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—¿Estadounidense?

—Sí —dijo Jackson, sin bajar la mirada hacia la voz aflautada.

—¿Necesita algo?

—No, gracias —contestó, sin apartar la mirada de la puerta principal del hotel.

—Tiene que necesitar algo. Los estadounidenses siempre necesitan algo.

—No necesito nada. Y ahora, márchate —le dijo Jackson con firmeza.

—¿Caviar? ¿Muñecas rusas? ¿Un uniforme de general? ¿Un gorro de piel? ¿Una mujer?

Jackson bajó la mirada hacia el muchacho por primera vez. Iba envuelto desde la cabeza a los pies en una chaqueta de piel de oveja tres tallas mayor que él.

Sobre la cabeza llevaba un gorro de piel de conejo que Jackson pensó que él mismo necesitaba cada vez más, a medida que pasaba el tiempo. La sonrisa del muchacho reveló que le faltaban dos dientes.

—¿Una mujer? ¿A las cinco de la mañana?

—Es buen momento para una mujer. ¿Pero quizá prefiera a un hombre?

—¿Cuánto cobras por tus servicios?

—¿Qué clase de servicios? —preguntó el muchacho, que lo miró receloso.

—Como corredor.

—¿Corredor?

—Bueno, como asistente.

—¿Asistente?

—Ayudante.

—Ah, quiere decir socio, como en las películas estadounidenses.

—Está bien, listillo. Y ahora que nos hemos puesto de acuerdo en cuanto a la descripción de tu trabajo, ¿cuánto cobras?

—¿Por día, por semana o por mes?

—Por hora.

—¿Cuánto me ofrece usted?

—Quieres jugar a pequeño empresario, ¿verdad?

—Aprendemos de los estadounidenses —dijo el muchacho con una sonrisa que se extendió de oreja a oreja.

—Un dólar —dijo Jackson.

El muchacho se echó a reír.

—Quizá yo sea un listillo, pero usted es un comediante. Diez dólares.

—Eso no es más que una extorsión. —El muchacho lo miró extrañado por primera vez. Te daré dos.

—Seis.

—Cuatro.

—Cinco.

—De acuerdo —asintió Jackson.

El muchacho levantó en el aire la palma de la mano derecha, algo que había visto hacer en las películas. Jackson se la palmeó. El trato había quedado cerrado. Inmediatamente, el muchacho comprobó la hora en su reloj Rolex.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jackson.

—Sergei —contestó el muchacho—. ¿Y usted?

—Jackson. ¿Cuántos años tienes, Sergei?

—¿Cuántos años quiere usted que tenga?

—Corta el rollo y dime tu edad.

—Catorce.

—No debes de tener más de nueve.

—Trece.

—Diez.

—Once.

—Está bien —asintió Jackson—, me conformaré con once.

—¿Y cuántos años tiene usted? —preguntó el muchacho.

—Cincuenta y cuatro.

—Me conformaré con cincuenta y cuatro —dijo Sergei.

Jackson no pudo evitar echarse a reír por primera vez en muchos días.

—¿Cómo es que hablas tan bien el inglés? —preguntó, sin dejar de mirar la puerta del hotel.

—Mi madre vivió con un estadounidense durante mucho tiempo. El regresó el año pasado a Estados Unidos, pero no nos llevó consigo. —Esta vez, Jackson lo creyó—. ¿Cuál es el trabajo que tengo que hacer, socio?

—Tenemos que vigilar a alguien que se aloja en ese hotel.

—¿Es amigo o enemigo?

—Amigo.

—¿Mafya?

—No, trabaja para los buenos.

—No me trate como si yo fuera un niño —dijo Sergei con un tono fanfarrón—. Somos socios, ¿recuerda?

—De acuerdo, Sergei. Es un amigo —dijo Jackson, justo en el momento en que Connor aparecía en la puerta—. No te muevas —le ordenó, poniéndole una mano firme sobre el hombro.

—¿Es él? —preguntó Sergei.

—Sí, es él.

—Tiene una expresión amable. Quizá sea mejor que trabaje para él.

****

La jornada no había empezado bien para Victor Zerimski y eso que sólo pasaban unos pocos minutos de las ocho. Presidía una reunión del Consejo Central del Partido Comunista y Dmitri Titov, su jefe de personal, estaba informando.

—A Moscú ha llegado un cuerpo internacional de observadores para controlar el proceso electoral —le estaba diciendo Titov—. Buscan, principalmente, cualquier atisbo de manipulación electoral, pero su presidente ya ha admitido que, con un electorado tan enorme y extendido geográficamente, no hay forma de detectar todas las irregularidades.

Titov terminó su informe diciendo que, ahora que el camarada Zerimski había ascendido al segundo puesto en las encuestas, la Mafya estaba desviando todavía más dinero hacia la campaña de Chernopov.

Zerimski se acarició el espeso bigote y miró a cada uno de los hombres sentados alrededor de la mesa.

—Cuando sea presidente —dijo, levantándose del lugar que ocupaba a la cabecera de la mesa—, meteré en la cárcel a esos bastardos de la Mafya, uno por uno. Lo único que podrán contar durante el resto de sus vidas serán rocas.

Los miembros del consejo central habían escuchado muchas veces a su jefe despotricar contra la Mafya, aunque él nunca los citaba por su nombre en público.

El hombre, bajo de estatura y musculoso, golpeó la mesa.

—Rusia necesita regresar a los viejos valores por los que el resto del mundo nos respetaba.

Los veintiún hombres asintieron, a pesar de que durante los últimos meses habían escuchado en muchas ocasiones aquellas mismas palabras.

—Desde hace diez años no hacemos otra cosa que importar lo peor que ofrece Estados Unidos.

Ellos siguieron asintiendo, con las miradas fijas en él. Zerimski se pasó una mano por el espeso cabello negro, suspiró y volvió a dejarse caer en la silla. Luego, miró a su jefe de personal.

—¿Qué tengo que hacer esta mañana?

—Tiene prevista una visita al Museo Pushkin —contestó Titov—. Le esperan a las diez.

—Cancélela. Es una completa pérdida de tiempo cuando sólo faltan ocho días para las elecciones —volvió a golpear la mesa—. Debería estar fuera, en las calles, allí donde la gente pudiera verme.

—Pero el director del museo ha solicitado una subvención del gobierno para restaurar las obras de los principales artistas rusos —dijo Titov.

—Un despilfarro del dinero del pueblo —dijo Zerimski.

—Y Chernopov ha sido criticado por recortar la subvención a las artes —siguió diciendo el jefe de personal.

—Está bien. Les concederé quince minutos.

—Veinte mil rusos visitan cada semana el Pushkin —añadió Titov, mirando las notas mecanografiadas que tenía ante sí:

—Que sean entonces treinta minutos.

—Y Chernopov le acusó en la televisión, en un programa emitido la semana pasada, de ser un patán sin educación.

—¿Dijo eso? —aulló Zerimski—. Yo ya estudiaba derecho en la Universidad de Moscú cuando Chernopov sólo era un trabajador en una granja.

—Eso es cierto, presidente —asintió Titov—, pero nuestras encuestas internas confirman que no es esa la percepción del público y de que Chernopov está consiguiendo hacer llegar su mensaje.

—¿Las encuestas internas? Otra cosa que tenemos que agradecer a los estadounidenses.

—Ellas permitieron a Tom Lawrence ocupar su puesto.

—Una vez que haya sido elegido, seré yo mismo el que me mantenga en mi puesto.

****

La afición de Connor por el arte se inició cuando Maggie le arrastró de una galería a otra, cuando todavía estudiaban en la universidad. Al principio lo había consentido sólo para estar más tiempo en su compañía, pero al cabo de pocas semanas se convirtió en un converso. Cada vez que viajaban juntos fuera de la ciudad, la acompañaba con satisfacción a cualquier galería de arte que ella eligiera y en cuanto se instalaron en Washington, se hicieron socios de Amigos del Corcoran y Miembros de los Phillips. Mientras Zerimski era acompañado en su visita al Pushkin por el mismo director del museo, Connor tuvo que tener cuidado para no distraerse con la contemplación de las numerosas obras maestras y concentrarse en observar al líder comunista.

Cuando Connor fue enviado por primera vez a Rusia, en la década de los ochenta, lo más cerca que cualquier político importante se situaba del público era para observarlo desde lo alto del Presidium durante los desfiles del primero de mayo. Pero ahora que las masas podían elegir con una papeleta, los que esperaban ser elegidos comprendieron repentinamente la necesidad de moverse entre la gente, e incluso de escuchar sus puntos de vista.

La galería estaba tan atestada como el estadio Cooke para ver un partido de los Redskins y, cada vez que aparecía Zerimski, la gente se apartaba, como si fuera Moisés acercándose a las aguas del mar Rojo. El candidato se movía lentamente entre los moscovitas, desdeñando las pinturas y esculturas y prefiriendo estrechar manos.

Zerimski era más bajo de lo que parecía en las fotografías y se rodeaba de un séquito de ayudantes todavía más bajos para estimular su propio ego. Connor recordó el comentario del presidente Truman sobre el tamaño: «Cuando se trata de centímetros, muchacho, sólo se debería considerar la frente —le dijo en cierta ocasión a un estudiante de Missouri—. Es mejor tener un par de centímetros de más entre el puente de la nariz y la línea del pelo que entre el tobillo y la rótula.» Connor observó que la vanidad de Zerimski no había afectado a su sentido del vestir. Llevaba un traje mal cortado, y la camisa aparecía desgastada en el cuello y en los puños. Connor se preguntó si sería prudente para el director del Pushkin llevar un traje hecho a medida que, evidentemente, no se había cortado en Moscú.

Aunque Connor era consciente de que Victor Zerimski era un hombre astuto y educado, pronto quedó claro que sus visitas a los museos debían de haber sido muy poco frecuentes en los últimos años. Mientras se movía animadamente por entre la gente, extendía ocasionalmente un dedo hacia un lienzo y les decía a los observadores el nombre del artista, en voz alta. Se las arregló para equivocarse en varias ocasiones, a pesar de lo cual la gente asentía. Ignoró un magnífico Rubens, demostrando más interés por una madre que estaba de pie entre la multitud, llevando a su hijo de la mano, que por el genio cuyo cuadro le servía de fondo. Cuando tomó al niño en brazos y posó para que le tomaran una fotografía con la madre, Titov le sugirió que diera un paso a la derecha. De ese modo, también podrían incluir a la Virgen María en la fotografía. Ninguna primera página podría resistirse a aquella imagen.

Una vez que hubo recorrido media docena de galerías y estaba seguro de que todo aquel que estuviera visitando el Pushkin en aquellos momentos se había enterado de su presencia, Zerimski empezó a sentirse aburrido y dirigió su atención hacia los periodistas que lo seguían de cerca. En el rellano del primer piso empezó a dar una conferencia de prensa improvisada.

—Adelante, pregúntenme lo que quieran —les dijo con expresión radiante a los periodistas reunidos a su alrededor.

—¿Cuál es su opinión de las últimas encuestas de opinión, señor Zerimski? —preguntó el corresponsal de The Times en Moscú.

—Que van en la dirección correcta.

—Parece estar ahora en segundo lugar y, por lo tanto, es el único y verdadero rival del señor Chernopov —comentó otro periodista.

—El día de las elecciones él será mi único y verdadero rival —dijo Zerimski.

Todos se echaron a reír.

—¿Cree que Rusia debería volver a ser un Estado comunista, señor Zerimski?

Era una pregunta inevitable, planteada con acento estadounidense. El hábil político estaba demasiado alerta como para caer en la trampa.

—Si con ello quiere decir un regreso a las altas tasas de empleo, la baja inflación y un mejor nivel de vida, la respuesta tiene que ser indudablemente positiva.

No se diferenciaba mucho de un candidato republicano durante unas elecciones primarias en Estados Unidos.

—Pero eso es exactamente lo que, según Chernopov, es la política del gobierno actual.

—La política del gobierno actual es la de asegurar que el primer ministro mantenga su cuenta en un banco suizo bien llena de dólares. Ese dinero pertenece al pueblo ruso, y esa es la razón por la que no es la persona adecuada para ser nuestro presidente. Según me dicen, cuando la revista Fortune publique su lista de los diez hombres más ricos del mundo, Chernopov ocupará el séptimo puesto. Si lo eligen como presidente, dentro de cinco años habrá desbancado a Bill Gates del primer puesto. No, amigo mío —añadió—, está a punto de saber que el pueblo ruso votará arrolladoramente por un regreso a los tiempos en que éramos la nación más respetada del mundo.

—¿Y la más temida? —sugirió otro periodista.

—Preferiría eso que continuar con la situación actual en la que simplemente somos desdeñados por el resto del mundo —contestó Zerimski.

Ahora, los periodistas anotaban cada una de sus palabras.

—¿Por qué está tan interesado su amigo por lo que dice Victor Zerimski? —susurró Sergei en el otro extremo de la galería.

—Haces demasiadas preguntas —dijo Jackson.

—Zerimski es un mal hombre.

—¿Por qué? —preguntó Jackson, con la mirada fija en Connor.

—Si lo eligen, meterá en la cárcel a gente como yo y todos regresaremos a «los buenos y viejos tiempos», mientras él está en el Kremlin, comiendo caviar y bebiendo vodka.

Zerimski empezó a dirigirse a grandes zancadas hacia la salida de la galería, seguido de cerca por el director del museo y su séquito. Zerimski se detuvo en el último escalón para que lo fotografiaran delante del vasto El descenso de Cristo de la cruz, de Goya. Connor se sintió tan conmovido por el cuadro que casi fue derribado por la multitud que seguía al político.

—¿Le gusta Goya, Jackson? —preguntó Sergei.

—No he visto muchos cuadros suyos —admitió el estadounidense—, pero sí, es magnífico.

—Tienen varios más en el sótano —dijo Sergei—. Siempre podría ocuparme de colocar uno de ellos… —añadió el muchacho frotándose los dedos pulgar e índice.

Jackson le habría dado un pescozón si eso no hubiera llamado la atención de los demás.

—Su hombre vuelve a ponerse en movimiento —dijo Sergei de repente.

Jackson levantó la mirada y vio que Connor desaparecía por una entrada lateral de la galería.

Connor estaba sentado, a solas, en un restaurante de la Prechinstenka, reflexionando sobre lo que había visto aquella mañana. Aunque Zerimski se hallaba siempre rodeado por un puñado de matones que miraban en todas direcciones, no se hallaba tan bien protegido como la mayoría de los líderes occidentales. Quizá varios de sus guardaespaldas fueran valientes y llenos de recursos, pero sólo tres de ellos parecían tener experiencia previa en protección de un estadista mundial. Y no podían estar todo el tiempo de servicio.

Trató de digerir una moussaka bastante mala mientras repasaba el resto del itinerario de Zerimski hasta el día de las elecciones. El candidato sería visto en público en veintisiete ocasiones diferentes durante los ocho días siguientes. Cuando el camarero le colocó delante una taza de café cargado, Connor ya había subrayado las tres únicas ocasiones que valía la pena considerar en el caso de que hubiera que eliminar a uno de los candidatos de las elecciones.

Comprobó su reloj. Esa misma noche, Zerimski pronunciaría un discurso durante una reunión del partido en Moscú. Al día siguiente viajaría por tren hasta Yaroslavl, donde inauguraría una fábrica, antes de regresar a la capital para asistir a una representación del ballet del Bolshoi. Desde allí tomaría el tren nocturno a San Petersburgo. Connor ya había decidido convertirse en la sombra de Zerimski en Yaroslavl.

También había reservado entrada para el ballet y billete para San Petersburgo.

Mientras tomaba el café, pensó en Mitchell, en el Pushkin, medio oculto tras la columna más cercana cada vez que él miraba hacia donde se encontraba el otro, y trató de no echarse a reír. Había decidido que permitiría que Mitchell lo siguiera durante el día, quizá le resultara útil en algún momento, pero no dejaría que descubriera dónde dormía por la noche. Miró por la ventana para ver al agregado cultural sentado en un banco, leyendo un ejemplar de Pravda. Sonrió. Un profesional siempre debía poder vigilar a su presa sin ser visto.

Jackson sacó una cartera del bolsillo interior de la chaqueta, extrajo un billete de cien rublos y se lo entregó al muchacho.

—Consíguenos algo de comer, pero no te acerques para nada a ese restaurante —dijo, indicando al otro lado de la calle.

—Nunca he estado en ese restaurante. ¿Qué quiere comer?

—Tomaré lo mismo que tú.

—Aprende rápido, Jackson —dijo Sergei, que se alejó.

Jackson comprobó la calle a uno y otro lado. El hombre sentado en el banco, que leía un ejemplar del Pravda, ni siquiera llevaba puesto el abrigo. Evidentemente, daba por supuesto que la vigilancia sólo se realizaría en ambientes cálidos y cómodos pero, tras haberle perdido la pista a Fitzgerald el día anterior, estaba claro que ahora no quería arriesgarse a alejarse. Tenía las orejas muy rojas, el rostro arrebolado por el frío y no contaba con nadie que le trajera algo de comer. Jackson dudaba mucho de verlo al día siguiente.

Sergei regresó pocos minutos más tarde con dos bolsas de papel. Le entregó una a Jackson.

—Es un Big Mac con patatas fritas y ketchup.

—¿Por qué tengo la sensación de que si Zerimski se convierte en presidente, cerrará los McDonald’s? —preguntó Jackson y tomó un bocado de la hamburguesa.

—Me parece que necesitará esto —dijo Sergei entregándole un gorro de piel de conejo.

—¿Has podido comprar todo esto con sólo cien rublos? —preguntó Jackson.

—No, el gorro lo robé —dijo Sergei con naturalidad—. Me pareció que su necesidad era más grande que la de su dueño.

—Podrías hacer que nos detuvieran a los dos.

—No es nada probable —dijo Sergei—. En Rusia hay más de dos millones de soldados. La mitad de ellos no han recibido su paga desde hace meses, y la mayoría venderían hasta a su hermana por cien rublos.

Jackson se probó el gorro. Le encajaba perfectamente. Ninguno de los dos habló mientras devoraban el almuerzo, con las miradas fijas en el restaurante.

—Jackson, ¿ve a ese hombre sentado en el banco, leyendo el Pravda?

—Sí —contestó Jackson entre un bocado y otro.

—Pues esta mañana estaba en el museo.

—Tú también aprendes rápido —comentó Jackson.

—No olvide que tengo una madre rusa —replicó Sergei—. Y a propósito, ¿de qué lado está el hombre del banco?

—Sé quién le paga —contestó Jackson—, pero no sé de qué lado está.