7. La despedida
MISS DUDLEY
—Bien, Teresa, buen viaje. Ha sido una suerte para nosotros poder contar con su ayuda este verano. Esperemos que también usted haya estado contenta con nosotros…
Miss Dudley tiende la mano a Teresa y sonríe —«la vendida sonrisa de Miss Dudley», dice la directora—. Luego pregunta:
—¿Ha visto usted a Miss Lancaster? Está en su despacho, sí.
Teresa ha salido de la habitación. Miss Dudley permanece unos momentos inactiva, pensando.
«… a España. La gente de esta casa va y viene a través del mundo con una naturalidad asombrosa. España está cerca, Europa está cerca, el continente… Betty, cuando aquella locura del alemán, me ha confesado que estaba dispuesta a ir a Alemania con él si él se lo pedía… Una locura… Moverse de esta isla es una locura…».
Miss Dudley imaginó por un instante lo que sería lanzarse a una aventura de países, idiomas, carreteras… Lo que sería no encontrar, al levantarse, la seguridad de los muebles, las caras, las palabras conocidas. Sintió que la inmovilidad de su vida, la firmeza de su silla de trabajo, sujeta al suelo por una fuerza ciega y superior, la protegían de un gran peligro, de una amenaza.
«Qué locura, cómo Betty pudo pensar, a su edad… Yo creo que ni a los veinte años se me hubiera ocurrido la idea de marchar, menos ahora… La guerra fue distinto, la guerra nos llevó a todos de un lado a otro, lo mismo a los que quedaron que a los que nos fuimos. La guerra llevó a la isla en el aire, la agitó de un extremo a otro de la tierra…».
Lucila Dudley recuerda el barco como algo confusamente vivo que las olas y las órdenes movían con rumbos ignorados, que el mismo Dios, amigo de los británicos, movía. El contacto breve con un trozo de tierra extraña dejaba a Lucila la impresión de un accidente desagradable: como si al barco se hubiese adherido una partícula gigante de un material innoble. Como si en el mundo conocido del barco se hubiera querido cobijar un mundo desconocido y, seguramente, inferior.
«Era como si este despacho, este trozo de jardín que veo desde la ventana y el cielo y el río hubiesen chocado de pronto con un planeta hostil», recordaba Miss Dudley.
«… sin embargo, seguimos permitiendo la entrada de pequeños planetas intrusos y en esta casa… Indigna pensar que esta casa tenga que aceptar gentes tan lejanas, tan diferentes entre sí, tan diferentes de nosotros. A veces me pregunto si no es una traición a las piedras del salón, al espíritu de Sir Charles, a todo… Me pregunto si no acabarán influyéndonos ellas a nosotros en lugar de influirles nosotros a ellas…».
Miss Dudley rechazó las divagaciones, se reprochó mentalmente su innecesario alto en el trabajo. Se ajustó las gafas, el aro dorado de las gafas en la nariz. Cogió, distraída aún, el primer papel que tenía a su alcance. Al levantarlo quedó al descubierto una carta. Miss Dudley tuvo un ligero sobresalto al verla.
«Me he olvidado de entregar esta carta…».
Pulsó el timbre.
—Louise, por favor, entregue esta carta a Teresa. Me la dio Kate esta mañana al salir. Llegó en aquel momento y yo he olvidado…
El pequeño incidente había estimulado la capacidad de trabajo, momentáneamente inhibida, de la secretaria de la Casa.
«Ya es hora de seguir…», se dijo Miss Dudley.
Por espacio de un segundo cerró los ojos. Cuando los abrió, los recuerdos y reflexiones inhibidores habían desaparecido. Sólo quedaba una vaga, oscurísima sensación parecida al deseo de rozar el césped, empapándose de su olor y su humedad, parecida también al minuto de contemplación ante la ventana del segundo piso, abierta sobre el río… Miss Dudley miró los muebles, los ficheros, las facturas. Respiró el blando aire del despacho y sintió algo muy parecido a la felicidad.
DELIA SOTO
Calais, Ville Blanche, 17 de septiembre
Querida Teresa:
No sé si estás en Londres. Temo que esta carta llegue tarde, pero la recibirás al fin, en Londres o en Madrid.
Delia murió hace dos días. Me asombro de escribirlo por primera vez, con tanta facilidad.
Estuve con ella una semana, la última semana. El doctor me habló claro desde el principio, pero Delia creyó hasta el fin que mejoraba.
No sé qué haré, pero creo que volveré a Londres cuando pueda dejar resueltas las cosas de Delia. Espero noticias de su familia. Cablegrafié ayer.
Buena suerte, Teresa, hasta siempre.
Romualdo
LOUISE
—Buena suerte, Teresa. Escribe. Vuelve alguna vez. Adiós, querida.
Louise entró deprisa en la Casa. Fue al salón y entró en el office. Se sentó en el taburete y sacó un pañuelo del bolsillo del delantal.
—¿Seré tonta? Estoy hecha una vieja. Por cualquier cosa me dan ganas de llorar… Teresa es buena chica, estupenda chica, pero no es como para llorar… Teresa va a ver a su gente, está contenta de marcharse… Dentro de unos días estará en su casa…
—Rachel, ¿te gustaría viajar? Ir a Francia y a España, ir a España a visitar a Teresa, ¿te gustaría?
Rachel preparaba una taza de té para Mister Brown.
—Me gustaría, Louise, pero estoy vieja para pensar en eso. Claro que me gustaría. Bobby dice que cuando ahorre me llevará a alguna parte y yo le digo: «Sí, Bobby, a Brighton para el fin de semana».
Louise se sentó en la mesa, cerca de Rachel. Dijo:
—Charlie también habla de viajar. Dice que antes de morirse quiere ver mundo. Ya sabes que Charlie vio bastantes tierras en la otra guerra, pero dice que quiere verlas conmigo, para que me dé cuenta de que no todo es Inglaterra y que en otros sitios las cosas van de otra manera, mejor o peor que aquí, según se mire…
«En la primavera si hay dinero… Charlie puede pedir las vacaciones en la primavera y yo desde luego no esperaré al verano como este año para que luego venga Miss Lancaster diciendo que hay fiestas en la Casa y poco servicio… En el verano ya estaré de vuelta… ¿Adónde iremos? ¿Será caro ir a España? ¿A Francia…?».
—Teresa pasa por París para ir a España, Rachel. París es un buen sitio para ir de vacaciones el año que viene. Estoy pensando que a Charlie…
«Hoy mismo, cuando vaya, le diré: “Charlie, Teresa se ha marchado a España y me han entrado ganas de viajar. Vete pensando en tener dinero para la primavera porque París nos espera”…».
—Rachel, qué bueno debe de ser viajar…
TERESA
Kate se ha marchado a su casa esta mañana. El lunes es su día libre. En la puerta de la Casa me despide Louise. Me ha dado una carta de Francia, con remite de Romualdo, debe de ser de Delia. La he guardado en el bolso para leerla en el tren. Louise me ha dicho: «Buena suerte, Teresa». En la calle espera el taxi. Antes, Louise me ha ayudado a llevar las maletas. Iré sola a la estación. Prefiero ir sola a la estación. No me gustan las despedidas de andén. La gabardina al brazo, el bolso… Empiezo a andar.
El jardín tiene un paseo largo. A derecha e izquierda el césped mojado, intensamente verde. A mis espaldas queda la Casa, gris, maciza, endurecida por el humo y las lluvias.