2. La mañana
MISS JACKSON
«Las siete de la mañana es una buena hora para levantarse». El padre de Miss Jackson se pasó la vida repitiéndoselo a su mujer, a sus hijos y a sus amistades. El reloj de la casa de Miss Jackson, lejano en el tiempo y en el espacio de la infancia, estremecía la mañana, sacudía el sueño, con sus siete campanadas, cada día.
El padre de Miss Jackson se levantaba antes que nadie y enseguida quería tener a la familia a su alrededor, quería verlos aparecer con cara de susto, en la puerta abierta de las distintas habitaciones. Cuando estaban todos reunidos, el padre rezaba. La mujer y los hijos contestaban, todavía medio dormidos, destemplados y temblorosos. El rezo era breve y enérgico. Luego el padre permanecía unos momentos en silencio con la cabeza inclinada, mientras los hijos le miraban con el rabillo del ojo esperando el final de su meditación. Después la madre se iba a la cocina y advertía siempre: «Arreglaos. El desayuno estará pronto».
Lentamente los niños —en el recuerdo de Miss Jackson, ella y sus hermanos eran siempre niños— se retiraban a sus habitaciones. «Las siete y media es una buena hora para desayunar», decía el padre de Miss Jackson.
Cuando pasaron los años y Miss Jackson fue sucesivamente huérfana en casa de su hermano, profesora en un internado y por último administradora de esta casa, trató siempre de inculcar en los demás el horario heredado del padre.
El horario justificaba su existencia. Cada hora era un ladrillo, un escalón, un tornillo, una pieza de un todo armónico: casa, escalera, máquina. Si fallaba una hora, fallaba el conjunto.
Con los sobrinos, en casa del hermano, lo logró. A las siete de pie, a las siete y media desayuno.
La cuñada estaba enferma y, por otra parte, era una madre desastrosa. Le permitía a ella que educase a sus hijos y se lo hubiera permitido a cualquiera. Los sobrinos, somnolientos y ceñudos, acudían al cuarto de la tía a las siete en punto y rezaban.
En el internado lo consiguió a medias.
Las niñas se habían levantado siempre a las ocho. Pero Miss Jackson logró de la directora una hora de adelanto en el toque de la mañana. Una hora ganada. Las niñas la rodeaban en silencio, espiando tras el rezo su gesto de final de meditación.
En la Casa no pudo hacer nada. Las residentes pagaban mucho. Las residentes eran mujeres independientes. El desayuno se les servía en sus habitaciones, a las ocho, y podían seguir durmiendo si lo deseaban. En la Casa, Miss Jackson sólo pudo aplicar su dogma al servicio. A las siete, las camareras de los pisos esperaban su llegada reunidas en el office del primero. No había rezos.
Miss Jackson aparecía con su manojo de llaves, apretadas las comisuras de los labios, caídas las mejillas rojizas y fláccidas, dura la mirada azul tras los cristales de las gafas. Las contemplaba a todas acusadora, daba instrucciones y descendía con lentitud los escalones del primer piso, camino de la cocina.
—Entre.
Habían sido dos golpes secos, seguidos, en la puerta de Miss Jackson. Dos golpes extraños a aquella hora. Las siete menos cinco minutos. Miss Jackson se disponía al rezo.
—Entre.
No contestó nadie. Miss Jackson se había puesto, como todos los días al saltar de la cama, su guardapolvo verde claro, encima del camisón. Instintivamente lo cruzó sujetándolo con una mano sobre el pecho plano, y con la otra alisó su cabello, grisáceo a mechones. Abrió la puerta. Miss Helen Hutkins, la residente del número tres en el primer piso, estaba en el otro lado del umbral, mirándola.
Miss Jackson se explicó inmediatamente la ausencia de respuesta a su invitación de entrar. Miss Hutkins padecía una extraña sordera que iba y venía, que se agudizaba o desaparecía a días y a momentos.
—Miss Jackson, perdone… A estas horas.
—Es mi hora, Miss Hutkins.
—Lo sé, pero es molesto de todas formas. Yo sólo quería pedirle que me sirvan el desayuno enseguida, dentro de media hora si es posible. Y mañana también. Tengo que salir temprano.
—De acuerdo, Miss Hutkins, de acuerdo; yo misma se lo prepararé. Precisamente, es mi hora.
HELEN HUTKINS
Helen Hutkins entró por primera vez en el cuarto número tres del primer piso dos años antes. Miss Dudley, la secretaria de la Casa, le había anunciado: «Es una habitación privilegiada. Si usted necesita, sobre todo, luz, es una suerte encontrar libre el número tres del primer piso».
Cuando Helen abrió por primera vez la puerta de su nueva habitación, no pudo apreciar, de momento, nada extraordinario.
Desde el umbral contempló el rectángulo extendido ante ella, el nuevo rectángulo que iba a marcar sus límites. Cerró la puerta, dio unos pasos. Enseguida percibió la luz viniendo de su espalda, y al girar, buscando la ventana, apareció el torreón, que, detrás de la puerta y oculto en parte por ésta al abrirse, avanzaba sobre el jardín.
El torreón se volvía transparente a partir de una altura… Los cristales continuaban metro y medio más y luego reaparecía la piedra. La luz surgía del torreón y desde allí se extendía, debilitada, al resto de la habitación. Helen Hutkins, maravillada, abrió los cristales y respiró hondo. El aire y la humedad del río lo inundaron todo.
Después de dos años de posesión ininterrumpida del rectángulo y del torreón, Helen los siente absolutamente suyos. Encerrada allí, olvidaba la Casa y sus habitantes y el mundo que empieza de puertas afuera.
«A las siete y media el desayuno. Luego, tres cuartos de hora de autobús y diez minutos para recorrer esa calle interminable. Puedo estar allí a las ocho y media».
Helen está arreglada para salir. Es la residente más elegante de la Casa. Y una de las más atractivas. Las inglesas decían que no parecía inglesa; que sus rasgos eran demasiado duros y que podría ser alemana.
Helen ignora todas las opiniones porque tiene una extraña capacidad de aislamiento. La sordera también influye, pero siempre ha sido igual.
Helen da vueltas por la habitación. En el semicírculo del torreón, hay una mesa alta, de dibujo. En la mesa, los papeles, los recortes de revistas, se amontonan. Helen busca y al fin encuentra unos diseños. Los contempla y los ordena. «Estoy segura de que no le gustarán. Cuando viene de Italia está transformado. Tiene ideas disparatadas, se exalta explicando las modificaciones que conviene hacer en los proyectos. Pero sólo dura unos días. Lo que dura el escozor del sol en su piel. Luego, esto le puede. Lima sus exuberancias latinas».
Helen cierra un libro abierto sobre la mesa de dibujo. Arquitectura y decoración, de Luigi Acosta. Encima de la mesa, clavada con chinchetas a la pared, hay una gran fotografía: un hombre joven, en mangas de camisa ante un gran tablero de trabajo. El hombre había levantado la vista sorprendido, y en aquel momento le aprisionó la fotografía. La frente se arruga, interrogante. El pelo revuelto le cae en mechones desiguales sobre la frente. Tiene las orejas un poco grandes, los labios finos, la mirada triste.
«Luigi tenía la mirada triste. Entonces, sin motivos».
Helen se ha sentado en el taburete que hay al lado de la mesa, de espaldas al torreón. Observa distraída la fotografía de la pared. Luego mira a la puerta. Consulta el reloj. Las siete y veinticinco. Enseguida traerán el desayuno. Vuelve a mirar la fotografía y a pesar suyo, en una asociación refleja, recuerda el día en que sorprendió a Luigi, con el disparador de su máquina fotográfica.
—Perdona, Luigi —había dicho cuando él todavía conservaba el gesto de sorpresa reflejado en la fotografía—. Perdona. Tenía verdadero deseo de una fotografía tuya, así, mientras trabajas, mientras trabajamos.
Luigi la había mirado un momento sorprendido, luego volvió a la tarea sin perder tiempo.
—Está bien, Helen. Si es un capricho… Oye, ¿cómo van los apuntes para el salón de los Maxwell?
La fotografía estuvo clavada en las distintas habitaciones de Helen y desde hace dos años recibe la luz de la ventana del torreón. Helen se ha acostumbrado a tenerla allí y posa sobre ella sus ojos muchas veces al día, sin verla, sin detenerse el tiempo suficiente para que se produzca la asociación de hace un minuto.
«Es consolador que se pueda llegar a este grado de insensibilidad. Si no fuera por eso, no podríamos vivir en habitaciones con fotografías, con libros, con…».
En la puerta suenan dos golpes cortos fuertes. Helen se levanta y va a abrir. La camarera del primer piso entra con la bandeja del desayuno. La deja sobre la mesita llena de libros, que está apoyada en la pared, al lado de la chimenea.
Antes apila los libros cuidadosamente en un extremo.
—Gracias, Verónica.
—Buenos días, Miss Hutkins.
RACHEL
Sentada en el alto taburete de la cocina, Rachel se cambia de calzado. Para hacer el camino desde Chiswick, donde vive, a la Casa, calza unos zapatos negros, de ante, deslucidos de lluvias y viajes diarios. Al llegar, los zapatos negros van a descansar sobre un estante bajo, dispuesto para el calzado, en los cuartos de aseo del servicio. Para el trabajo, Rachel usa unas sandalias marrones, cómodas y anchísimas. En el invierno usa las mismas sandalias pero con calcetines de lana.
La cocina es enorme. Alrededor de las cuatro paredes, se apoyan armatostes negros o blancos —cocinas con hornos alternan con armarios y mesas de mármol—. Las cocinas funcionan únicamente con gas. También se emplea el gas para el tostador del pan. Sólo la máquina de pelar patatas es eléctrica.
Rachel abre un cajón, saca un cuaderno con tapas de hule y, todavía sentada en el taburete, consulta los menús del día, que Miss Jackson confecciona para ella, cada semana. «Sábado, sábado… Extraordinario… Carne asada, ensalada, patatas cocidas, tarta de ciruela… Qué original, Miss Jackson… Otra vez carne asada…».
Rachel tiene cuarenta y cinco años y hace veinte que trabaja como cocinera. En la Casa sólo lleva cinco años. Antes estuvo en un gran hotel. Estaba contenta con el sueldo y con el trabajo, pero se marchó de allí por una mala jugada que hicieron a una compañera. Rachel la defendió pero no logró nada. La compañera se tuvo que marchar y Rachel la siguió. El asunto de Maudie le había parecido injusto y lo que más desquiciaba a Rachel en este mundo era la injusticia.
«Yo soy así», decía por toda explicación. Pero la verdadera explicación tenía su origen en la torturada infancia de Rachel.
Había ingresado en un orfelinato a los cinco años; fue humillada mil veces y maltratada constantemente. A los ocho ingresó como pinche en la cocina del orfelinato. Sus compañeras ayudaban en otros servicios. En la cocina no lo pasaba mal, la cocinera le daba mucha comida. La comida no había sido nunca un problema para Rachel. Antes de estar de pinche, tampoco pasaba hambre. Lo que se servía en el comedor era suficiente. El dolor y la privación no eran físicos. Lo tremendo era la disciplina, el no poder explicar nunca las causas de una acción mal interpretada, la soledad.
En la cocina era casi feliz porque la cocinera, que no vivía allí, que salía a su propio hogar donde tenía marido e hijos, era buena con ella. La trataba como a una persona de verdad, como a una niña, como a cualquiera de sus hijos. La reñía y a veces le traía caramelos en los bolsillos.
Rachel recordaba muchas injusticias en el orfelinato, pero sobre todo una. La prohibición que llegó, nadie sabe cómo, cuando ella iba a salir una tarde con la cocinera, a su casa, para jugar con sus niños. La prohibición no venía acompañada de una explicación. Rachel lloró y la cocinera quería despedirse, pero no lo hizo por la misma Rachel.
Años más tarde, cuando la pinche llegó a ser cocinera del centro, entró Miss Jackson en él como profesora. No puede decirse que fueran amigas, ni siquiera que llegaran a intercambiar muchas palabras, pero Miss Jackson admiraba la buena marcha de la cocina y juzgó a Rachel desde el primer momento: una cocinera ejemplar.
Después, Rachel encontró trabajo en un hotel y se despidió del orfelinato. Al hotel fue a verla un día Miss Jackson y le dijo que si alguna vez le interesaba, tendría un buen puesto en la casa donde ella era administradora.
Rachel aceptó la oferta y desde hace cinco años viene cada mañana desde Chiswick hasta la cocina de la Casa.
—Buenos días, Rachel.
—Buenos días, Emily.
Rachel ya está maniobrando en la máquina de pelar patatas.
Esta semana no hay pinche: las vacaciones. Detrás de Emily entran las demás; a las siete y cuarto desayuna el servicio. Las encargadas de los pisos todavía no han despachado los desayunos de las residentes. Las encargadas del comedor han empezado a limpiar el polvo de las mesas y las sillas. Pero Rachel ya ha preparado el té para todas.
—Buenos días, Rachel.
—Buenos días, Louise. Buenos días, Verónica. Buenos días, Mary.
Rachel interrumpe la máquina de pelar patatas. Su ruido no le permite entender nada de lo que dicen sus compañeras.
Una de las mujeres que acaba de entrar se dirige a ella.
—Lo que te hubieras reído anoche en el pub de Johnny. ¡Qué chistes! Imagínate uno en que un escocés le dice a su amiga, una irlandesa…
TERESA
—Rachel, la cocinera. Verónica, encargada del primer piso. Louise, camarera. Mary, camarera y Emily, encargada del segundo piso. Es el turno de servicios de la semana. Ya sabe, Teresa, que son ustedes pocas. En verano, con las vacaciones…
Miss Jackson se dirigió luego a las mujeres que había en torno a la mesa, dispuestas a sentarse cuando nosotras entramos. Me pareció que su tono al volver a hablar se iba endureciendo.
—Quiero presentarles a Teresa. Es una estudiante española que viene aquí a ayudarnos, del mismo modo que lo hizo Jacqueline, la muchacha francesa, el verano pasado. Les agradecería que la ayudasen. Es joven, es extranjera y no conoce bien nuestras costumbres, nuestros métodos de trabajo. De momento estará en el comedor con usted, Louise. Gracias.
Miss Jackson sonrió borrosamente y se dio media vuelta. Sus pasos se perdieron por el pasillo que da a la cocina. El comedor del servicio me pareció triste. Las mujeres se sentaron y empezaron a hablar deprisa. La luz llegaba de arriba, de una ventana pequeña que se abría a la calle, a la altura de la acera. Por la ventana, pasaban constantemente piernas, zapatos, trozos de pantalón. Las mujeres, en conjunto, parecían alegres. Una me llamó.
—Ven, siéntate aquí. Sírvete té.
Todas comían ya. Se servían enormes rebanadas de pan de molde, cubiertas de gruesas capas de mantequilla y mermelada. La que me había llamado me sirvió té. Otra me acercó la mantequilla.
—¿Te gusta la margarina? —me preguntó.
Las demás rieron. Yo sonreí. Hablaban muy deprisa, entrecortadamente, a golpecitos, y yo no lograba entender una palabra. De vez en cuando, una levantaba la cabeza y me sonreía. La mayor parte del tiempo, sin embargo, parecía que no me daban ninguna importancia. Como si mi llegada y mi presencia fuera algo natural, que sucede todos los días. La mermelada era de naranja y en el tarro de cristal tenía pegada una etiqueta que decía «Seville-Spain». Todas hablaban y manoteaban mucho. Tenían un acento muy diferente al de Miss Dudley, Miss Jackson y cualquier otra persona inglesa que yo hubiera conocido antes. Pensé: «Es horrible, nunca las entenderé». Pero cuando se dirigían a mí, hablaban despacio y pronunciaban enfáticamente. La primera que me había hablado se volvió y sonrió. Era delgada, joven, tenía el pelo castaño claro, rizado, y ya había terminado de desayunar. De una manga se sacó un paquete de Player’s.
—¿Fumas?
—Gracias, tan temprano, no.
—Me llamo Verónica. Estoy en el primer piso. ¿Estás casada?
—No.
—Yo sí. Tengo dos niñas.
Me pareció muy joven y no estaba segura de haber entendido bien. Frente a mí estaba sentada una mujer más bien gorda, con un aspecto sano y risueño, que luchaba con un tenedor y con un extraño pescado que olía muy fuerte. Reía a grandes carcajadas por algo que le contaba su vecina, bajita, con los ojos medio cerrados, el pelo de ratón, liso, mal cortado, de edad indefinible.
—Oh, Mary, no sigas… —reía y se atragantaba la gorda.
—¿Qué pasa, Louise? —preguntó Verónica.
—Me está contando algo tan divertido… —Louise había abandonado el tenedor, el cuchillo y el pan; se apretaba el vientre con las manos y seguía riendo.
—Miss Dudley, imagínate, Miss Dudley… decía ayer a la suiza del segundo piso… que… adora… los deportes…
Verónica se echó a reír. Intentó explicarme la gracia de todo aquello, pero reía mucho y entremezclaba la explicación con comentarios rápidos dirigidos a Louise.
No la entendí, pero traté de sonreír y de parecer enterada y cómplice de su risa.
—Emily, ¿no te hace gracia? —preguntó Verónica a una muchacha que fumaba, seria y ausente, recostándose en la silla.
Emily había estado callada todo el rato. Era fea, llevaba gafas y le faltaba un diente en un lugar muy visible. Tenía el pelo rizado con una horrible permanente.
—No, no me hace gracia. Hasta luego.
Se levantó y se marchó. Las otras se hicieron gestos burlones y cambiaron miradas de inteligencia.
La cocinera fue la primera en levantarse. Supe que era ella porque llevaba un delantal envolvente y de vez en cuando salía para asomarse a la cocina y ver si todo iba bien. En enormes calderas de hierro, hervían verduras y patatas. El olor llegaba hasta el comedor del servicio.
La cocinera hizo a las demás señas muy expresivas para que fueran levantándose.
—Vamos, chicas, vamos que es tarde.
Al pasar junto a mí se detuvo. Se apoyó en mi silla y me dijo:
—¿Te gusta Inglaterra?
Dejé la taza sobre el plato y me volví.
—Desde luego, mucho.
—Yo soy Rachel. Pídeme lo que necesites. Estoy siempre en la cocina.
Salió llevando sus platos, su taza. Las otras empezaron a desfilar también. Cada una llevaba su servicio del desayuno. Yo salí detrás de ellas con el mío. Louise todavía reía. Verónica y Mary charlaban a gritos. Al llegar a la cocina, Louise me guiñó un ojo.
—¿Vamos, pequeña?