.

—Quizá necesite un poco de tiempo para pensar en mi propuesta, señor Jackson —siguió diciendo el anciano—, pero en el caso de que su amigo esté de acuerdo con mis condiciones y luego no cumpla con su parte del trato, debe comprender plenamente las consecuencias de sus acciones. —Hizo una pausa para recuperar la respiración—. Sólo confío, señor Jackson, en que no sea la clase de persona que, después de haber firmado un acuerdo, consulta con un abogado inteligente para identificar algún defecto de forma que le permita incumplir su parte del trato. Como puede ver, en este juicio soy juez y jurado, y nombraré a mi hijo Alexei como consejero fiscal. Le he confiado la responsabilidad personal de ocuparse de que este contrato en concreto se cumpla al pie de la letra. Ya he dado órdenes para que él les acompañe a los dos de regreso a Estados Unidos, y no regresará hasta que no se haya cumplido el acuerdo. Espero haberme explicado con toda claridad, señor Jackson.

La oficina de Zerimski no podía ofrecer mayor contraste con respecto al palacio campestre del zar. El líder comunista ocupaba el tercer piso de un edificio en mal estado situado en un barrio septentrional de Moscú, aunque cualquiera que fuese invitado a quedarse en su dacha del Volga se daba cuenta rápidamente de que el lujo no era nada extraño para Zerimski.

El último voto había sido emitido a las diez de la noche anterior. Ahora, lo único que Zerimski podía hacer era sentarse y esperar a que los funcionarios contaran las papeletas, desde el Báltico hasta el Pacífico. Sabía muy bien que, en algunos distritos, la gente habría votado varias veces. En otros, las urnas no habrían llegado al ayuntamiento. También estaba convencido de que, una vez que llegó a un acuerdo con Borodin y el general se retiró de la carrera presidencial, contaba con una verdadera posibilidad de ganar las elecciones. Pero también era lo bastante realista como para saber que, con la Mafya apoyando a Chernopov, necesitaría obtener bastante más de la mitad de los votos emitidos para tener la más ligera posibilidad de que lo declararan como vencedor. Por esa misma razón había decidido encontrarse un aliado en el campo del zar.

El resultado de las elecciones se conocería al cabo de un par de días, pues en la mayoría de las zonas del país todavía se contaban los votos a mano. No necesitaba que nadie le recordara el tan citado comentario de Stalin de que no importaba cuántas personas votaban, sino quién contaba los votos.

El círculo interno de Zerimski estaba pegado a los teléfonos, tratando de averiguar qué estaba sucediendo en la vasta nación. Pero lo único que los presidentes estatales parecían dispuestos a decir era que las cosas estaban demasiado igualadas como para nombrar un vencedor. El líder comunista golpeó la mesa más veces aquel día que durante toda la semana anterior, y permaneció encerrado en su habitación durante prolongados períodos de tiempo, realizando llamadas privadas.

—Esa es una buena noticia, Stefan —dijo Zerimski—, siempre y cuando puedas ocuparte del problema de tu primo.

Escuchaba la respuesta de Ivanitsky cuando alguien llamó a la puerta. Colgó el teléfono en cuanto vio que su jefe de personal entraba en la habitación. No tenía el menor deseo de que Titov descubriera con quién estaba hablando.

—La prensa se pregunta si hará usted declaraciones —dijo Titov, confiando en que eso mantuviera ocupado a su jefe durante unos pocos minutos.

La última vez que Zerimski había visto a los buitres, como los llamaba, fue durante la mañana anterior, cuando todos acudieron a ver cómo emitía su voto en Koski, el distrito moscovita en el que había nacido. Las cosas no habrían sido muy diferentes si se hubiera presentado a las elecciones para presidente de Estados Unidos.

Zerimski asintió con un gesto, de mala gana, y siguió a Titov escalera abajo, hasta salir a la calle. Había dado instrucciones a su personal para que no permitieran bajo ningún concepto que un miembro de la prensa entrara en el edificio, por temor a que pudieran descubrir lo ineficiente y escasa de personal que era su organización. Esa era otra de las cosas que podían cambiar una vez que le echara mano a las arcas del Estado. No le había dicho a nadie, ni siquiera a su jefe de personal, que en el caso de ganar, éstas serían las últimas elecciones que se celebrarían en Rusia mientras él estuviera con vida. Y no le importaban absolutamente nada las protestas en los periódicos y las revistas extranjeras. De todos modos, dentro de poco tiempo no tendrían ninguna circulación al este de Alemania.

Al salir a la acera se encontró con el mayor grupo de periodistas que hubiera visto desde que se inició la campaña.

—¿Hasta qué punto está seguro de su victoria, señor Zerimski? —le gritó alguien, antes de que tuviera siquiera la oportunidad de saludarlos.

—Si el ganador es el hombre por el que ha votado la mayoría del pueblo, yo seré el próximo presidente de Rusia.

—Pero el presidente del panel internacional de observadores dice que éstas han sido las elecciones más democráticas que se han celebrado en la historia de Rusia. ¿Acaso no acepta usted su opinión?

—La aceptaré si me llama Victor —contestó Zerimski.

Los periodistas rieron amablemente ante este juego de palabras.

—Si es elegido, ¿cuánto tiempo dejará transcurrir antes de visitar al presidente Lawrence en Washington?

—Poco después de que él me haya visitado en Moscú —fue la respuesta inmediata.

—Si es nombrado presidente, ¿qué ocurrirá con el hombre que fue detenido en la plaza de la Libertad, acusado de intentar asesinarlo?

—Esa será una decisión que tendrán que tomar los tribunales de justicia. Pero puede estar seguro de que será sometido a un juicio justo.

De repente, Zerimski se sintió aburrido. Sin advertencia previa, se dio media vuelta y desapareció de nuevo en el interior del edificio, ignorando las preguntas que le hacían mientras se retiraba.

—¿Ha ofrecido un puesto a Borodin en su gabinete?

—¿Qué hará con respecto a Chechenia?

—¿Será la Mafya su primer objetivo?

Al subir con paso cansado la gastada escalera de piedra que conducía hasta el tercer piso, decidió que, ganara o perdiese, esta sería la última ocasión en la que hablaría con la prensa. No envidiaba a Lawrence, tratando de dirigir un país en el que los periodistas esperaban ser tratados como iguales. Al llegar a su oficina se derrumbó sobre el único sillón cómodo que había en la estancia, y se quedó dormido por primera vez en varios días.

****

La llave se introdujo en la cerradura y la puerta de la celda se abrió. Bolchenkov entró, llevando una gran bolsa de viaje y un gastado maletín de cuero.

—Como puede ver, he regresado —dijo el jefe de policía de San Petersburgo, que se sentó frente a Connor—, por lo que puede suponer que deseo mantener con usted otra charla no oficial. Debo añadir, no obstante, que espero que ésta sea algo más productiva de lo que fue nuestra última entrevista.

El jefe de policía miró fijamente al hombre sentado en el camastro. Connor daba la impresión de haber perdido varios kilos durante los últimos cinco días.

—Ya veo que todavía no se ha acostumbrado usted a nuestra nouvelle cuisine —dijo Bolchenkov con sorna, encendiendo un cigarrillo—. Debo confesar que se necesitan unos pocos días, incluso para quienes pertenecen a los bajos fondos de San Petersburgo, para apreciar plenamente el menú que se sirve aquí. Pero terminan por comérselo todo una vez que se dan cuenta de que van a tener que pasar aquí el resto de sus vidas y de que no hay alternativa a la carta.

Aspiró profundamente el humo del cigarrillo, que luego expulsó por la nariz.

—De hecho —siguió diciendo—, quizá haya leído recientemente en la prensa que uno de nuestros detenidos se comió a otro compañero. Pero teniendo en cuenta la escasez de alimentos y el problema de la superpoblación, no nos pareció conveniente airearlo mucho.

Connor sonrió ligeramente.

—Ah, ya veo que sigue vivo después de todo —dijo el jefe—. Bien, ahora debo decirle que se han producido un par de acontecimientos interesantes desde nuestro último encuentro, y tengo la sensación de que debería estar usted enterado.

Dejó la bolsa de viaje y el maletín en el suelo.

—Esta bolsa y el maletín nos fueron entregados por el jefe de recepción del Hotel Nacional, al no aparecer nadie que los reclamara.

Connor enarcó una ceja.

—Justo lo que me imaginaba —dijo el jefe de policía—. Para ser justos, debo añadir que le mostramos su fotografía y el recepcionista reconoció que aun cuando recordaba que un hombre de su descripción había dejado la bolsa, no recordaba nada del maletín.

De todos modos, supongo que no habrá necesidad de que le describa lo que contiene.

El jefe abrió los cierres del maletín y levantó la tapa para dejar al descubierto un Remington 700. Connor miró fijamente por delante de sí, fingiendo indiferencia.

—Aunque estoy seguro de que ya habrá manejado antes este tipo de arma, también estoy convencido de que no ha visto nunca este rifle en particular, a pesar de que las iniciales P. D. V. aparecen tan convenientemente grabadas en el maletín. Hasta un recluta novato se daría cuenta de que le han tendido una trampa.

Bolchenkov aspiró profundamente el humo de su cigarrillo.

—La CIA debe imaginar que tenemos la policía más estúpida del mundo. ¿Imaginaron ni por un momento que no sabemos cuál es el verdadero trabajo de Mitchell? ¡Agregado cultural! —espetó con un bufido—. Probablemente se piensa que el Hermitage es como unos grandes almacenes. Antes de que diga nada, quiero darle otra noticia que le interesa. —Inhaló de nuevo, dejando que la nicotina se introdujera profundamente en sus pulmones—. Victor Zerimski ha ganado las elecciones y el lunes será nombrado presidente.

Connor sonrió débilmente.

—Y puesto que no creo que le vaya a ofrecer un asiento de primera fila para la inauguración —dijo el jefe—, quizá haya llegado el momento de que nos cuente su versión de la historia, señor Fitzgerald.