8

El helicóptero se posó suavemente junto a Reflecting Pool, entre los monumentos a Washington y Lincoln. Una vez que disminuyó la velocidad de los rotores se desplegó hasta la hierba un corto tramo de escalones. La puerta del Nighthawk se abrió y apareció el presidente Herrera, luciendo un uniforme de gala que le hacía parecer como un personaje secundario de una película de serie B. Se puso firmes y devolvió el saludo de los marines que le esperaban; luego recorrió la corta distancia que lo separaba de la limusina Cadillac blindada. A lo largo del recorrido seguido por la comitiva, en la Calle Diecisiete, en todos los mástiles ondeaban las banderas colombiana, estadounidense y la del distrito de Columbia.

Tom Lawrence, Larry Harrington y Andy Lloyd lo esperaban en el pórtico sur de la Casa Blanca. «Cuanto más exquisitamente cortado es el traje, de color más vivo es el fajín, tanto más numerosas son las medallas y menos importante es el país», pensó Lawrence, que se adelantó para saludar al visitante.

—Antonio, mi querido amigo —dijo Lawrence, al tiempo que Herrera lo abrazaba, a pesar de que sólo se habían visto en una ocasión.

Cuando Herrera soltó finalmente a su anfitrión, Lawrence se volvió para presentarle a Harrington y a Lloyd. Las cámaras lanzaron sus destellos y las videocintas chirriaron mientras el grupo presidencial se dirigía hacia la Casa Blanca. Todavía se tomaron varias fotografías más «estrechándose las manos» en el largo pasillo situado por debajo del retrato de cuerpo entero de George Washington.

Después de la inevitable sesión fotográfica de tres minutos, el presidente hizo pasar a su invitado al despacho Oval. Mientras se servía café colombiano y se tomaban más fotografías, no hablaron de nada importante. Cuando finalmente se quedaron a solas, el secretario de Estado empezó a dirigir la conversación hacia el estado actual de las relaciones entre los dos países. Lawrence se sintió agradecido por la información recibida de Larry esa misma mañana. Ahora se sentía capaz de hablar con conocimiento de causa sobre acuerdos de extradición, la cosecha anual de café, el problema de la droga y hasta del nuevo metro que estaba construyendo en Bogotá una empresa estadounidense, como parte de un paquete internacional de ayuda.

Cuando el secretario de Estado amplió la conversación para abordar el pago de los grandes créditos en dólares y la disparidad de las exportaciones e importaciones entre los dos países, Lawrence desvió mentalmente su atención hacia los problemas que tendría que abordar más tarde.

El proyecto de ley de reducción de armamentos empezaba a quedar atascado en el comité, y Andy ya le había advertido de que existía la posibilidad de que no contaran con votos suficientes. Probablemente, tendría que entrevistarse individualmente con varios congresistas si quería ver aprobado ese proyecto de ley. Era consciente de que aquellas visitas rituales a la Casa Blanca no solían ser más que una especie de condescendencia con el ego del visitante, de modo que los representantes elegidos por el pueblo pudieran regresar a sus distritos electorales e informar a los votantes, en el caso de que fueran demócratas, de las estrechas relaciones mantenidas con el presidente o, si eran republicanos, de lo mucho que el presidente dependía de su apoyo para la aprobación de cualquier ley. Como quiera que sólo faltaba menos de media año para las elecciones a las Cámaras, Lawrence se daba cuenta de que durante las próximas semanas tendría que concertar unas pocas entrevistas improvisadas.

Regresó al presente con un ligero sobresalto cuando Herrera dijo:

—… por lo que debo darle personalmente las gracias, señor presidente.

Una amplia sonrisa apareció en el rostro del líder colombiano, mientras los tres hombres más poderosos de Estados Unidos lo miraban con incredulidad.

—¿Le importaría repetir eso, Antonio? —le pidió el presidente, que no estaba muy seguro de haber escuchado correctamente a su visitante.

—Puesto que estamos en la intimidad del despacho Oval, Tom, sólo quería agradecerle lo mucho que aprecié su intervención personal durante mi campaña electoral.

*****

—¿Desde hace cuánto tiempo trabaja para la Maryland Life, señor Fitzgerald? —preguntó el presidente del consejo de administración.

Era la primera pregunta que le hacía en una entrevista que ya duraba más de una hora.

—Hará veintiocho años en mayo, señor Thompson —contestó Connor, que miró directamente al hombre sentado en el centro de la mesa, frente a él.

—Su historial es de lo más impresionante —dijo la mujer sentada a la derecha del presidente—. Y sus referencias son impecables. Me veo obligada a preguntarle por qué desea abandonar su trabajo actual. Y, quizá lo que es más importante, por qué la Maryland Life parece dispuesta a dejarle marchar.

La noche anterior, durante la cena, Connor había analizado con Maggie cuál podría ser la mejor forma de contestar a esta pregunta.

—Diles la verdad —le había aconsejado ella—. Y no te preocupes por improvisar alguna estratagema. Eso es algo que nunca has sabido hacer muy bien.

No había esperado un consejo diferente de ella.

—Mi única oportunidad inmediata de ascenso habría significado tener que trasladarme a Cleveland —contestó—, y creo que no puedo pedirle a mi esposa que abandone su propio puesto de trabajo en la Universidad de Georgetown. Le resultaría difícil encontrar un puesto equivalente en Ohio.

El tercer miembro del consejo entrevistador asintió con un gesto. Maggie le había informado que uno de los miembros del consejo tenía un hijo que cursaba su último año de carrera en Georgetown.

—Creo que no necesitamos ocuparle más tiempo —dijo el presidente—. Quisiera darle las gracias, señor Fitzgerald, por haber venido a vernos esta tarde.

—Ha sido un placer —dijo Connor, que se levantó, dispuesto a marcharse.

Ante su sorpresa, el presidente se levantó desde el otro lado de la alargada mesa, que rodeó para salir a su encuentro.

—¿Les importaría a usted y a su esposa cenar con nosotros una noche de la próxima semana? —le preguntó, acompañándolo hasta la puerta.

—Estaríamos encantados, señor —replicó Connor.

—Llámeme Ben —dijo el presidente—. En Washington Provident nadie me llama señor y, desde luego, no lo hacen mis altos ejecutivos. —Le sonrió y estrechó cálidamente la mano de Connor—. Le pediré a mi secretaria que llame mañana a su oficina para acordar una fecha. Espero conocer a su esposa… Maggie, ¿verdad?

—Sí, señor —asintió Connor y, tras una pausa, añadió—: Y yo espero conocer también a la señora Thompson, Ben.

****

El jefe de personal de la Casa Blanca tomó el teléfono rojo, pero no reconoció la voz de inmediato.

—Tengo cierta información que le puede resultar útil. Siento mucho haber tardado tanto.

Lloyd tomó rápidamente un bloc amarillo de notas y desenroscó la capucha de una pluma. No necesitó apretar ningún botón, ya que toda conversación que tuviera lugar a través de aquel teléfono concreto quedaba grabada automáticamente.

—Acabo de regresar de pasar diez días en Bogotá, y descubrí que alguien se ocupaba no sólo de cerrarme las puertas en la cara, sino de echarles llave y cerrojo.

—Lo que significa que Dexter debe de haber descubierto qué es lo que anda buscando —dijo Lloyd.

—Apostaría a que apenas unos minutos después de que yo hablara con el jefe de la policía local.

—¿Significa eso que sabe también para quién trabaja?

—No. Me he cubierto bien las espaldas en ese aspecto, razón por la cual he tardado tanto en ponerme en contacto con usted. Y le puedo asegurar que después de la cantidad de pistas falsas que les he dejado a los jóvenes funcionarios de la directora, ella no podrá ni imaginar a quién estoy informando. Nuestro agregado cultural de Bogotá está siguiendo ahora a todo barón conocido de la droga, a todos los funcionarios jóvenes del departamento de narcóticos y a la mitad de los mandamases de la policía local. Su informe llenará tantas páginas que necesitarán un mes sólo para leerlo y mucho más para imaginar siquiera qué demonios estaba yo haciendo allá abajo.

—¿Ha encontrado algo que podamos achacarle a Dexter? —preguntó Lloyd.

—Nada que ella no pueda explicar con el habitual juego de humo y espejos. Pero todos los indicios señalan a que la CIA ha estado, efectivamente, tras el asesinato.

—Eso es algo que casi podemos demostrar nosotros mismos —dijo Lloyd—. El problema del presidente estriba en que, aun cuando las credenciales de nuestro informante son impecables, no puede aparecer en ningún momento como testigo porque es la persona que se benefició directamente del asesinato. ¿Tiene usted algo concreto que podamos presentar ante los tribunales?

—Sólo al jefe de policía de Bogotá, y sus credenciales no son ciertamente impecables. Si tuviera que presentarse ante un tribunal, nunca estaría usted seguro de qué lado se va a poner.

—¿Cómo puede estar entonces tan seguro de que la CIA se halla implicada?

—Vi el rifle que, estoy seguro de ello, se utilizó para matar a Guzmán. Conseguí apoderarme incluso del cartucho de la bala que lo mató. Y, lo que es más importante, estoy bastante seguro de conocer al hombre que fabricó el arma. Es el mejor en su profesión y se le contrata para trabajar para un pequeño número de clientes muy particulares.

—Permítame aventurar una suposición —dijo Lloyd—. Resulta que todos ellos trabajan para la CIA.

—Todos excepto uno de ellos, a quien Dexter jubiló hace unos pocos días.

—En tal caso, contactemos con él y pongámoslo inmediatamente en nuestra nómina.

Se produjo un prolongado silencio antes de que Jackson dijera:

—Quizá sea esa la forma que tienen ustedes de hacer las cosas ahí, en la Casa Blanca, pero el hombre del que le hablo no podría traicionar a un patrono anterior, por muy alto que sea el soborno que se le ofrezca. Las amenazas tampoco servirían de nada con él, pues no le daría ni la hora del día aunque le pusiera un arma en la cabeza.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Sirvió bajo mis órdenes en Vietnam y ni siquiera los del Vietcong pudieron sonsacarle nada. Si quiere saberlo realmente, le diré que él es casi la única razón por la que yo sigo con vida. En cualquier caso, Dexter le habrá convencido de que sus órdenes procedieron directamente de la Casa Blanca.

—Nosotros podríamos decirle algo muy diferente —observó Lloyd.

—Eso no haría sino poner su propia vida en peligro. No, tengo que poder demostrar ante él la participación de Dexter sin que descubra en qué andamos metidos. Y eso no será fácil.

—¿Cómo tiene entonces la intención de hacerlo?

—Acudiendo a la fiesta de jubilación de ese hombre.

—¿Lo dice en serio?

—Sí, porque allí me encontraré con una persona que ama a ese hombre incluso más de lo que ama a su propio país. Y es muy posible que ella esté dispuesta a hablar. Me mantendré en contacto.

La comunicación se cortó.

****

Cuando Nick Gutenburg, vicedirector de la CIA, entró en el salón de la casa de Fitzgerald, la primera persona a la que vio fue a su predecesor, Chris Jackson, enzarzado en una profunda conversación con Joan Bennett. ¿Le estaría contando acaso para quién trabajaba durante su estancia en Bogotá? A Gutenburg le habría gustado escuchar la conversación, pero antes tenía que saludar a sus anfitriones.

—A mí sólo me quedan otros nueve meses con la compañía —decía Joan—. Luego, podré optar por retirarme con mi jubilación completa. Y, después de eso, sólo espero unirme a Connor en su nuevo trabajo.

—Acabo de enterarme y parece ideal. Por lo que Maggie estaba diciendo, no tendrá que dedicar tanto tiempo a viajar.

—En efecto, pero su nombramiento todavía no se ha hecho oficial —dijo Joan—. Y ya sabes que a Connor le gusta que las cosas sean firmes para darlas a conocer. Pero puesto que el presidente de la Washington Provident lo ha invitado a él y a su esposa a cenar mañana por la noche, creo que podemos tener la seguridad de que el puesto es suyo, a menos, claro está, que el señor Thompson sólo quiera jugar una partida de bridge a cuatro.

—Qué agradable que hayas venido, Nick —dijo Connor cálidamente, ofreciendo al vicedirector un vaso de Perrier.

—No necesitó que nadie le recordara que el vicedirector nunca tomaba una sola gota de alcohol.

—No me lo habría perdido por nada del mundo, Connor —replicó Gutenburg.

—Maggie —dijo Connor, volviéndose hacia su esposa—, te presento a Nick Gutenburg, un colega mío. Trabaja es…

—Ajuste de pérdidas —intervino rápidamente Gutenburg—. Todos vamos a echar de menos a su marido en la Maryland Life, señora Fitzgerald.

—Bueno, estoy segura de que sus caminos volverán a cruzarse algún día —dijo Maggie—, sobre todo ahora que Connor acepta otro puesto de trabajo dentro del mismo negocio.

—Es algo todavía sin confirmar —dijo Connor—. Pero en cuanto lo sepa con seguridad, serás el primero en enterarte, Nick.

Gutenburg volvió a mirar a Jackson y al ver que éste se apartaba de Joan Bennett, cruzó rápidamente el salón para situarse junto a la secretaria de Connor.

—Me sentí encantado de saber que te quedabas con la compañía, Joan —fueron sus primeras palabras—. Pensé que quizá nos dejarías para acompañar a Connor cuando ocupara su nuevo puesto.

—No, me quedaré en la empresa —dijo Joan, con la incertidumbre de desconocer cuánto sabía el vicedirector.

—Bueno, creía que puesto que va a continuar en el mismo negocio… «De modo que has emprendido una excursión a ver qué pescas, ¿eh?», pensó Joan.

—No lo sé.

—¿Con quiénes está hablando Chris Jackson? —preguntó Gutenburg.

Joan miró hacia el otro extremo del salón. Le habría gustado poder decir que no tenía ni la menor idea, pero sabía que no podría salir adelante con tamaño embuste.

—Es el padre Graham, el párroco local y amigo de los Fitzgerald, de Chicago, y con Tara, la hija de Connor.

—¿A qué se dedica ella? —preguntó Gutenburg.

—Termina un doctorado en Stanford.

Gutenburg se dio cuenta de que perdía el tiempo tratando de conseguir información interesante de la secretaria de Connor. Después de todo, ella llevaba más de veinte años trabajando para Fitzgerald, de modo que indudablemente se habían establecido lealtades entre ellos, aunque en el expediente de ella no había nada que sugiriera que la relación entre ambos fuera más allá de lo estrictamente profesional. Y, mirando a la señorita Bennett, sospechaba que bien podría ser la última virgen de cuarenta y cinco años que quedara en Washington. Cuando la hija de Connor se acercó a la mesa de las bebidas para llenarse de nuevo la copa, Gutenburg dejó a Joan sin decir una sola palabra más.

—Me llamo Nick Gutenburg —se presentó, extendiendo la mano—. Soy un colega de tu padre.

—Soy Tara. ¿Trabaja usted en la oficina del centro?

—No, yo estoy en los suburbios —dijo Gutenburg—. ¿Está todavía en la costa Oeste, trabajando en su graduación?

—En efecto —contestó Tara, un tanto sorprendida—. ¿Y usted? ¿Para qué departamento de la empresa trabaja?

—Ajuste de pérdidas. Es un trabajo bastante aburrido en comparación con lo que hace tu padre, pero alguien tiene que quedarse en casa para ocuparse del papeleo —añadió, emitiendo una pequeña risita—. Y a propósito, me ha encantado enterarme del nuevo nombramiento de tu padre.

—Sí, la verdad es que mamá se ha puesto muy contenta de que una empresa de tanto prestigio lo aceptara tan rápidamente. Aunque todavía no es oficial.

—¿Trabajará él en Washington? —preguntó Gutenburg, tomando un sorbo de Perrier.

—Sí, la sede central de la empresa está a un par de manzanas de su viejo despacho…

Tara dejó de hablar al escuchar un fuerte ruido. Se volvió y vio a Chris Jackson que golpeaba la mesa para llamar la atención de los invitados.

—Discúlpame —susurró Tara—, esa es la clave para que reanude mis deberes oficiales para la velada.

Se alejó rápidamente y Gutenburg se volvió para escuchar lo que iba a decir su predecesor en Langley.

—Damas y caballeros —empezó a decir Chris. Esperó a que todos guardaran silencio, antes de continuar—: Es para mí un verdadero privilegio proponer un brindis por dos de mis más antiguos amigos, Connor y Maggie. Con el transcurso de los años, Connor ha demostrado consistentemente ser el único hombre capaz de meterme en un buen lío.

Los invitados se echaron a reír. Uno de ellos dijo en voz alta:

—Demasiado cierto.

—Conozco bien ese problema —dijo otro.

—Pero la verdad es que, una vez que se halla uno metido en un buen lío, no conozco a nadie mejor que él para ayudarle a uno a salir. —Sus palabras fueron recibidas con cálidos aplausos—. Nos conocimos en…

Gutenburg escuchó el zumbido de su busca, se lo sacó rápidamente del cinturón y apagó la alarma.

«TROY As sP», decía el mensaje de la pequeña pantalla.

Lo apagó y abandonó el salón para salir al pasillo. Allí tomó el teléfono más cercano que encontró, como si estuviera en su propia casa, y marcó un número que no aparecía en ninguna guía. Apenas había timbrado una vez cuando una voz contestó:

—¿Sí?

—He recibido su mensaje, pero no estoy en una línea segura.

No tuvo necesidad alguna de decir quién era.

—Lo que tengo que decirle lo sabrá todo el mundo dentro de pocas horas.

—¿El presidente…?

—…de Rusia acaba de morir de un ataque al corazón, hace diecisiete minutos —informó Helen Dexter—. Preséntese de inmediato en mi despacho, y cancele todo lo que esté haciendo para las próximas cuarenta y ocho horas.

La comunicación se cortó. Ninguna llamada desde una línea no segura al despacho de Dexter duraba nunca más de cuarenta y cinco segundos. Para controlarlo, ella tenía un cronómetro sobre la mesa. Gutenburg colgó el teléfono y salió por la puerta principal sin molestarse en despedirse de su anfitrión. El chófer ya le conducía por Parkway, camino de regreso a Langley, cuando Chris levantó su copa y dijo:

—Por Connor y Maggie, y por el futuro que les espera a los dos. Todos los invitados levantaron sus copas.

—Por Connor y Maggie.

****

—Soy Nick Gutenburg, vicedirector de la CIA. Quizá quiera devolver usted esta llamada. El número de la centralita de la agencia es el 703482 1100. Si da su nombre a la telefonista, ella le pasará directamente con mi despacho.

Tras dejar el mensaje en el contestador automático, colgó el teléfono. Con el transcurso del tiempo había aprendido que aquella clase de llamadas no sólo se las devolvían, sino que solían hacerlo en menos de un minuto, aunque ese pequeño subterfugio casi siempre le proporcionaba cierta ventaja.

Permaneció sentado ante su despacho, esperando. Transcurrieron dos minutos, pero no se preocupó. Sabía que este caballero en particular querría verificar antes el número. Una vez que hubiera confirmado que se trataba, en efecto, del número de la centralita de la CIA, Gutenburg se encontraría en una posición todavía más fuerte.

Cuando el teléfono sonó finalmente, después de transcurridos casi tres minutos, Gutenburg lo dejó sonar un tiempo antes de contestar.

—Buenos días, señor Thompson —saludó, sin esperar a escuchar quién era—. Le agradezco que me haya devuelto la llamada tan pronto.

—Es un placer, señor Gutenburg —dijo el presidente de la Washington Provident.

—Me temo que debo hablar con usted de una cuestión delicada, señor Thompson. No le haría una llamada así a menos que estuviera convencido de que redunda en su propio interés.

—Algo que aprecio —dijo Thompson—. ¿Puedo ayudar en algo?

—Recientemente ha estado entrevistando a candidatos para dirigir su departamento de secuestros y rescates, un puesto que exige los mayores niveles de integridad.

—Desde luego —asintió Thompson—, pero creo que hemos encontrado a la persona ideal para ese puesto.

—No tengo ni la menor idea de a quién ha seleccionado para ese trabajo, pero debo hacerle saber que actualmente estamos investigando a uno de los solicitantes y que, sí el caso terminara ante los tribunales, es posible que eso no le sentara muy bien a su empresa. No obstante, señor Thompson, si tiene la seguridad de haber descubierto al hombre adecuado, la CIA, naturalmente, no tiene el menor deseo de interferir en su decisión.

—No, espere un momento, señor Gutenburg. Si está usted informado de algo que yo deba saber, estaría encantado de escucharlo.

Gutenburg hizo una pausa antes de decir:

—¿Me permite preguntarle, dentro de la más estricta confianza, claro está, el nombre del candidato al que piensa ofrecer ese puesto?

—Desde luego que puede saberlo, porque no me cabe la menor duda acerca de su reputación, historial o integridad. Estamos a punto de firmar un contrato con el señor Connor Fitzgerald. —Se produjo un prolongado silencio, antes de que Thompson preguntara—: ¿Sigue usted ahí, señor Gutenburg?

—Aquí estoy, señor Thompson. Me pregunto si no podría encontrar usted el tiempo necesario para hacerme una visita en Langley. Creo que debería informarle más ampliamente sobre la investigación por fraude que estamos llevando a cabo actualmente. Quizá quiera examinar también unos documentos confidenciales que han llegado a nuestro poder.

Esta vez fue Thompson el que guardó silencio.

—Siento mucho oírselo decir. No creo que sea necesario hacerle una visita —dijo el presidente en voz baja—. Parecía un buen hombre.

—Yo me siento igualmente angustiado por haber tenido que hacerle esta llamada, señor Thompson. Pero se habría enojado mucho más conmigo si no se la hubiera hecho y todo este lamentable asunto terminará por aparecer publicado en la primera página del Washington Post.

—Ciertamente, no puedo estar en desacuerdo con eso —asintió Thompson.

—Aunque, naturalmente, esto no tenga nada que ver con el caso que estamos investigando, permítame añadir que tengo contratada una póliza con la Washington Provident desde el mismo día que empecé a trabajar para la CIA.

—Me alegra saberlo, señor Gutenburg. También a mí me gustaría decirle que aprecio mucho la meticulosidad con la que realizan ustedes su trabajo.

—Sólo espero haberle sido de algún servicio, señor Thompson. Adiós, señor.

Gutenburg colgó el teléfono e inmediatamente apretó en «1» del teléfono situado más cerca de él.

—¿Sí? —dijo una voz.

—No creo que la Washington Provident ofrezca un puesto de trabajo a Fitzgerald.

—Bien. Dejémoslo tranquilo durante tres días y luego ofrézcale uno.

—¿Por qué esperar tres días?

—Evidentemente, no ha leído usted el artículo de Freud sobre la vulnerabilidad máxima.