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Cuando estaba prisionero en el campo de concentración de Nan Dinh, Connor había desarrollado un sistema para contar el paso de los días que estuviera en cautividad.

A las cinco de la mañana aparecía un guardia del Vietcong llevando un cuenco de arroz nadando en agua, que constituía su único plato del día. Connor retiraba un solo grano de arroz y lo guardaba en el interior de uno de los siete postes de bambú que formaban su camastro. Cada semana, pasaba uno de los siete granos a la viga que había sobre su cabeza y luego se comía los otros seis. Cada cuatro semanas retiraba uno de los granos de la viga y lo guardaba entre las tablas del piso, bajo la cama. El día en que él y Chris Jackson escaparon del campo, Connor sabía que había estado en cautividad un año, cinco meses y dos días.

Pero ahora, al estar tumbado en una celda sin ventana en la prisión del Crucifijo, ni siquiera a él se le ocurrió un sistema para registrar cuánto tiempo iba a estar allí dentro. El jefe de policía ya le había visitado dos veces y se había marchado sin nada. Connor empezó a preguntarse cuánto tiempo más pasaría antes de que comenzara a impacientarse, al ver que él se limitaba a repetir su nombre y nacionalidad, y a exigir ver a su embajador. No tuvo que esperar mucho para descubrirlo. Apenas unos momentos después de que Bolchenkov hubiera abandonado la celda por segunda vez, los tres hombres que le habían saludado la tarde de su llegada entraron en la celda.

Dos de ellos lo arrastraron fuera del camastro y lo arrojaron en la silla que había ocupado poco antes el jefe de policía. Le tiraron de los brazos a la espalda y le pusieron esposas.

Fue entonces cuando Connor vio por primera vez la navaja de afeitar. Mientras dos de ellos le agachaban la cabeza, el tercero, con apenas catorce navajazos de la oxidada hoja, le afeitó todo el pelo de la cabeza, llevándose consigo, de paso, una considerable cantidad de piel. No había perdido tiempo aplicándole jabón y agua. La sangre continuó resbalando por la cara de Connor, empapándole la camisa, hasta bastante después de que lo dejaron derrumbado en la silla.

Recordó las palabras que le había dicho el jefe de policía en su primera entrevista: «No creo en la tortura. No es ese mi estilo».

Finalmente se quedó dormido, aunque no supo por cuánto tiempo. Lo siguiente que recordó fue haberse visto arrojado al suelo, empujado de nuevo sobre la silla y sostenido por segunda vez con la cabeza hacia abajo.

El tercer hombre había sustituido la navaja por una aguja larga y gruesa, y utilizó el mismo nivel de delicadeza que había demostrado como barbero para tatuar el número «12995» en la muñeca izquierda del detenido. Evidentemente, cuando a uno le reservaban alojamiento y comida en el Crucifijo, nadie parecía creer en la virtud de los nombres propios.

Cuando regresaron por tercera vez, lo levantaron del suelo y lo arrastraron fuera de la celda, para seguir por un pasillo largo y oscuro. Era en momentos como este cuando deseaba no tener tanta imaginación. Procuró no pensar en lo que podían tenerle reservado. La citación de su Medalla del Honor había descrito cómo el teniente Fitzgerald había demostrado su total ausencia de temor al frente de sus hombres, había rescatado a un compañero oficial y había logrado una notable hazaña al escapar de un campo de concentración de Vietnam del Norte. Pero Connor sabía que jamás se había encontrado con ningún hombre que no experimentara temor. En Nan Dinh había resistido durante un año, cinco meses y dos días, pero en aquel entonces sólo tenía veintidós años y, a esa edad, uno se cree inmortal.

Cuando lo llevaron a rastras por el pasillo y lo sacaron al sol de la mañana, lo primero que vio Connor fue a un grupo de prisioneros que levantaban un cadalso. Ahora tenía cincuenta y un años. Y nadie necesitaba decirle que no era inmortal.

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Ese mismo lunes, cuando Joan Bennett entró a trabajar en Langley, sabía exactamente cuántos días le quedaban de su sentencia de ocho meses, porque cada tarde, antes de salir de su casa, alimentaba al gato y cruzaba una fecha más en el calendario que colgaba de la pared de la cocina.

Dejó el coche en el aparcamiento del oeste, y se dirigió directamente a la biblioteca. Una vez que se hubo registrado, bajó la escalera metálica que conducía a la sección de referencias. Durante las nueve horas siguientes, con una única interrupción para comer a medianoche, se dedicaría a leer el último montón de extractos de periódicos enviados desde el Oriente Próximo. Su principal tarea consistía en buscar alguna mención a Estados Unidos y, si era crítica, copiarla electrónicamente, cotejarla y enviarla por correo electrónico a su jefe, en el tercer piso, que consideraría sus consecuencias a una hora mucho más civilizada de la mañana. Era un trabajo tedioso y mentalmente embrutecedor. En varias ocasiones había considerado la idea de dimitir, pero estaba decidida a no darle esa satisfacción a Gutenburg.

Fue justo antes de la parada de medianoche cuando Joan detectó un titular en el Istanbul News: «Asesino de la Mafya llevado a juicio». Sólo podía pensar en la mafia como una organización italiana y se sorprendió al descubrir que el artículo se refería a un terrorista sudafricano que iba a ser juzgado por un intento de asesinato contra el nuevo presidente de Rusia. No habría mostrado mayor interés por la cuestión de no haber sido por el dibujo que describía al acusado.

El corazón le empezó a latir con fuerza cuando leyó atentamente el largo artículo de Fatima Kusmann, corresponsal del Istanbul News para Europa oriental, en el que afirmaba haber estado sentada junto al asesino profesional durante un mitin que había dado Zerimski en Moscú.

Pasó la medianoche, pero Joan permanecía aún en su mesa.

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Mientras Connor estaba de pie en el patio de la prisión, observando fijamente el cadalso a medio construir, llegó un coche de la policía y uno de los matones lo empujó al asiento posterior. Se sorprendió al encontrar en su interior al jefe de policía, que lo esperaba. Bolchenkov apenas si reconoció al hombre delgado y de cabeza totalmente rapada.

Ninguno de los dos dijo nada mientras el coche cruzaba las puertas y salía de la prisión. El conductor giró a la derecha y condujo a lo largo de la orilla del Neva a exactamente cincuenta kilómetros por hora. Cruzaron tres puentes antes de girar a la izquierda y cruzar un cuarto que los llevaría hasta el centro de la ciudad. Al cruzar el río, Connor miró por la ventanilla lateral hacia el pálido palacio verde del Hermitage. No podría haber ofrecido un mayor contraste con respecto a la prisión que acababa de abandonar. Levantó la mirada hacia el claro cielo azul y luego observó a los ciudadanos que caminaban por las calles. Con qué rapidez había sido consciente de lo mucho que valoraba su libertad. Una vez que estuvieron en el lado sur del río, el conductor giró a la derecha y después de recorrer unos pocos cientos de metros se detuvo delante del palacio de Justicia. La puerta del coche fue abierta por un policía que esperaba. Si a Connor se le había ocurrido intentar escaparse, los otros cincuenta policías que había en la acera se lo habrían hecho pensar dos veces. Formaron una larga hilera de recepción mientras él subía los escalones que conducían al enorme edificio de piedra.

Fue conducido hasta la mesa de delante, donde un oficial le colocó el brazo izquierdo sobre el mostrador, observó su muñeca y registró el número «12995» en el formulario de entrada. Luego fue conducido por un pasillo de mármol hacia dos grandes puertas de roble. Cuando estaba a pocos pasos, las dos puertas se abrieron de repente y entró en una atestada sala del tribunal.

Miró a su alrededor, hacia aquel mar de caras desconocidas y se dio cuenta de que, evidentemente, le estaban esperando a él.

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Joan tecleó una cadena de búsqueda en el ordenador: «Intento de asesinato de Zerimski». Los informes de prensa que encontró parecían estar de acuerdo en una cosa: que el hombre detenido en la plaza de la Libertad era Piet de Villiers, un pistolero sudafricano contratado por la Mafya rusa para asesinar a Zerimski. Un rifle descubierto entre sus pertenencias fue identificado como idéntico al que había sido utilizado para asesinar a Ricardo Guzmán, el candidato presidencial en Colombia, apenas dos meses antes.

Joan escaneó el dibujo de De Villiers, publicado en el periódico turco, y lo introdujo en su ordenador, ampliándolo hasta que ocupó toda la pantalla. A continuación, se centró en los ojos y los hizo de tamaño natural. Ahora estaba segura de saber cuál era la verdadera identidad del hombre que iba a ser juzgado en San Petersburgo.

Comprobó su reloj. Faltaban unos pocos minutos para las dos. Tomó el teléfono que tenía al lado y marcó un número que se conocía de memoria. Sonó varias veces antes de que una vez somnolienta le contestara.

—¿Quién es?

Joan sólo dijo:

—Es importante que nos veamos. Pasaré a verte dentro de poco más de una hora.

Luego, colgó inmediatamente. Pocos momentos más tarde, alguien más se vio despertado por el timbre de un teléfono. El hombre escuchó atentamente antes de decir:

—Tendremos que adelantar en unos pocos días nuestro programa original.

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Connor estaba de pie ante el banquillo de los acusados y miró a su alrededor, en la sala del tribunal.

Su mirada se fijó primero en el jurado. ¿Doce hombres íntegros y buenos? No era nada probable. Ni uno de ellos miró hacia donde él estaba. Sospechaba que no habían tardado mucho en tomarles juramento y que tampoco se habían solicitado sustitutos o cambios.

Todos los presentes en el tribunal se levantaron cuando entró por una puerta lateral un hombre vestido con una túnica larga. Se sentó en el gran sillón de cuero situado en el centro del estrado, por debajo de un retrato de cuerpo entero del presidente Zerimski. El secretario del tribunal se levantó de su puesto y leyó la acusación, en ruso. Connor apenas pudo seguir el procedimiento y, desde luego, no se le preguntó si tenía algo que alegar. El secretario volvió a sentarse y un hombre alto, de aspecto sombrío y edad mediana se levantó del banco situado directamente por debajo del juez y empezó a hablarle al jurado.

Sujetándose las solapas de la chaqueta, el fiscal dedicó el resto de la mañana a describir los acontecimientos que habían conducido a la detención del acusado. Contó al jurado cómo De Villiers había sido visto siguiendo a Zerimski durante varios días, antes de que fuera detenido en la plaza de la Libertad. Y cómo se había descubierto entre sus pertenencias personales, en el vestíbulo del hotel, el rifle con el que el acusado tenía la intención de asesinar a su querido presidente.

—La vanidad pudo con el acusado —dijo el fiscal—. El maletín que contenía el arma tenía claramente impresas sus propias iniciales.

El juez permitió que el rifle y el maletín fueran examinados por el jurado.

—Pero lo más grave de todo fue haber encontrado, en un compartimiento secreto del neceser del acusado, un documento en el que se confirmaba la transferencia de un millón de dólares estadounidenses a una cuenta bancaria numerada en Ginebra.

Una vez más, se dio al jurado la oportunidad de examinar esta prueba. El fiscal pasó a alabar la diligencia y gran capacidad de recursos de la policía de San Petersburgo por haber podido impedir este acto atroz, y por su profesionalidad al haber podido detener al criminal que tenía la intención de perpetrarlo. Añadió que la nación había contraído un considerable deber de gratitud para con Vladimir Bolchenkov, el jefe de policía de la ciudad. Varios miembros del jurado asintieron, con gestos de acuerdo.

El fiscal completó su monólogo informando al jurado que cada vez que se le había preguntado al acusado si había sido contratado para cometer el asesinato en nombre de la Mafya, se había negado a contestar.

—Pueden extraer las consecuencias que quieran de su silencio —añadió—, pero mi propia conclusión es que, después de haber escuchado todas las pruebas presentadas, sólo puede haber un veredicto y una sentencia.

Sonrió tenuemente mirando al juez y se volvió a sentar.

Connor miró a su alrededor para ver a quién se había elegido para defenderle. Se preguntó cómo llevaría a cabo su cometido cuando ni siquiera se conocían.

El juez hizo un gesto hacia el otro extremo del banco y un hombre joven se levantó para dirigirse al tribunal. Daba la impresión de que acababa de terminar la carrera de Derecho. No se agarró las solapas de la chaqueta al mirar hacia el banquillo de los acusados, o al sonreírle al juez y ni siquiera al dirigirse al jurado. Se limitó a decir:

—Mi cliente no ofrece ninguna defensa.

Luego se sentó. El juez asintió con un gesto y dirigió su atención al presidente del jurado, un hombre de aspecto serio que sabía exactamente lo que se esperaba de él. Se levantó de su puesto, en un extremo.

—Tras haber escuchado las pruebas aportadas en este caso, señor presidente del jurado, ¿cómo encuentran al acusado?

—Culpable —dijo el hombre, pronunciando la única palabra que le habían preparado en su parte del guión, sin necesidad de que nadie le presionara y sin consultar con ningún otro miembro del jurado.

El juez miró a Connor por primera vez.

—Puesto que el jurado ha alcanzado un veredicto unánime, lo único que me queda por hacer es emitir sentencia. Y, según la ley, sólo hay un castigo por su delito. —Hizo una pausa, miró impasiblemente a Connor y dijo—: Le condeno a muerte por ahorcamiento. —El juez se volvió al defensor—. ¿Desea apelar la sentencia? —preguntó retóricamente.

—No, señoría —fue la respuesta inmediata.

—La ejecución tendrá lugar por tanto a las ocho de la mañana del próximo viernes.

A Connor únicamente le sorprendió que esperaran hasta el viernes para colgarlo.

****

Antes de salir, Joan volvió a comprobar algunos de los artículos. Las fechas concordaban exactamente con las ausencias de Connor en el extranjero. Primero el viaje a Colombia, y luego la visita a San Petersburgo. Había, simplemente, demasiadas coincidencias, por citar una de las frases favoritas de Connor.

A las tres de la madrugada, Joan se sentía cansada y agotada. No le agradaba la idea de contarle a Maggie los resultados de sus indagaciones. Y si era realmente Connor al que iban a juzgar en San Petersburgo, no había un solo momento que perder, porque los periódicos turcos eran de dos días atrás.

Joan apagó su ordenador, cerró su despacho con llave y confió en que su jefe no se diera cuenta de que su cesta de mensajes electrónicos recibidos estaba casi vacía. Subió la vieja escalera que conducía a la planta baja, insertó la tarjeta electrónica en el control de salida de seguridad y se cruzó con los pocos empleados que llegaban para el turno de madrugada.

Joan sacó su coche nuevo del aparcamiento y cruzó la puerta para girar al este, por George Washington Parkway. La carretera todavía estaba cubierta con placas de hielo a causa de la tormenta de la noche anterior, y los equipos de carretera trabajaban para despejarla antes de la hora punta de la mañana. Normalmente, disfrutaba conduciendo por las calles desiertas de Washington, a primeras horas de la mañana, pasando junto a los magníficos monumentos que conmemoraban la historia de la nación. En la escuela, en St. Paul, había permanecido en silencio en la parte delantera de la clase, mientras su profesora les contaba historias de Washington, Jefferson, Lincoln y Roosevelt. Era su admiración por aquellas figuras heroicas lo que había alimentado su ambición de trabajar para el Estado.

Después de estudiar administración estatal en la Universidad de Minnesota, rellenó unos formularios de solicitud para su ingreso en el FBI y en la CIA. Ambos organismos solicitaron entrevistarla, pero una vez que se hubo entrevistado con Connor Fitzgerald canceló la cita acordada con el FBI. Acababa de encontrar a un hombre que había regresado de una guerra inútil con una medalla de la que nunca hablaba, y que seguía sirviendo a su país sin fanfarrias ni reconocimientos. Si alguna vez le comunicó aquellos pensamientos a Connor, éste se limitó a reír, diciéndole después que no se pusiera sentimental. Pero Tom Lawrence había tenido razón cuando describió a Connor como uno de los héroes anónimos de la nación. Joan le sugeriría a Maggie que se pusiera inmediatamente en contacto con la Casa Blanca, ya que había sido el propio Lawrence el que había pedido a Connor que se hiciera cargo de esta misión.

Joan trataba de poner en orden sus pensamientos cuando un gran camión verde cargado de arena la adelantó por el carril exterior y empezó a cruzarse ante ella un instante antes de haberla adelantado. Pisó el freno, pero el camión no se apartó como ella había esperado. Comprobó el espejo retrovisor y se desvió hacia el carril de la izquierda. Inmediatamente, el camión empezó a cruzarse de nuevo en su camino, obligándola a girar todavía más hacia el carril de la izquierda.

Joan tuvo que decidir en un instante si debía apretar el freno o acelerar para tratar de adelantar a aquel conductor tan inconsciente. Comprobó una vez más el espejo retrovisor, pero esta vez quedó horrorizada al ver un gran Mercedes negro que se acercaba rápidamente por detrás. Hundió el pie en el acelerador en el momento en que la autovía trazaba una fuerte curva hacia la izquierda, cerca de Spout Run. El pequeño Passat respondió inmediatamente, pero el camión también aceleró y no pudo alcanzar velocidad suficiente para adelantarlo.

Joan no tuvo más remedio que desviarse más hacia la izquierda, metiéndose casi en la franja medianera. Miró por el espejo retrovisor y vio que el Mercedes también se desplazaba a la izquierda y se acercaba ahora a su guardabarros trasero. Notaba cómo se le aceleraban los latidos del corazón. ¿Estarían trabajando juntos el camión y el coche? Trató de aminorar la velocidad, pero el Mercedes se le acercó más y más al guardabarros trasero. Joan volvió a hundir el pie en el acelerador y el coche se lanzó hacia delante. El sudor le corría por la frente y le caía en los ojos al situarse al nivel de la parte delantera del camión, pero ni siquiera con el acelerador apretado a fondo lograba adelantarlo. Miró hacia la cabina y trató de llamar la atención del conductor, pero éste hizo caso omiso de la mano con la que le hacía señas y continuó desviando implacablemente el camión hacia la izquierda, obligándola a disminuir la marcha y quedar tras él. Comprobó de nuevo el retrovisor: el Mercedes parecía haberse acercado aún más a su guardabarros posterior.

Al mirar hacia delante se levantó la plancha de cola del camión y su carga de arena empezó a derramarse sobre la calzada. Instintivamente, Joan apretó el freno, pero el pequeño coche patinó fuera de control, se deslizó sobre la franja medianera cubierta de hielo y descendió por la orilla cubierta de hierba, hacia el río. Golpeó el agua como una piedra plana y, tras flotar un instante, desapareció de la vista. Lo único que quedaron fueron las marcas de los neumáticos sobre la hierba y unas pocas burbujas. El camión de arena continuó la marcha, se situó de nuevo en el carril central y continuó su viaje en dirección a Washington. Un momento más tarde el Mercedes hizo ráfagas con las luces, adelantó al camión, aceleró y se perdió de vista.

Dos coches que se dirigían hacia el aeropuerto Dulles se detuvieron en la franja medianera. Uno de los conductores salió corriendo y bajó hacia el río, para ver si podía ayudar, pero cuando llegó junto al agua no quedaba la menor señal del coche. El otro conductor anotó la matrícula del camión de arena. Se la entregó al primer policía que acudió al lugar de los hechos, que la introdujo en su ordenador de a bordo y, tras unos segundos de espera, frunció el ceño.

—¿Está seguro de que anotó la matrícula correctamente, señor? —preguntó—. Porque el departamento de Tráfico de Washington no tiene registrado ese vehículo.

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Cuando Connor fue introducido en la parte trasera del coche, encontró al jefe de policía, que le esperaba de nuevo. Mientras el conductor iniciaba el trayecto de regreso al Crucifijo, Connor no pudo resistirse a hacerle un comentario a Bolchenkov.

—Lo único que me extraña es que hayan decidido esperar hasta el viernes para ahorcarme.

—En realidad, es un poco de suerte —dijo el jefe—. Parece que nuestro querido presidente insistió en asistir a la ejecución. —Bolchenkov inhaló profundamente de su cigarrillo—. Y en su programa no ha encontrado quince minutos libres hasta el viernes por la mañana —Connor le dirigió una seca sonrisa—. Pero me alegra que al final se haya decidido a hablar, señor Fitzgerald —siguió diciendo el jefe—. Porque creo que ha llegado el momento de hacerle saber que existe una alternativa.