27
Pug Washer, del que nadie conocía su verdadero nombre, era uno de esos personajes experto en un solo tema. En su caso eran los Washington Redskins.
Pug había trabajado para los Redskins, de muchacho y como hombre, durante más de cincuenta años. Había pasado a formar parte del personal a la edad de quince años, cuando el equipo todavía jugaba en el Griffith Stadium. Había iniciado su trabajo como ayudante y finalmente fue nombrado masajista del equipo, convirtiéndose así en el amigo y fiel confidente de generaciones de jugadores de los Redskins.
Pug se había pasado el año antes de su jubilación, en 1997, trabajando con los contratistas que habían construido el nuevo Jack Kent Cooke Stadium. Su misión fue sencilla: asegurarse de que los aficionados y los jugadores de los Redskins dispusieran de todas las instalaciones que cabría esperar del principal equipo del país.
En la ceremonia inaugural, el arquitecto principal había dicho ante la concurrencia que siempre estaría en deuda con Pug por el papel que había tenido en la construcción del nuevo estadio. Durante su discurso de cierre, John Kent Cooke, el presidente de los Redskins, anunció que Pug había sido elegido para formar parte del Salón de la Fama del equipo, una distinción normalmente reservada sólo a los mejores jugadores. Pug les había dicho a los periodistas: «No podía recibir nada mejor que esto». Después de su jubilación, nunca se perdió un partido de los Redskins, ni en casa ni en otros campos.
Connor sólo necesitó hacer dos llamadas telefónicas para localizar a Pug en su pequeño apartamento de Arlington, Virginia. Al explicarle al viejo que había sido encargado de escribir un artículo para el Sports Illustrated acerca del significado del nuevo estadio para los aficionados de los Skins, fue como si hubiese abierto un grifo.
—Quizá podríamos ahorrarnos una o dos horas sí me mostrara «el Gran Jack» —sugirió Connor.
El monólogo de Pug se cortó por primera vez y permaneció en silencio, hasta que Connor sugirió unos honorarios de cien dólares. Ya había descubierto que los honorarios que solía cobrar Pug por una visita guiada al estadio eran cincuenta dólares.
Acordaron verse a las once de la mañana siguiente. Cuando Connor llegó, a las once y un minuto, Pug lo hizo entrar en el estadio como si fuera el dueño del club. Durante las tres horas siguientes regaló a su invitado con una historia completa de los Redskins y contestó a todas las preguntas planteadas por Connor, desde por qué no se había terminado el estadio a tiempo para la ceremonia de inauguración, hasta por qué la dirección seguía empleando a trabajadores temporales el día del partido. Connor se enteró así de que las pantallas JumboTrons de Sony, situadas en las zonas finales, constituían el sistema de pantallas de vídeo más grande del mundo y de que la hilera delantera de asientos había sido elevada tres metros por encima del campo de juego, de modo que los aficionados pudieran ver por encima de las cámaras de televisión y los corpulentos jugadores que caminaban incansablemente arriba y abajo de las líneas laterales, por delante de ellos.
Connor había sido un aficionado de los Redskins durante casi treinta años, de modo que ya sabía que todas las entradas de la temporada estaban vendidas desde 1996 y de que existía actualmente una lista de espera de cincuenta mil personas. Lo sabía muy bien, porque él mismo era una de ellas. También sabía que el Washington Post vendía veinticinco mil ejemplares extra cada vez que los Skins ganaban un partido. Pero lo que no sabía era que había cincuenta y seis kilómetros de tuberías con vapor de agua por debajo del campo de juego, y que la banda local interpretaría los himnos de Rusia y Estados Unidos antes de que se iniciara el partido. La mayor parte de la información que le proporcionó Pug no tenía ninguna utilidad práctica para Connor, a pesar de lo cual el viejo le descubría algo nuevo a cada pocos minutos.
Mientras recorrían el estadio, Connor pudo observar los estrechos controles de seguridad practicados por el personal de avanzadilla de la Casa Blanca para el partido del día siguiente. Ya se habían instalado los magnetómetros por los que tendría que pasar todo aquel que entrara en el estadio, y que detectarían si llevaba algo que pudiera ser utilizado como arma. Cuando más se acercaban al palco del propietario, desde donde los dos presidentes verían el partido, tanto más intensos se hacían los controles.
A Pug le enojó verse detenido por un agente del servicio secreto que montaba guardia en la entrada a los palcos ejecutivos. Explicó que pertenecía al Salón de la Fama de los Redskins y que se encontraría entre los invitados que recibirían a los dos presidentes al día siguiente, a pesar de lo cual el agente se negaba a permitirle el acceso sin un pase de seguridad. Connor trató de convencer al furioso Pug de que la cuestión no era tan importante.
Al alejarse, Pug murmuró por lo bajo:
—¿Parezco yo la clase de persona capaz de asesinar al presidente?
A las dos de la tarde, cuando se separaron, Connor le entregó 120 dólares. En apenas tres horas, el viejo le había contado muchas más cosas de lo que habría podido divulgar un agente del servicio secreto en toda su vida. Podría haberle dado 200 dólares, pero eso quizá habría despertado las sospechas de Pug.
Connor comprobó su reloj y se dio cuenta de que llegaba unos minutos tarde a su cita con Alexei Romanov, en la embajada rusa. Mientras lo conducían en coche desde el estadio, puso la radio y sintonizó la C–SPAN, una emisora que raras veces escuchaba.
Un comentarista describía el ambiente de la Cámara, mientras sus miembros esperaban la llegada del presidente ruso. Nadie tenía ni la menor idea de lo que iba a decir Zerimski, ya que no se había proporcionado a la prensa una copia previa del discurso, aconsejándosele que esperara a que lo pronunciara.
Cinco minutos antes de pronunciar su discurso, Zerimski entró en la Cámara, acompañado por su comité de escolta.
—Todos los presentes se han puesto en pie ante sus asientos para aplaudir al invitado procedente de Rusia —dijo el comentarista—. El presidente Zerimski sonríe y saluda mientras avanza a través de la atestada Cámara hasta el atril, estrechando las manos que se le tienden. Pero los aplausos son cálidos más que entusiastas.
Una vez que Zerimski llegó al podio, colocó cuidadosamente sus papeles sobre el atril, sacó el estuche con las gafas y se las puso. Los kremlinólogos se dieron cuenta inmediatamente de que el discurso sería pronunciado al pie de la letra, a partir de un texto preparado, y de que no se produciría ninguno de los comentarios improvisados por los que Zerimski había alcanzado notoriedad durante su campaña electoral.
Los miembros del Congreso, el Tribunal Supremo y el cuerpo diplomático volvieron a ocupar sus asientos, sin tener ni la menor idea de la bomba que estaba a punto de explotar entre ellos.
—Señor portavoz, señor vicepresidente, señor presidente del Tribunal Supremo —empezó a decir Zerimski—. Permítanme empezar por dar las gracias, tanto a ustedes como a sus compatriotas, por la amable bienvenida y la generosa hospitalidad que he recibido en estos días de mi primera visita a Estados Unidos. Permítanme asegurarles que espero regresar una y otra vez.
En este punto, Titov había escrito «PAUSA» en el margen. La anotación demostró ser correcta, pues se produjo una ronda de aplausos. Zerimski pronunció después varias frases halagadoras sobre los logros históricos de Estados Unidos, recordando a quienes le escuchaban que durante el pasado siglo sus dos naciones habían luchado juntas contra un enemigo común. Pasó a describir lo que describió como «el excelente estado de las relaciones de las que disfrutan actualmente nuestros dos países». Tom Lawrence, que estaba viendo el discurso, junto con Andy Lloyd, por la C–SPAN en el despacho Oval, empezó a relajarse un poco. Al cabo de otros pocos minutos se permitió incluso que un atisbo de sonrisa le cruzara los labios.
Esa sonrisa, sin embargo, quedó borrada en seco cuando Zerimski pronunció las siguientes palabras de su discurso.
—Soy la última persona de la tierra que desearía que nuestras dos naciones se enzarzaran en una guerra inútil. —Zerimski hizo una pausa—. Especialmente si no estuviéramos en el mismo lado. —Levantó la mirada y miró sonriente a los allí reunidos aunque a ninguno de los presentes le pareció particularmente divertido su comentario—. Para estar seguros de que esa calamidad no se produzca nunca en el futuro, Rusia siempre tendrá la necesidad de seguir siendo tan poderosa como Estados Unidos en el campo de batalla, para poder tener el mismo peso en la mesa de negociaciones.
En el despacho Oval, Lawrence observó cómo las cámaras de la televisión enfocaban los rostros hoscos de los miembros de las dos Cámaras, y se dio cuenta de que Zerimski sólo había necesitado de cuarenta segundos para destruir cualquier posibilidad de que se aprobara su proyecto de ley de reducción de armas.
El resto del discurso de Zerimski fue recibido en silencio. Cuando bajó del podio, las manos de los congresistas no se extendieron hacia él y el aplauso que recibió fue característicamente frío.
Mientras el BMW blanco subía por la Avenida Wisconsin, Connor apagó la radio. Al llegar a las puertas de la embajada rusa, uno de los secuaces de Romanov les ayudó a pasar por el sistema de seguridad.
Connor fue acompañado hasta la zona de recepción, de mármol blanco, por segunda ocasión en tres días. Comprendió inmediatamente lo que había querido decir Romanov al comentar que la seguridad interna de la embajada era deficiente.
—Después de todo —había añadido con una sonrisa—, ¿quién querría asesinar al querido presidente de Rusia en su propia embajada?
—Parece que sea usted el que dirige el edificio —le dijo Connor a Romanov.
—Lo mismo haría usted si prestara a la cuenta bancaria suiza del embajador la suficiente atención como para no tener que regresar nunca a la madre patria.
Avanzaron por un largo pasillo de mármol. Romanov seguía comportándose en la embajada como si se tratara de su propia casa, hasta el punto de abrir la puerta del despacho del embajador y entrar en él. En cuanto entró en la estancia, lujosamente amueblada, a Connor le sorprendió ver un Remington 700 de serie sobre la mesa del embajador. Tomó el arma y la estudió atentamente. Le habría preguntado a Romanov cómo la había conseguido de haber creído que existiera alguna posibilidad de que le dijera la verdad.
Connor sopesó la culata y abrió la recámara. En la cámara sólo había una bala de forma troncónica. Enarcó una ceja y se volvió a mirar a Romanov.
—Supongo que desde esa distancia sólo necesitará una bala —dijo el ruso.
Luego condujo a Connor hasta el extremo más alejado de la estancia y apartó una cortina, para dejar al descubierto el ascensor privado del embajador. Entraron, cerraron la puerta y subieron lentamente hasta la galería, encima del salón de baile del segundo piso.
Connor comprobó varias veces cada centímetro de la galería y se introdujo por detrás de la enorme estatua de Lenin. Miró por encima del brazo doblado para comprobar la línea de tiro hasta el lugar desde donde Zerimski pronunciaría su discurso de bienvenida, asegurándose de que podría ver sin ser visto. Cuando Romanov lo acompañó de regreso al ascensor, no pudo dejar de pensar en lo fácil que parecía todo.
—Tendrá que llegar usted con varias horas de antelación, y trabajar con el personal que atenderá el banquete antes de que éste empiece —dijo Romanov.
—¿Por qué?
—No queremos que nadie sospeche cuando desaparezca usted, poco antes de que Zerimski empiece a pronunciar su discurso. —Romanov comprobó su reloj—. Será mejor que regresemos a su hotel. Zerimski regresará dentro de pocos minutos.
Connor asintió con un gesto y ambos se dirigieron hacia la entrada de la parte de atrás. Al subir al BMW, le dijo a Romanov:
—Una vez que haya decidido el lugar elegido, se lo haré saber. Romanov pareció sorprendido, pero no dijo nada.
Connor fue conducido fuera de la embajada minutos antes de que Zerimski tuviera previsto su regreso desde el Capitolio. Encendió la radio a tiempo para escuchar las noticias de primeras horas de la noche.
Los senadores y congresistas se precipitaban a tomar los micrófonos para asegurar a sus electorados que, después de haber escuchado el discurso de Zerimski, no votarían favorablemente el proyecto de ley de reducción de armas nucleares, biológicas, químicas y convencionales.
En el despacho Oval, mientras tanto, Tom Lawrence veía al periodista de la CNN hablar desde la galería de prensa del Senado.
—La Casa Blanca todavía no ha emitido ninguna declaración al respecto y el presidente…
Tom Lawrence apagó la televisión.
—Y no te quedes ahí esperándola —le dijo enojadamente a la pantalla apagada. Se volvió a mirar a Lloyd—. Andy, ni siquiera sé si podré sentarme junto a ese hombre durante las cuatro horas que tenemos previstas para mañana, y mucho menos responder a su discurso de despedida de la noche.
Lloyd no hizo ningún comentario.
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—Espero con ilusión sentarme junto a mi querido amigo Tom y verle removerse inquieto ante un público de millones de espectadores —comentó Zerimski al entrar en la embajada rusa. Dmitri Titov no dijo nada—. Creo que vitorearé a los Redskins. Será una prima extra si gana el equipo de Lawrence. —Zerimski sonrió con una mueca—. No será más que el adecuado preludio de la humillación que le tengo preparada para la noche. Asegúrate de preparar un discurso tan halagador que parezca tanto más trágico al considerarlo retrospectivamente. —Sonrió de nuevo—. He ordenado que la carne de ternera se sirva fría. Y hasta tú te sorprenderás cuando descubras el postre que tengo pensado.
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Esa noche, Connor dedicó varias horas a preguntarse si podía arriesgarse a romper la regla de toda una vida. Pocos minutos después de la medianoche llamó por teléfono a Romanov.
El ruso pareció encantado al comprobar que ambos habían llegado a la misma conclusión.
—Dispondré que un conductor pase a recogerlo a las tres y media, para que pueda estar en la embajada a las cuatro.
Connor colgó el teléfono. Si todo salía de acuerdo con su plan, el presidente estaría muerto a las cuatro.
—Despiértelo.
—Pero son las cuatro de la madrugada —dijo el primer secretario.
—Si valora en algo su vida, despiértelo.
El primer secretario se puso un batín, salió de su dormitorio y recorrió el pasillo. Llamó a la puerta. No hubo respuesta y volvió a llamar. Momentos más tarde, una luz apareció bajo la puerta.
—Entre —dijo una voz somnolienta.
El primer secretario hizo girar la manija y entró en el dormitorio del embajador.
—Siento mucho molestarlo, excelencia, pero hay un tal Stefan Ivanitsky, que llama desde San Petersburgo. Insiste en que despertemos al presidente. Dice tener un mensaje urgente para él.
—Atenderé la llamada en mi despacho —dijo Pietrovski.
Apartó las sábanas, ignorando los gemidos de su esposa, bajó corriendo la escalera y le dijo al conserje de noche que le pasara la llamada a su despacho.
El teléfono sonó varias veces antes de que lo contestara un embajador con la respiración ligeramente entrecortada.
—Al habla Pietrovski.
—Buenos días, excelencia —dijo Ivanitsky—. He pedido que me pongan con el presidente, no con usted.
—Son las cuatro de la madrugada. ¿No puede esperar?
—Embajador, no le pago para que me diga la hora. La siguiente voz que quiero escuchar es la del presidente. ¿Lo he dejado suficientemente claro?
El embajador dejó el teléfono sobre su mesa y subió lentamente la ancha escalera que conducía al primer piso, tratando de decidir ante cuál de aquellos dos hombres se sentía más atemorizado. Vaciló durante un tiempo ante la puerta de la suite del presidente, pero al ver al primer secretario que aguardaba al final de la escalera, le hizo tomar una decisión. Llamó suavemente a la puerta, pero no hubo respuesta. Llamó un poco más fuerte y la abrió con prudencia.
A la luz del rellano, el embajador y el primer secretario pudieron ver a Zerimski que se agitaba en la cama. Lo que no pudieron ver fue la mano del presidente que se deslizaba por debajo de la almohada, donde guardaba oculta una pistola.
—Señor presidente —susurró Pietrovski, mientras Zerimski encendía la luz de la mesita de noche.
—Será mejor que se trate de algo importante —dijo Zerimski—, a menos que quiera pasarse el resto de sus días como inspector de neveras en Siberia.
—Acabamos de recibir una llamada de San Petersburgo —informó el embajador, casi en un susurro—. Un tal señor Stefan Ivanitsky. Dice que es urgente.
—Salgan de mi habitación —dijo Zerimski, que tomó el teléfono que había junto a la cama.
Los dos hombres retrocedieron hasta el pasillo y el embajador cerró la puerta sin hacer ruido.
—Stefan —dijo Zerimski—. ¿Por qué me llamas a estas horas? ¿Es que Borodin ha dado un golpe de Estado en mi ausencia?
—No, señor presidente. El zar ha muerto. Ivanitsky habló sin emoción alguna.
—¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo?
Hace aproximadamente una hora, en el palacio de Invierno. El líquido incoloro pudo finalmente con él —Ivanitsky hizo una pausa—. El mayordomo ha estado en mi nómina desde hace casi un año.
El presidente guardó unos momentos de silencio, antes de decir:
—Muy bien. No podría haber funcionado mejor para nosotros.
—Estaría de acuerdo con usted, señor presidente, si su hijo no se encontrara en Washington. Desde aquí bien poca cosa puedo hacer hasta que regrese.
—Ese problema es posible que se resuelva esta misma noche —dijo Zerimski.
—¿Han caído en nuestra pequeña trampa?
—Sí —contestó Zerimski—. Esta noche me habré ocupado de los dos.
—¿De los dos?
—Sí —asintió el presidente—. He aprendido una expresión muy apropiada desde que estoy aquí: «Matar dos pájaros de un tiro». Después de todo, ¿cuántas veces tiene uno la oportunidad de ver morir a un hombre dos veces?
—Desearía poder estar ahí para verlo.
—Yo voy a disfrutarlo todavía más de lo que disfruté viendo colgar a su amigo de una cuerda. Teniéndolo todo en cuenta, Ivan, éste será un viaje de lo más provechoso, especialmente si…
—Nos hemos ocupado de todo, señor presidente —le aseguró Ivanitsky—. Ayer mismo me ocupé de desviar los ingresos de los contratos de petróleo y de uranio de Yeltsin y de Chernopov a su cuenta en Zurich.
—Si él no puede regresar, no podrá hacerlo, ¿verdad?
Zerimski colgó el teléfono, apagó la luz y apenas unos momentos más tarde se había quedado nuevamente dormido.
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A las cinco de esa misma mañana Connor estaba tumbado en su cama del hotel, completamente vestido. Repasaba su ruta de escape cuando recibió la llamada para despertarlo, a las seis. Se levantó, apartó ligeramente una punta de la cortina y comprobó que estaban todavía allí fuera. Estaban: dos BMW blancos aparcados en el extremo más alejado de la calle, tal como habían estado desde la medianoche del día anterior. A estas alturas, sus ocupantes estarían amodorrados. Sabía que cambiaban de turno a las ocho, de modo que tenía la intención de salir diez minutos antes de la hora. Dedicó los treinta minutos siguientes a realizar algunos ligeros ejercicios de estiramiento para desentumecer los músculos y luego se desnudó. Dejó que los chorros de agua fría de la ducha le salpicaran el cuerpo durante un rato, antes de apagarla y tomar la toalla. Luego se vistió con una camisa azul, un par de vaqueros, un suéter grueso, corbata azul, calcetines negros y un par de Nikes negras.
Bajó al restaurante del hotel, se sirvió un vaso de zumo de pomelo y se llenó un cuenco con copos de maíz y leche. Siempre tomaba el mismo desayuno el día de una operación. Le gustaba la rutina. Mientras comía, leyó las siete páginas de notas que había tomado después de su encuentro con Pug y estudió de nuevo minuciosamente un plano arquitectónico del estadio. Midió la viga central con una regla y calculó que había catorce metros hasta la trampilla. No debía mirar hacia abajo. Notó que se apoderaba de él la misma serenidad que experimenta un atleta perfectamente entrenado cuando lo llaman para que acuda a la línea de salida.
Comprobó su reloj y regresó a su habitación. Tenían que estar en la intersección de la Calle Veintiuno y DuPont Circle justo cuando el tráfico empezara a aumentar. Esperó unos pocos minutos más y luego se metió en el bolsillo trasero de los vaqueros tres billetes de cien dólares, una moneda de veinticinco centavos y un radiocasete de treinta minutos. Después salió del anónimo hotel por última vez. Su cuenta ya había sido pagada.
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Zerimski estaba sentado a solas en el comedor de la embajada, leyendo el Washington Post, mientras el mayordomo le servía el desayuno. Sonrió al leer el gran titular: ¿REGRESO DE LA GUERRA FRÍA?
Mientras tomaba un sorbo de café, se regodeó pensando en el momento en que el Post publicara el nuevo titular de la mañana siguiente:
FRACASA EL INTENTO DE ASESINATO DEL PRESIDENTE RUSO. Ex agente de la CIA muerto en los terrenos de la embajada.
Sonrió de nuevo y se enfrascó en la lectura del editorial, que confirmaba que el proyecto de ley de reducción de armas nucleares, biológicas, químicas y convencionales era considerado ahora por todos los comentaristas políticos como papel mojado. Otra expresión útil que había aprendido durante el transcurso de este viaje.
Pocos minutos después de las siete hizo sonar la campanilla de plata que tenía a un lado y le pidió al mayordomo que llamara al embajador y al primer secretario. El mayordomo salió apresuradamente de la estancia. Zerimski sabía que los dos hombres estaban esperando ansiosamente ante la puerta.
Al embajador y al primer secretario les pareció prudente esperar un minuto antes de presentarse ante el presidente. Todavía no sabían si le complacía que lo hubieran despertado a las cuatro de la madrugada, pero puesto que ninguno de los dos había sido despedido aún, suponían que habían tomado la decisión correcta.
—Buenos días, señor presidente —saludó Pietrovski en cuanto entró en el comedor.
Zerimski asintió con un gesto, dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa, delante de él.
—¿Ha llegado ya Romanov? —preguntó.
—Sí, señor presidente —contestó el primer secretario—. Está en la cocina desde las seis de la mañana, comprobando personalmente la preparación de la comida que se servirá en el banquete de esta noche.
—Bien. Dígale que se una a nosotros en su despacho, señor embajador. Acudiré allí dentro de un momento.
—Sí, señor —asintió Pietrovski, que se retiró caminando hacia atrás para salir de la estancia.
Zerimski se limpió la boca con la servilleta. Decidió hacerles esperar a los tres unos pocos minutos más. Eso los pondría todavía más nerviosos.
Volvió a tomar el Washington Post y sonrió al leer por segunda vez la conclusión del editorial: «Zerimski es el sucesor natural de Stalin y Brezhnev, antes que de Gorbachev o Yeltsin». No tenía ningún problema con eso. En realidad, confiaba en haber reforzado precisamente esa imagen antes de que terminara la jornada. Se levantó de la silla y salió tranquilamente de la habitación. Mientras recorría el pasillo para dirigirse al despacho del embajador, un hombre joven que venía en dirección opuesta se detuvo de improviso, se precipitó hacia la puerta y se la abrió. Un reloj de pared dio los cuartos al entrar en el despacho. Instintivamente, comprobó su reloj. Eran exactamente las siete cuarenta y cinco.
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A las ocho menos diez, Connor apareció en la puerta del hotel y cruzó lentamente la calle hasta el primero de los BMW que esperaban. Subió y se instaló junto al chófer, que pareció un poco sorprendido de verlo tan temprano, pues se le había dicho que no se esperaba a Fitzgerald en la embajada hasta las cuatro de la tarde.
—Necesito ir al centro de la ciudad para recoger un par de cosas —le explicó Connor.
El hombre que aguardaba en el asiento de atrás asintió con un gesto y el conductor puso el coche en marcha y se unió al tráfico que circulaba por la Avenida Wisconsin. El segundo coche lo siguió de cerca cuando giraron a la izquierda por la Calle P, fuertemente congestionada como consecuencia de los trabajos de construcción que afectaban a Georgetown.
Connor había observado que sus vigilantes se mostraban cada vez más relajados a medida que transcurrían los días. Aproximadamente a la misma hora de cada mañana, él había bajado del BMW en la esquina de la Calle Veintiuno y DuPont Circle, comprado un ejemplar del Post a un vendedor de prensa y regresado al coche. El día anterior, el hombre que aguardaba en el asiento de atrás ni siquiera se había molestado en acompañarle.
Cruzaron la Calle Veintitrés y Connor pudo ver DuPont Circle en la distancia. Ahora, los coches avanzaban lentamente, casi tocándose los guardabarros.
En el otro lado de la calle, el tráfico que se dirigía hacia el oeste se movía con mucha mayor suavidad. Necesitaría decidir con toda exactitud el momento de ponerse en movimiento.
Connor sabía que los semáforos de la Calle P, al aproximarse al Circle, cambiaban a cada treinta segundos y que, por término medio, doce coches conseguían cruzar el semáforo durante ese período de tiempo. El mayor número que había contado durante la semana habían sido dieciséis.
Cuando el semáforo se puso en rojo, Connor contó diecisiete coches por delante de ellos. No movió un solo músculo. El semáforo se puso en verde y el conductor puso la primera, pero el tráfico era demasiado denso y aún tardó algún tiempo en poder avanzar. Sólo ocho, coches pudieron cruzar con el semáforo en verde.
Ahora disponía de treinta segundos.
Se volvió, le sonrió al guardaespaldas del asiento de atrás y le indicó el quiosco de periódicos. El hombre asintió con un gesto. Connor bajó a la acera y echó a caminar lentamente hacia el viejo que llevaba puesto un chaleco de color naranja fluorescente. Ni miró una sola vez hacia atrás, por lo que no sabía si le seguía alguien del segundo coche. Se concentró en el tráfico que avanzaba en la dirección opuesta, al otro lado de la calle, tratando de calcular la longitud de la hilera de coches cuando el semáforo se pusiera de nuevo en rojo. Al llegar junto al vendedor de prensa, ya tenía la moneda de un cuarto de dólar en la mano. Se la entregó al hombre, que le dio un ejemplar del Post. Al volverse y empezar a caminar de regreso hacia el primer BMW, el semáforo se puso en rojo y el tráfico se detuvo.
Connor distinguió el vehículo que necesitaba. De repente, cambió de dirección y echó a correr, sorteando el tráfico detenido en el lado de la calle que iba en dirección oeste, hasta que llegó a un taxi vacío, seis coches por delante del semáforo. Los dos hombres del segundo BMW bajaron rápidamente del coche y echaron a correr tras él justo en el momento en que las luces de DuPont Circle se ponían verdes.
Connor abrió la portezuela y se dejó caer en la parte trasera del taxi.
—Siga adelante —gritó—. Le daré cien dólares si pasa ese semáforo.
El conductor hundió la palma de la mano en el claxon y la mantuvo allí hasta pasar el semáforo en ámbar. Los dos BMW blancos ejecutaron giros en redondo, con chirrido de neumáticos, pero el semáforo ya había cambiado y vieron su camino bloqueado por tres coches detenidos ante el semáforo, ya en rojo.
Hasta el momento, todo había salido según el plan previsto.
El taxi giró por la Calle Veintitrés y Connor ordenó al taxista que se detuviera. En cuanto lo hubo hecho, le entregó un billete de cien dólares y le dijo:
—Quiero que conduzca directamente hasta el aeropuerto Dulles. Si detecta un BMW blanco que va por detrás de usted, no deje que lo adelante. Una vez que llegue al aeropuerto, deténgase durante treinta segundos en la terminal de Salidas extranjeras, y luego regrese lentamente a la ciudad.
—Muy bien, hombre, lo que usted diga —asintió el taxista, que se embolsó los cien dólares.
Connor bajó del taxi, cruzó rápidamente la Calle Veintitrés y paró otro taxi que se dirigía en dirección contraria. Cerró la puerta justo en el momento en que los dos BMW pasaban junto a él en persecución del primer taxi.
—¿Adónde quiere ir en esta bonita mañana? —le preguntó el taxista.
—Al Cooke Stadium.
—Confío en que tenga entrada, porque de otro modo tendría que traerlo directamente de vuelta.
Los tres hombres se levantaron cuando Zerimski entró en el despacho. Les hizo señas para que se sentaran como si hubieran formado una multitud y ocupó la silla tras la mesa del embajador. Le sorprendió ver un rifle allí donde normalmente habría estado el secafirmas, pero lo pasó por alto y se volvió a mirar a Alexei Romanov, que parecía sentirse bastante complacido consigo mismo.
—Tengo noticias tristes para ti, Alexei —dijo el presidente. La expresión de Romanov se hizo inmediatamente recelosa y luego ansiosa ante el prolongado silencio de Zerimski—. Esta madrugada he recibido una llamada telefónica de tu primo Stefan. Parece ser que tu padre sufrió un ataque al corazón la pasada noche y murió camino del hospital.
Romanov inclinó la cabeza. El embajador y el primer secretario miraron hacia el presidente, para ver cómo debían reaccionar.
Zerimski se levantó, se acercó lentamente a Romanov y colocó una mano consoladora sobre su hombro. El embajador y el primer secretario pusieron expresiones convenientemente tristes.
—Lamentaré su pérdida —dijo Zerimski—. Era un gran hombre.
Los dos diplomáticos efectuaron gestos de asentimiento con la cabeza, mientras Romanov inclinaba la suya como gesto de reconocimiento ante las amables palabras del presidente.
—Ahora, esa responsabilidad recae sobre tus hombros, Alexei, su más digno sucesor.
El embajador y el primer secretario seguían asintiendo con gestos de cabeza.
—Y pronto se te dará la oportunidad de demostrar tu autoridad de una forma que no dejará la menor duda a nadie acerca de quién es el nuevo zar —Romanov levantó la cabeza y sonrió, dejado ya atrás su breve período de lamentación—. Es decir —añadió Zerimski—, suponiendo que nada salga mal esta noche.
—Nada puede salir mal —dijo Romanov enfáticamente—. Hablé con Fitzgerald poco después de la medianoche. Está de acuerdo con mi plan. Se presentará al embajador a las cuatro de esta tarde, mientras usted esté asistiendo al partido de fútbol americano con Lawrence.
—¿Por qué tan temprano? —preguntó Zerimski.
—Necesitamos que todo el mundo esté convencido de que es simplemente otro miembro más del equipo que servirá la cena, de modo que pueda salir a hurtadillas de la cocina seis horas más tarde, sin que a nadie le parezca extraño. Permanecerá en la cocina, bajo mi supervisión directa, hasta pocos minutos antes de que usted se levante para pronunciar su discurso de bienvenida.
—Excelente —dijo Zerimski—. ¿Y qué ocurrirá después?
—Lo acompañaré hasta este despacho, donde recogerá el rifle. Luego tomará el ascensor privado hasta la galería desde la que se domina el salón de baile —Zerimski asintió con un gesto—. Una vez allí, se situará detrás de la gran estatua de Lenin, donde permanecerá hasta que llegue usted a esa parte de su discurso en la que da las gracias al pueblo estadounidense por su hospitalidad y la cálida bienvenida con la que se le ha recibido en todas partes, etcétera, etcétera, y particularmente del presidente Lawrence. En ese momento he dispuesto que reciba usted un prolongado aplauso. Durante ese rato, debe permanecer absolutamente quieto.
—¿Por qué? —preguntó Zerimski.
—Porque Fitzgerald no apretará él gatillo si cree que puede hacer usted un movimiento repentino.
—Comprendo.
—Una vez que haya disparado, saldrá al reborde exterior del edificio, junto al cedro del jardín de atrás. Ayer por la tarde nos hizo repetir varias veces todo el ejercicio, pero esta noche descubrirá que hay una pequeña diferencia.
—¿Y cuál es? —preguntó Zerimski.
—Esperando bajo el árbol habrá seis de mis guardaespaldas —dijo Romanov—. Lo habrán liquidado antes de que sus pies toquen el suelo.
Pero seguramente su plan tiene un defecto sin importancia, ¿verdad? —Zerimski lo miró extrañado—. ¿Cómo puede esperarse que sobreviva a un disparo de un especialista con la fama de Fitzgerald desde una distancia tan corta?
Romanov se levantó de la silla y tomó el rifle. Extrajo una pequeña pieza de metal y se la entregó al presidente.
—¿Qué es esto? —preguntó Zerimski.
—El percutor —contestó Romanov.