4. Jueves, 17 de agosto
MISS LANCASTER
«Trabajo, trabajo y sólo trabajo, señores, es lo que puedo ofrecer al país». Miss Lancaster cierra el periódico, lo dobla y lo deja a su lado. Enciende un cigarro y piensa.
«No es un programa malo después de todo. Peor fue cuando Churchill anunció que sólo podía ofrecernos sangre, sudor y lágrimas».
Miss Lancaster arruga la frente, junta los ojos en un gesto de preocupación y recuerdo.
«Y acertó, acertó demasiado bien».
La ceniza del cigarrillo se sostiene en el aire, sin decidirse a caer; al fin se desprende y va a parar al traje de Miss Lancaster. El primer cigarrillo, el periódico, la primera inquietud, el primer recuerdo. La mañana empieza siempre de un modo parecido. Pronto, ya, espera el trabajo. Trabajo para el país si queremos que levante la cabeza.
«¿Hacia dónde levantará la cabeza? En un mundo tan abatido, dan ganas de inclinarse más, de ocultarla y no hacer frente a nada».
Algunas mañanas Miss Lancaster se siente cansada y pesimista respecto a sí misma y respecto al porvenir de la nación en que vive. La política, interior y exterior, es una de las pasiones calladas de la directora de la Casa, que devora las noticias, los debates del Parlamento, los discursos electorales.
«Como un hombre», diría Rachel si lo supiera.
—Como un hombre —bromea Lina, que lo sabe.
Miss Lancaster se cansa a días con exceso. La noche transcurre despacio, el sueño llega con dificultad y la mañana la despierta y la desasosiega.
A las ocho, Verónica sirve el desayuno a la directora. Miss Jackson, como homenaje personal, le sube los periódicos.
La directora los lee y los devuelve a la biblioteca, personalmente, cuando baja al despacho. Allí, a las nueve, la espera Miss Dudley con su eterna sonrisa rindiendo cuentas del día anterior, esperando el programa del día que empieza.
«Cuando baje estará allí, como todos los días. Nunca se retrasa. Saluda, espera, informa. Todos los días igual. Me gustaría perder un día la cabeza del todo y empezar a decir lo que pienso. Lo que me parece la Casa, su organización, sus empleadas y sus residentes… Siento mucho que esto no suceda o que, si llega a suceder, yo esté lo suficiente loca para no saborearlo…».
Algunas mañanas, Miss Lancaster tiene los nervios tensos, cargados, y teme los contactos de todo el día. La actividad rutinaria y simple que exige su trabajo en la Casa la fatiga y la desgasta.
«Más que un trabajo en el que hubiera que emplear constantemente la inteligencia, esto está organizado desde el principio y marcha solo. Mi labor es mecánica, puramente formal. Es tarde para volverse atrás, para empezar de nuevo, pero siento, cada día, que el peso muerto de esta casa acabará aniquilándome».
—La mesa de Miss Lancaster estaba hoy llena de colillas. No el cenicero, hijitas, sino la mesa. No comprendo cómo a las nueve de la mañana se puede haber fumado tanto. Colillas frescas, Louise, no estoy hablando de las de la tarde de ayer que llenaban la habitación —dirá Verónica en la cocina a la hora de comer.
Louise añadirá:
—Hoy tiene mal día. Ha comido poco y los labios le blanquean de tanto apretarlos.
Miss Lancaster, después del té, del periódico y del cigarrillo, se dispone a bajar a su despacho.
«Trabajo para el día: soportar la visita de Mister Kaye mientras habla de sus presupuestos de pintura para el año que viene. ¿Es esto a lo que se refieren ustedes cuando hablan de trabajo, mis buenos, mis simpáticos amigos laboristas?».
ISOLINE KATZ
A las diez de la mañana, el timbre despertó a Isoline. El timbre insistió dos veces y, desde su sueño, Isoline comprendió que la esperaban abajo, que no era el teléfono, sino una visita.
En una silla se amontonaban, confundidas, las prendas de vestir de Isoline, arrojadas descuidadamente la noche anterior. Sin lavarse, Isoline se vistió. Peinó por encima su abundante, lisa, cabellera oscura y bajó al saloncito. En el saloncito no había nadie. Kate la llamó. Junto a la oficina de recepción, vio Isoline a un botones. Pensó: «¿Es ésta la visita?».
—Miss Katz, el botones la espera a usted con un encargo. Ha querido entregárselo personalmente.
Miss Katz cogió de manos del chiquillo una caja envuelta en papel brillante, atada con un lazo de seda. Sujeto con la cinta, había un sobre pequeño, de tarjeta de visita. Isoline lo miró, reconoció la letra.
—Espera un momento, pequeño. Vuelvo enseguida.
En el ascensor, Isoline Katz iba mirando la caja.
«Afortunadamente llegó el momento. Esto se estaba haciendo demasiado pesado».
En su habitación abrió la caja de bombones. Bajo la primera capa de chocolates variados, había un sobre grande, abultado. Isoline lo abrió. En un pasaporte suizo encontró su fotografía, el pasaporte pertenecía a María Lange. En una nota, a máquina, leyó: «Avión Bruselas, 29. Federico envía 28 flores desde París. L.».
De un cajón de la cómoda, Isoline sacó unos peniques. Salió.
—Muchas gracias, pequeño. Toma, para ti.
No hay respuesta. Isoline comía un bombón. Del bolsillo sacó unos cuantos.
—¿Un bombón, Kate?
Kate escogió uno redondo, envuelto en papel de plata.
—Me parece que éste es de licor. Gracias, Miss Katz.
«Ya era hora —piensa Isoline—, ya era hora de que se acordaran de mí. Hoy es diecisiete. Faltan once días para la llegada de las flores, doce para el veintinueve».
Isoline abrió su armario, contempló sus trajes. Arrugó el entrecejo.
«Habrá que ir pensando en el equipaje… Pero estoy libre, de momento estoy libre y puedo salir de este encierro».
Abrió la puerta y salió al pasillo. La nueva camarera debía de estar limpiando dentro de algún cuarto. Cuando la encontró le pidió:
—Por favor, venga a mi cuarto cuanto antes, quiero salir enseguida y voy a dejarlo cerrado. Cuando termine, venga…
«Haré unas compras, iré al cine, volveré tarde y mañana igual. Todos los días libres hasta el veintiocho. ¡Magnífico!».
En el baño, el correr del agua caliente en la piel aumentó el bienestar de Isoline. Se quedó quieta un rato, acariciada por el agua, percibiendo el abrazo perfecto del agua y la piel.
«Me gustaría vivir en el agua. El cuerpo no pesa, no duele, no se siente. El cuerpo dentro del agua está muerto y sólo queda libre la cabeza para pensar…, para no pensar y saber que las flores y los pasaportes carecen de importancia…».
Sus dedos cuidados, gatunos, arañaron la superficie del agua. Las gotas caían de las uñas limadas, afiladas, rojas. Con la mano en el aire, Isoline observó el caer de las gotas.
«Bruselas no es mejor que esto. París… Si estos doce días de descanso fueran en París. Comprar en París, gastar dinero a manos llenas… No hay otro sitio en el mundo para gastar dinero como París».
A manos llenas, Isoline vertió el agua por su espalda. De pie, pudo ver su figura en el espejo. La piel blanquísima contrastaba con el color oscuro del cabello. Se envolvió en la toalla de baño. Su cuerpo le disgustaba.
«Vestida sí. Vestida soporto los espejos y las miradas, pero desnuda preferiría estar dentro del agua, y de un agua oscura que no permitiera transparencias».
El descanso de largas horas de sueño, el baño tibio, prolongado, y las buenas noticias habían puesto a Isoline de un humor inmejorable.
La nueva camarera se preguntó, y no lo comentó en la cocina por falta de confianza, en qué idioma extraño, sonoro, triste y melódico cantaba Miss Katz al volver del baño, una sostenida, quejumbrosa canción.
EMILY
Glasgow, 16 de agosto
Querida Teresa:
Estoy contenta de estar en casa, con mi madre y mi familia. Te escribo porque sé que debes de pensar que estoy muy loca, después del disgusto que te di. Rachel dijo que lo pensabas y puede que sea así, Teresa. Pero ahora, que estoy muy tranquila con mi madre y pienso que mis nervios se han calmado, quiero disculparme.
Si puedes, perdóname aquel desagradable disgusto, y que Kate y las chicas compensen con su simpatía mi antipático proceder.
Yo sé que no puedo compararme a ninguna de ellas en amabilidad, educación y buen carácter. Ya sé que estarás muy contenta de que me haya venido. Aunque vaya a trabajar a Londres no iré por la Casa. No te molestaré con mi indeseable presencia.
Adiós, Teresa. Te pido perdón,
Emily
TERESA
—Teresa, ¡qué abandonados nos has tenido!
… Marta se alegra de veras. Mrs. Loridge, en su eterna butaca de las tardes, lee un libro.
Thomas no está; hace mucho tiempo que no viene a Londres. Ha conseguido trabajo en Manchester, me ha dicho Mrs. Loridge, y está contento. Desde la guerra, vive unos años de indecisión y no se adapta a nada. Eso y sus avanzadas ideas políticas —que a Mrs. Loridge le hacen sonreír— le convierten en un insatisfecho.
El nuevo trabajo le ha venido muy bien. Organiza los programas culturales: charlas, conciertos, etcétera, que una gran empresa destina a sus obreros todas las semanas.
—Es para lo que sirve Thomas —dice Mrs. Loridge—, tareas románticas, un poco difusas, en las que la sensibilidad y el amor al prójimo tengan un gran papel.
Los fines de semana de la tía Silvia se han quedado sin Thomas. Ha perdido a su compañero en el juego polémico.
—Tendré que empezar a discutir con el Mayor, porque esto, si no, va a convertirse en una balsa, cosa que no les va bien a mis atrofiadas facultades. Teresa, ¿tú por qué no me llevas la contraria?
Mrs. Loridge bromea, pero añora realmente a Thomas.
—De todos modos estoy contenta de que el chico encuentre su camino… filantrópico-socialista. Es malo sentirse vacío e inútil como él se sentía, y luego, tan mal preparado por culpa de la guerra y de su especial carácter, para luchar en cualquier otra profesión… ¡Ah! Y además tendrá dinero ganado por él, y mi hermana, que sólo tiene ese hijo y que, por supuesto, puede mantenerle eternamente, se sentirá liberada y tranquila. Y lo mismo el padre de Thomas…
El padre de Thomas, que vive separado de la madre, amistosamente separado, es un abogado famoso que trabaja en Londres.
—Mi hermana no pudo resistir el carácter reconcentrado y hosco del padre de Thomas, y ahora, el hijo le ha salido igual. Por eso pienso que estará contenta de que Thomas parezca encauzado y libre de caer en la misantropía…
Marta me propone un plan alegre para el fin de semana: un viaje a Cambridge, a casa de unos amigos, para volver el domingo por la noche o el lunes temprano.
El salón de Mrs. Loridge se oscurece muy pronto. Agosto avanza sobre la luz de la tarde, robándola temprano. Tengo que volver a la Casa.
—Hoy no, Marta, hoy es imposible que me quede a cenar.
Kate, al verme entrar, me da una carta. De Emily.