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La nieve caía densamente cuando Zerimski subió los escalones hasta el Ilyushin que esperaba, creando un espeso manto blanco a su alrededor.

Tom Lawrence estaba de pie sobre la pista, con un largo abrigo negro, mientras un ayudante sostenía un gran paraguas sobre su cabeza.

Zerimski desapareció por la puerta sin molestarse siquiera en volverse y efectuar el tradicional saludo de despedida hacia las cámaras. Evidentemente, parecía haberse perdido para él cualquier sugerencia de que ésta fuera la época del año en la que todos los hombres de buena voluntad se desean felicidad.

El Departamento de Estado ya había emitido un comunicado de prensa en el que se hablaba en términos amplios del éxito de la visita de cuatro días del nuevo presidente ruso, se decía que ambos países habían dado pasos significativos en sus relaciones, y se expresaba la esperanza de una mayor cooperación en algún momento del futuro. «Útil y constructiva» fueron las palabras que empleó Larry Harrington para referirse a la visita durante la conferencia de prensa de aquella mañana, a lo que luego añadió, como un complemento, lo de «un paso adelante». Los periodistas, que acababan de ser testigos de la partida de Zerimski traducirían los sentimientos de Harrington como «inútiles, poco constructivos y, sin duda, un paso atrás».

Apenas un instante después de que se cerrara la puerta gris del avión, el Ilyushin 62 se puso en marcha casi como si, al igual que su amo, no pudiera esperar más tiempo para alejarse de allí.

Lawrence fue el primero en darle la espalda al avión que se alejaba hacia la pista de despegue. Se dirigió rápidamente hacia el helicóptero que esperaba, donde encontró a Andy Lloyd, con un teléfono apretado contra la oreja. Una vez que las palas del rotor empezaron a girar, Lloyd concluyó rápidamente la llamada. Mientras el «Marine One» se elevaba, Lloyd se inclinó hacia adelante e informó al presidente del resultado de la operación de urgencia que había tenido lugar a primeras horas de esa mañana en el hospital Walter Reed. Lawrence hizo un gesto de asentimiento a su jefe de personal cuando éste perfiló las medidas a tomar que recomendaba el agente Braithwaite.

—Llamaré a la señora Fitzgerald personalmente —dijo.

Los dos hombres dedicaron el resto del corto viaje a prepararse para la reunión que estaba a punto de producirse. El helicóptero presidencial se posó en el prado sur; ninguno de los dos dijo nada mientras se dirigían hacia la Casa Blanca. La secretaria de Lawrence esperaba con ansiedad a la puerta del despacho Oval.

—Buenos días, Ruth —dijo el presidente por tercera vez aquel día. Los dos habían estado levantados durante la mayor parte de la noche.

A medianoche había llegado el fiscal general, sin anunciarse previamente, diciéndole a Ruth Preston que había sido convocado para asistir a una reunión con el presidente. No estaba previsto en su agenda. A las dos de la madrugada, el presidente, el señor Lloyd y el fiscal general salieron para dirigirse al hospital Walter Reed, aunque en la agenda tampoco se mencionó la visita, ni el nombre del paciente al que habían ido a ver. Regresaron una hora más tarde y pasaron otros noventa minutos en el despacho Oval, aunque el presidente dejó instrucciones claras de que no se les molestaran. Cuando Ruth regresó a la Casa Blanca, a las ocho y diez de esa mañana, el presidente ya había salido hacia la base aérea de Andrews, para cumplir con su último compromiso oficial con Zerimski.

Aunque llevaba puesto un traje, una camisa y una corbata diferentes a la última vez que le había visto, Ruth se preguntó si su jefe se habría acostado aquella noche.

—¿Qué tenemos a continuación, Ruth? —le preguntó, a pesar de que lo sabía muy bien.

—Su cita de las diez de la mañana. Llevan esperando en el vestíbulo desde hace más de cuarenta minutos.

—¿De veras? Entonces será mejor que los haga pasar.

El presidente entró en el despacho Oval, abrió un cajón de la mesa y sacó dos hojas de papel y un casette. Colocó el papel sobre el secafirmas, delante de él, e introdujo el casette en la grabadora que teñía sobre la mesa. Andy Lloyd acudió desde su despacho, llevando dos carpetas bajo el brazo. Ocupó su asiento habitual al lado del presidente.

—¿Tienes las declaraciones juradas? —preguntó Lawrence.

—Sí, señor —contestó Lloyd.

Se oyó una llamada en la puerta. Ruth la abrió y anunció:

—La directora y el vicedirector de la CIA.

—Buenos días, señor presidente —saludó Helen Dexter con expresión animada al entrar en el despacho Oval, seguida por su vicedirector.

Ella también llevaba una carpeta bajo el brazo. Lawrence no le devolvió el saludo. Dexter se sentó en una de las dos sillas vacías situadas frente al presidente.

—Se sentirá aliviado al saber que he podido afrontar ese problema que temíamos pudiera surgir durante la visita del presidente ruso —dijo la directora—. De hecho, tenemos todas las razones para creer que la persona en cuestión ya no representa ningún peligro para este país.

—¿Podría tratarse, posiblemente, de la misma persona con la que tuve una charla hace unas pocas semanas? —preguntó Lawrence, reclinándose en su silla.

—No acabo de comprender lo que quiere decir, señor presidente —dijo Dexter.

—En ese caso, permítame que la ilustre —dijo Lawrence. Se adelantó hacia la mesa y puso en marcha el magnetofón que tenía sobre la mesa.

«Tengo la sensación de que debía llamarlo para comunicarle lo importante que considero esta misión. Porque no me cabe la menor duda de que es usted la persona adecuada para llevarla a cabo. Así que espero que esté usted de acuerdo en asumir la responsabilidad».

«Aprecio la confianza que ha depositado en mí, señor presidente, y le agradezco que se haya tomado el tiempo para llamarme personalmente…»

Lawrence detuvo el magnetofón.

—Sin duda alguna tendrá usted una sencilla explicación acerca del cómo y el por qué tuvo lugar esta conversación —dijo.

—Creo que no le comprendo del todo, señor presidente. La Agencia no conoce sus conversaciones telefónicas privadas.

—Eso puede ser cierto o no —dijo el presidente—. Pero esta conversación en particular, como sabe usted muy bien, no emanó de este despacho.

—¿Está usted acusando a la Agencia de…?

—No acuso a la Agencia de nada. La acusación se dirige personalmente contra usted.

—Señor presidente, si es esta la idea que tiene usted de una broma pesada…

—¿Le parece a usted que me estoy riendo? —preguntó el presidente, antes de poner nuevamente en marcha el magnetofón.

«Creo que, teniendo en cuenta las circunstancias, era lo menos que podía hacer».

«Gracias, señor presidente. Aunque el señor Gutenburg me aseguró que usted estaba enterado, y la propia directora me llamó más tarde para confirmarlo, me sentía incapaz de asumir la misión a menos que estuviera seguro de que la orden procedía directamente de usted».

El presidente se inclinó hacia delante y detuvo de nuevo el magnetofón.

—Hay más, si quiere escucharlo —dijo.

—Le puedo asegurar que la operación a la que se refería Fitzgerald no era más que un ejercicio rutinario —dijo Dexter.

—¿Me está pidiendo que crea que el asesinato del presidente ruso es considerado por la CIA como nada más que un ejercicio rutinario? —preguntó Lawrence con incredulidad.

—Nunca fue nuestra intención matar a Zerimski —dijo Dexter tajantemente.

—Solo que un inocente fue ahorcado por ello —replicó el presidente. Siguió un prolongado silencio antes de que añadiera—: Y de ese modo poder eliminar todas las pruebas de que fue usted quien ordenó el asesinato de Ricardo Guzmán, en Colombia.

—Señor presidente, le puedo asegurar que la CIA no ha tenido nada que ver con…

—No es eso lo que Connor Fitzgerald nos contó a primeras horas de esta mañana —dijo Lawrence. Dexter guardó silencio—. Quizá quiera usted leer la declaración jurada que firmó en presencia del fiscal general.

Andy Lloyd abrió la primera de las dos carpetas y le pasó a Dexter y a Gutenburg copias de una declaración jurada firmada por Connor Fitzgerald y de la que actuaba como testigo el propio fiscal general. Mientras los dos empezaban a leer la declaración, el presidente no pudo dejar de observar que Gutenburg sudaba ligeramente.

—Siguiendo el consejo del fiscal general he autorizado al jefe de la división de protección de personalidades para que les detenga a los dos acusados de traición. Si son hallados culpables, se me dice que sólo puede haber una sentencia para ustedes.

Dexter permaneció con los labios apretados. Su vicedirector estaba ahora temblando visiblemente. Lawrence se volvió hacia él.

—Naturalmente, Nick, es posible que no supiera usted que la directora no tenía la necesaria autoridad ejecutiva para emitir tal orden.

—Eso es absolutamente correcto, señor —barbotó Gutenburg—. De hecho, me hizo creer que la orden para asesinar a Guzmán procedía directamente de la Casa Blanca.

—Imaginaba que diría eso, Nick —asintió el presidente—. Y si se siente capaz de firmar el siguiente documento —añadió, empujando hacia él una hoja de papel, sobre la mesa—, el fiscal general me ha indicado que la sentencia de muerte le puede ser conmutada por la de cadena perpetua.

—Sea lo que sea, no lo firme —le ordenó Dexter. Gutenburg la ignoró. Extrajo una pluma del bolsillo y firmó con su nombre entre las dos cruces incluidas en lápiz, por debajo de una sola frase en la que dimitía como vicedirector de la CIA, con efectividad a partir de las nueve de la mañana de ese mismo día.

Dexter lo miró furiosa, con un mal camuflado desprecio.

—Si se hubiera negado a dimitir, no habrían tenido el valor de continuar con esto. Los hombres son tan débiles… —Se volvió para mirar al presidente, que empujaba una segunda hoja de papel sobre la mesa, y bajó la mirada para leer su propia dimisión, expresada en una sola frase, como directora de la CIA, igualmente con efectividad a partir de las nueve de la mañana. Miró a Lawrence y le dijo con tono desafiante—: No firmaré nada, señor presidente. A estas alturas ya se habrá dado cuenta de que a mí no se me puede asustar tan fácilmente.

—Bien, Helen, si no se cree capaz de tomar la misma decisión honorable que ha tomado Nick —dijo Lawrence— debo decirle que cuando salga de este despacho encontrará a dos agentes del servicio secreto, al otro lado de la puerta, con instrucciones de detenerla.

—No me puede engañar con su farol, Lawrence —dijo Dexter, que se levantó de la silla.

—Señor Gutenburg —dijo Lloyd, mientras ella empezaba a caminar hacia la puerta, dejando sobre la mesa el papel sin firmar—. Considero que la cadena perpetua, sin esperanza de libertad por buena conducta, es un precio demasiado elevado que pagar en estas circunstancias, sobre todo si estaba siendo engañado y no sabía lo que sucedía. —Gutenburg asintió con un gesto en el momento en que Dexter llegaba a la puerta—. Yo diría que en su caso sería más apropiada una sentencia de seis o quizá siete años a lo sumo. Y con un poco de ayuda por parte de la Casa Blanca, al final sólo terminaría por cumplir tres o cuatro años.

Dexter se detuvo de improviso.

—Naturalmente, eso supondría que usted estaría de acuerdo en…

—Estaré de acuerdo con lo que sea. Con lo que usted quiera —barbotó Gutenburg.

—… declarar en nombre de la fiscalía.

Gutenburg asintió de nuevo y Lloyd extrajo entonces de la otra carpeta, que mantenía sobre su regazo, una declaración jurada de dos páginas. El ex vicedirector sólo empleó un momento en leer el texto antes de estampar su firma al pie de la segunda página.

La directora posó la mano sobre el pomo de la puerta y vaciló un momento. Finalmente, se volvió, regresó lentamente hasta la mesa, dirigió una última mirada de desprecio a su ex vicedirector, tomó la pluma y estampó su firma entre las dos cruces incluidas a lápiz.

—Es usted un estúpido, Gutenburg —exclamó—. Jamás se habrían arriesgado a hacer subir a Fitzgerald al estrado de los testigos. Cualquier abogado decente lo habría hecho pedazos. Y, sin Fitzgerald, no tienen nada de que acusarnos. Estoy segura de que el fiscal general ya se lo habrá explicado así.

Se volvió de nuevo, para abandonar la habitación.

—Helen tiene toda la razón —dijo Lawrence, que recogió los tres documentos y se los entregó a Lloyd—. Si el caso hubiera llegado a los tribunales, jamás habríamos podido conseguir que Fitzgerald apareciera para declarar.

Dexter se detuvo en seco una segunda vez, cuando la tinta todavía no se había secado en la firma que había estampado sobre su dimisión.

—Desgraciadamente —añadió el presidente—, tengo que informarle que Connor Fitzgerald murió a las siete cuarenta y tres de esta misma mañana.