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El presidente y su jefe de personal estaban a sola en el despacho Oval, viendo las noticias de la mañana. Ninguno de los dos dijo nada cuando Clifford Symonds presentó su informe.
—Esta tarde se detuvo en la plaza de la Libertad a un terrorista internacional durante un mitin en el que pronunció un discurso el líder comunista Victor Zerimski. El hombre, de identidad todavía desconocida, está siendo interrogado en la conocida prisión del Crucifijo, en el centro de San Petersburgo. La policía local no descarta la posibilidad de que este sea el mismo hombre al que recientemente se vinculó con el asesinato de Ricardo Guzmán, un candidato presidencial en Colombia. Se cree que el hombre al que detuvo la policía había estado siguiendo a Zerimski desde hacía varios días, mientras el candidato hacía campaña por el país.
La semana pasada fue descrito en la revista Newsweek como el pistolero mercenario más caro de Occidente. Se cree que la Mafya rusa le ofreció un millón de dólares para eliminar a Zerimski de la carrera electoral. Cuando la policía trató de detenerlo, se necesitaron cuatro hombres para sujetarlo.
Siguió una grabación de un hombre que era detenido entre la multitud y alejado rápidamente, pero la mejor vista que pudieron mostrar fue la de una cabeza de espaldas, cubierta con un gorro de piel. El rostro de Symonds reapareció en la pantalla.
—El candidato comunista continuó pronunciando su discurso, a pesar de que la detención tuvo lugar a sólo unos pocos metros del estrado que ocupaba. Más tarde, Zerimski alabó a la policía de San Petersburgo por su diligencia y profesionalidad y prometió que, por muchos atentados que se cometieran contra su vida, nada le arredraría en su lucha contra el crimen organizado. Actualmente, Zerimski está empatado con el primer ministro Chernopov en las encuestas de opinión, pero muchos observadores están convencidos de que el incidente de hoy impulsará aún más su popularidad en la carrera final por las elecciones.
»Pocas horas antes de que Zerimski pronunciara su discurso, mantuvo una reunión privada con el general Borodin en su cuartel general, en el lado norte de la ciudad. Nadie conoce el resultado de las conversaciones, pero los portavoces del general no niegan que pronto hará una declaración acerca de si tiene la intención de continuar su campaña para la presidencia y, quizá lo que es más importante, a cuál de los dos candidatos restantes concedería su apoyo en el caso de que se retirara. De repente, los resultados de estas próximas elecciones son totalmente imprevisibles. Aquí Clifford Symonds, CNN internacional, desde la plaza de la Libertad, San Petersburgo.
—El lunes, el Senado seguirá debatiendo el proyecto de ley de reducción de armamentos nucleares, biológicos, químicos y convencionales…
El presidente apretó un botón de su mando de control remoto y la pantalla quedó a oscuras.
—¿Quieres decirme que el hombre al que han detenido no tiene conexión alguna con la Mafya rusa, sino que trabaja para Dexter?
—En efecto. Estoy esperando la llamada de Jackson, que me confirmará que es el mismo hombre que mató a Guzmán.
—¿Qué le digo a la prensa si me preguntan al respecto?
—Tendrá que fanfarronear, porque no tenemos necesidad de que nadie sepa que el hombre al que tienen es uno de los nuestros.
—Pero eso acabaría de una vez por todas con Dexter y su pequeña mierda de vicedirector.
—No si afirmara usted no saber nada del asunto, porque la mitad de la población lo despreciaría por haber sido una marioneta de la CIA. Pero si admitiera saberlo, la otra mitad querría verlo procesado. Así que, por el momento, le sugiero que se limite a decir que espera con interés el resultado de las elecciones rusas.
—Puedes apostar a que así es —asintió Lawrence—. Lo último que necesitaba es que ese pequeño diablo fascista de Zerimski se convierta en presidente. Volveríamos a la guerra de las galaxias de la noche a la mañana.
—Espero que esa sea precisamente la razón por la que el Senado retrase la aprobación del proyecto de ley de reducción de armas. No querrán tomar una decisión final hasta saber el resultado de las elecciones.
Lawrence asintió.
—Si han metido a uno de los nuestros en aquella maldita cárcel, tenemos que hacer algo al respecto y con rapidez. Porque si Zerimski alcanza la presidencia, que Dios lo ayude porque, ciertamente, ni yo podría hacerlo.
****
Connor no habló. Estaba apretado entre dos oficiales, en el asiento trasero del coche de policía. Sabía que estos hombres jóvenes no tenían ni el rango ni la autoridad para interrogarlo. Eso ya llegaría más tarde y lo haría alguien con más galones en la solapa.
Al cruzar ante las enormes puertas de madera de la prisión del Crucifijo y entrar en el patio, gris y empedrado, lo primero que vio Connor fue el grupo de recepción. Tres hombres corpulentos, con uniforme de prisioneros, se adelantaron y casi arrancaron la puerta trasera del coche de sus goznes, antes de sacarlo a rastras. Los jóvenes policías que habían permanecido sentados a ambos lados los miraron aterrorizados.
Los tres hombres pronto empujaron al nuevo prisionero a través del patio, y lo obligaron a meterse por un largo pasillo oscuro. Fue entonces cuando empezaron los golpes y las patadas. Connor pudo haber protestado, pero su vocabulario se compuso únicamente de gruñidos. Cuando llegaron al extremo más alejado del pasillo, uno de ellos abrió una pesada puerta de acero y los otros dos lo arrojaron a una diminuta celda.
El no hizo el menor esfuerzo por resistirse cuando le quitaron primero los zapatos, luego el reloj, el anillo de boda y la cartera, por cuyo contenido no se pudieron enterar de nada. Luego se marcharon, cerrando tras de sí la puerta con un gran estruendo.
Connor se levantó lentamente y extendió cansinamente las extremidades, tratando de descubrir si tenía algún hueso roto. No parecía haber sufrido ningún daño permanente, aunque ya empezaban a aparecer los moretones. Observó la celda, que no era mucho más grande que el compartimiento del tren en el que había viajado desde Moscú. Las verdes paredes de ladrillo daban el aspecto de no haber recibido una mano de pintura desde principios de siglo.
Connor se había pasado dieciocho meses en un espacio mucho más restringido en Vietnam. En aquel entonces, sus órdenes habían estado muy claras: si es interrogado por el enemigo, informe únicamente de su nombre, rango y número de serie. Aquellas mismas reglas, sin embargo, no se aplicaban a quienes trabajaban para la CIA.
El undécimo mandamiento: no dejarás que te cojan. Pero si te pillan, niega absolutamente tener nada que ver con la CIA. Y no te preocupes, la Compañía siempre se cuidará de ti.
Connor se dio cuenta de que, en este caso, podía olvidarse de los «canales diplomáticos habituales», a pesar de las seguridades que le había dado Gutenburg. Aquí tumbado, sobre el camastro de la diminuta celda, ahora todo parecía encajar perfectamente en su lugar.
No le habían pedido que firmara nada por el coche, ni por el dinero que le entregaron. Y ahora recordaba la frase que había tratado de extraer de entre los recovecos de su mente. La repitió una y otra vez, palabra por palabra: «Si lo que te preocupa es tu nuevo trabajo, estaría encantado de ponerme en contacto con el presidente de la empresa a la que te vas a unir, para explicarle que sólo se trata de una misión corta».
—¿Cómo sabía Gutenburg que había sido entrevistado para un nuevo trabajo y que trataba directamente con el presidente de la empresa? Lo sabía porque ya había hablado con Ben Thompson. Esa era la razón por la que Ben le había retirado la oferta.
«Sentimos mucho tener que informarle…»
En cuanto a Mitchell, debería haber visto más allá de aquella fachada de angélico querubín. A pesar de todo, aún le extrañaba la llamada telefónica del presidente. ¿Por qué Lawrence no lo había llamado en ningún momento por su nombre de pila? Y las frases habían parecido un tanto deslavazadas y la risa un poco demasiado fuerte.
Incluso ahora le resultaba difícil creer hasta dónde estaba dispuesta a llegar Helen Dexter para salvar su propia piel. Levantó la mirada al techo. Si el presidente no hizo aquella llamada telefónica, comprendía que no le quedaba ninguna esperanza de ser liberado del Crucifijo. Con ello, Dexter había logrado eliminar a la única persona que podía ponerla al descubierto, y Lawrence no podría hacer nada al respecto.
La aceptación incuestionada del código operativo de la CIA por parte de Connor lo había convertido en un peón en el plan de supervivencia de la directora. Ningún embajador presentaría protesta diplomática alguna en su nombre. No recibiría paquetes de comida. Tendría que cuidar de sí mismo, tal como había hecho en Vietnam. Y uno de los jóvenes oficiales que le habían detenido ya le había hablado de otro problema al que tendría que enfrentarse esta vez: nadie había escapado del Crucifijo en ochenta y cuatro años.
De repente, la puerta de la celda se abrió y entró un hombre vestido con un uniforme azul ligero, cubierto con galones dorados. Se tomó su tiempo para encender un cigarrillo. El decimoquinto que encendía ese día.
Jackson permaneció en la plaza hasta que el coche de la policía se hubo perdido de vista. Se sentía furioso consigo mismo. Finalmente, se volvió y se alejó, dejando tras de sí a la multitud que seguía vitoreando, caminando con tal rapidez que Sergei tuvo que correr para mantenerse a su altura. El joven ruso ya había decidido que no era éste el momento más oportuno para hacer preguntas. La palabra «Mafya» estaba en boca de todos a medida que avanzaban por la calle. Sergei se sintió aliviado cuando Jackson se detuvo y paró un taxi.
Jackson no podía dejar de admirar lo bien que Mitchell había llevado a cabo toda la operación, guiado sin lugar a dudas por Dexter y Gutenburg. Se trataba de un aguijonazo clásico de la CIA, pero con una diferencia: esta vez era uno de los suyos al que se dejaba languidecer de manera desconsiderada en una celda extranjera.
Intentó no pensar en todo lo que le harían pasar a Connor. En lugar de eso, se concentró en el informe que estaba a punto de transmitir a Andy Lloyd. Si hubiera podido ponerse en contacto con él la noche anterior, podría haber obtenido el visto bueno para sacar a Connor del atolladero. Su teléfono celular seguía sin funcionar, de modo que iba a tener que arriesgarse a utilizar el teléfono de la habitación de su hotel. Después de veintiocho años se le ofrecía la oportunidad de devolver una vieja deuda. Y descubrió que eso era lo que deseaba hacer.
El taxi se detuvo frente al hotel de Jackson. Pagó la carrera y entró corriendo en el hotel. Sin preocuparse por esperar el ascensor, subió la escalera a pie hasta el primer piso y corrió por el pasillo hasta la habitación 132. Sergei apenas si lo alcanzó cuando él hacía girar la llave y abría la puerta.
El joven ruso se sentó en el suelo y escuchó la parte audible de la conversación que Jackson mantuvo con alguien llamado Lloyd. Cuando finalmente colgó el teléfono, Jackson estaba blanco y tembloroso de ira.
Sergei habló por primera vez desde que hubieran salido de la plaza.
—Quizá sea mejor que llame a uno de los clientes de mi madre.
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Felicidades —dijo Dexter en cuanto Gutenburg entró en su despacho.
El vicedirector sonrió y se sentó en frente de su jefa, colocando un expediente sobre la mesa.
—Acabo de ver los titulares en ABC y CBS —dijo la directora—. Se han tragado la versión de Symonds acerca de lo que sucedió en la plaza de la Libertad. ¿Alguna sensación acerca de hasta qué punto la prensa de mañana va a darle importancia a esa historia?
—Ya están perdiendo el interés. No se ha disparado contra nadie. Ni siquiera se ha golpeado a nadie, y resultó que el sospechoso iba desarmado. Y nadie ha sugerido que el detenido sea un estadounidense. A estas mismas horas de mañana la historia sólo aparecerá en la primera página de los periódicos en Rusia.
—¿Cómo respondemos a cualquier pregunta por parte de la prensa?
—Diciendo que se trata de un problema interno de los rusos y que en San Petersburgo se puede contratar a pistoleros por menos de lo que vale un reloj decente de pulsera. Les diré que sólo tienen que leer el artículo publicado hace un mes en Newsweek sobre el Padrino ruso, para apreciar los problemas a los que se enfrentan.
Si me presionan, les señalaré hacia Colombia. Si siguen presionando, les indicaré hacia Sudáfrica. Eso les proporcionará material con el que alimentar a sus ávidos directores.
—¿Mostró alguna de las cadenas el rostro de Fitzgerald en el momento de ser detenido?
—Sólo visto desde atrás, e incluso así apareció rodeado de policía. Por lo demás, puede estar segura de que lo habrán visto una y otra vez.
—¿Qué posibilidades hay de que aparezca en público para hacer una declaración comprometedora que la prensa pueda seguir?
—Virtualmente ninguna. Si alguna vez celebraran un juicio, la prensa extranjera quedaría ciertamente excluida. Y si Zerimski resulta elegido, Fitzgerald ya nunca más volverá a salir con vida del Crucifijo.
—¿Ha preparado un informe para Lawrence? —preguntó Dexter—. Porque puede estar seguro de que intentará que dos y dos sean seis.
Gutenburg se inclinó hacia delante y tabaleó con los dedos sobre la tapa del expediente que había dejado sobre la mesa de la directora. Ella tomó el expediente, lo abrió y empezó a leer, sin demostrar la menor señal de emoción mientras pasaba las páginas. Una vez que hubo terminado de leer, cerró el expediente y permitió que el atisbo de una sonrisa cruzara por su rostro, antes de entregárselo al vicedirector.
—Ocúpese de firmarlo y enviarlo inmediatamente a la Casa Blanca —le ordenó—. Porque sean cuales fueren las dudas que pueda tener el presidente en estos momentos, si Zerimski se convierte en presidente no querrá volver a referirse nunca más al tema.
Gutenburg asintió con un gesto. Helen Dexter miró a su vicedirector desde el otro lado de la mesa.
—Es una pena que hayamos tenido que sacrificar a Fitzgerald —dijo—. Pero si eso ayuda a que Zerimski sea elegido, habrá servido para un propósito doble. El proyecto de ley de Lawrence sobre reducción de armamentos será rechazado por el Congreso y la CIA tendrá que sufrir menos interferencias de la Casa Blanca.
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Connor dobló las piernas sobre el borde del camastro, colocó los pies descalzos sobre el suelo y miró a su visitante. El jefe aspiró una larga bocanada de humo del cigarrillo y expulsó el humo hacia lo alto.
—Es un hábito detestable —dijo en un inglés impecable—. Mi esposa me está diciendo continuamente que lo deje. —Connor no demostró ninguna expresión—. Soy Vladimir Bolchenkov, jefe de la policía de esta ciudad, y creo que podemos mantener una pequeña charla antes de pensar en recogerlo todo para el expediente.
Soy Piet de Villiers, ciudadano sudafricano que trabaja para el Johannesburg Journal, y quiero ver a mi embajador.
—Precisamente ahí nos encontramos ya con un primer problema —dijo Bolchenkov, con el cigarrillo colgándole de la comisura de los labios—. Mire, no creo que su nombre sea Piet de Villiers, estoy bastante seguro de que no es usted sudafricano, y sé con toda seguridad que no trabaja para el Johannesburg Journal por la sencilla razón de que ese periódico no existe. Y para no hacer perder tiempo el uno al otro, he podido saber por la más alta autoridad, que no ha sido usted contratado por la Mafya. Admito, sin embargo, que todavía no sé quién es usted, o incluso de qué país procede. Pero sea quien fuere el que le ha enviado, debo decirle que lo ha dejado metido en la mierda más nauseabunda, por emplear un estilo coloquial moderno.
Y, si me permite añadirlo, lo ha dejado caer desde mucha altura.
Connor ni siquiera parpadeó.
—Pero le puedo asegurar que no van a hacer lo mismo conmigo. De modo que si no se siente capaz de ayudarme en mis investigaciones, no hay nada que pueda hacer, excepto dejar que se pudra aquí, mientras yo continúo solazándome en la gloria que ahora me dedican inmerecidamente.
Connor siguió sin reaccionar.
—Ya veo que no consigo hacer que comprenda —dijo el jefe de policía—. Tengo la impresión de que es mi deber señalarle que esto no es Colombia, y que yo no soy de los que cambian de alianzas según la última persona con la que he hablado o según el fajo de billetes que se me ofrezca. —Hizo una pausa y tomó una nueva bocanada del cigarrillo, antes de añadir—: Sospecho que esa es una de las muchas cosas que ambos tenemos en común.
Se volvió y dio un paso hacia la puerta de la celda. Entonces se detuvo.
—Dejaré que se lo piense. Pero si yo estuviera en su lugar, no esperaría mucho tiempo. —Golpeó la puerta y cuando ésta se abría añadió—: Permítame asegurarle que, sea quien sea, no habrá arranques de uñas, ni potros, ni ninguna otra forma sofisticada de tormento mientras yo sea el jefe de policía de San Petersburgo. No creo en la tortura. No es ese mi estilo. Pero no puedo prometerle que todo vaya a ser tan amistoso en el caso de que Víctor Zerimski sea elegido nuestro próximo presidente.
El jefe cerró la puerta de golpe y Connor escuchó una llave que giraba en la cerradura.